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NACIÓN Y PATRIA

NACIÓN Y PATRIA

Luis SUÁREZ FERNÁNDEZ (*)

 

   1. Para comprender estas dos palabras en su verdadero sentido, tenemos que remontarnos a sus orígenes. Nación no significaba, al principio, otra cosa que nacimiento, asociándose pues a un concepto puramente biológico. Se aplicaba en la Edad Media de un modo muy diverso y por eso tanto podía decirse que alguien era madrileño de nación como español o asturiano. Al constituirse las comunidades humanas que se llamaron «universidades de los Estudios generales» y hacerse además suficientemente numerosos sus miembros, se comenzó a distribuir a maestros y escolares de acuerdo con los lugares de origen y a estas agrupaciones se las llamó «naciones».. No había el menor rigor en el examen del origen y así, por ejemplo, los españoles en París se incluían en la «nación picarda». También los mercaderes constituían sus propias universidades y se acostumbraron a denominarlas de acuerdo con el origen entre ellos dominante. La primera vez que encontramos mencionada una «nación española» es en Brujas y se refiere a los navegantes que allí llegaban para comerciar y que eran en su mayoría vizcaínos; por eso empleaba el árbol y los lobos como emblema.

 

   Cuando, a partir de noviembre de 1414 se reúne el Concilio de Constanza, representando a toda la Cristiandad para acabar con el Cisma de Occidente, los padres reunidos, imitando la conducta de las Universidades, decidieron dividirse en naciones. Pero no procedieron de manera arbitraria o caprichosa: descubrieron que Europa, coincidente en este momento con una sola Universidad Cristiana, estaba formada por cinco naciones que se distinguían unas de otras por los rasgos esenciales. Las colocaron por orden, de acuerdo con la relación con Roma. De este modo Italia era la primera, por ser la cuna del Imperio, Alemania la segunda porque albergaba entonces el título imperial, Francia la tercera en memoria de Carlomagno, España la cuarta porque su legitimidad procedía de la propia Roma, a través del pacto del 418, e Inglaterra la quinta. No había identidad entre Nación y Estado, pues cada nación albergaba más de uno; pero los principados con soberanía eran solidarios, en el seno de una misma nación. La unidad se expresaba en tres rasgos esenciales, las formas del Derecho, la familiaridad en el modo de hablar, la trayectoria histórica que significaba a la vez herencia y proyección hacia el futuro.

   Se percibía una fuerte tendencia a la unidad en el seno de cada una de las naciones, visible de manera especial en las grandes Monarquías de Francia, España e Inglaterra. La causa, como explicarían los catalanes en Caspe, estaba simplemente en el hecho de que la unión en esa misma solidaridad, ofrecía ventajas: podía registrarse alguna resistencia antes de que la unión se lograse, pues se buscaba la conservación de fueros, formas de vida y de administración, que se consideraban «libertades», pero una vez conseguida los esfuerzos se orientaban a conservarla por las ventajas que procuraba: reforzaba los vínculos familiares, procuraba ayudas, desplegaba mayor actividad económica. Desde el siglo XV un hecho se ha impuesto sin que sea motivo de disputa. Los seres humanos nacen en el seno de una nación y ella les proporciona su primer patrimonio. La libertad, insita en la naturaleza humana, permite efectuar en ciertos casos minoritarios un cambio de nacionalidad; pero aun en estos casos, el cambio evita que tal patrimonio pueda perderse. Podríamos decir que la nacionalidad, adquirida al margen de la voluntad propia por el hecho mismo del nacimiento, reclama a posteriori una aceptación que no es absolutamente pasiva.

 

   Se establece, de inmediato, una jerarquía de valores que conforman la personalidad humana. Se nace en una determinada localidad, que pertenece a una comarca, ésta a su vez a una región y, finalmente, a una determinada comunidad política. Esa jerarquía va enriqueciendo matices, pero sólo cuando se halla completa encuentra cierto grado de plenitud. Supongamos un caso típico de alguien que haya nacido en una aldea de tierras de Zamora: una serie de círculos concéntricos, la aldea natal, la comarca zamorana, la tierra de Castilla y finalmente España, moldean su patrimonio, su personalidad: si se detuviera a mitad de camino carecería de la necesaria madurez. Una fruta verde, cortada antes de sazón.

   Esto obliga a pensar en un futuro que no está, verdaderamente, lejano. Pues para que Europa pueda unirse formando una gran nación, es necesario que se alcance a través de ella el grado de maduración, ese círculo más amplio al que correspondería llamar «europeidad». Los hombres del siglo XV estuvieron muy cerca de lograrlo ya que entendían que las cinco naciones eran únicamente partes integradas en un gran conjunto armónico y de unidad, que era la Cristiandad. Hoy eso no existe y, por consiguiente, resulta sumamente difícil hallar los vínculos que permitan descubrir la Europeidad. Un Mercado no basta; puede incluso ser contraproducente. Tampoco una moneda que va a expresarse por medio de billetes de banco que cada país emitirá con signos distintivos peculiares. Se trata de una meta a conseguir; de lograrla se habría dado un paso adelante verdaderamente formidable.

 

   2. Cuando intentamos trasladar a nuestros días el término nación, nos encontramos con dificultades. Muchas contiendas han tenido lugar en Europa, sembrando abundante confusión al respecto. No es mucho lo que se ha conservado de los antecedentes primitivos. Por una parte se tiende a exagerar la conciencia nacional como si ésta estuviera ligada a ciertos rasgos físicos indelebles. En el extremo opuesto se admite el cambio de nacionalidad como si ésta fuera tan solo una especie de trámite jurídico para estampar en los documentos del viajero. La Revolución francesa identificó en cierto modo la nación con la soberanía que adjudicaba a la comunidad política y pasó a escribirla con mayúscula. Pero cuando la crisis advino, invitó a los ciudadanos a luchar por la Patria, como si fueran términos intercambiables. La Marsellesa invoca a los «hijos de la Patria» porque lo que se trataba de defender no era otra cosa que el patrimonio común.

   Los historiadores del siglo XIX han debatido ampliamente esta cuestión: ¿qué es lo que define substancialmente a una nación? Las respuestas variaban de acuerdo con el ámbito cultural de donde procedían, pero giraban siempre en torno a tres factores: la etnia, que constituye la base de una comunidad, el pasado histórico, constructor de leyes y costumbres, o la lengua. Naturalmente los franceses insistían con preferencia en el segundo, mientras que los alemanes daban preferencia a los otros dos y en especial a la lengua porque entonces se hallaban ante el caso de una nación que era preciso construir. Los terribles excesos del racismo, empeñado en identificar la etnia -comunidad humana en convivencia cultural- con la pureza de sangre, han despertado clamores de protestas que en cierto modo han afectado a la nación. E1 mito de la superioridad de las razas puras sobre el mestizaje se ha revelado, por otra parte, como un error. Entre raza y suelo no es oportuno establecer confusiones.

   Por ejemplo pocas dudas ofrece el hecho de que Israel ha sido, incluso en el exilio, una nación. Esto impulsa a los judíos -tomamos la expresión de Najum Schutz- a definir la nación como «un grupo de seres humanos que en virtud de un sedimento común de datos objetivos -lengua, tradición, contiguidad geográfica, religión o pertenencia a un marco estatal uniforme- se autoconsideran mutuamente allegados». Pero, en su propio concepto, esta conciencia nacional puede manifestarse de dos maneras distintas que ellos designan con palabras diferentes aunque procedentes de la misma raíz: es «leumaut» la propia afirmación de los valores nacionales estableciendo una relación positiva entre ellos y los de los demás pueblos; es «leumanut» cuando se manifiesta en oposición a los demás. Entre nosotros la definición aparece más clara si recurrimos a vocablos diferentes como patriotismo y nacionalismo.

 

   Desde ambos puntos de vista no cabe duda de que España posee los rasgos nacionales precisos, que fueron objeto de un largo proceso de elaboración. Por su posición histórica incluso muy remota, ha sido una especie de campeona del antirracismo, haciendo del mestizaje el medio de lograr el acercamiento de poblaciones que estaban, en contiguidad geográfica, dentro de un ámbito de autoridad solidaria. Su etnia, hispánica, es por consiguiente resultado de acercamiento y de refundición, a lo que ha contribuido que, durante siglos, se haya conservado una fuerte unidad religiosa. Los otros rasgos se dan en ella todavía con mayor claridad. Posee una lengua rica, que disputa al inglés el número de los que la hablan, que recibe el nombre de «española». El término castellano es, en cierto modo abusivo, ya que el modo de hablar propio de Castilla ha desaparecido al fundirse en la habla común. Esa lengua no es tan solo el medio de expresión para entenderse en el ámbito universal hispano, sino también el soporte de una cultura muy rica a cuya formación han contribuido personas procedentes de todos los rincones del espacio hispano, sin limitación ni preferencia algunas. El español es resultado también de fusión entre lenguas romances que la han enriquecido.

   Junto a ella sobreviven reliquias lingüísticas, que han logrado diferentes grados de expresión cultural, pero que pueden y deben desempeñar el papel de enriquecedoras del acervo común y no, equivocadamente, el del establecimiento de barreras para la comunicación. Finalmente España cuenta con una sólida Historia común, cuyas grandes etapas -reconquista de la Hispania «perdida», proyección exterior culminando un esfuerzo para generar nuevas patrias, y lento desarrollo de la libertad- son quehacer común de todos los españoles.

   La solidaridad entre las naciones es una exigencia del mundo actual. En la doctrina cristiana las naciones vienen a ser como una limitación establecida por Dios, a consecuencia del pecado, frente a la tendencia de los hombres a buscar la unidad por sí mismos al margen de la Voluntad divina. Es la profunda lección que se desprende del episodio bíblico de la torre de Babel. Pero de esta forma no son únicamente los hombres en cuanto individuos los que reciben el mensaje de salvación; también las naciones, que han de comparecer en el Juicio Final, deben convertirse para huir de la idolatría de sí mismas, que constituye una constante amenaza.

   Tenemos pues, en España, los rasgos fundamentales que definen a una nación: comunidad humana conformada en sus rasgos al correr de los siglos y como resultado de una confluencia de varias ramas, lengua común que ha creado una de las más fecundas literaturas del planeta y una historia que, con sus naturales contrastes, ha contribuido poderosamente a construir los derechos humanos. Los propios fueros, leyes y documentos de carácter administrativo se han escrito y comunicado en esa lengua común que permite la afirmación de la persona en un determinado sentido. La palabra Estado, aunque ahora la escribamos con mayúscula, tiene origen y contenido mucho más humilde, pues al principio sólo designaba los dominios privados de un rey, príncipe o noble cuando estaban dotados de jurisdición y proporcionaban las rentas necesarias para el mantenimiento de su rango y funciones.

 

   3. La nación resulta en sí misma un termino insuficiente cuando no se le relaciona con Patria, que se relaciona con paternidad y también con patrimonio. Aunque algunas veces se hayan confundido ambos términos, Patria y Nación, es necesario distinguirlos si queremos pensar y proceder con absoluta precisión. Alude la Patria a una herencia que se recibe, ese conjunto de valores que se transmiten de una generación a otra y que vienen a constituir una especie de capital que se comparte y recibe también en herencia. También aquí entra en juego la libertad inherente a la naturaleza humana. Jacobo Burckhardt, uno de los más importantes historiadores, llamaba a ese patrimonio tradición, según el término latino traditio, esto es, lo que se entrega. Pero cada generación puede adoptar tres actitudes distintas en relación con esa entrega y de ellas derivan consecuencias muy importantes.

   Pues esa generación puede recibir el patrimonio heredado e «idolizarlo» elevando la tradición a términos absolutos: nada debe ser cambiado y basta para que la nación siga adelante, con permanecer abroquelados dentro de la herencia. Pero esta actitud comporta una especie de esclerosis cultural; podemos considerarla como exagerado tradicionalismo. Se puede tomar la actitud contraria: nada debe ser conservado, todo tiene que ser cambiado pues el cambio es en sí mismo progreso. Esta actitud y conducta son revolucionarias. Según Burckhardt también deben considerarse patológicas. Sólo la tercera actitud, aquella que toma la tradición, la recibe y la emplea como quien utiliza un capital para hacerlo fructificar, es la correcta. El progreso no nace de la destrucción ni del cambio sistemático, porque es crecimiento. La Iglesia recuerda a los hombres, a este respecto, la parábola de los cinco talentos.

   A semejanza con lo que sucede en el primitivo concepto de nación, se puede aplicar el de patria en términos muy restrictivos, puramente locales o, para decirlo en términos castizos, de «patria chica». Si no se exagera, este localismo viene a revelarnos una de las virtudes inherentes al patriotismo, susceptible de aunar esfuerzos con otros semejantes para construir algo en común, mientras que el nacionalismo, tan cercano a la raza, alude siempre a lo que distingue y separa. La adhesión a la patria local es preferentemente sentimental. Para la Patria grande es imprescindible un acto de reflexión voluntaria, un compromiso en libertad.

 

   Para descubrir correctamente el contenido del concepto de Patria, tenemos que tomar en cuenta sus dos componentes esenciales: pasado y futuro. Ante todo el resultado de la Historia común, aquel conjunto de valores que determinan la identidad de la comunidad que es, por esencia, nacional, territorial y de convivencia. A esos valores es a los que tenemos derecho a considerar como cultura. Se manifiesta, a simple vista, por medio de algunos rasgos típicos que incluyen, como es natural, virtudes y defectos. El nacionalismo tiende a destacar, en los «otros» tales defectos. Resulta bastante fácil, al bucear en el pasado histórico, descubrir la tarea colectiva realizada que constituye lo que podemos considerar como misión. No hay misión más alta que la que la Biblia asigna a Israel: educar en la relación con Dios a todo el género humano siendo depositario primero de la Revelación. No resulta tan fácil trasladar la misión a un tiempo futuro. Bossuet daba a Francia la de ser realizadora de la plenitud política. En nuestros días Francis Fukuyama asigna a la nación americana la de expansión del sistema democrático y de la libre empresa.

   Cuando una comunidad humana pierde su proyecto de futuro -a veces este fenómeno se produce prematuramente por falta de madurez en la comunidad nacional- el sentimiento de Patria desaparece y sus componentes se disuelven. Esto es lo que provoca los separatismos. Un ejemplo claro lo ofrecen el Imperio austro-húngaro y el otomano, colocados el uno enfrente del otro. La disolución origina entonces la aparición de pequeñas naciones inmaduras que se ven obligadas a recorrer nuevamente el camino desde sus orígenes.

   El gran desafío de Europa, si se decide por emprender el camino de la unidad -las estructuras económicas pueden ser medios prolegómenos pero nunca fines en sí mismas no se encuentra tanto en las diferencias lingüísticas o políticas preexistentes sino en convertir los patriotismos nacionales en una especie de denominador común, reduciendo éstas a un nivel secundario y enriquecedor respecto a lo que podríamos llamar «europeidad». No es fácil, pero tampoco imposible. En torno al año 800 esa conciencia de unidad «europense» ya existía y pudo incluso desembocar en una conciencia de «universitas christiana» que tenía todos los elementos necesarios para la unidad. Nos acechan, ahora, algunos peligros.

   Nietzsche dijo que la Patria existe para los hijos pero no para los padres: preconizaba la ruptura. Charles Maurras, en cambio, llegó a decir que la Patria son «sus muertos»: abogaba por un tradicionalismo radical. Ambas posturas, exageradas, conducían a un mismo extremo de negar la capacidad de crecimiento del hombre en libertad. De ellos han nacido muchos de los vicios y errores que el siglo XX ha tenido que padecer. El futuro reclama aunar, converger, crecer, que todo ello es progreso. Es cierto que el pasado existe como patrimonio y que a los padres acucia el deber respecto a los hijos y no el derecho, pero en todo caso para la construcción de un futuro, en el sentido de la marcha, creciendo.

 

   Se tiende, muchas veces, a identificar la Patria con el suelo, «Bode» en alemán. Es entonces una retórica del paisaje aplicada a la pura materia del espacio. En este caso se corre el peligro de convertir a los seres humanos en una parte de la tierra como los habitantes de una selva. Un daño todavía mayor puede nacer de la fusión de Patria y Nación en una conciencia de linaje, «Blute», la sangre, porque el nacionalismo se exalta, cree descubrir específicos signos biológicos en los individuos y desemboca en el racismo con todas sus consecuencias. Hemos acudido a dos términos alemanes para recordar a los lectores que «Blute und Bode» era una de las consignas inspiradoras del nacional-socialismo.

   En nuestros días se insinúa una nueva postura todavía más radical, de rechazo de la conciencia de Patria, considerándola como algo artificial y atribuyéndola únicamente a los movimientos conservadores. Es el radicalismo revolucionario y desarraigador, contra el que Burkhardt trataba de poner en guardia.

   Mientras que la exaltación de la nación -nacionalismo- conduce a separar a los hombres unos de otros (siendo los «unos» mis connaturales y el «otro» el extranjero o extraño) la exaltación del propio patrimonio ofrece menos peligros, pues el amor a los valores que poseo puede inducirme a comunicarlos a los demás y tampoco me impide apreciar vigorosamente los ajenos. La esperanza de Europa hacia ese futuro que se encuentra, al parecer, próximo, estriba precisamente en que, al confluir para reunirse los patrimonios de las naciones que la componen, se disponga de un capital tan abundante que resulte fácil el crecimiento en especial en el orden de la cultura, la ciencia, el derecho y la libertad. Beethoven es, indudablemente, una parte del patrimonio germánico, pero nada me impide hacer «mía» su música acogiéndola con amor. El hidalgo de la Mancha ha sido siempre vínculo de unidad. Para todo ello es imprescindible, sin embargo, que el patriotismo no se circunscriba al nivel del sentimiento que conduce a la vanagloria.

   Cuando permanece en el ámbito sentimental, el patriotismo, incapaz de remontar el vuelo, se identifica con el paisaje inmediato y el folklore; permanece en un primer escalón cuya importancia no puede ser olvidada. Necesita elevarse al plano de la razón, esto es, convertirse en materia de estudio y análisis para su ulterior comunicación. Esto es precisamente lo que otorga tanta importancia a la Historia, siempre que obedezca las consignas de Ranke, «wie es eigentlich gewesen», y no se tergiverse para servir ideas políticas o máximas y principios previamente construidos. La Historia, que es siempre una explicación del presente, recurriendo a sus raíces en tiempo pasado, tiene que ser neutra, exquisitamente neutra. Su misión es dar razón de los hechos que han sucedido y no dar la razón a determinadas preferencias. Presente no es otra cosa que la línea tenue que engarza el pasado con el futuro: en medio se encuentra la generación del historiador, que toma conciencia y la transmite. Al término del trabajo ese historiador comprende y abraza el pasado como una consecuencia. Se vive en un espacio cultural, conjunto de valores y de formas de vida que las generaciones anteriores construyeron; hay virtudes y defectos, aciertos y errores y unos y otros son igualmente importantes.

 

   4. Importa mucho precisar, en cada caso, dónde están las raíces y contenido del patrimonio que a la nación corresponde. Griegos y romanos, que fueron los primeros en preocuparse científicamente de estos asuntos que ellos inventan hasta el nombre de Historia lo atribuían únicamente a una comunidad humana, con independencia del espacio que habitase y haciendo abstracción de la misión hacia el futuro. La misión que, según Virgilio, incumbía a Roma no era otra que de «regir a los pueblos con imperio» . No sólo se reducía todo a un presente sino que se desvinculaba dicho presente de la libertad. Roma no era sino la obra más perfecta del Destino. El Cristianismo, que conforma a Europa, recibió esta herencia pero además otra mucho más importante, la de Israel. Dios mismo escoge un pueblo, no por sus méritos, sino desde la libre Voluntad, y le da una tierra (Eretz) para que desde ella cumpla una misión muy comprometida de servicio a sí mismo y a los demás.

