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Pensamiento

EL FILÓSOFO COMO INTELECTUAL PÚBLICO

EL FILÓSOFO COMO INTELECTUAL PÚBLICO

 Alberto BUELA

 

   Le ha pasado a muchos, y nos ha pasado también a nosotros, que después de dictar clase durante años en la universidad, dejaron la enseñanza para limitarse a la investigación propia, a pensar sin ataduras, programas ni horarios.

   Pero, ¿por qué se toma este tipo de decisión tan vital? a) Por la íntima y subjetiva convicción del filósofo (ocurre con otras disciplinas también), que si bien la práctica filosófica requiere como condición el ejercicio académico, al menos durante un tiempo, esa práctica filosófica no se agota en ejercicio académico. Y b) porque son  muy pocos los que pueden soportar la presión del ejercicio simultáneo de la filosofía en dos escenarios tan diferentes como el público y la academia. No sólo porque existen dos juegos de lenguajes: el propio de la academia con sus tecnicismos, cuanto más mejor, que circula en el interior de las facultades de filosofía y se expresa en las publicaciones especializadas. Esa verborrea bizantina que hizo exclamar a Nietzsche: “ciertos profesores de filosofía oscurecen las aguas para que parezcan más profundas”.

   Y el propio de lo público, vinculado a las formas de opinión pública (TV, radio, diarios, conferencias abiertas) y al uso del lenguaje cotidiano. Y en este campo vale el apotegma de Ortega: “la claridad es la cortesía del filósofo”.

   A esto hay que agregar que, quien decide intervenir sobre lo público corre el riesgo de perder el empleo público como profesor universitario o investigador. La reticencia de los académicos a pegar el salto es más bien por este último motivo que por el anterior.

   Además desde el lado académico se lo comienza a considerar en una categoría menor como la de “ensayista”.  Dice Owe Wikstrom en Elogio de la lentitud  que el ensayo es un intento, ese es su sentido etimológico, donde el autor mezcla lo pequeño y lo grande de manera personal[1]. Y agregamos nosotros: El ensayo llega a conclusiones, enumera las pruebas más que detenerse en el método que convalida las pruebas. Por otra parte el ensayo fue durante muchos años un producto típicamente hispanoamericano, tenido por un género menor por los autores de manuales académicos al estilo europeo.

 

   Es interesante notar que la figura del intelectual público es tan vieja como el ejercicio de la filosofía, el ejemplo clásico es Sócrates. En cuanto al intelectual académico recién aparece con cierta regularidad a partir de la década del cuarenta del siglo XX. El caso argentino es emblemático, antes del 40 todos los filósofos, no había tantos, eran intelectuales públicos y es a partir de esos años que son incorporados a sueldo mensual en las plantillas universitarias. Esto produce un enriquecimiento de la Universidad que luce con las mejores ropas de toda su historia durante 15 años hasta que en 1955 es intervenida por el poder político de turno. Las consecuencias fueron nefastas pues la Universidad se encerró en sí misma y ya no produjo filósofos[2] sino, a lo sumo, buenos investigadores.

   En estos últimos veinte años ha aparecido una variante del intelectual público, la del “yeite o curro filosófico”, para decirlo en lunfardo. La de aquellos profesores de filosofía que le han buscado la vuelta a tan noble disciplina para ganar dinero con ella. Así aparecieron los filósofos terapeutas como Lou Marinoff (Más Platón y menos Prozac), los filósofos de la vida que dictan seminarios en su casa, los filósofos mundanos como nuestro Sebrelli que dicta seminarios de verano en las playas de Punta del Este, los filósofos críticos de la sociedad que dictan sus clases en algún organismo internacional bien pagos, los filósofos que dictan ética empresaria, a empresarios ricos con empleados pobres, etc., etc.

 

   La figura del intelectual público no es ni la de un académico erudito ni la de un experto “chanta o farabute” como los que acabamos de mencionar. Él posee una cultura general y se interesa en poner ideas nuevas o viejas, pero siempre diferentes en debate. Deja de lado las interpretaciones especializadas que los académicos discuten entre pares y busca o intenta la interpretación sencilla y general. Es que él, como buen filósofo, es un maestro en generalidades. Piensa a partir del disenso frente a lo políticamente correcto y al pensamiento único. Es no conformista y rechaza la especialización siempre vinculada a una pequeña elite. Es que la universidad moderna ha legitimado un saber de eruditos y ha terminado minando la cultura intelectual común de los pueblos. Su saber no es un saber ilustrado, un saber sólo de libros, sino que intenta un saber sobre las cosas que son y suceden en la vida pública, que no es otra cosa, reiteramos, que la vida de los pueblos.

   El filósofo como intelectual público pierde mucho tiempo de su vida hablando con unos y con otros, en reuniones infinitas y en conferencias multitudinarias en donde no se sabe bien qué es lo que llega a entender el receptor. De ahí su exigencia de claridad expositiva. Se le va gran parte de su vida tratando de construir una opinión distinta a la dada en o sobre personajes que puede llegar a tener alguna ingerencia política o social. Trabaja sobre “lo que es” pero con vistas “al deber ser”, pues para él, el ser es lo que es más lo que puede ser. Ningún profesor de filosofía de los miles de cagatintas que existen puede llegar a pensar así, pues sólo recitará al respecto las lecciones de Aristóteles o Heidegger.

 

   Hace unos años apareció un libro de Richard Posner Intelectual público, un estudio de su decadencia [3] en donde sostiene que “el intelectual público es un no especialista y eso mismo era, tradicionalmente, el filósofo”[4], y a reglón seguido nombra todos “paisanos” como él (¡qué vocación de autobombo que tienen!) Nussbaum, Habermas, Dworkin, Nagel, Singer, Putman, etc., cuando en realidad son otros los genuinos intelectuales públicos en el mundo: los Franco Cardini, Massimo Cacciari, Marco Tarchi, Pietro Barcelona, Giacomo Marramao, Marcello Veneziani, Gustavo Bueno, Fernández de la Mora, Aquilino Duque, Sánchez Dragó, Javier Ruiz  Portella, Javier Esparza, Claude Rousseau, Alain de Benoist, Julián Freund, Michel Maffesoli, Jean Cau, Tomislav Sunic, Günter Maschke, Ernst Nolte, Alexander Dugin et alli. Y aquí en nuestro medio se destacan Silvio Maresca, Máximo Chaparro, Luís María Bandieri, Jorge Bolivar, Alberto Caturelli, Oscar del Barco, González Arzac y tantos otros.