   En consecuencia el Cristianismo admite, como un hecho, que cada pueblo, por voluntad de Dios y no tanto por la suya propia, se encuentra instalado en una tierra a la que se vincula especialmente y desde la cual debe realizar la misión histórica que tiene encomendada. Esa nación es susceptible también de recibir el bautismo, pues la condición de cristiano no se reduce al ámbito de lo individual concreto sino que se hace extensivo a las sociedades humanas. De ambas cosas, misión creadora y espacio vital, se compone en principio el patrimonio. Israel, privado de su tierra durante diecinueve siglos, aunque conservando su misión de pueblo elegido, constituye verdaderamente una anomalía. La creación del Estado de Israel, a partir de 1947, constituye en consecuencia un término de llegada y no punto de arranque: los elementos han vuelto a unirse, como estaban al principio. Un hecho que se hace difícil de entender desde otras coordenadas.

   En Europa la tarea práctica de creación de patrias, sumamente lenta, tiene mucho de integración, desarrollo cultural y progreso en libertad. Deben su origen a pequeños horizontes territoriales y humanos que se empeñaron, en plena edad feudal, en la defensa de lo para ellos más preciado, la libertad frente a enemigos de dentro y de fuera. Es hora de que tengamos el valor de rechazar la falsificación que el esquema marxista ha cometido al identificar servidumbre y feudalismo. La servidumbre era una reliquia del tiempo pasado, forma degenerada de la esclavitud romana, que sobrevivía pero en trance de desaparecer. La Carta Magna, que ahora rectamente se invoca como punto de partida para las libertades políticas no es otra cosa que un documento feudal. Pues el feudalismo, partiendo de un núcleo restringido de guerreros, fue el más formidable creador de libertad que puede imaginarse. El contrato feudal, y cuanto de él dependía, reclamaba la previa condición de libertad entre sus partes. Y hacía extensiva la conciencia del pacto a las relaciones entre monarca y súbditos.

   La libertad, en el pensamiento cristiano europeo, no es una cantidad que se añade, sino una condición que se encuentra insita en la naturaleza humana porque en ella la ha colocado Dios. Un gran misterio y al mismo tiempo una gran virtud que necesita de ejercicio para crecer y consolidarse. Las pequeñas patrias, al tiempo que las incipientes formas de libertad, fueron creciendo, sin desaparecer nunca del todo, al modo como los fuertes sillares se convierten en apoyatura para que sobre ellos crezca la estructura de los grandes monumentos. Y surgieron las naciones grandes, aquellas cinco que el Concilio de Constanza reconociera como integradoras de la unidad de Europa.

   La pregunta que ahora nos hacemos es la de si el proceso de crecimiento puede continuar, hasta crear una nueva forma de nación, dotada de su correspondiente patrimonio, que vendría a ser la «europeidad». Del Noce contesta afirmativamente, y, en realidad, no tenemos motivos para dejar de creer que las cosas pueden ser así. Una Patria común europea no alteraría los supuestos que aquí hemos contemplado; tal vez vendría a reforzarlos convirtiendose en meta para el tramo de Historia que corresponde vivir. En el fondo las guerras europeas, desde Napoleón hasta nosotros, han sido verdaderas contiendas civiles en que los campos se hallaban mal delimitados, porque se estaba debatiendo algo común y de interés de todos. Lo que, indudablemente, abocaría al desastre, sería un rechazo del patrimonio plural heredado, en todas y cada una de sus partes: los europeos somos los que somos y podemos construir un futuro porque sobre nuestros hombros descansa una herencia de siglos que, si se perdiera, así lo recordaba Menéndez y Pelayo en el caso de España, volveríamos seguramente a la época de las tormentas tribales antes de que romanidad y cristiandad fundieran Europa.

 

   5. El caso de España, no distinto del de otros países de Europa, ofrece, sin embargo, algunas características singulares, que pueden explicarnos la aparición de comunidades autónomas, aunque no justifican los muchos errores que al ordenarlas se han cometido. Pues la unidad en la pluralidad, que es fórmula política superior, no admite que sufra la primera en detrimento de la segunda ni que se ignoren en absoluto precedentes históricos tergiversándolos. Hispania, que nunca tuvo el nombre de Gotia, es anterior a las regiones que en ella se establecieron: era una fuerte comunidad, nacida dentro del Imperio romano, que conservaba la doble legitimidad, política y cultural, como una verdadera herencia legítima. La comunidad que en ella vivía, producto de una síntesis entre elementos ibéricos, celtas y romanos -los wascones eran advenedizos que habían aprovechado la desintegración del Imperio para moverse hacia el sur cruzando el Pirineo- se había conformado espiritualmente en otra síntesis de helenismo, romanidad y cristianismo que es la que llamamos «cultura isidoriana» y la que explica la exaltación del santo sevillano cuando compone su «laudes Hispaniae» y trata de justificar, en su Crónica, la misión que Dios le ha encomendado.

   Esa España preexistente, fue conquistada por los musulmanes, una mezcla de árabes y berberiscos, en la primera mitad del siglo VIII. Un anónimo cronista mozárabe, que por primera vez se exalta con la hazaña de los «europenses» de Carlos Martel cuando detuvieron al Islam y le obligaron a retroceder, definió ese episodio como la «pérdida de España». Dicha conciencia no se refería a la estructura política del reino wisigodo -los cronistas insistirán en el mal comportamiento de aquellos monarcas para explicar lo que era un verdadero castigo de Dios- sino a algo más profundo: a la síntesis espiritual isidoriana. Por eso la memoria de San Isidoro se invoca continuamente y los cronistas medievales, incluyendo al mencionado monje mozárabe, utilizaron su Crónica continuandola para relatar lo que venía detrás, pero sin modificar ni un ápice su conciencia. Cuando sea posible, un monarca leones, Fernando I, solicitará el traslado a León de los restos de Isidoro para unir de este modo con fuertes eslabones la cadena.

   Eso es «reconquista», nombre nada superfluo, aunque se hayan producido errores al fijar su cronología. Había que recobrar el patrimonio de romanidad y cristianismo, junto con la conciencia de una dignidad humana que es acorde con la herencia helénica. Muy pronto, desde el siglo IX, el hallazgo de la tumba de Jacobo, devolvería a esa Hispania en trance de restitución, la conciencia de una misión muy especial. Pues no hay más que dos tumbas de apóstol exactamente localizadas, la de Roma y la de Compostela. Un Jacobo transformado además en campeón guerrero, alimentando el valor de los cristianos. Y vivieron los españoles, durante siglos, apegados a la tierra, queriéndola como saben quererla los hombres de armas. La épica española y su derivación historiográfica, moldearon así una conciencia nacional que está fuertemente penetrada de realismo y de esos sentimientos. Para el autor del Poema de Fernán González «de toda España, Castilla es lo mejor», mientras que en la Crónica del Ceremonioso Pedro IV, «Catalunya es la millor terra d’Espanya».

 

   Crecimiento, pues, de una conciencia de libertad que es resultado de esa defensa y de esa restauración. Hay, en el Poema del Cid, un matiz importante: se da por sentado que el caballero de Vivar es buen vasallo «si oviera buen senor». En las leyendas épicas de Castilla los traidores vienen de fuera, como Bellido Dolfos, porque lo que caracteriza a la gente de la tierra es la lealtad. A finales del siglo XIV las Cortes se encargaron de explicar con precisión la diferencia que existe entre fidelidad y lealtad. Es fiel quien sigue al señor sin preguntarse por la justicia de su causa; es leal aquel que impide que el señor caiga en injusticia. Así fue Rodrigo, siempre dentro de la obediencia debida, víctima de los «mestureros» desleales. De las dos virtudes, la segunda es precisamente la que importa, pues en ella alcanzan cabal cumplimiento la libertad y la dignidad de la persona humana, que nunca es completa si se aparta de la ley de Dios. Una de las formas políticas más arraigadas entre los españoles es el «pactismo», como gustaba definirlo a Jaime Vicens Vives: entre Rey y Reino existe una especie de relación contractual que les obliga recíprocamente; pues ambos están igualmente obligados a respetar y cumplir las leyes y los fueros, cartas y privilegios, buenos usos y buenas costumbres pues en todo ello residen las «libertades» de la comunidad humana. El incumplimiento de la ley es el primero y principal atentado a la libertad.

   Por razones militares, la Reconquista, que comenzó siendo defensa frente a un poder más fuerte, impuso una diversificación de potestades -era imposible al Islam quebrantar la resistencia de varios núcleos asestando un golpe decisivo como sucedería al final en la batalla resolutoria que llamamos de las Navas- que desembocaron en estructuras políticas con algunas peculiaridades sociales y jurídicas, sin que en ningún momento se perdiera de vista la pertenencia a un conjunto unitario. El retorno a la unidad política era contemplado, a veces, como algo deseable, superior. A finales del siglo XIV toda esa pluralidad variada se había agrupado para formar cuatro Monarquías. Fue entonces cuando el Rey Pedro IV, que había llegado a reunir seis reinos, no todos españoles, concibió la que llegaría a ser gran fórmula política. Reconoció la existencia de dos planos: el superior donde se encuentran las funciones de la soberanía -justicia suprema, defensa del territorio en el interior y exterior, política general, norma de gobierno, desarrollo económico, etc.- y la identificó con la Corona; en el inferior estaban todas las tareas administrativas, directamente relacionadas con el bienestar y las libertades de los súbditos, esto es, los Reinos. Surgió entonces la «Corona del Casal d’Aragó» que, simplificando, muchas veces llamamos Corona de Aragón con notorio error pues no se asignaba a este Reino un papel distinto del de los demás.

 

   Cada Monarquía era susceptible de un desdoblamiento semejante. Por otra parte los cuatro Reyes, que retuvieron en exclusiva este título y el de Príncipes para sus primogénitos herederos, consideraban su soberanía como algo que compartían al estar dotada de un origen común: la vieja Hispania latino-goda. De modo que entendían como un derecho y casi como una obligación, intervenir en los asuntos de sus vecinos, ya que se trataba de algo que compartían. De ahí la falta de compartimentación. No parecía extraño que nobles tuvieran señoríos en más de un reino simultáneamente o que un Rey de Navarra pudiera ser duque de Peñafiel. Juan I de Castilla pediría a su suegro Pedro IV un ejemplar de sus importantes Leyes Palatinas para poder adaptarlas en sus dominios, y Las Partidas fueron usadas como doctrina jurídica en todas partes. El arzobispo de Braga se titulada como el de Toledo, primado de España. En resumen la españolidad formaba una naturaleza compartida y esto es lo que, en 1414, reconoce el Concilio de Constanza; en él, todos los españoles formulaban, tras los oportunos debates internos, un sólo voto. A principios del siglo XVI, Navarra, obligada a elegir entre Francia y España, optó por la segunda, a pesar de que entonces ceñían la corona los miembros de una dinastía francesa. Conservó con ello su calidad de reino.

 

   6. España aparece conformada como nación en el siglo XV. Contaba ya entonces con todos los elementos que la definen, en especial esa lengua que, despegándose definitivamente del «castellano recto» de Toledo, va a convertirse en española, patrimonio común de varios centenares de millones de seres humanos. La aparición de la Gramática de Nebrija -«es la lengua compañera de imperio»- da al año 1492 una significación casi tan importante como el descubrimiento de América. Un año para el cambio de la coyuntura: España cerraba un ciclo histórico, el de la «recuperación» de la Hispania perdida y abría simultáneamente otro que la llevaría a desvivirse para dar origen a las nuevas naciones hispano-americanas. Los Reyes Católicos fueron considerados por los escritores coetáneos no como fundadores o creadores, sino como «restauradores» de la unidad. Y aplicaron a esta empresa la misma estructura que heredaran en la Corona de Aragón porque en ella contemplaban un modelo superior y más fiable. Reinos y principados siguieron disponiendo de cierta capacidad legislativa, no absoluta, ni en contradicción con la soberanía que ahora era un bien común

   Siguiendo la doctrina que los Papas ya establecieran en la centuria anterior, España fue la primera nación entre las de Europa, que afirmó con énfasis la condición libre de todos aquellos que formaban la comunidad nacional, resolviendo el añejo problema de los remensas. Una pragmática de estos monarcas determinó la nulidad de cualquier reliquia de servidumbre que aun yaciera olvidada en cualquier rincón de sus reinos. También había sido la primera que convocara procuradores de las ciudades y villas a la Corte a fin de establecer los impuestos nuevos, fijar el orden de sucesión y compartir las tareas legislativas que correspondían al Rey. Además se establecieron por vez primera, en un proceso bastante largo, los tres poderes independientes entre sí aunque no de la Corona: el legislativo de las Cortes, el judicial de la Audiencia y el ejecutivo de los Consejos de la Corona. Todo para conseguir que las decisiones emanadas de la soberanía, estuviesen conformes y sujetas a Derecho.

   Todo ello respondiendo a una concepción de la persona humana que se encuentra en el fondo de la cultura que llamamos «hispanidad», la cual se diferenciaba mucho de los voluntarismos nominalitas que iban a dominar ampliamente en Europa, gracias al protestantismo. Los pensadores españoles, fieles al racionalismo tomista, defendieron que el hombre es una criatura capacitada para el conocimiento racional especulativo, y dotada de una voluntad libre (libero arbitrio, como ya defendía Erasmo) que permite elegir, responsablemente, entre bien y mal. De aquí los maestros de Salamanca extraían la conclusión de que todo hombre nace provisto de un orden de valores éticos «naturales», que le acompañan y ni siquiera tiene que adquirir pues se hallan insitos en su naturaleza, los cuales le guían en su camino hacia la plena dignidad de su ser. De ahí nació el gran principio, desarrollado con posterioridad y aplicado en América, acerca de la existencia de unos derechos «naturales» humanos, entre los que la vida, la libertad personal y la propiedad privada son los primeros y, de suyo, inalienables.

 

   Todo esto pasó a formar parte de nuestro patrimonio nacional: la variedad polifacética de los antiguos reinos, que puede constituir vehículo de riqueza si confluyen todos en un quehacer común, y la profundidad de una conciencia acerca de la dignidad de la naturaleza humana que se transmitió al mundo. No sólo a América, aunque sí principalmente a América. En ese patrimonio tenemos que incluir las Leyes de Indias, el Derecho de gentes de Francisco de Vitoria, las Prelecciones del P. Suárez, la razón de la razón -en lugar de esa «razón de la sinrazón» que vuelve loco a don Quijote de la Mancha- el sentido profundo de la vida de Calderón, el desgarramiento de Lope, la política de Dios de Quevedo y hasta el gesto dulce y amable hacia el enemigo vencido que Velázquez quiso retener en el cuadro de las Lanzas. Todo eso y mucho más lo constituyen. No tenemos otro. Renunciar a él sería abrazar la preferencia por un alma miserables y primitiva, volver a las tribus de donde salimos.

 

   7. Nación y patria tienen la misión de proporcionar al hombre un ámbito desde el que actúa sobre el mundo. Plataformas sobre las que se apoya para trascenderse. Le proporcionan aquellos sentimientos, creencias, valores y pensamientos sin los que le sería imposible desenvolverse. Pero éstos, aunque le vinculan a una determinada forma de comunidad, no le maniatan: entra en las competencias de su libertad actuar sobre ellos. Sólo los insensatos pueden permitirse el lujo de destruir su modo de ser tratando de anularlas, desprendiéndose de su patrimonio, fuente de riqueza. El Papa nos recuerda cómo la gran operación del Cristianismo en la primera etapa de la Historia fue precisamente el «bautismo de las naciones» y no su destrucción.

   La relación del hombre con su patria o, si se me permite la expresión, con el horizonte de las patrias que sucesivamente se le ofrecen, está guiada por el amor que no es, en este caso, sentimiento afectivo o concupiscente, por el placer que proporciona el paisaje, por las ventajas que del mismo se esperan o por el placer que se anhela obtener -«no saltres sols»- al encerrarse en un soliloquio inanimado, sino que es «dilectivo»: se quiere mejorar aquello que se ama, rectificar los errores cometidos, corregir defectos, alcanzar en definitiva el bien. En esa clase de amor hay siempre una porción de entrega. Quien ama a su Patria debe mostrarse dispuesto a sacrificarse por ella.

   Debe aplicarse aquí lo que en párrafos anteriores decíamos al establecer la jerarquía en la conciencia de las sucesivas patrias. No existe, en verdad, incompatibilidad alguna entre el amor a la pequeña patria local y las sucesivas de la región, del reino, y de la comunidad cultural superior de la que forman parte. Todo lo contrario: el ascenso en la escala debe permitir la profundización en los afectos. En la medida en que nos vamos integrando en una conciencia más universal -la Iglesia tiene una larga experiencia al respecto, también con amargo sufrimiento por los nacionalismos desatados- los valores ajenos, específicamente franceses o alemanes, por ejemplo, se harán más entrañables porque pasaban a formar parte del propio patrimonio. Es algo que se comprende bien en los grandes horizontes del espacio americano: cualesquiera que sean los roces entre las naciones que allí se han formado, existe una conciencia de americaneidad que está por encima de idiomas y de colores aunque se nutre de todo ello.

   La seguridad de que cada nación permite el acceso a una Patria es precisamente la que transmite y conserva el sentido de la solidaridad entre los seres humanos, produciendo afectos. Es una frase comúnmente admitida que la variedad enriquece el conjunto. Y es cierto siempre que sea capaz de crear una conciencia de recíprocos afectos. La unión en la pluralidad es precisamente la que constituye forma de vida superior. Pasando a una reducción al absurdo lo entenderemos mejor: si fuésemos despojados de esa herencia que constituye la Patria, un orden de valores, un patrimonio espiritual, sólo nos quedaría para construir la existencia en comunidad un Estado esterilizante.

   En una obra de gran importancia, Das Reich der Damonen, Frank Thiess afirmó que la plenitud de existencia en el hombre se apoya en tres ejes: la definición de belleza, acorde con la realidad, como fuera establecida por la civilización helénica, el orden jurídico («ius») que fue el gran descubrimiento de Roma, y el sentido de la trascendencia ejercido como una forma de amor («jaristós») que es la aportación decisiva que realiza el cristianismo. Ahora bien, esos son los tres contenidos del «ser nacional» cuando se realiza correctamente desde la Patria. A causa de tales orígenes, la noción de Patria es una dimensión muy específicamente europea y nada tiene que ver con la adhesión religiosa a ningún emperador. De Europa ha pasado a América, donde ha cobrado nuevas fuerzas, pero no ha conseguido penetrar todavía en otras culturas.

   Imaginemos ahora una comunidad humana que se viese despojada de estos valores «propios», bien por renuncia voluntaria o por disposiciones ajenas. Automáticamente se vería llamada a llenar el vacío con simples imitaciones de valores ajenos, que ella no ha construido. Estaríamos ante un caso de alienación, capaz de crear una especie de máscara sin personalidad. Todos los pueblos con vocación imperial, que tratan de dominar a otros, empiezan por destruir en ellos la conciencia de Patria. Sin raíces profundas, el árbol se seca y puede ser con facilidad desarraigado. Quienes se encaraman a la cúspide de la dirección política de un país, tampoco suelen tener en cuenta los valores patrimoniales que la nación posee y que debieran ser una fuerte limitación para sus proyectos. Recurren para justificar la destrucción del patrimonio y justificar las acciones, al bien común. No nos engañemos: eso que llaman bien común coincide las más de las veces con los objetivos particulares de la facción dominante.

   Se trata de una situación que se da frecuentemente entre nosotros. Es la misma que ha dado a las luchas políticas en el siglo XX un tinte tan dramático. No en vano estamos viviendo como en la espuma de un proceso revolucionario. Son muchos los que se resisten a reconocer esta especie de ley inexorable que condena a las revoluciones a fracasar, precisamente por ser fenómenos de ruptura. Al llegar al vacío se pretende construir el futuro como si la generación presente, que no quiere tener deudas con el pasado, fuera dueña absoluta del tiempo e infalible programadora de un futuro que impone a las que vienen detrás. Como una consecuencia indirecta de este fenómeno se está dando en España y en otros países, otro que propugna la marcha hacia atrás, haciendo de las patrias menores, en lugar de vehículo para el crecimiento, meros instrumentos de disgregación.

 

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  (*) Catedrático de Historia. Miembro de la Real Academia de la Historia.

XII UNIVERSIDAD DE VERANO DE LA FUNDACIÓN JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

XII UNIVERSIDAD DE VERANO DE LA FUNDACIÓN JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

"REFORMAS CONSTITUCIONALES EN EL BICENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. LECCIONES Y DESAFÍOS"

 

 

PROGRAMA

Sábado 20 de Septiembre.

10´00 horas. Inauguración de la Universidad a cargo del Director.


10´15 horas. 30 años de monarquía de izquierdas.

Ponente: D. Javier Castro-Villacañas
Comentarista: D. Pedro Conde.


11´45 horas. La transición y la Constitución de 1978.
Ponente: Dña. Consuelo Martínez de Sicluna.
Comentarista: D. José Ramón Sánchez Carballido


16´30 horas. De la Ilustración al Estado Social y Democrático de Derecho.
Ponente: D. Moisés Simancas Tejedor
Comentarista: D. Manuel Parra


18’00 horas. El Estado de las autonomías a la luz de la prestación de los servicios públicos esenciales. ¿Es posible la reversión de competencias?
Ponente: D. Guillermo de Rocafort
Comentarista: D. Javier C. Montero de Espinosa

19´30 horas. Novedades bibliográficas en 2008. Tertulia con autores, investigadores y críticos literarios.
Moderador: D. Miguel Ángel Vázquez
Con la participación de: D. Joaquín Fernández, Dña. Lola Bermúdez-Cañete, D. Antonio Brea, D. Luis López Novelles, D. Gustavo Morales

22’00 horas. Excursión opcional por los lugares más emblemáticos del levantamiento popular del 2 de Mayo de 1808.

Domingo 21 de Septiembre.

10´00 horas. Consecuencias de la Guerra de la Independencia
Ponente: D. Federico Sánchez Aguilar
Comentarista: D. Francisco Díaz de Otazú

12´00 horas Nacionalismos periféricos. De la Disposición adicional 2ª a la impugnación constitucional. El papel de la comunicación institucional.
Ponente: D. Luis Buceta Facorro
Comentarista: D. Rafael Ibáñez Hernández


13´30 horas Clausura de la Universidad a cargo del presidente de la Fundación José Antonio, D. José Gárate Murillo.

MATRÍCULAS

 

  • El precio de la matrícula del curso es de 15 euros a abonar en el mismo lugar de la celebración. El precio es independiente del número de sesiones a las que se asista.
  • El precio de la matrícula no incluye la excursión, cuyo precio se avanzará en breve.
  • Para realizar la matrícula es necesario enviar un correo electrónico a través de la página www.fundacionjoseantonio.es con los siguientes datos: Nombre, número de DNI y dirección postal.
  • El número de inscripciones está limitado por la capacidad del aforo.

 

MADRID, 20 y 21 de Septiembre de 2008

Hotel Sanvy. C/. Goya nº 3 (Plaza de Colón)

 

LA HEGEMONÍA INTELECTUAL DE LA IZQUIERDA PROGRESISTA

LA HEGEMONÍA INTELECTUAL DE LA IZQUIERDA PROGRESISTA

Alberto BUELA

 

   Una tipología elemental de lo que se entiende por izquierda progresista se apoya en cuatro o cinco rasgos fundamentales.

 

  1.  
    1. La creencia de una existencia en sí de la igualdad humana, cuando los seres humanos sólo somos iguales en dignidad, pero en sí mismos diferentes unos de otros.
    2. La igualdad humana acompañada del rechazo a toda distinción de clase, género o raza.
    3. Hostilidad a todo lo que confiere poder desde el mundo económico, llámese empresas, negocios o mercado.
    4. Desprecio a los sentimientos patrióticos y a todo aquello que huela a militarismo u orden cerrado.
    5. Buena disposición a creer en la buena fe de todos aquellos que hablan de lucha y de liberación.
    6. Sentimiento de culpabilidad por el pasado de su país si ha intervenido en guerras de conquista o colonización.

 

   En definitiva, el intelectual de izquierda progresista tiende a repudiar el mismo orden social que le permite tiempo libre para estudiar, pensar, enseñar e incitar al cambio.

   La paradoja de nuestros días es que por primera vez en la historia existe una hegemonía cultural del progresismo a escala completa, en las universidades, academias, colegios, iglesias, prensa y televisión. Pero al mismo tiempo el proletariado industrial ha desaparecido, dejando de formar parte del imaginario colectivo y la opinión popular se aleja más y más de las ideas denominadas «progresistas». El fracaso mundial de la socialdemocracia en el poder ha hecho que éste pase a manos de los ejecutores de políticas liberales en casi todo el mundo. La hegemonía intelectual de la izquierda progresista se da en todo el ámbito de la cultura y en la creación de la opinión pública, pero el manejo de los hechos políticos y económicos está en manos de los ejecutores liberales.

 

   El intelectual progresista a través de una hermenéutica de la sospecha siente la persecución obsesiva del poder y de la opresión del discurso tradicional, pues éste se maneja a través de la balanza equilibrada entre orden y libertad o autoridad y espontaneidad popular. Pero, ¿cómo funciona esta hegemonía? Como un grupo de interés unido por la ideología dominante de la igualdad, que se asegura un cargo rentado en una actividad de servicios respaldada por el Estado.

   El intelectual progresista de izquierda adquiere de por vida una renta estable como garantía contra el desastre social. El obtener una renta por actividades cuyos riesgos no caen sobre sus hombros, hace que su principal preocupación sea conseguir nuevos fondos para alimentar el grupo de interés para asegurar a cada uno de sus miembros la permanencia en el cargo.

   ¿Cómo reacciona ante la crítica o la disidencia interna? Con el complot del silencio, sostenía Arturo Jaureche. A lo que habría que agregar: Con la demonización y la denuncia de incompetencia intelectual de aquel que piensa distinto. La crítica a lo políticamente correcto encarnado por el progresismo paga un precio costoso. Criticarlo, sea al enquistado en las universidades como al de las Iglesias, la prensa o la televisión es perder prestigio intelectual por carecer del reconocimiento de los pares que en su mayoría guardan silencio ante el disidente.

 

   La ideología igualitaria es tranquilizadora, se instala y se extiende suavemente en los ámbitos comentados, pero tiene un grave inconveniente la amenaza que representa el talento y la excelencia humana. El músico Salieri al no poder ser más que Mozart, le reclama al crucifijo antes de echarlo al fuego: «Tu me diste la vocación pero no los talentos». Éste es el gran drama de la izquierda progresista, la esterilidad en la producción de sentido y en el orden de la investigación. La Universidad de Buenos Aires bajo el rectorado del judeo-argentino Oscar Schuberoff en estos últimos 16 años es el más claro ejemplo de lo que queremos decir: Raleó a los pocos profesores talentosos y no permitió el acceso a ningún sapiente. Hoy el descrédito internacional de la UBA está generalizado.

 

   En el fondo es un ataque sostenido al concepto de mérito y aunque postula apoyar los estándares generales de educación y cultura, lentamente los socava. Porque no cree en la importancia de ningún criterio universal, salvo el de la igualdad de los hombres, es por ello que rechaza visceralmente la larga tradición del pensamiento tradicional que hunde sus raíces en la filosofía griega, la religión católica y el derecho romano.

   Este pensamiento tradicional tan íntimamente vinculado a la vida de los pueblos occidentales y especialmente a los iberoamericanos se le torna incomprensible al intelectual progresista de izquierda, porque en las elecciones no cuenta nunca con los votos y jamás sintió el placer de participar de sus fiestas.

   La ideología igualitaria lo lleva, irremediablemente, al resentimiento en la moral que tan magistralmente caracterizara el filósofo Max Scheler (1875-1928): « Propio del resentimiento es la falsificación de los valores pues como no puede ver con alegría valores superiores (los talentos en el genio, las virtudes en el santo y las proezas en el héroe), oculta su verdadera naturaleza bajo la exigencia de igualdad. En realidad lo que quiere es la decapitación de los que poseen esos valores superiores que le indignan».

EL NO NACIONALISMO

EL NO NACIONALISMO

Vicente BLANQUER

 

   He leído el Blog de Pio Moa y siento que lo cierre. Estaba en desacuerdo en muchas cosas con él pero al menos sus intenciones eran limpias. Se empeñaba en volver al consenso del año 78 para salvar la democracia. Lo que en una o dos veces le dije es que era precisamente ese consenso y esas claudicaciones las que han conducido a la situación actual. No he seguido de forma continua su blog por lo que no sé a quiénes se refiere con eso de los nazis o los comunistas, aunque está claro que internet da lugar a todo.

   La primera claudicación, creo yo, es de carácter conceptual. Nunca me he identificado con el mensaje universalista y buenista de la Iglesia, entre otras cosas porque la política parte del principio de realidad y ese mensaje de que todos somos buenos y todos nos queremos y que las fronteras las han inventado los malos de la Historia es falso, lo digan los ilustrados o lo diga quien lo diga. Son las fronteras las que acaban con las guerras, no las que las provocan. En derecho, tanto la propiedad como la soberanía están sujetas a un orden y quien no distingue confunde. Las fronteras surgen a finales del siglo XVII para acabar con la anarquía de las fluctuaciones de poder, es decir con la ley del más fuerte. La erosión deliberada de las fronteras por el mundialismo, tanto el mundialismo oficial como el mundialismo tontorrón que no quiere oponérsele, no van modificar mi un milímetro la naturaleza humana, porque el hombre, guste o no guste, es un animal territorial, que cuando se siente agredido mata. Y eso no lo cambia ni la televisión, ni la pornografía ni la abeja Maya: es así. Creo un grave error intentar converger hacia la ideología humanitarista ilustrada por parte de no pocos sectores de la Iglesia. Es intentar crear una plataforma común sobre la nada. No estamos en la Grecia de Zenón y los antagonistas no se comportan racionalmente. Si la Iglesia trata a quienes la odian como si fueran gentes equivocadas y no como enemigos la destruirán porque falla la mayor: el otro no es bueno. ¿Y quién es el único bueno? Jesucristo.

  

   A partir de ahí la derecha española de los últimos treinta años ha renegado de sus orígenes. Por un lado reivindica parcialmente a Franco que consideran que no derrocó a la democracia sino al Frente Popular, lo cual es cierto, pero no es menos cierto que la causa de la causa del mal es causa del mal causado y la situación del Frente Popular, como todas las situaciones revolucionarias en España, desde el Trienio liberal, o incluso desde la guerra de independencia, están la base de una contradicción esencial en el hecho mismo de la democracia política que empieza por negar toda relación entre el orden trascendente y el orden inmanente de forma tal que el segundo resulta completamente autónomo; y evidentemente no se paran ahí. A los liberales se les llena la boca con la palabra libertad y se llaman a sí mismos liberales, o amantes de la libertad, como si a los demás nos importara un bledo la libertad pero ¿qué entienden por libertad los liberales? Cuando hablan de libertad, libertad de qué y para qué. Los liberales nunca responden a esta pregunta porque quien se define se obliga a argumentar y los liberales no creen en la razón sino en la fuerza. Si creyeran en la razón existirían unos principios universales capaces de obligar y obligarles a ellos a dar cuenta de sus actos.

   Por tanto la primera ruptura del liberalismo con el cristianismo consiste en negar la Revelación y lo hace afirmando la libertad de conciencia, confundiendo la subjetividad del individuo con la realidad de Dios y su autoridad. De ahí a negar la autoridad de Dios en los asuntos humanos sólo hay un paso, y no se trata de negar la autoridad de Dios en cosas discutibles como el Sábado sino en cosas fundamentales como el derecho a la vida de los inocentes y la justicia del castigo de los culpables. El paradigma de la Iglesia, del concilio Vaticano II a la actualidad, ha dejado de ser Cristo, la revelación y el Evangelio para pasar a serlo los Derechos Humanos, la Paz, la libertad, el Hombre y la Humanidad. Cierto que hay algunos sacerdotes para quienes la idea de Dios - no está tan claro si su realidad también - aún ocupa un lugar importante pero, a la hora de la verdad, a la hora de elegir entre Dios y la conciencia humana, eligen la conciencia humana. Creen que sería recomendable que la conciencia humana reconociese a Dios pero si no lo hace no pasa nada porque Dios es muy bueno y todos nos vamos a salvar. Tengo la impresión de que estos sacerdotes en su vida se han leído la Biblia y si lo han hecho no han entendido absolutamente nada. Sólo he leído la Biblia una vez en mi vida, a los 20 años y creo que la impresión es bien distinta de los nuevos tiempos.

   El liberalismo ha colocado al hombre en el centro de universo convirtiéndolo en ídolo de si mismo y dando la razón a Lucifer en el sentido de que el hombre es tan capaz como el propio diablo de caer en el mismo pecado de desear hacerse adorar. No en vano el único sito del mundo donde hay una estatua al Ángel Caído, Madrid, tiene esa estatua gracias a un gobierno liberal. Claro, el liberalismo no actúa directamente, tiende el fruto del conocimiento de la ciencia del bien y del mal como señuelo, pero, sin embargo, la gente sigue picando.

 

   La rebelión contra la nación forma parte a renglón seguido de la ideología iluminista que es un todo homogéneo en su lógica filosófica, aunque se presente con mil disfraces y con miles de muñecos que parecen tener voz propia. Si agudizamos un poco la vista observaremos que detrás de esa aparente diversidad hay una coherencia interna que nos permite llegar al ventríluoco. Weishaupt traza los siguientes enemigos a batir: Dios, la Monarquía, la Propiedad, la Nación y la Familia. Pues bien, para haber planteado un plan de acción tan audaz lo cierto es que, una detrás de otra, estas instituciones van cayendo. Y los argumentos y sofismas que hoy resuenan en nuestras conciencias son los mismos que este caballero formuló en su día porque las ideas, como las herejías, no viajan solas. Los calvinistas del XVI, se llaman en el siglo XVII hugonotes en Francia, Puritanos en Inglaterra y Presbiterianos en Escocia pero son lo mismo. Con el iluminismo sucede tres cuartos de lo mismo: la destrucción de la monarquía pretende destruir el principio de responsabilidad personal disolviéndolo en una asamblea. Es un paso muy peligroso desde el punto de vista moral. No hablo ya de una monarquía hereditaria sino del concepto de responsabilidad personal. A partir de ahí el hombre se convierte en esclavo de la masa, en esclavo de ese somos todos y no es nadie. Me resulta increíble el ver cómo aún hay ingenuos que creen que ese sistema es poco menos que un sistema de derecho divino, o esa bobada de que la democracia constituye la culminación de la tradición judeocristiana. Jesucristo apeló a la responsabilidad personal y el Yaveh bíblico también. Eso de que la transferencia de la responsabilidad personal a la asamblea es el sumum de la humildad, ¿o más bien, deberíamos decir de la cobardía?, (1) es la estrategia de combate de Weishaupt que recomendaba a sus sectarios siempre usar este esquema, esquema que él era perfectamente consciente de su falsedad y, de hecho, se mofa de él en sus escritos, pero, por lo visto el que sus escritos sean conocidos desde hace más de 200 años no sirve para que la sociedad, dentro o fuera de la Iglesia, se tome la molestia en reaccionar.

   Las naciones, al igual que la familia, forman parte de la realidad del hombre, son el universo social donde la persona interactúa de forma natural. Cuando un hombre interactúa con un extranjero debe llevar a cabo un esfuerzo por comprender su lengua y sus costumbres y, dependiendo de la cercanía, no siempre es fácil. Barruel se burla del cosmopolitismo revolucionario que pretende hacer del francés ciudadano del mundo cuando es incapaz de vivir en Francia sin guillotinar a la mitad de sus vecinos con los que han convivido desde siempre y cuya lengua conocen. El problema no es que estas cretineces se las crean los progres: es que la derecha siente necesidad de creérselas para sentirse reconocida, pero como las cosas son como son así estamos.

 

   La primera derrota de la derecha frente al separatismo es la de los conceptos. La derecha emplea con el separatismo la misma táctica que emplearon los "cristianos por el socialismo": asumir su vocabulario sin tener en cuenta que el vocabulario de los separatistas está viciado desde su origen e intenta recrear una realidad de la nada. Para ganar la batalla de las ideas hay que empezar por creer en la justicia de la propia causa porque si evitamos sistemáticamente el combate iremos dando la impresión de que rehuimos el tema fundamental y que, en el fondo, creemos que los separatistas tienen razón en todo o en parte. Cuando una parte de una nación plantea una demanda de secesión ésta puede venir planteada por cuestiones prácticas. Estas gentes aunque se consideren compatriotas, no quieren depender del gobierno nacional porque es tiránico, porque viola sus derechos religiosos, o por lo que sea, o por cuestiones ideológicas, se ha conseguido convencer a una parte de nuestros compatriotas de que no forman parte de la nación común y que en realidad son un pueblo distinto oprimido por una ocupación extranjera. El nacionalismo, aunque no lo parezca, es una causa universal porque se basa en el principio del derecho de todo pueblo a un trato justo, dentro del cual está el derecho a existir y a defenderse de una agresión extranjera. Padro Albizu, del Partido Nacionalista Puertorriqueño. definía el nacionalismo como la patria organizada para el rescate de la soberanía. Y ¿cuándo hay necesidad de organizarse? Pues evidentemente cuando hay una agresión. De este modo los españoles se organizan frente a Napoleón para recuperar la independencia de España. Es decir, el patriotismo como sentimiento no es nada si no se concreta en una acción organizada.

   El liberalismo, en la primera mitad del XIX va asociado a movimientos nacionalistas pero a partir de las unificaciones alemana e italiana marca las distancias porque del mismo modo que la ilustración se había desembarazado de un absoluto de carácter trascendente, como Dios, no estaba dispuesto a su preciosa libertad quedara coartada por un absoluto de carácter natural como la nación y, a la larga, tampoco soportará un absoluto de carácter natural como la familia. Es preciso ser muy severo con el planteamiento liberal para no dejarse ofuscar por utopías que, como son utopías, son inatacables. Se nos dirá: no ha fracasado el liberalismo sino sólo personas concretas. Con esta estratagema el liberalismo no fracasa jamás, cuando lo que hay que denunciar es la impostura del llamado liberalismo real, de la democracia real, igual que, en su día se denunció el socialismo real. Cuando los separatistas nos dicen que son nacionalistas nos están diciendo varias cosas: Primero que su proyecto político se refiere a una nación real; segundo que esa nación real ha sido injustamente privada de sus derechos y sometida a una agresión y, que en consecuencia, con arreglo al derecho universal a la legítima defensa, es legítima la resistencia armada contra el opresor. Si nosotros contestamos diciendo que nos oponemos al nacionalismo, venga de donde venga, lo que estamos diciendo es lo siguiente: Primero reconocemos la realidad nacional de los separatistas, no la negamos, sino que como estamos contra todos los nacionalismos vengan de donde vengan no reconocemos el derecho de los pueblos injustamente oprimidos a defenderse de una agresión real, empezando por aquel pueblo al cual afirmamos pertenecer, por ejemplo el español. Esto supone una derrota ideológica en toda regla y ya lo señaló en su día Aleix Vidal Quadras: no es nacionalista quien aspira a destruir su nación y en España no hay más nación que la nación española. El discurso del no nacionalismo es una derrota segura a la larga cuyo punto de fractura estriba en querer coger al toro por los cuernos. Hoy por hoy, desgraciadamente, el discurso del españolismo militante es el del llamado no nacionalismo y por ahí España se licua hacia Europa, hacia la inmigración y siempre hacia la nada. Un discurso español auténticamente nacional se enfrentaría con una gran probabilidad a una oposición jacobina, tanto de la llamada derecha conservadora, la estratega del no nacionalismo, como de la izquierda abiertamente antipatriota. Es un riesgo, cierto, pero para ir a la batalla, a cualquier batalla, y especialmente a una batalla por las ideas, hay que empezar por tenerlas claras uno mismo porque en el campo de operaciones ya no habrá más tiempo que para la acción y, si es necesario sacrificar la vida, al menos que la causa valga la pena.

  


 (1) ¿O es que si algo es malo, cuando el ponente es uno, pasa a ser bueno cuando la ponencia está respaldada por muchos? ¿En virtud de qué?