   Tenemos también nosotros, hoy como moda, otros intelectuales mucho más promocionados y publicitados por los mass media como Feimann, Forster, Aguinis, Kovaldoff, T. Abraham, Rotzitchner, pero no pueden ser considerados “intelectuales públicos” porque son intelectuales orgánicos del gobierno de turno o del régimen político. O peor aún están al servido del lobby  explotador del pobrerío más poderoso de Argentina.

   Es que el intelectual público tiene como método el disenso sobre el orden constituido que siempre le parece un poco injusto. La premisa que guía su pensamiento es aquella de Platón: “la filosofía es ruptura con la opinión”, y sobre todo con la “opinión publicada”. Y este el es criterio para juzgar adecuadamente a un intelectual público.

 

   Es apropiado distinguir que lo público está constituido por el ámbito de interés compartido de las fuerzas de una sociedad. Cuando a partir de los años 80 se limitó lo público al espacio se le castró su sentido, su finalidad y al ser reducido solo a espacio (el gravísimo error de Habermas) pasó a ser entendido como de nadie y por lo tanto lo puedo tomar. Claro está, esto no pasa en Alemania que son todos ilustrados, pero sucede a diario en todo el mundo bolita que es el nuestro.

   Lo público debe de ser pensado como función (v.gr.: la empresa pública, la tierra pública, la televisión pública) no puede ni debe quedar reducido a espacio público donde la práctica deliberativa de la democracia discursiva (sic Habermas) tiene lugar. El espacio público como lugar de la asamblea. Esto es una estupidez, un engaña pichanga, un gatopardismo para que todo siga igual[5].

 

   De modo que el intelectual público no es un simple discutidor, un charlatán, un hablador por hablar sino que antes que nada y sobre todo tiene que tener en cuenta la función o finalidad de lo público y de aquellas cosas que se presentan como problemas públicos-políticos.

   De modo tal que si juntamos ruptura con la opinión publicada, práctica del disenso y producción de sentido obtendremos un genuino intelectual público



[1] Owe Wikstrom: Elogio de la lentitud, Ed. Norma, Bs.As. 2005

[2] Nunca más filósofos de la talla de un Luís Juan Guerrero, Saúl Taborda, Nimio de Anquín, Miguel Ángel Virasoro, Alberto Rougés. Una de las grandes mentiras es que la decadencia de la universidad de Buenos Aires se produjo en 1966 durante el gobierno de Onganía. Eso es lo que nos ha hecho creer el pensamiento políticamente correcto de los marxistas, los liberales, los democristianos y los progresistas, el golpe de gracia a la Universidad se lo dio la intervención de la revolución “entregadora” de 1955.

[3] Postner, Richard: Public intellectuals. A study of decline, Cambridge, Harvard University Pres, 2001

[4] Ibídem, p. 323

[5] Cfr. Nuestro artículo en Internet  Algo sobre lo público

COSAS DE LA CENSURA

COSAS DE LA CENSURA

Juan V. OLTRA

 


   Resulta recurrente hoy por hoy el hablar de lo malvada que fue la censura franquista. Es más, hablar de ella sin demonizarla supone que uno reciba una catarata de etiquetas que normalmente auguran la entrada sin billete de salida en el lazareto de apestados. Y aunque tal encasillamiento hace tiempo que dejó de preocuparme, antes de seguir adelante, deseo dejar claro que queda lejos de mi toda intención de romper una lanza por los censores de la época. Es más, yo particularmente no usaría el epíteto de malvados, sino el que creo más preciso de surrealistas.
   De otra manera, sin interpretar que la intención no pasaba por hacer un rizo en el camino emprendido por Bretón con su manifiesto, no se llega a entender que a Francisco Ibáñez, genio creador de Mortadelo y tantos personajes de la escuela Bruguera, le hicieran cambiar su personaje del científico loco de su 13 Rue del Percebe por un sastre, aduciendo que sólo Dios podía dar vida. O la invocación que llevó a prohibir a Ciclón, antes y después conocido como Supermán, por poseer poderes más propios de seres tocados de la gracia divina. O cambiar una historia de amor por un incesto, en Mogambo.

   Que Gabriel Arias (seguro que el nombre les suena, pero no, no hablo de esa generación) llevara una contabilidad de las almas que salvaba del infierno eliminando escotes descocados y minifaldas lujuriosas en ese aparentemente paraíso del rijo que era Radio Televisión Española, sucedía mientras que Álvaro de Laigleisa, que no era precisamente un rojo con pintas, se quejaba de que al tiempo que se le censuraba en La Codorniz artículos que no tenían aviesas intenciones contra el régimen, en los libros podía cargar la mano porque el censor parecía mirar a otro lado. Y patidifuso debió quedar cuando uno de ellos le confesó que era cierta su suposición, ya que tenían claro que el público que leía libros era más culto que el que leía revistas y por tanto podía hacerles menos daño leer según qué cosas.
   Con esta censura tan sui géneris, tan typical spanish, si se me permite la expresión del por otros llorado Fraga, que hoy se nos vende con tintes apocalípticos, como regentada por antiguos miembros de las SS sedientos de sangre y preparados para hacer pequeños y dolorosos experimentos con los que osen darles quiebro, lo cierto es que en España era posible leer a Marx, a Engels, y a quien hiciera falta. De eso doy fe yo, y los anaqueles de mis libros heredados. Y en las hemerotecas debe andar un artículo de Antonio Álvarez-Solís, nada sospechosos de simpatías franquistas (fue candidato de Bildu y el primer director de Intervíu) a quien un revisor “pilló” leyendo a Marx en un tren. Álvarez Solís tan solo invocó su condición de abogado y el revisor se fue tan tranquilo. Anécdota que me sirve para refrendar mis dos afirmaciones anteriores: que era posible leer a Marx y que la censura tenía más de surrealista que de malvada.