LA CIENCIA CONTRA LA FE

LA CIENCIA CONTRA LA FE

Raúl LEGUIZAMÓN

   Los dogmas de fe son muy difíciles -si no imposibles- de refutar con argumentos científicos. La historia de la humanidad lo atestigua sobradamente. Nuestro tiempo no escapa, por cierto, a esta regla, ya que en la actualidad, como en to­das las épocas, una buena cantidad de personas sigue obstinadamente creyendo cosas, no sólo desprovistas de todo fundamento científico, sino que, además, están en franca con­tradicción con el conocimiento científico que hoy poseemos.
   Para dar un ejemplo, entre cientos, de lo expresado, me referiré a la insólita creencia actual de mucha gente -curiosamente, muchos de ellos científicos- de que el hombre desciende del mono. Porque ha de saberse que el tan mentado y manoseado "antecesor común" del hombre y del mono, de quien hablan muchos científicos y divulgadores, no es ni puede ser otra cosa que un mono. El supuesto "antecesor común" sería llamado ciertamente mono por cualquiera que lo viese, afirmaba el ilustre paleontólogo de la Universidad de Harvard, George G. Simpson. Es pusilánime si no deshonesto, decir otra cosa, agregaba Simpson. Es deshonesto, agrego yo.
   De manera que todos los esfuerzos de los antropólogos e investigadores en este tema, no se dirigen, en absoluto, a dilucidar, objetivamente y sin prejuicios, de qué modo se originó el hombre, sino de qué mono lo hizo.
   En otras palabras: el postulado de nuestro origen simiesco es una convicción de la que se parte, y no una conclusión a la que se arriba.
   Ahora bien, esta convicción, que muchos científicos y divulgadores sostienen encarni­zadamente (¡hasta el punto de mostrarla al público como un hecho científico y demostrado!), es -por definición- algo que está fue­ra del campo de la ciencia experimental, que se basa, precisamente, en la observación y reproducción experimental del fenómeno bajo estudio. Cosas evidentemente imposi­bles en este caso.
   De manera que, y a poco de respetar el significado de las palabras, esta creencia en el origen del hombre a partir del mono, es sólo una hipótesis de trabajo, una suposición, una conjetura, más o menos razonable, más o menos coherente, más o menos disparata­da, pero siempre de carácter hipotético. No sólo no demostrada, sino, aún más -por definición-, indemostrable. Y la ciencia es de­mostración.
   Lo que la ciencia puede legítimamente hacer a este respecto, es abordar el tema en for­ma indirecta, esto es, examinando la supuesta evidencia científica que demostraría la transformación del mono en hombre y, sobre todo, el mecanismo que se propone para explicar esta transformación, para ver si dicho mecanismo está en coherencia o en contra­dicción con las leyes científicas bien estable­cidas; o, al menos, con la sensatez.
   En otras palabras, si bien la ciencia no puede decirnos cómo fue realmente el origen del hombre -por ser esto metodológicamente imposible-, sí puede decirnos, en cambio, como no pudo haber sido este origen.
   Aclarado este punto, digamos que lo que hoy vemos (base primera del método científico) es que los hombres se originan de hombres, y que los monos engendran monos. Por consiguiente, y en razón del principio científico del uniformismo metodológico, según el cual el presente explica el pasado, lo legí­timo es suponer que los hombres siempre se originaron de hombres y nunca de monos. Son los científicos que sostienen lo contrario (esto es, que alguna vez los monos engendra­ron hombres, o se transformaron en tales) los que llevan el peso de la prueba. Es decir, los que deberían llevarlo, si este tema fuese tratado con un mínimo de rigor y de honesti­dad científica.
   Como no lo es, resulta que, paradójicamente, se acepta como dogma de fe (¡en nombre de la ciencia!) que el hombre desciende del mono; y a partir de este "dogma" se Interpretan y manipulan los datos científicos.
   Pero, ¿por qué -cabe preguntarse- esta convicción tan categórica sobre nuestro ori­gen? ¿Cuáles son los fundamentos científicos para tamaña certeza? Bueno, como expresé más arriba, fundamentos propiamente científicos no los hay. La razón determinante y fundamental por la cual muchos autores creen que el hombre se originó a partir del mono, es porque ellos aceptan ciegamente la hipótesis evolucionista-darwinista, que así lo afirma. Y punto.
   No obstante, como numerosos científicos, divulgadores, "charlatanes cósmicos" de la televisión, revistas "muy interesantes", libros de tex­to y trovadores diversos nos saturan diaria­mente con las "evidencias científicas" que "demuestran"' el origen simiesco del hombre, vale la pena que analicemos sucintamente estas supuestas evidencias, "abrumadoras"", según los más fervorosos creyentes en la hi­pótesis evolucionista-darwinista.    

 

Semejanzas  
  

 

   Pues bien, lector, aunque usted, como buen profano en el tema -al igual que yo-, nunca se haya dado cuenta o, lo que es más probable, nunca le haya otorgado la menor importancia, el hecho es que entre los monos y el hombre... ¡hay semejanzas!
   De acuerdo a este sensacional descubrimiento -que corta el aliento, realmente- existen, sin lugar a dudas, semejanzas entre los monos y el hombre. Efectivamente: tenemos ojos como los monos, cuatro extremidades, estómago, hígado, pulmones, corazón de cuatro cavidades, sangre caliente (depende ... ), etc.
   Si usted sigue, obstinada y escépticamente, creyendo que todo esto no significa absoluta­mente nada, y que existe -a pesar de las semejanzas- un abismo entre el mono y el hombre, créame que está en muy buena compañía, ya que miles de científicos en el mundo (y cada día más) opinan exactamente lo mismo.
   Y miles son, estimado lector. Lo que sucede es que su opinión no llega a la gente, pues en este tema existe una censura feroz. ¡Otra que Inquisición y Santo Oficio! Los científicos que no aceptan el "dogma darwinista" son inexorablemente excluidos de los ámbitos académicos y de los me­dios de difusión.
   Pero los creyentes en la hipótesis del origen simiesco del hombre, que son además -tengamos esto muy presente- los que 'tienen la manía" política, financiera y académica, insisten con místico fervor en las semejanzas.
   

 

El Eslabón Perdido

 

   Insisten pues, no sólo en las semejanzas actuales, que demostrarían, en todo caso, que los monos son, de acuerdo a la hipótesis darwinista, nuestros "primos"; sino también, y sobre todo, en las semejanzas fósiles, que certificarían la exis­tencia del sedicente "antecesor común", esto es, un mono en vías de hacerse hombre: el célebre "esla­bón perdido", que ya no existe, según dicen, pero que en un tiempo, allá, hace muchos años, parece que sí.
   Este mítico "eslabón perdido", luego de engendrar al hombre, habría desaparecido; nadie tiene la más remota idea de por qué. Pero mucho me temo que lo habría hecho para no cargar con la tremenda responsabilidad de haber engendrado algo tan peligroso e inadaptado como lo que le endilgan haber engendrado: la oveja negra de la familia, verdaderamente...
   De todas maneras, la excelsa dignidad de esta sublime reliquia (el "eslabón perdido") ha suscitado tanto fervor entre muchos científicos que desde hace más de un siglo se han emprendido in­numerables peregrinaciones para hallarlo.
   La búsqueda del "eslabón perdido" ha sido, y es, el alfa y la omega de la antropología. Algo así como los caballeros del Rey Arturo con el Santo Grial.
   ¿Y cuál es el criterio para decidir si un fósil es el famoso "eslabón perdido"? Pues, muy fácil: todo fósil de mono que tenga semejanzas con el hombre es -hasta que se demuestre lo contrario- el "antecesor común".  
 

 

Fósiles

 

   Y aunque usted no lo crea, lector, existen, definitivamente, fósiles de monos que muestran se­mejanzas con el hombre. Así es. Resulta que algunos restos fósiles de mono tienen incisivos y caninos más pequeños que otros monos, en for­ma semejante a los del hombre. Esto constituye, para muchos investigadores, una "demostración" de que estos monos habrían sido nuestros antepasados, sin tener en cuenta -al parecer- que existen monos vivientes (el Baduino Gelada, sin ir más lejos) que también tienen incisivos y caninos pequeños -como el hombre-, sin dejar por eso de ser un pelo menos monos que sus congéneres.
     Incluso el antropólogo Clifford Jolly señaló, hace ya más de veinte años, que las ínfimas variaciones en el tamaño y forma de los dientes de un animal son simplemente el producto de una adaptación a un tipo especial de dieta y que care­cen de toda significación genealógica.
   Otros restos fósiles de mono parecen indicar que dichos seres caminaban en forma aproxima­damente erecta (bípeda), con lo cual se concluye, triunfalmente, que estos monos estaban hacién­dose hombres.
   Lo que generalmente muchos autores olvidan de aclarar al público es que varios monos actuales (Hilobates Moloch, Pan Paniscus, entre otros) caminan en forma aproximadamente erecta. Pero., que yo sepa, ninguno de estos simpáticos pri­mates ha manifestado el más mínimo sentimiento de asombro, ni de júbilo, ¡ni de horror! tan siquiera (que sería mucho más lógico), ante la apasionante aventura dé estar transformándose en seres humanos.
   Pero, me dirá algún lector, ¿y qué pasa con el famoso Hombre de Neanderthal, el Pitecantropus Erectus, los Austrolopitecos africanos? ¿No son és­tos verdaderos 'homínidos", antepasados del hombre?
   Vayamos por partes. Para comenzar, digamos que el Hombre de Neanderthal no es ciertamente un 'homínido". A pesar de la "difamación antropológica" darwinista (la expresión es del famoso antropólogo americano Ashley Montagu), que lo mostró durante cien años (¡y aún hoy día!) como un bruto semiencorvado, de aspecto feroz y estú­pido, garrote al hombro y guarecido en su caver­na, hoy es un hecho universalmente aceptado que el Hombre de Neanderthal era completamente Sapiens, aunque con algunos rasgos degenerati­vos producidos por enfermedades (artritis y raquitismo) y por circunstancias ambientales adversas.
   A pesar de que esto del carácter plenamente humano del Hombre de Neanderthal se conoce des­de el año 1957, todavía hoy es frecuente encon­trar su representación semibestial; y no sólo en libros y revistas de divulgación. ¡No!, por ejemplo, el modelo semibestial del Hombre de Neanderthal recién fue retirado del Museo Field de Historia Natural de Chicago en 1975. ¿Fue arrojado a la basura? (lugar que le correspondía). Pues no, fue retirado del primer piso (orígenes del hombre) y colocado en el segundo piso, junto a los dinosaurios, con una leyenda que dice: "modelo alternati­vo del Hombre de Neanderthal" (!). Cabe destacar que la sección de los dinosaurios es la más visitada por el común de la gente, en especial por los niños y jóvenes de los colegios... Este es un ejem­plo acabado de la "honestidad científica", que le dicen.
   Respecto de los así llamados "Homo Erectus' (Pitecantropo y Sinantropo), habría mucho que decir. De los hallazgos originarios que dieron lugar a este grupo taxonómico, uno de ellos, el Hombre de Java (Pitecantropus Erectus), habría sido -según su propio descubridor, E. Dubois- lisa y llanamente un mono (gibón) de gran tamaño. El otro, el Hombre de Pekín, tiene todas las apa­riencias de haber sido otro de los tantos fraudes que se han cometido en este tema. Los supuestos "Homo Erectus" descubiertos más recientemente en Africa (Leakey y Walker, 1984) pareciera que por las descripciones serían neanderthales, esto es Sapiens.
   En relación a los tan mentados Austrolopitecos de Africa (incluida Lucy) desde ya le aclaro, lec­tor, que estos seres son definitivamente monos; no hay discusión al respecto: un metro de estatura; capacidad craneal entre 500 y 600 cc. (como el chimpancé, por ejemplo; la del hombre es de alrededor de 1500 cc.); forma del cráneo "abrumadoramente simiesca" (Lord Zuckerman); capaci­dad para columpiarse de las ramas como o mejor que la del orangután (Charles Oxnard), etc.
   Todos esos otros nombres que uno lee o escucha (Ramapiteco, Dryopiteco, Kenyapíteco, Sivapite­co, etc.) son todos, sin excepción, "totalmente mo­nos". El problema está en que el término "homínido" designa, precisamente, a cualquier mono que caminaba más o menos bípedamente, o que su descubridor sostiene que caminaba, y que tiene dientes más pequeños que los otros monos. Con eso ya es suficiente para graduarse de "homínido" y para que su descubridor (o inventor) se transforme, de la noche a la mañana en un Julio César de la antropología.
   Incluso respecto de estos criterios, no es cuestión tampoco de ser demasiado exagerados, ya que con apenas un diente, un trocito de mandíbula o un pedazo de cráneo, un antropólogo puede reclamar status de "homínido" para su hallazgo.
   En última instancia, un "homínido" es cualquier cosa que un antropólogo bautice como tal... ¡Inclusive un Homo Sapiens, como sucedió con el Hombre de Neanderthal!
   Aunque luego haya retractaciones o refutaciones, el hecho es que en la historia de la Antropología abundan los ejemplos de "homínidos" creados de esta manera. Bástenos recordar, por ejem­plo, el famoso Hombre de Nebrasca, "creado" en 1922 en base a una muela, que luego se descu­brió pertenecía a un pecarí.
   En las ilustraciones de la época aparecían el señor y la señora Hombre de Nebrasca, con sus dos hijos, varón y hembra por cierto -la familia tipo, digamos-; indumentaria: taparrabos, naturalmente; habitación: caverna, claro está; garrote al hombre él, amamantando ella, etc. Todo esto, repito, en base a una muela de pecari, especie de cerdo salvaje americano.
   A partir de 1960 y durante veinte años, el antropólogo David Pilbeam sostuvo que el Ramapi­teco era un "homínido", basado en un par de dientes y unos trocitos de mandíbula. En 1984 cambió de opinión y cree ahora que es un mono cualquiera. Pero mientras tanto, su publicitario Ramapiteco le valió a Pilbeam pasar de profesor de Antropología de la Universidad de Yale a la de Harvard (¡nada menos!). Esto, si bien no demuestra la evolución del Ramapiteco, al menos prueba la, "evolución" de Pilbeam.
   En 1980, el famoso antropólogo americano Noel Boaz llamó clavícula de un "homínido" a lo que luego se vio que era la costilla de un delfín (!). Según este antropólogo, la forma de la clavícula sugería que el ser en cuestión era un chim­pancé que caminaba erecto. ¿Cómo habría que haber bautizado a este "homínido"? ¿"Blooperpi­teco", quizá?
   En 1984 tuvo que cancelarse presurosamente un congreso internacional de antropología en España, donde iba a ser presentado en sociedad el recientemente hallado Hombre de Orce (Andalu­cía), por descubrirse que el fragmento de cráneo encontrado pertenecía, en realidad, a un borrico.
   En fin, la lista es larga. Y es quizá por ello que Sir Solly Zuckerman, una de las máximas autori­dades mundiales en anatomía, en su libro Beyond the Ivory Tower niega el carácter científico de todas estas especulaciones sobre los fósiles, compa­rando el estudio de los supuestos antepasados fósiles del hombre con la percepción extrasensorial (!), en el sentido de estar ambas actividades fuera del registro de la verdad objetiva, y en donde cualquier cosa es posible para el creyente en dichas actividades.   
 

 

Moléculas  
    

 

   Como todo este asunto de los fósiles era tan endeble que no resistía, ni resiste, el menor examen crítico, los creyentes en la hipótesis del origen simiesco del hombre decidieron buscar nuevos horizontes hermenéuticos para poder de­mostrar la hipótesis. Y así apareció el argumento de las semejanzas moleculares.
   Antes de proseguir, estimo conveniente hacer una aclaración categórica: todos estos argumen­tos, basados en semejanzas, para establecer pa­rentescos, son sólo sofismas, pues parecido y parentesco son dos cosas perfectamente distintas. El hecho de que individuos emparentados ten­gan generalmente semejanzas, no autoriza, en manera alguna, a concluir que individuos (o especies) con semejanzas estén necesariamente emparentados.
   Sostener lo contrario, esto es que la semejanza por sí misma constituye un prueba de parentesco, es una proposición que, estoy seguro, ningún biólogo aceptaría defender, ya que por el bien co­nocido fenómeno de la convergencia biológica, estructuras y funciones prácticamente idénticas pueden desarrollarse en individuos o especies genéticamente no relacionados. De manera que toda la argumentación basada en semejanzas, para probar parentescos, carece de fundamento científico.
   Pero volvamos a las semejanzas moleculares. Hace ya varios años, algunos científicos, con un tono deliciosamente jubiloso, demostraron que existen algunas moléculas (proteínas y ácidos nucleicos) semejantes entre el hombre y el chimpancé. Con lo cual quedaba "demostrado" que el hombre era pariente cercano de este antropoide. Y el alborozo fue indescriptible. Pero duró poco. Y en breve se transformó en una verdadera catástrofe, entre otras cosas, porque los árboles genealógicos entre el mono y el hombre propuestos por los biólogos moleculares estaban en franca contradicción con los árboles genealógicos propuestos, en base a los fósiles, por los paleontólogos.
   ¡Santo cielo! Claro, los nuevos exégetas no se imaginaban ni remotamente en lo que se metían. Con ingenuidad propia de niños -al fin y al cabo, de ellos es el Reino- se abalanzaron, exultantes de regocijo, a buscar semejanzas moleculares pa­ra demostrar, esta vez sí, "científicamente", cómo había sido el tránsito del mono al hombre.
   Cuando comenzaron a darse cuenta, ya era tarde. Porque lo que encontraron tiraba por el suelo todos los supuestos árboles genealógicos construidos pacientemente por los antropólogos, en años y años de esforzada e imaginativa labor. Una verdadera tragedia evolutiva.
   Tantos años de coleccionar un huesito por aquí, otro más allá, algunos dientes acullá, para armar la "evidencia" de nuestro origen; tantos años de fabricar modelos en pasta (totalmente imaginarios) de nuestros "antepasados" (vesti­menta, corte de cabello, color de piel y hábitos la­borales y matrimoniales incluidos); tantos años de manipular los datos radiométricos, de hacer desaparecer los fósiles "heréticos", es decir que "no encajaban" en la hipótesis; tantos años de de­cirle a la gente, desde la cátedra eminente hasta el libro de divulgación, cómo y cuándo el mono se había transformado en hombre..., ahora resul­taba ¡que había que cambiarlo todo! ¡No hay derecho!
   Y no era para menos. Por empezar, según los antropólogos moleculares (Vincent Sarich y Allan Wilson, sobre todo) el mono y el hombre se habrían separado del "antecesor común" hace apenas unos cinco millones de años; mientras que los antropólogos fósiles (es decir los que se dedi­can al estudio de los restos fósiles, claro) habían demostrado hasta el hartazgo que la separación habría ocurrido hace unos veinte o treinta millones de años (!).
   Le aclaro, lector, que esto de los millones de años son sólo especulaciones basadas en la hipótesis darwinista. No hay ninguna evidencia científi­ca seria de que estos millones de años hayan realmente existido. Los menciono simplemente para mostrar las groseras incoherencias de esta hipótesis, a partir de los datos de sus propios adherentes.
   Algunos, sobre todo entre los antropólogos fósiles, exclamaron: ¡herejía!, y comenzaron a blandir amenazadoramente sus huesos. Los moleculares, parapetados tras sus probetas, amenazaban con represalias a cargo de mutantes.
   El problema es que, para saber qué cosa es he­rejía, es imprescindible conocer primero qué cosa es la ortodoxia. Vale decir, debe, necesariamente, existir una teoría sólidamente estructurado y una autoridad que la proclame. Pero si cada antropólogo se fabrica su propio árbol genealógico, según su propia imaginación, ¿en base a qué diantres va a censurar la imaginación de otro antropólo­go? Si cualquier cosa es "ortodoxia", nada es he­rejía.
   De todas maneras, los moleculares ganaron la primera batalla, y la mayoría de los antropólogos fósiles terminaron aceptando las cifras propuestas por Sarich. Como la hipótesis dawinista -por no ser científica- es tan plástica que permite "explicar" cualquier cosa, la sangre no llegó al río.
   Pero dale que darás a las moléculas, los más insólitos hallazgos comenzaron a aparecer.
   La hemoglobina (proteína de los glóbulos rojos de la sangre), por ejemplo, planteó, de entrada no más, un enigmático problema. Es cierto que está presente en el hombre y en los monos, lo cual provocó un júbilo rayano en el trance místico (parece que algunos llegaron a la "visión unitiva" con Darwin). El problema es que también es­tá presente en todos los vertebrados. Aquí los aplausos comenzaron a ralear, y hasta hubo algu­nas voces que aconsejaron prudencia.
   Pero no faltaron los imprudentes, ya sea por un exceso de fervor y falta de una adecuada dirección espiritual, o quizá por algún resto de espíritu científico que los impulsó a tratar de ser coherentes; no faltaron, digo, quienes prosiguie­ron las investigaciones y encontraron que la susodicha hemoglobina -exactamente la misma clase de molécula- aparecía en las lombrices de tierra, en las almejas, en algunos insectos e, incluso, en algunas bacterias (!).
   ¡Qué horror! Y no era para menos: la hemo­globina no aparecía en forma gradual y progresiva, perfeccionándose cada vez más a medida que ascendía en la escala zoológica -como sería de esperar si la hipótesis evolucionista fuera cierta- sino que aparecía ya perfecta en algunas bacterias, luego desaparecía y volvía a aparecer en las al­mejas, luego en las lombrices, etc., sin experi­mentar ningún cambio evolutivo.
   No había absolutamente la más remota posibilidad de encajar estos hallazgos en ningún árbol genealógico que se pudiera imaginar. Y eso que la imaginación es la facultad más desarrollada en los científicos evolucionistas.
    Prácticamente los mismos resultados se obtu­vieron en base a los estudios realizados con la proteína citocromo C. No existen diferencias "evolutivas", es esto, aumento de su complejidad, entre el citocromo C de las bacterias y el del resto de los seres vivientes (!).
   Pero la cosa no terminó ahí. A un investigador se le ocurrió hacer lo mismo con otra molé­cula de proteína humana, fascinante, que se llama lisozima y que está presente en las lágrimas, para defender al ojo de las infecciones. ¡Pobre hombre!. Creo que sufrió una grave crisis de fe (darwinista), que sólo pudo superar gracias a prolongados ayunos, flagelaciones y cilicio.
   Y con justa razón; pues de acuerdo a sus brillantes trabajos con la lisozima, este científico (Richard Dickerson) demostró que el pariente más cercano al hombre es... ¡la gallina!
   Y así, todos los estudios efectuados sobre diversas moléculas (insulina, mioglobina, factor liberador de la hormona luteinizante, relaxina, etc.) produjeron árboles genealógícos totalmente diferentes y contradictorios.
   ¡No hay tan siquiera dos estudios efectuados en base a las moléculas que hayan producido árboles genealógicos semejantes!
   Esto representa el colapso total de la hipótesis evolucionísta, dice valientemente el brillante bió­logo molecular australiano -evolucionista él, aclaro- Michael Denton, en su estupendo libro Evolution: A Theory In Crisis.
   Y la catástrofe sigue ampliándose. En base a los estudios efectuados sobre la composición química de la leche (un líquido tan complejo y fundamental como la sangre), el animal más cercano al hombre es el burro.
   Esto ya me está gustando más, pues viendo lo que escriben muchos investigadores es este tema, me da la impresión, no sólo que venimos del bu­rro, sino que hace muy poquito que nos separamos de él. Aunque pensándolo bien, creo que soy injusto con el burro, pues, si pudiera hablar, estoy seguro que no diría disparates de este calibre. Una cosa es la ignorancia y otra la insensatez.
   Por otra parte, nuestro pariente más cercano, en base al estudio de los niveles de colesterol, sería una variedad de culebra (gartner snake) y, en base al antígeno A de la sangre, sería... ¡una variedad de frijol! (butterbean).
   Todos estos resultados no hacen sino confirmar lo que expresé más arriba: la semejanza -ósea o molecular- no prueba absolutamente na­da relativo al parentesco.
   Al fin y al cabo, todos los seres vivos están constituidos básicamente por las mismas -o se­mejantes- moléculas, por la muy sencilla razón de que los mecanismos vitales así lo exigen; con la obvia salvedad de que no pueden ser exacta­mente las mismas moléculas las de un pez, por ejemplo -que vive en el agua-, que las de un ser que vive sobre la tierra.
   Por ello es que el mundo de los seres vivientes no tiene nada que ver con los árboles genealógí­cos; esto es una pura fantasía, el mundo de los se­res vivientes es un mosaico en el cual elementos semejantes (moléculas, estructuras, funciones, etc.) se entremezclan para formar los distintos géneros o especies, sin que esto signifique que deriven unos de otros.
   A la manera de un cuadro, en el que el artista no necesita utilizar un color diferente para cada figura, sino que, variando las proporciones y las formas, puede, con relativos pocos colores, representar muchas figuras.
   Así, en el mundo de los seres vivos, las moléculas (estructuras, funciones) se disponen en un patrón mosaico o modular y no en un patrón arbóreo.
   El modelo mosaico se limita a manifestar que los elementos materiales se repiten en muchos seres vivos, sin intentar establecer supuestos parentescos descabellados. El modelo árbol genealógi­co pretende establecer parentescos, en base a de­terminadas semejanzas, y termina fatalmente en el absurdo. El patrón mosaico es ciencia; los árboles genealógicos son fantasías.
   Por ello es que en la naturaleza pueden darse multitud de seres vivientes con relativamente pocos elementos materiales. Pero por la proporción y la forma en que están dispuestos, originan seres esencialmente distintos, a pesar de las se­mejanzas.
   Por eso -repito- es que la semejanza no prueba el parentesco.