   Con todo, hoy es mucho más difícil. Determinados textos clásicos de la izquierda, de la derecha y mediopensionistas, se encuentran totalmente desaparecidos. La censura actual es mucho más firme y dura, aun sin contar con un equipo de censores como tal y estar en manos de eso que se llama “el mercado”. Y eso por no hablar de que hay entre los equipos editoriales algo más que miedo ante determinados autores, lo que provoca una espiral de silencio en su entorno que es más dura que cualquier orden ministerial directa. Con todo, el hecho es que mientras hace unas décadas las tiradas editoriales eran de centenares de miles de ejemplares, hoy, en el mejor de los casos, llegan a unos pocos, muy pocos, millares.
   Se publican más títulos, que pueblan los escaparates. Títulos que se ofrecen lujuriosos para regalos, o simplemente para adornar casas, con la seguridad de que jamás serán abiertos. Títulos de moda fugaz que no son más que estiércol encuadernado, salpicados de alguna reedición de un buen libro, o de una joya nacida del fango, que lamentablemente perecen ahogadas, disimuladas entre tanta hez.
   Así, encontrar algo de Mao, se convierte en una odisea imposible. Y no hablemos si el contumaz y malvado lector busca obras de seres tan raros como Tocqueville o Leon Degrelle. Santones clásicos de la izquierda, socialistas, liberales, fascistas, anarquistas…  son hoy totalmente inencontrables. Libros de referencia para el pensamiento europeo, de Engels a Sorel, son raras piezas solo disponibles en librerías de viejo.

   Ésta es nuestra libertad lectora. Libertad ¿para qué?

ENTRE EL SER Y EL ESTAR

ENTRE EL SER Y EL ESTAR

Alberto BUELA

 

   El castellano y el portugués son las únicas dos grandes lenguas de cultura contemporáneas que conjugan igualmente ser estar. Así al decir en lenguas extranjeras: être, to be o sein, mentamos un solo significado, el de ser. Mientras que cuando decimos ser en nuestra lengua, decimos ser  y estar.

   Éste es un matiz profundísimo que otorga al castellano/portugués un privilegio extraordinario que no ha sido puesto de manifiesto, en forma explícita, por aquellos que filosofan en nuestro idioma. Y es al mismo tiempo uno de los puntos de mayor dificultad que presenta el aprendizaje del castellano/portugués.

   El francés, el inglés y el alemán tienen que recurrir a neologismos para expresar ente, y así tuvieron que inventar étant, being o seinde, y cada vez que lo utilizan lo tienen que explicar. Mientras que nosotros cuando decimos “ente”, entendemos inmediatamente que significa: lo que es o aquello que es.

   Al decir “ser”, significamos la existencia de algo y cuando decimos “estar” mentamos la permanencia o estado de ese algo. Así, cuando afirmamos que: La biblioteca que nos rodea es, decimos que “existe” y para decir que permanece ahí, decimos que “la biblioteca está en nuestro escritorio”.

 

   Tenemos noticias de al menos tres pensadores de lengua castellana que han utilizado filosóficamente esta diferencia entre ser estar.

   El primero de todos fue un gran antropólogo cultural argentino Bernardo Canal Feijóo (1897-1982), quien en un libro imperdible En torno al problema de la cultura argentina (1944) afirma: “Cultura es ser, o mejor dicho, cultura es… être. O bien, to be. El alarde lingüístico es aquí indispensable. Francés e inglés infunden en être y to be, esto es en una sola palabra, dos ideas, o cosas tan distintas como ser y estar, que el español aísla prolijamente”.[1] … “culturalmente el americano no acaba de “ser” donde “está” y asumir totalmente la existencia de su situación” [2]. Va a definir a los americanos como “seres estando”.

   El segundo es Rodolfo Kusch (1922- 1979) quien conocía la obra de Canal Feijóo y prolongó sus análisis sobre la diferencia entre ser y estar para terminar afirmando que "la razón de América radica en la fórmula del estar siendo". [3]

   El tercero es el filósofo español Xavier Zubiri (1898-1983) quien en Inteligencia sintiente (1980) pone el acento en la diferencia entre ser y estar.

 

   Cuando en metafísica afirmamos que “el ser es”, queremos decir tanto que el ser existe, que es “algo y no más bien nada”, y al mismo tiempo decimos que “está ahí”, presente al pensar. Nada más fácil de concebir para un filósofo de lengua castellana que la distinción entre ser estar porque ésta se funda en nuestra propia lengua original y es una distinción que hacemos diariamente y en forma inconciente, la mayor de las veces, mientras hablamos con otros o con nosotros mismos. Esto mismo para un hablante francés, inglés o alemán requiere un esfuerzo intelectual enorme.

   Esta facilidad que tenemos, esta ventaja comparativa respecto a las otras grandes lenguas de cultura no ha sido cabalmente aprovechada.

   Metafísicamente nosotros podemos afirmar sin temer provocar un equívoco en el lector castellano que,  el hombre como ente que es “está en la realidad como cosa” pero que al mismo tiempo “existe como algo”.

   Cuando decimos que “el hombre es” entendemos inmediatamente que “está ahí” y que “existe”.

   La comprensión plena de este aserto por parte de un filósofo alemán se le hace más difícil que miccionar en un frasquito.

   Luego, en un segundo momento podemos seguir nuestra disquisición metafísica preguntándonos: el ente hombre puede estar pero no existir. Puede “estar como cosa”, como un cadáver pero no existe. O puede existir, como producto de la razón, pero no “estar ahí” como cosa.

 

   Ésta es la razón profunda por la cual alguna vez el filósofo Nimio de Anquín sostuvo la tesis que: “el ontismo es el constitutivo formal de la conciencia argentina, que no tiene ninguna exigencia eficiente o final. El ontismo según nuestra concepción es la consideración de la realidad del mundo de acuerdo a sus determinantes intrínsecos, sin eficiencia y sin finalidad, es decir, en una inmanencia necesitante y deviniente. Esta actitud sí es auténtica y acorde con nuestra primitividad; es fatalmente nuestra, porque no podemos rebasar el nivel de nuestra capacidad especulativa natural, que corresponde isocrónicamente a la situación de los presocráticos, en cuya conciencia emergente y admirante apenas se dibujan los motivos intrínsecos de las esencias o el Ser de las esencias, pero no su existencia, que importarían una extrinsecidad inexplicable (en efecto, la esencia es simplemente porque es; la existencia es innecesaria y extraña al ser de la esencia)… Esto nos abre a una concepción esencialista de las cosas, que en definitiva es propicia a una eliminación de la existencia como sobreagregada a la esencia en un acto de difícil o imposible conceptualización.”[4]  

   Cuando nosotros decimos “el hombre es” no nos estamos preguntando sobre la distinción  entre su esencia y su existencia, que se nos dan juntas. Sino que cuando decimos “el hombre es” estamos diciendo también “el hombre está”. Esta separación entre ser y estar es posterior. Y cuando es realizada desde otras lenguas de cultura distintas del castellano o el portugués, exige un desarrollo intelectual elevado.[5]

   Así el ser se funda para de Anquín en el ontismo, para Canal y Kusch en el estar y para Zubiri en “la cosa”, pero los tres giran sobre un mismo eje, la distinción entre ser estar que les brinda sin ningún esfuerzo de su parte el uso de su lengua maternal: el castellano.