 

Comportamientos  
    

 

   Pero los autores evolucionistas, que parecen no entender este planteamiento, insisten con las seme­janzas. Y puestos a buscarlas, algunos antropólo­gos se lanzaron a comparar patrones de compor­tamiento (que es, sin duda, tan "válido" como comparar huesos o moléculas).
   El asunto tiene sus antecedentes allá por la década de 1920, cuando un biólogo (Crookshank, darwinista por cierto) sugirió que los negros (no los nuestros, sino los de Africa) descendían del gorila porque se sientan en el suelo de la misma manera que lo hace este antropoide. ¿Qué tal el razonamiento, lector? Los mongoles, en cambio -y por la misma razón- descenderían del oran­gután.
   De más está decir que este argumento ya no es aceptado por los antropólogos; entre otras ra­zones, porque los negros y los mongoles ahora tienen sillas para sentarse.
   Pero no se crea, lector, que estas especulacio­nes pertenecen a la "prehistoria" de la antropolo­gía. En realidad, y digan lo que digan, la época de oro del darwinismo fueron aquellos dichosos años; no sólo porque no se tenía la menor idea de genética, biología molecular y todos estos maldi­tos adelantos científicos que han ido, poco a po­co, ahogando el vuelo imaginativo de los investi­gadores darwinistas, sino también porque en aquella época los darwinistas eran sinceros y te­nían agallas para decir lo que pensaban, le cua­drase a quien le cuadrase.
   Así, el biólogo Klaatch decía que los negros descendían del gorila, los mongoles del orangu­tán (coincidiendo en esto con Crookshank) y los caucásicos del chimpancé; como ve, lector, nada de "antecesor común".
   Es más, ioh hermosas épocas en que se exhi­bían -según el orden evolutivo- el cráneo de un gorila, luego el del Hombre de Neanderthal (que por esa época era considerado poco más que un mono erguido), luego el de un negro, luego el de un irlandés (!) y luego, de más está decirlo,... el de un inglés. La evolución llegaba así a la perfec­ción...
  Parece que todos los seres de los pueblos so­metidos al dominio colonial británico eran sub­hombres, comentaba con su habitual ironía el ya desaparecido antropólogo americano Loren Eise­ley.
   David Pilbeam, actual profesor de la Univer­sidad de Harvard, cree ver en la conducta de los chimpancés suficientes semejanzas con la del hombre, como para sugerir que estos primates son los seres más estrechamente relacionados con nosotros. Jeffrey Schwartz, profesor de la Universidad de Pittsburg, ve esas ventajas, en cambio, en el orangután.
   Mientras tanto, un oscuro personaje de la ciu­dad de Córdoba, Argentina, (si bien nada más que un diletante, y bastante desequilibrado, por cierto) cree ver notables semejanzas en el com­portamiento de muchos seres humanos con cier­tas especies de reptiles; las serpientes, sobre to­do.

 

El Lenguaje

 

   Relacionado con esto de la conducta, hay otra línea de investigación que, si bien no goza de muchos partidarios, hace algunos años suscitó gran entusiasmo entre los investigadores en este tema. Me refiero al problema del lenguaje, esa ca­pacidad maravillosa, única, exclusiva del ser hu­mano, de expresar su pensamiento en forma articulada y simbólica, que marca una distancia abismal entre él y los animales.
   Los pensadores (científicos y no científicos) de todas las épocas sensatas entendieron que había aquí un misterio inabordable, un prodigio sin precedentes, y se limitaron a aceptar el hecho que confirmaba, una vez más, que el hombre es un ser único en la naturaleza.
   Pero apareció la hipótesis dawinista, que trans­formó el mundo científico en la ciudadela de la estupidez y la ceguera (si hemos de tomar en se­rio lo que decía Bernard Shaw), y pronto no falta­ron los investigadores que, coherentes con la hipótesis, se dijeron: si descendemos de los monos y somos capaces de hablar, entonces los monos también deben tener esta capacidad, al menos en potencia. Luego, si nos tomamos el trabajo de en­señarles, ellos también serán capaces de hablar. 
   Y dicho y hecho. Se realizaron experimentos: Lana (una chimpancé), Washoe (un chimpancé), Koko (un gorila) y Sarah (chimpancé). 
   El más famoso fue el realizado por el matri­monio Lachman con Lana. Durante varios años, estos investigadores se encerraron diariamente en la jaula con Lana, tratando, con abnegado y fervoroso ahínco, de enseñarle las "primeras le­tras".
   Desconozco francamente si estos científicos aprendieron a gruñir correctamente; es cierto que, día a día, aumentaba su repertorio de gruñidos, pero ¿cómo podríamos saber si estos gruñi­dos, según los monos, eran correctos? Lo que sí se sabe es que Lana, a pesar de los esfuerzos, no logró articular ni una sola palabra. ¡Qué digo pa­labra!, ni siquiera alguna forma de comunicación simbólica que fuese más allá de una simple res­puesta condicionada, tales como las que se pue­den lograr en pájaros, ratas o gusanos, como sen­tenció categóricamente J.B. Skinner, el "capo" en estos temas.
   Ahora digo yo, ¿por qué estos investigadores, en vez de tratar tan esforzado como estérilmente de enseñarle a hablar a un mono, no emprendie­ron la muchísima más fácil e inmensamente más fructífera tarea de enseñarle a hablar al único animal que sí es capaz de hacerlo? (¡y en varios idiomas!). Sí, lector, ¿por qué no eligieron al loro? He aquí otro rotundo ejemplo del patrón mosaico o modular de que hablábamos. Un animal que, in­cluso en los imaginarios árboles genealógicos evo­lucionistas, no tiene nada que ver con el hombre, comparte con él esta singularisima capacidad de emitir sonidos articulados.
   ¿Por qué no eligieron el loro? Muy sencillo: porque el loro, de acuerdo a la hipótesis danvinis­ta, no es ni remotamente antepasado del hombre. Aunque algunos chuscos sostienen que, sí bien el loro no es antepasado del hombre, sí lo sería de la mujer. Pero esto no tiene suficiente respaldo científico.

 

Siguen las Semejanzas...

 

   Esto nos demuestra, una vez más, que las se­mejanzas entre el mono y el hombre, en las que tanto se insiste, son semejanzas seleccionadas de acuerdo a la hipótesis evolucionísta. Las semejan­zas que no encajan en la hipótesis, se silencian.   De este modo, como acabamos de ver, en la capacidad de emitir sonidos articulados, caracte­rística altísimamente peculiar del hombre, somos semejantes al loro. En cuanto a la forma, tamaño relativo y posición de los órganos internos (las vísceras), el animal más parecido al hombre no es ciertamente el mono, sino el cerdo (en otros aspectos también ... ). De acuerdo a la estructura del pie, el animal más parecido al hombre es el oso polar. De acuerdo al tamaño y forma del cerebro (no sólo más grande, sino con un grado de cefali­zación -esto es, franco predominio del lóbulo frontal, asiento de las actividades psíquicas supe­riores- muchísimo más avanzado que los si­mios), el animal más parecido al hombre es el delfín. En nuestros hábitos alimenticios (omnívo­ros), somos mucho más semejantes, nuevamente, al cerdo y a la rata (sin suspicacias, por favor) que a los monos, la mayoría de los cuales son frugívoros. Y seguiría una larga lista de etcétera. To­do lo cual no hace sino corroborar lo que vengo diciendo: semejanza no prueba parentesco.
   Pero hay aún más. Los científicos que insisten con el tema del parentesco entre el mono y el hombre -basado en las semejanzas, y que no prueban absolutamente nada, como vimos- equi­paran, debido a su fe darwinista, pariente con an­tepasado. Pero esto, insisto, en razón de la fe dar­winista, que nos revela que venimos del mono.
   Pero incluso aceptando, a los fines del argu­mento, que somos parientes del mono, ¿no po­drían los monos ser nuestros descendientes?
   Si esto le suena a disparate, lector, le aclaro que comparto su postura; pero créame que es mucho menos disparatado que lo contrario. De hecho, el feto de mono y el mono recién nacido tienen muchas más semejanzas al feto y al recién nacido humano que a los monos adultos. Es de­cir, los rasgos típicos del mono se van acentuan­do con el tiempo. Desde luego que esto tampoco prueba nada; pero si le damos importancia al argumento del parecido, seamos por lo menos co­herentes y apliquémoslo siempre, y no única­mente cuando favorece la hipótesis que queremos demostrar.
   No le quepa la menor duda, lector, de que, si el feto o recién nacido humano tuvieran rasgos simiescos, esto sería proclamado clamorosamen­te como una demostración "contundente" de nuestro origen a partir del mono.
   Que el mono sea nuestro descendiente es, co­mo dije, un disparate; pero muchísimo menor que sostener que es nuestro antecesor. Por la sen­cilla razón de que es infinitamente más lógico y científico hacer descender lo inferior de lo supe­rior y no a la inversa.
   De hecho, ha habido y hay destacados antro­pólogos y primatólogos (Otto Schindewolf, Van der Horst, Westenhüfer, de Snoo, Wood jones, Geoffrey Bourne, y varios más) que aproximada­mente sostienen esa postura; esto es, que el "an­tecesor común" habría sido un ser mucho más parecido al hombre que al mono y que de él ha­brían derivado, más o menos horizontalmente, el hombre y, por degeneración, los monos actuales. Es decir que la "evolución" produciría "involución".
   Por cierto que estos antropólogos no tienen la más remota idea respecto del origen de ese su­puesto "antecesor común" -casi idéntico al hom­bre-; pero en este sentido, ¿están en mejor posi­ción los antropólogos darwinistas?, ¿tienen ellos, acaso, la más remota noción de dónde se originó el mono ancestral? En absoluto, no.
   Aunque las especulaciones abundan, lo cierto es que ¡nadie tiene la más pálida idea de dónde se originaron los monos! Lo cual llama cierta­mente la atención; pues, ¿cómo puede ser que to­dos los buscadores de fósiles que viven encon­trando restos de monos, supuestamente antece­sores del hombre, ¡nunca encuentren antecesores del mono!? ¿Es que éste se originó por genera­ción espontánea?, ¿o vino de otro planeta? ¿Có­mo puede ser que todo resto de mono encontra­do sea antepasado del hombre? ¿Es que el mono no tiene antepasados?
   No, lector. No los tiene; lo mismo que el hom­bre. Cuando aparecen los monos, son eso, perfec­tos monos. Cuando aparece el hombre, es hom­bre como nosotros. Esto es lo que muestra el es­tudio serio y sin prejuicios de los restos fósiles: aparición súbita y con plena perfección del hombre, del mono y de todas las especies animales y vegetales.
   Le aclaro, lector, que el consenso es unánime en este sentido. Ningún paleontólogo serio en el mundo puede mostrar un solo ejemplo de "esla­bón intermedio" de los cientos o miles que harían falta para dar forma a los imaginarios árboles genealógicos evolucionistas. A lo sumo se limitan a expresar su convicción (darwinista) de que serán encontrados en el futuro (lo mismo que Darwin decía hace más de un siglo). Es cuestión de se­guir cavando...

 

La selección natural

 