   ¿Podemos avanzar algo más en este tema sin caer en los lugares comunes y en las reiteraciones vacías de contenido?

   El verbo ser se puede utilizar en lugar de existir y, en este sentido, no se confunde con el verbo estar, que  significa primordialmente permanecer. Estar es un verbo de situación en espacio y tiempo, resultado y estado. Su significado propio es el de ocupar un lugar, permanecer en un sitio.

   Cuando se duda, cosa harto difícil en el hablante castellano, sobre el uso de uno de estos dos verbos lo aconsejable es asociar ser con la esencia y estar con el estado o existencia. Es decir que ser atribuye al sujeto algo que hace parte de su esencia, algo necesario, mientras que estar le atribuye un estado o existencia, pero una característica que no le es propia sino sólo transitoria.

   Así cuando afirmamos que: el cenicero está aquí o allá, mentamos su existencia, mientras que cuando decimos que: esto es un cenicero, (porque entendemos que cumple con los rasgos esenciales de cenicero), mentamos su esencia. Aparece una vez más la relación esencia y existencia con respecto al ente como cosa o como algo.

 

   Aparecen los aspectos trascendentes del ente, de todo ente en tanto tal, respecto de todo género. Es decir, que el ente que estudia la metafísica está más allá de los entes específicos de cada disciplina. Es por ello que se enseña que la metafísica es la más profunda, la más original, la más difícil, la más universal, de todas las disciplinas filosóficas.

   Desde la perspectiva del tiempo podemos decir que el ser se vincula a él, en tanto que desde el espacio lo hacemos con el estar.

   Así cuando afirmamos que “el hombre es”, decimos que existe en el tiempo mientras que cuando afirmamos que “el hombre está”, decimos que permanece en un lugar o estado. El permanecer del estar es transitorio mientras que el del ser, es permanente. Uno expresa la existencia, que puede ser o no ser, a través del “algo” y otro la esencia, que expresa lo que es, a través de “la cosa”.

   Cuando Kusch afirma que somos los americanos “un estar siendo” no se percata que el estar siempre es un siendo. De suyo el estar es un siendo porque indica un estado siempre transitorio. Y cuando Canal Feijóo afirma que somos “seres estando”, pronuncia una tautología. Pues los americanos, al ser ya estamos.

   Estos dos gruesos errores de concepción han dado paño para escribir infinita cantidad de libros a la sedicente “filosofía latinoamericana de la liberación” sobre qué somos los americanos y cuál ha de ser su filosofía.

   De todas maneras, debido a este grueso error inicial, “esta filosofía” quedó limitada a ser solo un programa a desarrollar que nunca se pudo completar. Fue una especie de eructo filosófico que no pasó a mayores. Ningún filósofo europeo serio tomó en cuenta nunca semejante divague, más publicitario e ideológico que filosófico. Su partida de nacimiento metafísica fue un error mayúsculo.

   Algo totalmente distinto ha venido ocurriendo con el genuino pensamiento indiano- Este sí, que viene teniendo de manera silenciosa un avance cada vez mayor, y sobre todo acumulativo de un autor a otro y de una generación a otra. Es “la filosofía indiana o iberoamericana de la identidad”, que nace a partir de la pregunta anquiniana de “el ser visto desde América” (1953).

   En eso estamos y sobre eso seguimos trabajando. “Pues quien filosofe genuinamente como americano no tiene otra salida que el pensamiento elemental dirigido al ser objetivo existencial que nos rodea”.

 

 


[1] Canal Feijóo, B: op.cit p. 113

[2] Idem: op. cit. p. 27

[3] Kusch, Rodolfo: La negación en el pensamiento popular, Ed. Cimarrón, Buenos Aires, 1975, p. 77

[4] Anquín, Nimio de: La filosofía en la argentina (1972)

[5] Habría que ver si siguiendo esta línea de interpretación no podemos llegar a explicarnos porqué el más elevado metafísico de lengua castellana/portuguesa, Francisco Suárez (1548-1617), no distinguió entre esencia y existencia.

SOBRE EL PUDOR (tras la huella de Max Scheler)

SOBRE EL PUDOR (tras la huella de Max Scheler)

Alberto BUELA

 

   Nuestra época puede, entre otros calificativos, ser calificada como la de la consagración de la obscenidad, de modo que por el solo hecho de escribir sobre el pudor nos presentamos como disidentes a ella.

  La obscenidad está vinculada al millonario negocio internacional de la prostitución, la pornografía, la esclavitud de las mujeres, el robo y compra-venta de personas. A ello debemos sumar una cultura mediática donde lo obsceno, lo vulgar y la exhibición indiscriminada de la intimidad, es moneda de todos los días. Un remedio, un antídoto profundo ante este flagelo de nuestros días es, creemos, rescatar y promover la meditación sobre el pudor.

 

   El gran mérito del filósofo alemán Scheler, fallecido prematuramente en 1928, fue el haber sabido distinguir para después poder llegar a unir. El viejo adagio filosófico distinguere ut ungere se hizo en su filosofía realidad. Y así, respecto al tema que vamos a tratar distinguió claramente entre tres órdenes de fenómenos: el impulso sexual, el amor sexual y el amor espiritual. 

   Partió de dos proposiciones, debidas a dos grandes maestros opuestos a la fuerte tradición kantiana  de la filosofía alemana de su tiempo, el de la naturaleza intencional de la conciencia, descubierta o redescubierta por Franz Brentano (1838-1917) y que esa intencionalidad se da también en los sentimientos superiores cuyos objetos son los valores, según mostrara Rudolf H. Lotze (1817-1881). Así, al sostener Scheler que además de la intuición intelectual existe en el hombre una intuición emocional que nos permite captar los valores, su  propósito fue encontrar las leyes de sentido de los actos y funciones superiores de la vida emocional, donde los sentimientos con significado ético y social son: la simpatía, el pudor, la angustia, el miedo y el honor.

    El pudor ha sido entendido desde siempre como la salvaguarda de la intimidad. “Es el sentimiento de protección del individuo en lo que tiene de más íntimo”. Es una forma del sentimiento de sí mismo. Se produce en todo acto de pudor un retorno hacia la mismidad. “En un incendio una madre en ropas menores ha rescatado a su hijo de las llamas y, sólo después, cuando retorna sobre sí misma, surge el pudor”. El origen del pudor es la conciencia de ese oscuro contacto entre el cuerpo como “la carne” y el espíritu. Pero el pudor no es como el asco, una pura oposición a la cosa, sino que junto a esa oposición existe una oculta atracción a la cosa misma. Es una oposición a objetos atrayentes. Así, la mujer por pudor cubre su belleza pero su belleza no deja de atraerla.

   Se pierde el sentido del pudor en la masificación, en la existencia meramente pública, con el llamar la atención propia del vanidoso que sólo quiere que hablen de él con halago. A diferencia del orgulloso, que seguro de sí, desprecia a quienes lo adulan. El sentido estrecho del concepto de pudor se vincula al cuerpo y, específicamente, a la sexualidad y en un sentido amplio a la espiritualidad.

El pudor del cuerpo se manifiesta cubriendo la desnudez con el vestido, que es una extensión del ocultamiento de los órganos sexuales producido por el pudor. En una palabra, el pudor no nace del vestido, como algunos piensan, sino el vestido del pudor.[1]

   El pudor corporal está presente desde el nacimiento con el descubrimiento de las zonas erógenas, pasa luego al nacimiento del impulso sexual en la adolescencia dirigido hacia sí mismo. La función primaria del pudor en esta etapa consiste en desviar o frenar la función de la libido y ser el principal freno a la masturbación. En la mujer aparece el instinto de cría. Pasa luego a la simpatía sexual que es la capacidad de comprender la vida de los otros y así en el mismo acto sexual que el otro tenga la misma dicha que uno experimenta y finalmente, puede pasarse al pudor del “amor sexual” donde una persona elige a otra persona, donde “yo no puedo existir más que donde estás tú”.

   Esto último permite un paso sin saltos al pudor del espíritu vinculado al “amor espiritual”, que no es un amor de “tú a tú”, de persona a persona, sino que se funda en el amor de amistad con Dios y a través de Dios, de amistad con el prójimo expresado en la caridad.

   El sentimiento del pudor como protección de la intimidad, que permite desarrollar la personalidad hasta los niveles más elevados de la alta espiritualidad, va a enfrentarse a dos obstáculos:

a) al psicoanálisis sostenedor de la teoría de Freíd, que ve en el pudor una censura o represión, una fuerza inhibitoria que no nos permite realizar nuestros impulsos sexuales y

b) a la teoría de la castidad gazmoña y mojigata que vive la sexualidad con miedo y asco, en reemplazo de la castidad fundada en “el amor a Dios”.

 

   Del sentimiento del pudor participan ambos sexos pero es vivido de manera diferente: en el varón es más anímico y en la mujer más corporal. Es que la mujer está más vinculada al genio de la vida. La capacidad de prever, de presentir, de tacto la posee la mujer con mayor grado que el varón.

   Existe en la filosofía un argumento muy antiguo dentro del mito de Prometeo [2] atribuido a Platón en el Protágoras 322 c, donde en el pudor, el aidoos= aidwV , reside uno de los fundamentos últimos de toda moral. Allí Platón cuenta que Zeus envió a Hermes para repartir entre los hombres los elementos fundamentales de la ciudad, el aidoos=pudor y la diké=justicia, diciéndole: “Dales de mi parte una ley: que al incapaz de participar de aidoos y diké lo eliminen como a una peste de la ciudad”. Por el aidoós  el hombre libre reconoce la humanidad de los otros y los trata como semejantes y no como instrumentos, mientras que por la diké, ese mismo hombre garantiza la protección de los otros y da a cada uno lo que le corresponde.

 

   Dos palabras finales sobre la diferencia entre pudor y vergüenza. Si bien los dos son sentimientos cercanos y pueden confundirse, el pudor es más molecular, vinculado a la salvaguarda del ser de alguien único. En cambio la vergüenza se siente:

a) ante los demás o

b): al hacer uno algo ridículo o humillante. Este último aspecto es el rescatado por Aristóteles cuando la define como: “el sentimiento que se produce en el hombre cuando cae en la cuenta de que su razón no controla su expresión corpórea”. El primer aspecto, es rescatado por Sartre cuando afirma que: “sentimos vergüenza ante la mirada de los otros cuando somos descubiertos in fraganti en situaciones oprobiosas.”

   El otro, tanto en el pudor como en la vergüenza, juega un papel importante pero mientras que uno puede sentir “vergüenza ajena”,  no puede sentir “pudor ajeno”. La vergüenza es fácilmente objetivable, no así el pudor que tiene su anclaje en el núcleo aglutinado de la persona.



[1] En este sentido Madame Guyon tiene razón cuando afirma que: “la pudeur est ce qui enveloppe le corps”,

[2] Buela. Alberto: Los mitos platónicos vistos desde América, Bs.As., Ed. Theoria, 2009, pp.33 a 38 

 

EQUIDAD (epieikéia), LA EXCEPCIÓN ANTE LA LEY

EQUIDAD (epieikéia), LA EXCEPCIÓN ANTE LA LEY

Alberto BUELA

 

   Cuando algo no se tiene claro en filosofía lo primero que se recomienda es comenzar por la cuestión del nombre, el quid nominis, qué es lo que significa el término.

   Equidad, una palabra cada vez más en desuso, proviene del latín aequitas que es la traducción del término griego epiéikeia. Vocablo constituido por el prefijo épi= alrededor de, sobre, acerca de, y el verbo éiko= semejar, ser conveniente, estar bien, cuyo participio presente eikós significa: parecido, semejante, conveniente, razonable, natural verosímil, vemos entonces como todos estos conceptos se pueden resumir en el término “equitativo”.

   Aristóteles, siempre Aristóteles, fue el primero que se detuvo a pensar sobre la equidad, y en su principal obra sobre el obrar humano, La ética nicomaquea, afirma: “Lo equitativo es una corrección de lo justo legal= tò  nomikón” (1137 b 13). Y en  La Retórica lo confirma cuando sostiene que: “Lo equitativo es aquello justo que está más allá de la ley escrita= parà tón gegramménon nómon” (1374 a 28).