   Pero analicemos ahora algo sumamente im­portante en relación a este tema: el mecanismo que explicaría la transición del mono al hombre. Porque si no hay un mecanismo que explique más o menos racionalmente esta transición, adiós hipótesis darwinista (Darwin dixit).
   Pues bien, hay expresiones que adquieren un poder de sugestión tan grande que anulan la ra­zón y posibilitan la captación mística de la reali­dad, los "mantras" de los budistas, por ejemplo. La fe darwinista tiene, naturalmente, sus "matintras', y quizá el más importante de ellos sea la fa­mosa y todopoderosa "Selección Natural".
   Esta "explica" no sólo la transición del mono al hombre (esto es sólo una pequeña tontería), sino tam­bién el origen de todas las especies animales y vegetales de nuestro planeta. Sí, señor. Pero con una condición: que usted no pregunte qué es. Va­le decir, cuál sea su naturaleza. La Selección Natu­ral explica todo, a condición de que no se intente definirla racionalmente. En cuestiones de fe, nunca hay que racionalizar el misterio.
   Si usted, como recalcitrante hombre de poca fe darwinista, intenta buscar una definición más o menos coherente de qué es la Selección Natural, no la va a encontrar. Lo que encontrará son una veintena de balbuceos incoherentes al respecto. Cada científico la "define" como quiere. En reali­dad, casi nunca la definen; se limitan simplemen­te a invocarla.
    Cuando intentan dar una definición, hablan -más o menos "ex cathedra"- de reproducción di­ferencial, esto es, algunos individuos (los más "aptos") tienen mayor descendencia, y éstos son los favorecidos por la Selección Natural; mientras que otros (los menos "aptos") tienen menor des­cendencia y son eliminados.
   El problema es que -al no existir un criterio de aptitud- lo arriba expresado se convierte, au­tomáticamente, en una tautología; es decir, un razonamiento circular que no explica ni define nada, y confunde todo.
   Para decirlo de otra forma: los individuos más "aptos" tienen mayor descendencia. Y ¿por qué tienen mayor descendencia? Porque son más "aptos"... La tautología es obvia. Tan obvia que hasta algunos darwinistas (Waddington, por ejemplo) se han dado cuenta. ¡Cómo será!
   Y la razón de porqué la Selección Natural dar­winista no se puede definir con un mínimo de ri­gor (ni definir, ni observar, ni determinar la in­tensidad de su acción, ni predecir sus efectos) es que ella, en realidad, no existe. Se trata sólo de una metáfora para decir que algunos individuos viven más que otros (¡vaya con la novedad!) y, supuestamente, tienen mayor descendencia.
   ¿Cómo? ¿Que la Selección Natural es una me­táfora? Pero ¿quién se atreve a proferir semejante barbaridad? ¡Pues el propio Darwin!, en El origen de las Especies, capítulo cuarto. Y allí mis­mo agrega lo siguiente: "en el sentido literal de la palabra, la Selección Natural es un término falso".
   Como se ve, Darwin no era tan "darwinista" como sus seguidores. Lo que pasa es que los dar­winistas creen en Darwin, pero no lo leen. Y esto no constituye de ninguna manera una excepción, mi querido lector. Esto es una constante del ser humano. ¿Cuántos marxistas leen a Marx? ¿Cuántos liberales a Rousseau? ¿Cuántos cristia­nos la Biblia?
   Son los científicos antidarwinistas los que leen atentamente a Darwin. Los darwinistas, simplemente creen en él.
   Pero aun tomando la expresión Selección Natu­ral en sentido metafórico, como una "cosa" (que en realidad no existe) que explicaría "la supervi­vencia de los más aptos", fíjese, lector, que el re­sultado es exactamente lo contrario de lo que su­ponen los evolucionistas. Porque de ser así, la Se­lección Natural favorecería, por ejemplo, la supervivencia de los "mejores" monos; esto es, haría que los monos fuesen cada día más monos, pero no ¡menos monos y más hombres! Esto es un dis­parate.
   Lo que creo que sucede en relación a este punto, es que en muchos investigadores subyace, quizá en forma inconsciente, la íntima convicción -producto de antiguas creencias- de que el hom­bre es un ser superior al mono; es decir, más "evolucionado", más "perfecto". Pero desde el punto de vista meramente biológico, esto no es cierto. ¡Para nada!
   El mono no es un primate imperfecto, que lle­gará a la perfección cuando "evolucione" hasta hombre. De ninguna manera; el mono, en cuanto mono, es perfecto. Todos los seres vivientes son perfectos en su plano. Más aún, desde el punto de vista estrictamente biológico y, más precisa­mente, desde el punto de vista darwinista, el mono es francamente superior al hombre (las ra­tas mucho más aún). La demostración es muy simple, lector: abandonemos un hombre y un mono en medio de la selva y veamos quién tiene mayor capacidad de supervivencia. La leyenda de Tarzán, aunque divertida, es puro cuento. Exactamente igual que la hipótesis darwinista de la que es hija.
   El hombre no puede trepar a los árboles co­mo el mono, no puede defenderse del sol ni del frío sin ropas, ni de las inclemencias del tiempo sin techo; necesita cocinar sus alimentos, etc., etc. Por cierto que el hombre es infinitamente "supe­rior" al mono por su inteligencia; pero ésta no pertenece, en sentido estricto, a la biología. Lo que pertenece a esta ciencia es el cerebro, pero no la inteligencia, que se expresa a través del ce­rebro, pero no se identifica con él, como lo han señalado ya Bergson, W. Penfield, R. Sperry, C.D. Broad y Sir John Eccles, entre otros.
   Incluso, esto de la inteligencia es muy, pero muy relativo, lector; pues cuando ella supera el nivel mínimo de astucia indispensable para re­ventar impunemente al prójimo, se transforma, decididamente, en un factor antisupervivencia. ¿Quién sobrevive mejor, un estafador o un pen­sador, un prestamista o un artista, un atorrante a un laborante, especialmente en el "primer mun­do"?
   Y esto, hablando de los humanos. ¡Qué no pa­saría en el mundo animal! Imaginemos por un instante que, gracias a algún milagro dawinista, un pobre mono comenzara a desarrollar ciertas características humanas; que comenzara, por ejemplo, a emocionarse ante una puesta de sol; a estremecerse -como Pascal- contemplando las estrellas; a escribirle poemas a la mona dueña de su corazón (y que seguramente le habrá dado ca­labazas); a interrogarse sobre su origen y su des­tino... El mono que tuviera la singular desgracia de desarrollar cualquiera de estas características, sería inexorablemente aniquilado por la Selección Natural.
   Tiene muchas más probabilidades de sobre­vivir -de hacer buen dinero- un hombre hacién­dose el mono, que un mono haciéndose el hombre..., como vemos todos los días, helas, en este gran circo en que estamos inmersos.
   La Selección Natural, aun usada en sentido me­tafórico, haría que los seres vivientes se mantu­vieran siempre fieles al tipo, eliminando a los que se desvíen de él. Este sería el sentido correc­to de la expresión Selección Natural; expresión que, por cierto, no fue creada por Darwin -como muchos creen, y como él mismo se encargó de hacer creer-, sino, veinticuatro años más tarde por el naturalista inglés Edward Blyth, quien la usaba en el sentido que señalé más arriba.
   Para el lector interesado en ver cómo Darwin ocultó deliberadamente cualquier mención de E. Blyth, después de apoderarse de su concepto y de cambiarle su sentido, me permito recomen­darle el fascinante libro del ya desaparecido y fa­moso antropólogo americano Loren Eiseley: Dar­win And The Mysterious Mr. X.
   La llamada Selección Natural es una metáfora que indica la acción (imprecisa, aleatoria, imposi­ble de determinar y cuantificar) de un conjunto de factores en la naturaleza, que hace que los se­res vivientes permanezcan siempre fieles al tipo: los peces, peces; los anfibios, anfibios; los repti­les, reptiles; los monos, monos, y los hombres, hombres. Respecto de los hombres, la Selección Natural pareciera no estar muy activa últimamente...
   Me apresuro a aclarar que este efecto de la Se­lección Natural (estabilizador o conservador del tipo) ya ha sido reconocido -aunque a regaña­dientes- por varios científicos darwinistas (Simp­son, Maynard Smith, C. Willams, R. Lewontin y R. Leakey, entre otros). Usada en sentido contra­rio, esto es, como "algo" capaz de transformar una especie en otra, es un concepto absolutamente erróneo.
   Y esto es así, lector, porque las características de todo ser viviente están rigurosamente progra­madas -hasta el último detalle- a nivel del códi­go genético; esto es, en el conjunto de la informa­ción hereditaria que se transmite de los progeni­tores a su descendencia y que hace que cada ser viviente sólo pueda engendrar -en forma inexo­rable- otro ser viviente de su misma especie, y absolutamente ninguna otra cosa.
   Para que un ser viviente pudiera engendrar otro ser viviente esencialmente distinto, habría que cambiar totalmente su código genético (!). Y la selección Natural jamás puede hacer esto; por la sencilla razón de que ella "actúa" (metafórica­mente, se entiende) sobre el organismo ya for­mado y no sobre sus genes; o, como dicen los biólogos, ella actúa sobre el fenotipo y no sobre el genotipo.

 

Las mutaciones

 

   Pero, ¿y las mutaciones?, se preguntará algún lector- ¿No Pueden las mutaciones cambiar el código genético?
   ¡Ah!, las mutaciones... Este es otro de los sa­grados "mantras" del darwinismo (en realidad del neodarwinismo). Este "mantra", junto con la Selección Natural, explica también el origen de to­dos los seres vivientes; pero con la misma condi­ción: la de no analizarlo científicamente.
   Desde el punto de vista científico, las muta­ciones son alteraciones al azar en la composición química de los genes, esto es, en la complejísima molécula del ácido desoxirribonucleico (ADN), donde está codificada la información hereditaria.
   Ahora bien, en una estructura altamente com­pleja, un cambio al azar tiende inevitablemente a deterioraría. Para mejorarla, tendría que ser ca­paz de aumentar ese orden; y el azar -por defini­ción- no puede ni mejorar ni crear orden. Sólo una inteligencia puede hacer esto.
   Por eso es que el 99% de los cientos de miles de mutaciones estudiadas han sido dañinas, per­judiciales, deteriorativas o letales. En el mejor de los casos, han sido neutras, o porque el gen "ale­lo", es decir, el que viene del otro progenitor, su­ple la función del gen dañado por la mutación, o porque el cambio ha sido insignificante y no ha afectado la vitalidad del organismo.
   Las supuestas mutaciones "favorables" de que hablan algunos científicos, no son casi nunca verdaderas mutaciones; son solamente una ma­nifestación de la vitalidad genética que tiene to­do organismo, que hace que, en determinadas circunstancias, se expresen genes que ya estaban presentes -aunque reprimidos- porque su funcio­namiento no era necesario.
   Pero aun en el caso de que existieran mutacio­nes favorables, con eso no hacemos absoluta­mente nada. Pues la hipótesis evolucionista necesi­ta, imprescindiblemente, no mutaciones favora­bles, sino ¡transmutaciones!, es decir, mutaciones creativas, capaces de producir novedades biológi­cas (ojos, plumas, sangre caliente, etc.), que expli­quen la aparición de las distintas especies biológicas, desde la ameba al hombre. Y esto sí que es pura fantasía; y fantasía disparatada, irracional y anticientífica.
   La imposibilidad de que las mutaciones (ac­tuando al azar) puedan producir tan siquiera un órgano nuevo, se deriva fundamentalmente de su carácter perjudicial y de su escasa frecuencia. Además, para poder transmitiese a la descenden­cia, tienen que afectar a las células germinales y ser dominantes, es decir, prevalecer sobre el gen alelo, para tener algún efecto. Todo esto disminuye aún más su frecuencia.
   Pero hay otro problema; para que apareciera un órgano nuevo, las mutaciones "creativas" (que son, como hemos visto, puramente imaginarias; las que la ciencia conoce son todas deteriorativas o a lo sumo neutras) tendrían que encadenarse e integrarse en un mismo segmento del cromoso­ma para poder sumarse y dar origen, así, a un organo nuevo, que no se produciría por la acción de una mutación, sino de miles de ellas.
   Para producir un ojo, por ejemplo, todas las mutaciones tendrían que afectar el conjunto de genes que rigen esta función. Ahora bien, esto plantea una imposibilidad estadística absoluta, que ha sido exhaustivamente analizada por auto­res de la talla de E. Borel, C. Guye, Lecomte du Nüuy, G. Salet y otros.
   Hasta aquí hemos desarrollado el argumento de las mutaciones siguiendo el esquema de la hipóte­sis evolucionista, para demostrar que, aun así, es totalmente imposible que las mismas puedan crear novedades biológicas y transformar así las especies.
   Pero la cuestión es muchísimo más grave, aún. Y aquí hay que abandonar el dogma darwinista y pasar a la realidad; es decir, abandonar el terreno de la fantasía y pasar al de la ciencia.
   Porque la pseudociencia darwinista no tiene lugar en sus esquemas para el concepto de orga­nismo, es decir, un conjunto de estructuras inte­gradas que funcionan como un todo. Heredera, al fin y al cabo, del mecanicismo cartesiano, la hi­pótesis evolucionista piensa en términos de partes. Y así los darwinistas creen posible que un orga­nismo se puede ir modificando por partes que, al sumarse, producirían su transformación en otro organismo. Pero esto es puro desatino. Ignora la gran ley biológica del "todo o nada".
   ¿De qué le serviría a un mono, por ejemplo, desarrollar piernas de hombre, sin desarrollar si­multáneamente pelvis de hombre? ¿De qué le serviría una pelvis de hombre, sin columna ver­tebral de hombre? ¿Cómo puede haber mano de hombre, con brazo, antebrazo y hombro de mo­no? ¿Cómo puede haber columna vertebral de hombre, sin cráneo de hombre, y viceversa?
   Todas estas estructuras, o aparecen simultá­neamente y en estado de plena perfección, o no sirven para nada; por el contrario, son un estorbo para la supervivencia. Esto se aplica, por cierto, a todos los organismos vivientes.
   Y para que esto suceda, tiene que cambiar to­do el código genético, en forma simultánea y sin un solo error. Para ello debería ocurrir una mutación gigantesca, un reordenamiento radical de todo el código genético, dirigido y especifica­do hasta en los más mínimos detalles, para pro­ducir un ser 'viviente capaz de funcionar, esto es, de vivir. Lo cual constituye un milagro más gran­de que resucitar un muerto.
   Esto, que ya había sido planteado en la déca­da de los 30 por el insigne biólogo y paleontólogo alemán Otto Schindewolf, encontró su más aca­bado expositor en Richard Goldschmidt, uno de los tres o cuatro genetistas más eminentes del si­glo.
   Allá por la década del 40, R. Goldschmidt, fer­viente evolucionista él, después de haber dedica­do prácticamente toda su vida al estudio de las mutaciones, a pesar de creer en la transformación de una especie en otra, concluye diciendo que es absolutamente imposible explicarla mediante el mecanismo de las mutaciones.
   Publicó un libro (The Material Basis of Evolu­tion) y un artículo (American Scie., 40:97, 1952) de un rigor científico ejemplar, donde demuestra en forma abrumadora el carácter totalmente anti­científico de todo este macaneo respecto de las mutaciones.
   Nadie, absolutamente nadie, ha sido capaz de refutar las conclusiones de Goldschmidt en este sentido.
   La comunidad científica, como generalmente sucede, no hizo el menor caso de las conclusio­nes de este investigador. Siguieron -y siguen- lo más campantes, hablando tonterías sobre las mu­taciones, sin tomarse siquiera el trabajo de anali­zar sus escritos, ni los de muchos otros autores que sostienen lo mismo.

 

Conclusión

 

   Como ve, lector, en este sucinto análisis del te­ma, sólo he tratado de esbozar los problemas que plantea la transformación de un mono en un hombre, desde el punto de vista meramente bio­lógico.
   No he mencionado -salvo de paso- el proble­ma capital de la inteligencia del hombre, que marca una diferencia con el mono no de grado, como sostienen los darwinistas, sino de naturale­za, ya que este problema no puede ni siquiera plantearse en este contexto.
   Pretender explicar la inteligencia humana a partir de mutaciones al azar actuando sobre el cerebro de un mono es, simplemente, no saber de qué se está hablando. 0, por el contrario, saberlo demasiado bien...
   En suma: algunos monos tienen incisivos y caninos parecidos a los nuestros; otros caminan en forma aproximadamente erecta. Algunas mo­léculas de los monos son similares a las nuestras (¿y de qué pretenden los evolucionistas que estu­viésemos hechos?, ¿de plástico, acaso?).
   La Selección Natural, cualquier cosa que eso sea, significa que sobreviven los individuos más fieles al tipo (lo cual conserva la especie, no la transforma). Y las mutaciones son absolutamen­te incapaces de explicar tan siquiera la aparición de un órgano nuevo (novedad biológica).
   ¿Dónde está la supuesta evidencia científica de que el hombre se originó del mono? En ningu­na parte, por cierto. Es sólo un dogma de fe; de fe darwinista...
   Y ya sabemos que frente a la certeza de la fe, ningún argumento racional es efectivo.

EN BUSCA DE LOS VALORES PERDIDOS

EN BUSCA DE LOS VALORES PERDIDOS

Alfredo AMESTOY

 

1. Los valores, en números rojos

 

   En el lenguaje bursátil, como en los frontones de pelota vasca, no está bien visto hablar de rojos. Los colores que distinguen a los contrincantes en la cancha son el azul y... el colorado; nunca el rojo, que eso aún recuerda a los perdedores de la Guerra Civil. Y en el parquet, para olvidar lo ocurrido en Wall Street en 1929, tampoco procedía hablar de números rojos. Se referían a ligeras pérdidas o a pérdidas generalizadas. Pero últimamente ya se empieza a utilizar números rojos para las pérdidas y verdes para las ganancias. Sirva la excusa no pedida para justificar la alarma por la profusión de números rojos que se observa en la cotización de los otros Valores.

   Luego repasaré la lista de valores en baja..., y en alza –que pocos, pero haylos–; aunque, ya que de números hablamos, mencionemos las dos cifras más representativas y que mejor refleja el crack moral que sufre este país. En este momento, en España, cada tres minutos se produce una ruptura matrimonial; y cada cinco minutos, un aborto. Éstos serían los dos números más rojos de la tabla. Y son los que más destacan, porque son como la punta del iceberg. O, mejor, como la punta de los cuernos que dicen que, junto con un gran rabo, luce el diablo... cuando va de uniforme. Porque aquí hasta el diablo ha colgado el uniforme y va de paisano.

   En España, más que al toro, tendríamos que coger al diablo por los cuernos, ya que este personaje, al que le hemos levantado en Madrid el único monumento que tiene en el mundo, campea aquí como Pedro por su casa y es el que parece mandar en el país. Porque, ¿quién sino él es quien ha provocado la caída de determinados valores?

   La verdad es que la maquinación, siempre diabólica, para alterar el precio de las cosas es un delito en España. La habilidad del Maligno para conseguirlo es proverbial. Su truco, sencillísimo: vender felicidad. Y es que, sobre el papel, ante la felicidad como valor supremo, el resto de valores quedan postergados y minimizados. La prueba es que la búsqueda de la felicidad figura como primer objeto y piedra angular de los ciudadanos en la Constitución norteamericana. Su búsqueda y su hallazgo. ¿Puede alguien renunciar a tan noble postulado? Parece que sí.

 

2. Lo prometido ya no es deuda

 

   Si fuera aficionado a la ruleta, mi pesadilla sería la desaparición de todos los números rojos. Ni es fijación ni manía persecutoria, pero lo rojo, que simula desaparecer de vez en cuando, aflora cuando menos lo esperamos. En la asignatura Educación para la ciudadanía se reedita, corregido y aumentado, aquel libro rojo de los escolares. Ha pasado tanto tiempo de aquel engendro –ahora dicen parida–, casi 30 años, que aquel libro bien pudo ser objeto de reflexión de aquel niño, hoy ya cuarentón, que tenemos al frente del Gobierno de España.

   Entonces, como ahora, se trataba de alterar los valores. Y que el profesor José Mana Valero, en su respuesta al libro rojo, que se tituló El otro libro –no rojo– de los escolares, describiera la situación que se quería favorecer e imponer, no deja lugar a dudas: Ceguera axiológica profunda; huída por sistema del esfuerzo; pérdida de la fe; desprecio a la familia, al matrimonio y a la autoridad; inmersión en la droga y en la sexualidad; desprecio de lo antiguo por antiguo. Y el autor añadía: «Es la escuela que quieren socialistas y comunistas. Nada de ideario, dicen. Con lo que implantan su ideario, que es no tener ninguno. Veintinueve años después hay que reconocer que, en gran parte, lograron su objetivo.

   ¿Qué es lo que ahora pueden pretender? La alteración de los valores es algo que ya han conseguido y, además, me empieza a parecer una frase hecha, un lugar común y un eufemismo que oculta un objetivo más perverso: la supresión de los principios. La axiología, que no sólo se adjudica el canon de los valores, sino que también juega el papel de árbitro, modifica, a veces, sin mala intención, el verdadero sentido que un valor, una virtud, tenía entre nosotros.

 

Honor... obliga

 

   En el caso de la popularidad que, por ejemplo, ha adquirido la autoestima, ha intervenido su uso y abuso a cargo de la pléyade de psicólogos argentinos que ofician en España. Pero esa palabreja no puede sustituir ni representar a nuestro amor propio, concepto de más amplia y honda significación en nuestra forma de entender la vida. Por cierto, la forma de entender la vida supera también al término cultura, que utilizamos para todo. Amor propio no sólo es distinto, sino que es más que autoestima. Como honor es más que lealtad.

   Para un anglosajón, la lealtad es suficiente, porque es de enorme valor, y el honor puede ser, para ellos, algo excesivo. El honor, más visigodo que romano, quizá el único valor acrisolado por cristianos, árabes y judíos, de común y total acuerdo, y que germina en el Renacimiento y eclosiona en el Barroco, ha sido hasta hace poco la clave de todas nuestras actuaciones. El sentido del honor ha impedido que, entre nuestros muchos defectos, destaque la traición. Por eso, aquí, más que grandes traidores hay pequeños, pero muchos, traicioneros.

   Y si a unos es la lealtad y a otros la nobleza la que les obliga, a nosotros era el honor el que acreditaba nuestros hechos y nuestras palabras. Así pues, la palabra de honor tenía la fuerza del juramento. Sustituido ya el juramento por la promesa, la palabra de honor es una pieza de museo tan rara como la Tizona de El Cid, el teléfono de Moscardó o el tricornío de Tejero.

   En esa Ley de la memoria histórica que algunos exhumadores quieren sacarse de la manga, antes que las reliquias de sus mondas, debían recuperarse valores en extinción como la palabra de honor.

   Nuestro pasado hebreo, tan presente y tan vigente, y que nos ha convertido por su obsesión prestamista, en el país más hipotecado del mundo, debía también –memoria histórica– recordarnos cómo la palabra, igual que ahora los pisos, se empeñaba. Y no en balde, en Hispanoamérica aún hablan de hipotecar la palabra.

   Aquí, hoy, a esta generación de jóvenes que vivirán hipotecados hasta su jubilación, les hablan de dar su palabra de honor como único requisito para hacer un trato, una operación comercial, y no lo podrían entender. Para ellos, palabra de honor es el nombre de un escote que suelen llevar muchas novias en su traje nupcial.

   Las novias, que antes eran prometidas, porque de palabra era como la gente se prometía amor eterno antes de pasar por la Vicaría. Para cumplir su promesa de matrimonio, miles de mujeres aguardaban el retorno del novio emigrante durante varios años; sin teléfono móvil para charlar de vez en cuando, sin Internet y sin apenas escribirse cartas. Por supuesto que lo prometido era deuda. Y la deuda había que pagarla.

 

No es lo mismo valer que costar

 

   Del mismo modo que en los negocios bastaba el apretón de manos y tomar algo para celebrarlo (que esto también tenía su rito y su nombre, el alboroque, y el' origen árabe de la palabra nos revela el tiempo de cuándo data esta costumbre, que se ha mantenido hasta finales del siglo XX), en el amor, no el beso, sino el hecho de cogerse la mano ya sellaba la promesa de matrimonio. Al menos en las Vascongadas, y así se constata en las letras de nuestras canciones. ¿Por qué ese gesto era suficiente? Porque se había dado valor a la palabra. el valor, el mérito –no el otro, el que se supone–, es algo que se da o se quita. Y, desgraciadamente, aquí nada puede hacer santa Rita.