 

   Como la ley considera lo que se da las más de las veces, el legislador busca encontrar una expresión universal pero sabiendo va a haber excepciones a la ley, ya sean errores o casos no contemplados, porque no es posible abarcar todos los casos en su singularidad; entonces interviene la equidad.

   Ahora bien, la equidad no surge por una falencia de la ley o un error del legislador, sino que está fundada en la naturaleza de la cosa, pues así es la materia concerniente a las acciones de los hombres. Es que el obrar humano se mueve en el plano de lo verosímil, de lo plausible, de la contingencia y no podemos exigirle a él la exactitud matemática, sino a lo sumo el rigor moral de hacer el bien y evitar el mal.

   La equidad viene a socorrer a la ley y corregir su omisión en los casos singulares. “Y ésa es la naturaleza de lo equitativo: ser corrección de la ley en tanto que ésta incurre en omisiones a causa de su índole general” (1137 b 26-27).

   Así lo equitativo siendo lo justo es mejor que lo justo “relativamente”, en la aplicación de los casos particulares, pero no es mejor que lo justo “absolutamente”. Lo justo es aplicable al género mientras que lo equitativo a cada una de sus especies.

   Como todo no se puede legislar, existen infinidad de cosas y situaciones que no se pueden someter a la ley. Para ello los gobiernos cuentan con los “decretos”, que a diferencia de la ley= nómos, que es de carácter general, se aplican a una situación o caso singular. El hombre equitativo, el spoudaios, no se atiene a la rigidez de la ley sino que va más acá o más allá y cede en orden al castigo fijado por la ley,  buscando la indulgencia y diferenciando entre el error, el acto desafortunado y el acto injusto, pero teniendo siempre “a la ley como defensora” (1138 a 2). La equidad no deroga la ley, sino que aprovecha el propio pliegue o resquicio no contemplado por la universalidad de la ley. Es un correctivo a la justicia legal.

 

   Para la jurisprudencia romana, la aequitas  era la moderación del rigor de la ley por causas éticas, políticas o culturales, mientras que para la patrística cristiana era la  moderación por causas o motivos de caridad y misericordia.   

   Para la teólogos escolásticos medievales era la justicia supralegal, sobre lo especial y excepcional. Retoman, en cierta medida, la visión griega clásica con el adagio: summun ius, summa inuria, mientras que para la ciencia jurídica moderna, es la interpretación de la ley, caracterizada por un máximo de libertad y flexibilidad.

   Para el denominado iusnaturalismo contemporáneo, es la justicia natural, o derecho justo, mientras que para la jurisprudencia anglosajona, la equidad, es un cuerpo especial de la norma jurídica consuetudinaria.

   La equidad es una virtud,  que como tal, es considerada como un término medio entre dos extremos opuestos, sea por exceso o sea por defecto. Así por exceso desemboca en la permisividad y por defecto, no tiene nombre ese vicio. Pero como toda virtud moral no se encuentra en un término medio matemático, la equidad se encuentra más inclinada hacia la permisividad que hacia el rigor. “Ser indulgente con las cosas humanas es también de equidad”  (Retorica, 1374 b 11).

 

   En el 2002 el máximo representante de los liberals norteamericanos, John Rawls, publicó un libro titulado Justicia como equidad en donde responde a las críticas a su libro Teoría de la justicia de 1971. Allí sostiene que sólo el socialismo democrático o liberal pueden constituir una sociedad equitativa, el resto de las opciones contemporáneas violan elementos o principios de justicia. “Los individuos bajo un velo de ignorancia eligen el principio de igual trato” (sic).

   El esfuerzo teórico de Rawls, si bien loable, no supera la ideología del igualitarismo liberal nacido hace doscientos años y que se resuelve en una vacía formalidad de ordenanzas y decretos, que nos recuerdan “el como sí” de la máxima kantiana.

   La equidad no se funda en la igualdad de trato, ni en la igualdad de oportunidades ni en la igualdad ante la ley, sino que tiene su fundamento en el spoudaios, en el hombre íntegro, noble y cabal que como tal se alza como norma del obrar humano, incluso sobre la ley misma en aquello que falla. Y es en la formación de este tipo de hombre en que radica la mayor y mejor equidad de nuestras sociedades.

 

   Surge aquí una vez más la clara distinción entre aquellos, como Rawls y Kant que privilegian el deber sobre el bien, y así para ellos el hombre es bueno o equitativo (en este caso) cuando realiza actos buenos, esto es, actos que debe realizar. En cambio para otros, aquellos que privilegian el bien, el hombre realiza actos buenos porque ya es bueno, este hombre no obra por deber sino por inclinación de su propia índole, que se fue formando a través de su tiempo de vida, principalmente en la niñez y juventud. (Siempre hay que recordar el viejo dicho criollo: Burro viejo, no agarra trote).

 

   La pregunta por el bien es más amplia que la pregunta por el deber, puesto que no podemos saber qué hacer si no sabemos qué es el bien. Así como posee mayor jerarquía moral un “hombre bueno” que un “buen hombre”, pues este último hace lo que debe hacer, mientras que aquél va más allá del deber y la justicia.

   Esta disyuntiva fatal se nota en forma evidente en la vida espiritual cuando erróneamente se exige a todos igual capacidad de sacrificio y privaciones, por el deber de realizarlas. Cuando en realidad, en la vida del espíritu cada uno tiene su tope o maximum y no se le puede exigir más pues, de lo contrario, fracasan y terminan abandonando la tarea propuesta y malográndose personalmente. Cuántas vocaciones laudables se han fracasado por un rigorismo moral inadecuado a la naturaleza del postulante. Y cómo ello ha funcionado como fuente del resentimiento espiritual que, en la práctica, no tiene cura.

   En la vida del espíritu es donde más y mejor se nota la desigualdad entre los hombres. Es donde se pone de manifiesto que, no sólo somos personas: seres singulares e irrepetibles, morales y libres, sino que además tenemos distintas jerarquías. La plenitud de uno puede ser mínima pero es plenitud (una copa pequeña pero llena hasta el tope) y la plenitud de otros puede ser mediana o máxima pero es plenitud (copas más grandes pero hasta el tope). De lo contrario se fracasa por exigencia en exceso.

   Esto está magníficamente reflejado en el grito desesperado de Salieri, aquel oscuro músico que se comparaba con el genio de Mozart cuando arrojando el crucifijo al fuego, grita: “Toma, por qué me has dado la vocación y no los talentos”.

   El hombre equitativo es el que aúna en sí: talento y vocación para llenar el vacío que dejo la universalidad de la ley en el caso singular. Funciona así como criterio de los actos para los cuales la ley es insuficiente.

 

   Para aquellos que privilegian el deber, el hombre es bueno cuando realiza actos buenos, esto es, los actos que debe realizar. En cambio para los otros, los que privilegian el bien, el hombre realiza actos buenos porque es bueno, este hombre no obra por deber sino por inclinación de su buena índole.

   Al respecto, alguna vez comentando el mito platónico de Giges hemos sostenido que: “Esta teoría (la de la justicia, la del obrar por deber) tiene una limitación, y es que muchas veces y en muchas ocasiones, el hombre honrado para ser justo, para seguir siendo “buen hombre” debe ir más allá de la justicia, hecho no contemplado por John Rawls. Así por ejemplo, quien se deja calumniar sin defenderse para no traicionar la confianza de un amigo. Quien no vuelve la espalda a un hombre injustamente perseguido y la da cobijo. Quien da consejo en una disputa familiar a riesgo de ser odiado por ambas partes. Quien paga una deuda de un hermano o de un amigo sin tener obligación de hacerlo. En todos estos casos, aquel “buen hombre” se transforma en un “hombre bueno”.” [1]

   Este ejemplo nos muestra objetivamente cómo la pregunta por el bien es más amplia que la pregunta por el deber, puesto que no podemos saber qué hacer si no sabemos qué es el bien.

 

 

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[1] Buela, Alberto: Los mitos platónicos vistos desde América, Ed. Theoría, Buenos Aires, 2009, p. 28

 

ILUSTRACIÓN Y PROGRESISMO

ILUSTRACIÓN Y PROGRESISMO

Alberto BUELA

 

   Sigue siendo el trabajo del filósofo alemán Emanuel Kant (1724-1804) Was ist Aufklärung? (1784) quien mejor ha definido qué es la Ilustración cuando afirmaba: “es la liberación del hombre de su culpable minoría de edad”. Es decir, de su incapacidad de servirse sólo de la razón sin depender de otra tutela, como lo fue la teología para la Edad Media, donde se afirmaba: philosophia ancilla teologíae= la filosofía es sierva de la teología.

   El lema de la Ilustración fue el Sapere aude, el atrévete a saber sirviéndote de tu propia razón. Pero la Ilustración buscando la emancipación del hombre de la teología, los prejuicios y las supersticiones, terminó endiosando a “la Razón” y sus productos: la técnica y el cálculo cuyas consecuencias fueron contradictorias, pues su opera magna fue la bomba atómica de Hiroshima y Nagasaky.

   Luego de tamaño zafarrancho volvió el hombre a ser considerado una isla racional, pero rodeado de un mar de irracionalidades. La sabiduría premoderna volvió a ser considerada. Lentamente se van teniendo en cuenta aspectos fundamentales del ser humano que habían sido dejados de lado por la Ilustración y sus seguidores, y que pertenecían a la demonizada Edad Media. El hombre postmoderno vuelve a zambullirse en las aguas de los problemas eternos. Pero, claro está, con una diferencia abismal: es un hombre sin fe, desesperanzado, nihilista. Nace así il pensiero débole. Pensamiento débil que puede dar razones del estado actual del ser humano pero que no puede dar sentido a las acciones a seguir para salir del actual atolladero.

   Sin embargo, gran parte del mundo intelectual de postguerra sobre todo el vinculado al marxismo, al comunismo y al socialismo continuó en la vía ilustrada, incluso como la Escuela de Frankfurt, quintaesencia del pensamiento judío contemporáneo (Weil, Lukacs, Grünberg, Horkheimer, Adorno, Marcuse, Fromm, Habermas et alii) que sostuvo en síntesis que estábamos mal no porque los productos del racionalismo ilustrado habían mostrado sus contradicciones flagrantes provocando el mal en el inocente, como sucedió con los miles de japoneses nacidos radioactivos y condenados de antemano, sino porque no se habían podido llevar a cabo plenamente los postulados de la Ilustración.

   Los vencedores de la segunda guerra mundial adoptan, con variantes socialdemócratas o neoliberales, el remanente del pensamiento ilustrado pasado por las aguas del Jordán de la Escuela de Frankfurt, poseedora del úcase cultural de nuestro tiempo. Así, su producto más logrado es el actual progresismo.

 

   Por esta razón afirma un buen colega nuestro, que “Quizá sea correcto afirmar que el progresismo es lo que queda del marxismo después de su fracaso histórico como opción política, económica y social y su transitoria (¿o definitiva?) resignación al triunfo del capitalismo. Una suerte de retorno, saltando hacia atrás por encima del bolcheviquismo, al reformismo de la socialdemocracia” [1]. El progresismo ha adoptado como lema “no ser antiguo y estar siempre a la vanguardia”. Como vemos, la resonancia con la Ilustración es evidente.

   Qué comparte, a su vez, el progresismo con el neoliberalismo:

1) La adopción a rajatabla de la democracia liberal, rebautizada como discursiva, de consenso, inclusiva, de derechos humanos, etc.

2) la economía de mercado, a pesar de su discurso en contra de los grupos concentrados, y

3) la homogeneización cultural planetaria, más allá de su discurso sobre el multiculturalismo.

 

   El progresismo es tal, en definitiva, porque cree en la idea de progreso. En realidad el progresismo no es una ideología sino mas bien una creencia, porque como gustaba decir Ortega y Gasset las ideas se tienen y las creencias nos sostienen, pues en las creencias “se está”. Y los progresistas “están creídos” que el hombre, el mundo y sus problemas van en la dirección que ellos van. De ahí, que cualquier contradictor a sus creencias es tomado por “un enemigo”. Es que el progresista al ser un creyente no acepta aprehender, y la única enseñanza que acepta, porque su imposición se le torna incuestionable, es la pedagogía de la catástrofe. Así descubre que hay miles de pobres y desocupados cuando se produce una inundación y que las promocionadas computadoras no funcionan porque en las escuelas rurales no hay electricidad o no hay señal. Una vez más, las catorce cuadras iluminadas por Bernardino Rivadavia, nuestro primer ilustrado presidente (1826), terminaban en el fangal de la cuadra quince donde las jaurías de perros cimarrones devoraban a los caminantes.