   Nosotros tenemos el verbo valorar, y podemos dar valor a alguien o a algo, pero son los franceses los que acertaron plenamente con su expresión verbal mettre en valeur, que equivale, además de a valorar, a establecer valor, instituirlo.

   Sí, porque no es lo mismo valer que costar. Y, como en el chiste, no sería hoy mal negocio vender las cosas por lo que cuestan y comprarlas por lo que valen.

   En la otra Bolsa de valores ya dijimos antes que unos valores/virtudes bajan y otros suben, en medio de volatilidad sorprendente. Hay que comprender que, hoy, el mundo es de las mujeres. Y, como todo conquistador, lo primero que ha hecho la mujer es imponer su idioma. La mujer ha puesto en valor palabras que a ella le gusta pronunciar, escuchar o materializar; por ejemplo: tierno, cálido, cercano. En cambio, reciedumbre, magnanimidad, pundonor, honor... son virtudes a la baja, quizá por haber sido tan... masculinas.

   ¿Que una mujer puede también tener sentido del honor? ¡Claro que sí! Pero, igual que la prudencia era virtud más femenina que masculina, el honor –a veces por adjudicación– era privativa del hombre. La honra y la honradez eran prendas de mujeres. una mujer podía perder la honra. La mujer era honrada, y el hombre, honorable.

   No se tata de buscar el sexo a las palabras, como si fueran ángeles, pero las palabras nos pueden ayudar a resolver el gran crucigrama nacional, que, más que un damero de palabras cruzadas, es un rompecabezas.

   Las palabras de honor, los prometidos, o los deudos..., si desaparecen es porque ya hay muchas promesas sin cumplimiento y muchas palabras sin honor. Y, en lugar de deudos..., hay deudas.

   Cumplir la palabra o la promesa carece de valor, porque tampoco se habla de lo contrario, de romperla. Romper la palabra era una posibilidad y una determinación que se anunciaba.

 

La última promesa

 

   Como lo prometido ya no es deuda, la promesa incumplida juega el papel de falsa moneda que, como se sabe, siempre desplaza a las auténticas que hubiera y que deben retirarse de la circulación. Todo lo que toca la moneda falsa se devalúa y envilece...

   La pérdida de la confianza en la promesa política, en el compromiso del amor, en el valor del dinero, no contribuye a que éste sea un mundo más justo y más feliz. Pasan los siglos y aquí seguimos, sin pena ni gloria. A lo mejor tendrá que ser así, para que esperemos con más ganas el cielo que nos tienen prometido. Que, supongo, que esta promesa será cierta y que el cielo –¡no faltaría más que eso!– sea algo que valga la pena. ¿Valdrá la pena la gloria? Seguro que sí.

   A propósito... Hace tiempo que me pregunto cómo será el cielo. ¿Por qué no tratamos de imaginarlo?

 

3. El Cielo…, ¡ni te lo imaginas!

 

   Realmente es el único tema, asunto o negocio que merece la pena. Los jesuitas de Deusto –Deusto, la mejor universidad de Economía y Empresa–, a la salvación la llamaban el negocio de la salvación. O sea que, en Bilbao, igual que a la muerte se le llamaba el peor negocio, a la salvación se la consideraba un negocio magnífico.

   ¿Quién lo puede poner en duda? Se trata de la mejor inversión. A cambio de un brevísimo tiempo de ciertas renuncias, algunas obras buenas y de querer a los demás, como te quieres a ti, así de sencillo, toda una eternidad, o sea, in secula seculorum, de plena felicidad, con todo el bien sin mezcla de mal alguno. Esto sí que es una buena operación, un pelotazo muy superior a comprar el Palacio Real por un euro. Y ésta no es una hipoteca de esas que uno paga para que la disfruten los herederos. Esto es algo –lo único– que nos vamos a llevar al otro mundo.

   Entonces... ¿qué pasa? ¿Por qué no hay colas para hacer este negocio, como las hay para sacar el carnet de conducir, para el pasaporte, para obtener el permiso de residencia y poder vivir y trabajar en España? No es fácil la respuesta. Pero, después de mucho meditar, he llegado a la conclusión de que la gente no se preocupa en absoluto del último viaje y de asegurarse un futuro sin problemas, porque no lo ve claro. Porque para ese viaje no se necesitan alforjas..., ni papeles. No hay que rellenar impresos, ni firmar solicitudes, ni pasar la tarjeta de crédito. Es decir, la gente no se fía ahora de lo que es gratis, ni de un trámite en el que no hay documentos, ni escrituras, ni notarios, ni registradores...

   Naturalmente, la Iglesia nos podría decir que ¡claro que hay documentos y escrituras! ¡Nada menos que las Sagradas Escrituras! Y firmadas por muy acreditados notarios. Y es verdad. Pero la Biblia tiene mucha letra pequeña. Y ya se sabe que nadie lee la letra pequeña La razón: quizás porque en la letra pequeña –en contratos y en prospectos– siempre se dice lo que no se debe hacer y se advierte de riesgos, incompatibilidades o contraindicaciones.

   En cuanto a la letra grande, tampoco parece que se lee demasiado. Como nos descubre Benedicto XVI en su Jesús de Nazaret, si hay algún mensaje claro, y reiterado con insistencia, ése es la promesa del reino de Dios, concepto repetido 122 veces en los evangelios, para que nadie pueda alegar que él no se enteró.

 

Ver o no ver: ésa es la cuestión

 

   Lo que Jesús promete, el reino de Dios, es como el negocio turístico, un destino, un lugar donde finaliza el viaje. Porque aquí hay viaje. ¿Y cuál es el paquete de la oferta? Pues resucitar, que es algo que no incluye agencia alguna. Naturalmente, para resucitar hay que morirse antes. Esto se da por hecho, y ni figura en los contratos

   Lo que sí figura en el contrato cristiano es que, para entrar en el reino de Dios, en el Cielo, hay que arrepentirse de todas la fechorías y las barrabasadas que hemos podido hacer, y sólo con el corazón más limpio que una patena podremos ver a Dios. Esto, como es muy duro –muy fuerte, muy fuerte– es como si fuese la letra pequeña del contrato, y nadie la quiere leer. A este epígrafe le pasa lo mismo que al seguro de viaje, que, al ser un poco caro, pocos lo suelen suscribir, pretextando que todo puede ocurrir, pero lo más probable es que nada ocurra. Es decir, hacerse o no hacerse con un seguro, en el fondo, es hacer una apuesta. Así funcionan los seguros de vida, las rentas vitalicias y todo lo que, como el casamiento y la mortaja, del cielo baja.

   O sea que reservar plaza en el reino de Dios..., ¿es una apuesta? Teóricamente, sí. Puesto que hay que creer en esa oferta y hay que tener fe. Fe es, por definición, creer en lo que no vimos. Y, posiblemente, tan importante como la duda hamletiana, ver o no ver sea la cuestión. Hoy y siempre. En el minucioso inventario que del Nuevo Testamento hace el Papa, sobre que hay 122 alusiones al reino de Dios, cuánto pan multiplicó, o qué cantidad de agua convirtió en vino –exactamente 520 litros–, debían constar también las múltiples ocasiones en que Jesús hace referencia a los ojos, a la vista y a la visión, consagrando la alta función, la más espiritual, que el Creador otorgó al órgano no en balde considerado espejo del alma.

   Si aquí el alto precio, la dura prueba, es creer sin ver, el gran premio será, curiosamente, ver. Porque la unanimidad y la coincidencia entre teólogos, Padres de la Iglesia y Papas en torno a esta cuestión es asombrosa.

 

San Pablo redactó el mejor anuncio sobre el Cielo

 

   Por ejemplo, han pasado casi siete siglos desde Benedicto XII a Benedicto XVI, y este Papa mantiene lo que escribió su predecesor en la Constitución Benedictis Deus, del 29 de enero de 1336, cuando aún ni Copérnico, ni mucho menos Galileo, habían demostrado que la Tierra era redonda y se movía: «Los bienaventurados ven a Dios. Pero, ¿qué es lo que ven? Ven la divina esencia con visión intuitiva y aun facial y, viéndole de este modo, gozan de la misma divina esencia, y con tal visión y gozo son verdaderamente bienaventurados».

   Esta visión facial la había anticipado san Pablo en la Primera Carta a los Corintios, cuando precisa que le veremos cara a cara. Y es en la misma Epístola donde mejor se concreta y más se materializa el espectáculo, poniendo sonido a la luz y convirtiéndolo en audiovisual.

   Un publicitario no redactaría mejor el anuncio de una producción de Broadway: Ni ojo vio, no oído oyó, ni pasó al hombre por el pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. Cuidado: no sólo hay luz y sonido, sino que hay cosas preparadas. Es decir, para que lo entendamos todos, además debe haber un buen catering. No es irreverente pensar que la Gloria, en resumidas cuentas, es como un lugar donde todos los días hay una gran fiesta, una boda fabulosa. No olvidemos que no ha habido boda como la de Caná y que, a pesar de Judas, la cena que quiso celebrar el Señor es la cena más importante de la Historia. Luego hay que suponer que las celebraciones celestiales serán memorables.

   La pena es que en la Gloria nada puede ser memorable, porque allí no existe la memoria histórica. En la eternidad no existe ya ni el futuro ni el pasado. Sólo Dios es sempiterno, pero hasta lo eviterno –que es lo que ha tenido un principio, como los propios ángeles– se convierte en eterno.

   Al margen de figuraciones y transfiguraciones, no olvidemos la gran Transfiguración, que fue el único anticipo celestial, una pequeña muestra que Jesús ofreció a los enchufados de siempre, Pedro, Santiago y Juan, y que les pareció tan fantástico que querían quedarse para siempre en el monte Tabor, no sabemos si renunciando a probar bocado.

   La verdad es que, como también les ocurre a los flamencos, los bienaventurados no comen. Ni comen ni beben. Por una sencilla razón que se explica en el Apocalipsis: «Ya no tendrán hambre, ni sed, ni descargará sobre ellos el sol ni el bochomo».

 

En el Cielo no se come

 

   San Juan –que, por cierto, tal y como les pidió Jesús, guardó el secreto de lo que pasó en el Tabor, y en su evangelio silencia todo lo que vio allí– no da pistas que nos permitan comprender la inmaterialidad y la resurrección al mismo tiempo, que no se limita a las almas, sino que incluye los cuerpos.

   La ausencia de hambre y, por tanto, la supresión de la comida, que nunca desdeñó el Señor, y lo destaca Benedicto XVI en su Jesús de Nazaret, no se compadecen con la importancia que Él quiso conceder al pan, gran protagonista evangélico, como metáfora y como realidad (en las tentaciones, en los milagros y, naturalmente, en la Eucaristía). El pan nuestro de cada día no nos lo tendrá que dar Dios hoy..., porque en el Cielo no existirán ni el hoy ni el mañana. Pero ya se sabe que en el mundo judeocristiano nos cuesta renunciar a los placeres de la mesa.

   El Cielo –el menos oscuro y más confesable objeto de deseo– es una página en blanco donde todo el mundo puede fabular sus historias. Y uno mismo tiene publicadas algunas de ellas. Hipótesis como, por ejemplo: ¿Van los animales al cielo?; El encuentro en el Cielo de Tip y Coll; o la cuestión más importante: En el cielo no hay televisión.

   Esta última afirmación está en la línea de la que hizo Álvaro de la Iglesia en su celebrada novela En el cielo no hay almejas, otra preocupación por la cocina en la Gloria, argumento tan recurrente en la gastronomía terrenal, donde a lo más delicioso se le llama gloria bendita, y tantas especialidades de la cocina conventual reciben el nombre de glorias, siendo el producto más paradisíaco el tocino de cielo.

   El humor ha encontrado también en el Cielo uno de los mejores decorados para situaciones divertidas e infinidad de chistes, pocas veces con malicia y siempre con simpatía, prueba evidente de que para todo el mundo, incluidos los intelectuales más descreídos, el Cielo es, si no un destino real, tabla de salvación, sí la ínsula barataria, la Arcadia feliz, o el ShangriLa.

   La necesidad de materializar el anhelo y convertir la utopía en algo al menos virtual nos lleva, a veces, a las versiones más histriónicas. La autora católica Rebeca Reynaud cuenta que un amigo se preguntaba, en broma, cómo sería el Cielo. E imaginó lo mejor: que allá los cocineros serán franceses; los mecánicos, alemanes; la policía, inglesa; los trovadores, italianos; y los organizadores, suizos. A diferencia del infierno, donde los cocineros son ingleses; los trovadores, suizos; la policía, alemana; los mecánicos, franceses; y la agencia organizadora es italiana.

   A propósito de la agencia de viajes, lo que está claro es que, al igual que no hay billetes de ida y vuelta al Cielo, ni viajes en grupo, ni vuelos charter, ni excursiones de jubilados, como el billete es individual y el viaje puede ser a la carta, a la medida, muy personalizado (como se dice ahora), el Cielo sea también algo muy particular. A lo mejor hay libertad para imaginar cada uno su Cielo, porque, lo mismo que no hay dos sueños iguales, también el Paraíso de cada uno puede ser diferente. Qué fea me parece la tierra cuando miro al cielo; y Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida esperó, que muero porque no muero... San Ignacio de Loyola y santa Teresa de Jesús miraban al mismo Cielo, pero a lo mejor el Cielo que veían era distinto.

 

El cielo de musulmanes, budistas..., y nuestro séptimo cielo

 

   Tampoco es el mismo el Paraíso que aguarda a los musulmanes que el que esperamos los cristianos. Ni el nuestro tiene algo que ver con el de los budistas, un Cielo de veintisiete pisos, más alto que el nuestro, que no tiene más que siete, porque el no va más, la llamada corte celestial, con el Pantocrátor, los serafines, tronos y dominaciones, estará –digo yo, no me hagan mucho caso– no en el tercer cielo, hasta donde fue arrebatado san Pablo, sino en el séptimo cielo: el panangelicum. Todo lo contrario del pandemonium, que estará en el séptimo infierno.

   De tejas arriba, la proximidad de los ángeles quizá sea, después de la visión de Dios, el aspecto más sugestivo. No olvidemos la definición oficial del Cielo: Mansión en la que los ángeles, los santos y los bienaventurados gozan de la presencia de Dios. Los ángeles son los primeros vecinos de la mansión. Moisés, Elías y todos los profetas, serían muy posteriores; y los apóstoles..., unos recién llegados.

   Si en la escena del Gólgota incorporamos al tercer personaje, al tercer crucificado, ya la emoción pierde dulzura y adquiere patetismo. Es la demostración de que el Paraíso tiene puertas que no están abiertas de par en par. Hay que recordar, junto a las promesas, las advertencias. Por ejemplo: «Si no sois mejores que los escribas y los fariseos no entraréis en el reino de los cielos».

   No sé si es acertado referirse ahora a un matiz que a uno le parece interesante: el buen ladrón y el mal ladrón no encarnan el premio y el castigo de forma radical. El extremismo no puede caber en la justicia divina, como no cabe en su obra, en la propia Naturaleza, donde no existen la noche ni el día absolutos. No termina de anochecer, cuando ya empieza a amanecer.

   Entre el castigo severo y el premio gratuito hay algo que Jesús utiliza en una ocasión especialísima. Tras proclamar las Bienaventuranzas, y como resumen y corolario, exclama: «Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa es grande en el Cielo». ¿Y qué se va a recompensar? Quizás el amor y sólo el amor. Que es de lo que vamos a ser examinados al atardecer.

   Se habla de la gran generosidad del Señor. Dicen los estudiosos que Cristo, en muchas de sus intervenciones, tiende a sobrepasar la necesidad. Lo mismo en el vino del milagro de la boda que en el pan y en los peces de la multiplicación. Y no deja de ser una tremenda magnanimidad la mostrada en el pago de los salarios, en el trato indulgente al hijo pródigo y, más aún, en el desconcertante anuncio de que los últimos serán los primeros.

   De regir este criterio en el Paraíso, alguien que llegara hoy allí, ¿podría estar tan cerca de Dios como los propios apóstoles? Esta cuestión ha interesado a los teólogos que, además de coincidir en la existencia del filtro para una plena purificación, que eso debe ser el famoso purgatorio, subrayan que la gloriosa beatitud y la esperada lumen gloriae, con la visión de Dios y la consiguiente delectación o gozo, se alcanzará sólo tras el Juicio universal. Respecto a este Juicio se ha especulado que sería –que será– el medio para equiparar a las almas de los nacidos antes y después de la redención de Jesucristo.

 

En la tierra también podemos preverlo..., y probarlo

 

   Todo es comprensible, incluso ese juicio particular previo, antes de obtener la gloriosa beatitud, tras la resurrección de los cuerpos. Cuerpos que –aquí está la plenitud celestial– gozan ya de impasibilidad –el cuerpo ofrece total sumisión al alma–, claridad –el cuerpo se torna lúcido y traslúcido–, agilidad y sutilidad. Ingrávido, el cuerpo adquiere, además, penetrabilidad, y se cita el ejemplo del cuerpo de Cristo, que no encontró resistencia para penetrar con las puertas cerradas en el interior del Cenáculo.

   Naturalmente, este espectáculo, de miles y millones de seres, ya almas en gloria, desborda la imaginación humana, incapaz de concebir tanta maravilla. No hay realidad virtual capaz de recrear ese ámbito. Quizás, como hemos dicho antes, corresponde a cada uno imaginar su Cielo particular. Será el que más se aproxime al que uno desearía. Porque el Cielo, que siempre puede esperar, nos espera. ¿O es cierto que, lo mismo que solemos decir que aquí está el infierno y aquí pagamos muchas de nuestras culpas, también tenemos aquí un poquito de Cenáculo...? Podemos preverlo y, con suerte, probarlo.

   Las palabras de san Pablo, las más explícitas y expresivas sobre la gloria eterna, hablan también, según la Iglesia, de nuestra vida sobre la Tierra, en el sentido de que aquí puede estar el comienzo del Cielo, en la paz, el perdón y la unión con Cristo. Algo de esta eterna alegría brilla ya en medio de los cuidados y angustias de la vida. De modo pleno florecerá en el Paraíso que tenía Dios ante los ojos al crearnos. Y escrito está: «El reino que para vosotros está preparado desde la creación del mundo». Amén. Y que ustedes y nosotros lo veamos.

DECRECIMIENTO Y PROGRESO

DECRECIMIENTO Y PROGRESO

Alberto BUELA

 

   Hemos sostenido en un artículo reciente que: "La idea de progreso, según nuestra opinión, tiene que estar vinculada a la idea de equilibrio de los efectos. Progreso en la medida en que las consecuencias o efectos del mismo se equilibran de tal forma que puedo realizar nuevos progresos sin anular los efectos del primero".(1)

   Queremos ahora profundizar en la relación entre decrecimiento y progreso, pues nos encontramos con dos hechos indubitables y evidentes, pero que al mismo tiempo se presentan como contradictorios. Por un lado tenemos la acumulación masiva de datos que muestran el desquiciamiento de los ecosistemas planetarios y el deshilachado del tejido social de la naciones tanto pobres como opulentas. Y por otro, el ansia y  la tendencia natural del hombre al progreso. ¿Cómo compaginar estos dos hechos irrecusables por evidentes?

   Si bien la idea de decrecimiento fue manejada por el anarquismo clásico, como los luddistas que destruían las máquinas al comienzo de la revolución industrial y reclamaban menos horas de trabajo para el estudio y la formación personal, esta idea fue enunciada por primera vez por el mejicano Ivan Illich por los años 60 cuyo apotegma fue: Vivir de otro modo para vivir mejor. A él le siguieron pensadores como Nicholas Georgescu y su propuesta de límites al crecimiento económico, Jacques Ellul que en 1981 proponía no más de dos horas de trabajo diario, para concluir en nuestros días con los trabajos del reconocido sociólogo Serge Latuche: Por una sociedad del decrecimiento (2004) y del ingeniero mejicano Miguel Valencia Mulkay: La apuesta por el decrecimiento (2007). Acaba en estos días de  publicar el pensador Alain de Benoist Demain la décroissance. Penser l'écologie jusqu'a bout (Edite, 2007).

 

   Se parte de la base que el crecimiento económico por el crecimiento mismo lleva en sí el germen de su propia destrucción. El límite del crecimiento económico lo está dando el inminente colapso ecológico. Hoy desaparecen 200 especies vegetales y animales diariamente. De modo tal que el crecimiento económico comienza a encontrar límites ecológicos (el calentamiento de la tierra, el agujero de Ozono, el descongelamiento de los Polos, la desertificación del planeta, etc.)

   Es que la sociedad capitalista con su idea de crecimiento económico logró convencer a los agentes políticos, económicos y culturales  que el crecimiento económico es la solución para todos los problemas. Así hoy el progresismo político ha rebautizado con los amables nombres de "ecodesarrollo", "desarrollo sustentable", "otro crecimiento", "ecoeficiencia", "crecimiento con rostro humano" y otros términos, que demuestran que este falso dios está moribundo.(2)

   A contrario sensu de esta tesis el inimputable de George Bush sostuvo el 14/2/2002 en Silver Spring ante las autoridades estadounidenses de meteorología que: "el crecimiento económico es la clave del progreso ecológico". En realidad el pensamiento ecológico se va transformando sin quererlo en subversivo al rechazar la tesis de que el motivo central de nuestro destino es aumentar la producción y el consumo. Esto es, aumentar el producto bruto interno-PBI de los Estados-nación.

   La idea de decrecimiento nos invita a huir del totalitarismo economicista, desarrollista y progresista, pues muestra que el crecimiento económico no es una necesidad natural del hombre y la sociedad, salvo la sociedad de consumo que ha hecho una elección por el crecimiento económico y que lo ha adoptado como mito fundador.

   El asunto es ¿cómo dejar de lado el objetivo insensato del crecimiento por el crecimiento cuando éste se topa con los límites de la biosfera que ponen en riesgo la vida misma del hombre sobre la tierra?  Y ahí, Serge Latuche tiene una respuesta casi genial: avanzar retrocediendo. (3) Es decir, seguir progresando desactivando paulatinamente esta bomba de tiempo que es la búsqueda del crecimiento económico si límites. Y para ello hay que comenzar por un cambio en la mentalidad del homo consumans como designó nuestro amigo Charles Champetier en el libro homónimo, al hombre de hoy.

   Sabemos de antemano que esto es muy difícil pues la sociedad mundial en su conjunto a adoptado la economía del crecimiento y vencer a los muchos se hace cuesta arriba, pues como afirmaba el viejo verso del romancero español: 

Vinieron los sarracenos

Y nos molieron a palos,

Que Dios protege a los malos

Cuando son más que los buenos.

   El establecimiento de una sociedad del decrecimiento no quiere decir que se anule la idea de progreso (4) sino que se la entienda de otra manera, tal como propusimos al comienzo de este artículo. Hay que dejar de lado de una vez y para siempre la idea de progreso indefinido tan cara al pensamiento ilustrado de los últimos tres siglos. Porque sus consecuencias nos sumieron en este estado de riesgo vital que estamos viviendo hoy todos los hombres sin excepción. Debemos superar los aspectos nocivos de la modernidad en este campo, y sólo podemos hacerlo con una respuesta postmoderna que lleve un anclaje premoderno. Por ejemplo, rompiendo el círculo del trabajo para volver a trabajar intentando recuperar, no la pereza como afirma Lafargue, ni la diversión como afirma Tinelli, sino el ocio= la scholé= la scholae= la escuela, esa capacidad tan profundamente humana y tan creativa que nos hace a los hombres personas.

   No es tan difícil restablecer en economía el principio de reciprocidad de los cambios tanto entre los hombres en el intercambio de mercaderías como entre el hombre y la naturaleza, volviendo a pensar a la naturaleza como amiga. Ese principio de reciprocidad que morigere la salvaje ley de la oferta y al demanda. Si no lo hacemos se encargará con su fuerza interna de mostrárnoslo la propia realidad de las cosas, con la fuerza cruel que impone la pedagogía de las catástrofes.
 


 (1) Dos ideas distintas de progreso, octubre de 2007

 (2) Miguel Valencia Mulkay: La apuesta por el decrecimiento (2007)

 (3) Serge Latuche: Por una sociedad del decrecimiento (2004)

 (4) Tampoco decrecer significa que se niegue el derecho a la vida, sobre todo de los pobres, como sostienen algunos eugenetistas y controladores de la natalidad.

LAIKA EN EL CIELO CON DIAMANTES

LAIKA EN EL CIELO CON DIAMANTES

Horacio CAGNI

 

 

A Alberto Buela, cuya ironía esconde un profundo reconocimiento y afecto

 

   Debo disculparme por no escribir un artículo del tenor y contenido habituales. Cuando fui adolescente y joven -mucho más joven que ahora- prometí ser siempre fiel a mis imágenes interiores más preciadas. Mis primeros recuerdos de "aproximación indirecta" a la política los constituyen unas pintadas en las paredes porteñas en defensa de "laica" y de "libre". Como eran casi contemporáneas de la carrera espacial en auge, y un satélite artificial ruso había llevado hacía poco al primer ser vivo que orbitó el planeta, las palabras se prestaban a confusión. En mi mente infantil se referían a la perrita Laika, que no había podido ser libre.

   En ese momento, el mundo hablaba de ella, sobre todo recuerdo los comentarios de mi abuela materna: la idea de un animalito sin tumba en el cosmos nos había conmovido profundamente, como sigue haciéndolo. Posteriormente, en los años de universidad - aquellos primeros setenta cargados de presagios-, manifesté públicamente que Laika era mi personaje inolvidable, glosando una sección permanente del Readers Digest. Creo que en ese momento no fui bien entendido. Entonces me hice otra promesa: si llegaba vivo al cincuentenario de la misión Sputnik 2 - aún se sabía poco- escribiría sobre Laika. El momento de ese artículo ha llegado.

 

Correcto

 

   Laika es una raza de perros siberianos y del norte de Rusia, que en ruso significa "que ladra", ladrador. Eso señala la historia oficial, pero leí que la perra tuvo otros nombres antes, el primero de ellos Kudryavka, es decir blanda, suave. Me gusta. Algunos ultramontanos vernáculos me aseguraron que Laika significa en ruso lo mismo que en castellano, y que la misión soviética era una muestra más del ateísmo, una ofensa a Dios...en fin...Definitivamente rebautizada, Laika era una perra callejera de Moscú, de tres años de edad y seis kilos de peso al momento de ser capturada para cumplir su destino. Pueblo rudo y sufrido, los rusos pensaban, no sin razón, que una perra trotacalles se adaptaría mejor a las severas exigencias de las misiones espaciales.

   En esos años de guerra fría, nadie ignoraba que, tras la fachada científica, la conquista del espacio formaba parte de la sobrepuja y la carrera armamentista de las superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. La exitosa misión del primer satélite artificial Sputnik 1 en octubre de 1957, hizo que apresuradamente Nikita Kruschev lanzara un segundo satélite, esta vez con un ser vivo en su interior. En ese momento la URSS aventajaba claramente a los EE.UU en misiones espaciales. En vez de esperar y construir un satélite más seguro y sofisticado, el Kremlin -deseoso de conmemorar el 40º aniversario de la Revolución con una gran noticia- apresuró la misión con lo que tenía a mano. Además de los consabidos instrumentos de medición, el Sputnik 2 estaba dotado de un sistema de provisión de oxígeno y un ventilador para regular la temperatura interna del habitáculo en el cual viajaría el can, provisto de un traje espacial que le mantenía de pie o sentado, dado el poco espacio, más una mascarilla acondicionada para brindarle comida en forma de gelatina, suficiente para una semana de vuelo orbital. Según los soviéticos, la cápsula regresaría con su carga sana y salva, con ayuda de paracaídas, pero sabían que no podía retornar. Pensando aplicarle eutanasia a Laika, la última ración estaba envenenada.

   Las tres perritas designadas para la misión, Albina, Mushka y Laika, fueron entrenadas especialmente por el renombrado científico Oleg Gazenko. Adaptadas al estrépito y las vibraciones, la estrechez y el forzado confinamiento, en las pruebas el pulso se les duplicaba, la presión sanguínea aumentaba mucho, y era evidente la agitación y el deterioro físico. Airosa, Laika, la callejera, fue reservada para la inmortalidad.

   El 3 de noviembre de 1957 fue lanzado el Sputnik 2 desde el centro espacial de Blaikonur, en Kasajastán; Laika era continuamente monitoreada desde tierra. Con la tremenda aceleración, la respiración del animalito aumentó cuatro veces, y su ritmo cardíaco pasó de 103 a 240 latidos por minuto. El aislamiento térmico  -en un producto preparado a toda prisa para una conmemoración política-, se desprendió en parte, y la temperatura interior llegó a los cuarenta grados. Laika estaba agitada, pero comía. Luego el ritmo cardíaco descendió hasta 100 latidos por minuto; siete horas después del inicio, no se registraban signos vitales a bordo del Sputnik 2. Si cualquier canino o felino, ante los truenos y rayos de una tormenta siente pánico e instintivamente busca refugio en un lugar oscuro y protegido, el estrés que debe haber sufrido Laika, sin posibilidad de refugiarse en su cápsula, debe haber sido indescriptible.

   La URSS, durante décadas, sostuvo algunas veces que Laika había muerto por asfixia, otras que por eutanasia. En 2002, el científico Dimitri Malashenkov, que había estado en la misión, reconoció lo obvio: la perrita había muerto, entre cinco y siete horas luego del despegue, por estrés y sobrecalentamiento de la cápsula. El Sputnik orbitó 2570 veces la Tierra, durante 163 días, con su cadáver a bordo, hasta estallar al descender a la atmósfera terrestre, en abril de  1958. Ahora Laika era libre; el mito empezó a atribuirle un final  perfecto, haberse convertido en espacio.

   La muerte deliberada del animal suscitó muchas controversias: se la asoció con el régimen totalitario y despiadado que había ordenado la misión, y la Liga Nacional de Defensa Canina británica llegó a pedir a los propietarios de perros que guardaran un minuto de silencio por Laika. Nadie consideró que, entre 1948 y 1957, cinco chimpancés habían sido inmolados en vuelos experimentales en EE.UU, muertos por asfixia, estallido o estrellándose al aterrizar. Pero Laika había sido enviada al cosmos a sabiendas de que no había esperanzas de retorno. Gazenko luego reconocería la muerte innecesaria de la perrita, ya que los conocimientos adquiridos por la misión no la justificaban, que lamentaba lo sucedido, que no había que haberlo hecho y demás vaguedades al uso. Una vez más, había sido una cuestión de prestigio.

   Desde entonces, el mundo entero la recuerda. Sellos conmemorativos -tengo varios- se imprimieron en varios países. En el monumento a los conquistadores del espacio, en Moscú, Laika es la única que figura con nombre propio al lado de Lenin. Laika es también el nombre de una irregularidad de Marte. Muchos grupos de rock se llaman Laika o escribieron e interpretaron canciones con su nombre, como Massacre Palestina y el grupo español Mecano. La muerte noble del animal inspiró novelas fantásticas. Julian May escribió Intervention, una novela donde la perrita es rescatada por extraterrestres; en otra -Weight, de Janet Winterson, quien se nota sabe mitología-, el titán Atlas encuentra la cápsula en órbita, rescata a Laika y la adopta. También alcanzó la plástica; en el reciente aniversario, se inauguró una estatua de Laika en una de las estaciones del renombrado Metro de Moscú. Este 50º aniversario, la primera semana de noviembre, fue conmovedoramente recordado en muchos lados. Es sintomático que en la Argentina pasara desapercibido; claro que se eligió nuevo gobierno...

 

Incorrecto

 

   Hasta aquí los datos que -más allá de algunas observaciones propias- se pueden encontrar en innumerables libros, artículos y sitios web. Ahora nuestro aporte. Laika es uno de los más claros ejemplos de los alcances, límites y validez del mesianismo tecnológico, de hasta dónde puede llegar la técnica desencadenada. No se trata de ideologías. La carrera espacial, con sus grandezas y miserias -basta recordar los muertos del Challenger- la emprendieron por igual comunistas y demoliberales, y no hubiera sido posible sin aprovechar los previos avances de la tecnología nazi en ese plano. Ernst Jünger señalaba que el trabajador, arquetipo de la sociedad industrial, llega a ser "persona absoluta" sólo en la medida en que se integra a la técnica y se subsume en ella. Claro que se objetará que no puede darse a Laika categoría de "persona". Pero podemos ir más lejos: el objeto de la técnica trasciende en la medida en que es subordinado a la ley tecnológica inherente, encuentra su sentido en tanto forma y es parte de la cultura tecnomaquinista.

   La misma máquina encuentra su sentido y se ennoblece en tanto conforma el arquetipo, en tanto es máquina. Será duro decirlo, pero es una realidad: en una Ferrari como en un tanque Panther o un helicóptero Apache encontramos la belleza, la armonía y el ritmo, independientemente de su cometido. Laika no pudo ser una perrita guardiana de una dacha, capaz de parir y cuidar amorosamente sus cachorros; quizá hubiera muerto de privaciones, enfermedad y maltratos en las heladas calles moscovitas. La técnica -omnímoda, devoradora e inmoladora- hizo inmortal y convirtió en símbolo y heroína a una simple y pobre perrita rusa callejera.

   Más allá de eso, Laika es un congénere, porque nosotros también somos animales. Dotados de inteligencia, animales políticos según la clásica definición aristotélica, pero seguimos siendo animales. Sólo existen tres reinos, mineral, vegetal y animal; por una gratuita infatuación de superioridad, debida a nuestra comúnmente mal utilizada inteligencia, nos creemos un cuarto reino. En la escala y el orden natural, debemos respeto y consideración a nuestros congéneres menores.

   Una de las expresiones más relevantes de la voluntad en la naturaleza lo constituye la amistad. La philia griega, del verbo philein (permiso Alberto y gracias) en los textos aristotélicos -como en la Ética a Nicómaco- señalan claramente que, aunque traducimos philia como amistad, esta palabra tiene un campo de aplicación mucho más amplio: abarca todo tipo de relación o de comunidad basado en lazos de afecto, cariño o amor. Por eso Aristóteles incluye bajo esta denominación relaciones tan dispares como el cariño entre padres e hijos, maestros y alumnos, relación apasionada entre amantes y concordia civil entre ciudadanos, más lo que se considera la estrecha relación de la amistad en general. Fue el cristianismo, con su dualismo, el que complicó las cosas, pero no es tema de esta reflexión. Pero vayamos por más: desde Dante en La Divina Comedia hasta la Eudemonología de Schopenhauer, la amistad implicó la fuerza que nos une en lo natural y con el cosmos. La palabra rusa wolja -a propósito de Laika- significa el amor no sólo con Dios y entre los hombres, sino con las plantas y los pobres animales de la tierra. Todos los seres vivos pueden ser amigos y estar hermanados, no importa la categoría ni la función ni la relación, ni el lugar ni la época.

   Laika se convirtió en mi amiga, al igual que la palmera de Juana de Ibarbourou, el Emperador Juliano, Federico II, Mozart, Nietzsche, Mishima, y otros contemporáneos que mejor no nombrar para evitar controversias. Laika fue también el triunfo de un nombre. Encontré muchas Laikas en muchos sitios, grandes y pequeñas, lanudas y ralas, guardianas y fiaquentas, tranquilas y agresivas, y por suerte aún sigo encontrándolas. Recuerdo particularmente una perrita, en el campo de unos amigos en San Francisco de Córdoba, en los dorados sesenta; cada vez que llegábamos, Laikita salía a nuestro encuentro con su ladrido inconfundible. De algún modo también fue una víctima del progreso; cayó bajo una trilladora.

 

   En aras de esta reflexión, para aclarar malentendidos y que no parezca mero ejercicio de tiempo libre -del cual afortunadamente dispongo mucho- quiero hacer el relato aun más conmovedor, si me es posible. Laika no es mi único recuerdo tan conmovedor. A los quince años conocí, por lecturas, a otro personaje femenino inolvidable, Sadako Sasaki. Esta chica japonesa, capricorniana como yo, del 7 de enero de 1943, vivía en las afueras de Hiroshima, es decir tenía sólo dos años cuando cayó la bomba atómica. Como Sadako era deportista, fuerte y enérgica, parecía una sobreviviente que milagrosamente resultó ilesa. Pero a los once, participando en una carrera, cayó exhausta. Le diagnosticaron leucemia, el "mal de la bomba".

   Su íntima amiga, Chizuko, recordó una leyenda de las muchas hermosas de la tradición del Japón: si alguien consigue hacer con sus propias manos mil grullas de papel, los dioses le confiarán un deseo. Chizuko hizo con sus manos un origami en papel dorado y se lo entregó a su amiga: "aquí tenés tu primera grulla". Sadako comenzó penosamente su obra; febrilmente hacía una figura tras otra, repitiendo:"si con mis manos alcanzo a hacer mil grullas de papel, estoy segura de que no moriré". Pero en el hospital consideró, con tantos chicos muriendo de leucemia a su alrededor, que era injusto pedir solamente por ella, así que rogó a los dioses que su acción alcanzara a todas las víctimas y trajera la paz definitiva al mundo.

  Sadako murió a los doce años el 25 de octubre de 1955, luego de catorce meses de dolorosa internación, antes de lograr los mil origamis de papel. Con las cajas de las medicinas y el papel que encontraba alcanzó a realizar 644 grullas; luego de fallecer, sus compañeros de escuela completaron las 1000. En 1958 se inauguró la estatua de Sadako en el Parque de la Paz en Hiroshima, en ella la nena sostiene en sus manos una grulla. En su memoria, todos los años los chicos japoneses -al menos así lo hacían al enterarme de esta bella historia y supongo y espero lo sigan haciendo- confeccionan y envían miles de grullas de papel blanco a ese organismo discursivo, hipócrita e inútil que son las Naciones Unidas. Sadako, al igual que Laika víctima inocente del mesianismo tecnológico y la hybris humana, seguirá viviendo siempre, en cada grulla de papel. Y cada una será una denuncia.

   Desde los orígenes, se dice que los seres queridos que ya no están a nuestro lado sí están en el cielo, donde siguen guiándonos y velando por nosotros. Entonces estará mi padre en primera fila -aquí huelgan las palabras-, y tanta gente amiga invalorable. Y por qué no Topacio, compinche durante dieciocho años; aún recuerdo su felina presencia lanuda, su actitud atenta y exigente, su inigualable enseñanza de economía de fuerzas. Laika, por razones generacionales, fue la primera, acompañando innumerables noches. Era un sentimiento que no se puede compartir con nadie, porque nadie comprendería.

   Noches de beatitud y de paz, noches amargas en que se quiere morir, noches absurdas como las de Omar Kahyyam, reducido al final a camellero que conduce la caravana a donde empieza el alba, a ninguna parte. Noches alegres y quietas, radiantes y mustias, misteriosas y bulliciosas, cálidas y gélidas. De Río a París y de Cuzco a Roma, de Miami a Damasco y de Atenas a Londres y Munich.  Especialmente, las trasnochadas de Madrid y Barcelona, nuestra mejor época. No importa dónde. Y noches de la propia terraza, en una de las ciudades -si se siente realmente el tango- más nostálgicas y solas del planeta. Particularmente, las noches insomnes de los largos viajes nocturnos por tierra y aire, cuando se contempla horas el firmamento y la reflexión apenas vence al tedio. Cualquiera fuera la latitud y la circunstancia, bastaba alzar la vista para que el recurso a la compañerita cósmica contribuyera a conjurar la soledad y la tristeza.

   Quizá son pensamientos baratos, un simple juego de la mente, el lastre de recuerdos. Prefiero decir que es una vivencia; los alemanes -como siempre- tienen una palabra exacta: Erlebniss, vivencia como totalidad, auténtica, a la vez sentida y pensada. Y, no importa dónde, toda vez que se necesite apoyo y consuelo, cuando haya que conjurar la finitud de todo humano referente frente a la inconmensurabilidad de lo absoluto, cuando se intente encontrar explicación a la cantidad  de actos existenciales sin aparente sentido que pueblan nuestros días, se dibujará en lo alto, en la noche de un cielo tachonado de diamantes, una presencia vívida. Una presencia afable, blanda, suave...