   En resumen, el progresismo y la Ilustración comparten la creencia en que la realidad es lo que ellos piensan que es la realidad y no, que la realidad es la verdad de la cosa o del asunto.

 

   El gran contradictor del progresismo es el denominado realismo político (R.Neibuhr, J.Freund, C.Schmitt, R.Aron, H. Morgenthau, G. Miglio), que asume con escepticismo los proyectos teóricos que formulan la posibilidad de una paz perpetua, una organización perfecta de la sociedad en el marco de un progreso ilimitado. Y entiende la historia como el resultado de una tendencia natural del hombre a codiciar el poder y la dominación de los otros.

   El realismo político viene a reemplazar al homo homini sacra res= el hombre es algo sagrado para el hombre, de los ilustrados que tomaron de Séneca por el homo homini lupus= el hombre es lobo del hombre de Hobbes, que tomó de Plauto.

   El realismo político viene a sostener que se debe trabajar sobre la base de los materiales que se tienen y la realidad es lo que es más lo que puede ser, en tanto que el progresismo afirma que se debe trabajar en lo que se cree pues las ideas, en definitiva, se imponen a la realidad.



[1] Maresca, Silvio: El retorno del progresismo, (2006).

IZQUIERDA SOCIALDEMÓCRATA Y GNOSTICISMO

IZQUIERDA SOCIALDEMÓCRATA Y GNOSTICISMO

Gustavo BUENO

 

   I. Planteamiento de la cuestión

 

   1. Tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, en los años 1988-1992, el campo político del llamado «mundo occidental» (de tradición católico romana, reformada siglos después por las iglesias protestantes) mantuvo la polarización que había comenzado a raíz de la Revolución Francesa, en dos frentes «dioscúricos», que todavía siguen autodenominándose «izquierdas» y «derechas».

   El rótulo «izquierda» se aplicó, desde «Occidente», al Partido Comunista de la URSS (aun cuando, desde su interior, ni Lenin ni Stalin aceptaron este rótulo); un rótulo que sigue aplicándose a los ulteriores y disminuidos herederos de los partidos comunistas o anarquistas, pero, sobre todo, a los partidos socialdemócratas más o menos «homologados» de la Europa occidental, EEUU –mediante la correspondencia de los demócratas con la izquierda y de los republicados con la derecha–, Repúblicas americanas, Israel, algunos Estados de África del Sur, Australia, incluso Japón.

   El rótulo «derecha» se aplica, en Occidente, no sólo a los partidos considerados como «extrema derecha» (incluso «fascistas») sino también a los liberal-conservadores y, sobre todo, a los partidos democristianos.

   La «occidental» oposición polarizada izquierda/derecha se desdibuja, aunque siga aplicándose nominalmente, en las sociedades políticas constituidas fuera de Occidente (Rusia y Repúblicas sucesoras de la antigua URSS, China, India, Indonesia, países islámicos, &c): ¿cómo considerar «de izquierdas» a los países islámicos del Irán o del Irak durante el siglo XXI?

   Hasta los últimos años del siglo XX la hegemonía cultural, científica y tecnológica correspondió, desde luego, a Occidente, sobre todo a Estados Unidos («el Imperio»). Podría hablarse de la hegemonía de mil quinientos millones de individuos, organizados en democracias homologadas, sobre los cinco mil quinientos millones de individuos no occidentales (o no plenamente occidentales, como es el caso de Rusia y de repúblicas afines).

   Sin embargo, durante la primera década del siglo XXI, el crecimiento tecnológico, científico e industrial de China, y aún de la India, ha ido incrementándose hasta un punto tal que hace pensar a muchos analistas que los «centros de poder» del Mundo globalizado se están desplazando hacia Asia, y principalmente hacia la «China confuciana».

 

   2. Ahora bien: la polarización izquierdas/derechas en Occidente ha perdido, casi por completo, después de la caída de la URSS, su significado político administrativo, como consecuencia de la ecualización resultante de la convergencia de los planes y programas de los partidos de izquierda y de derecha, precisamente en el proceso de desarrollo de las democracias parlamentarias homologadas.

   Sin embargo, la oposición entre izquierdas y derechas subsiste, y mantiene su intensidad, sobre todo en Europa (y particularmente en España, Francia e Italia), aunque tal oposición acaso se haya desplazado desde el terreno estrictamente político originario hasta un terreno llamado «cultural», incluyendo aquí muchos dominios o instituciones de gran alcance político –es decir, determinados antes por motivos ideológicos que tecnológicos–, tales como el llamado matrimonio homosexual, el aborto, la abolición de la pena de muerte, la eutanasia, el rechazo a la energía nuclear, &c. (remitimos a nuestro artículo de El Catoblepas, nº 105: «Sobre la transformación de la oposición política izquierda/derecha en una oposición cultural (subcultural) en sentido antropológico»).

   Nadie pone en duda la afinidad entre las derechas democráticas occidentales y las «ideologías trascendentes», propias de las iglesias cristianas, católicas o protestantes, afinidad explícitamente reconocida en las democracias cristianas. En cambio no aparece correspondencia similar alguna entre las socialdemocracias (en cuanto contradistintas al socialismo, incluyendo en él a los partidos comunistas, más estatistas que liberales) con instituciones eclesiásticas de cualquier tipo; por el contrario, cabría aducir el laicismo –y aún el «laicismo integral», del que ha hablado Martin Rhonheimer–, generalmente vinculado a la izquierda comunista, socialista y socialdemócrata, como razón de su tendencia a enfrentarse, en el terreno político, con las confesiones religiosas y con el Estado confesional. De aquí será fácil inferir que la izquierda socialdemócrata estaría de hecho «vuelta de espaldas» a cualquier preocupación celestial o trascendente (respecto del campo de la política positiva terrestre), y esto se explicaría por el carácter «racionalista y progresista» que estaría actuando en el núcleo de tales democracias.

   Por nuestra parte, consideramos totalmente errónea esta inferencia. La izquierda socialdemócrata, en el sentido dicho (como también la izquierda socialista residual) –y no sólo los militantes, simpatizantes o votantes de los partidos correspondientes–, también está envuelta en una ideología, nematología o «nebulosa trascendente» o metafísica, aunque ésta no se reconozca, como consecuencia de su falsa autoconciencia racionalista.

   La tesis del presente rasguño es ésta: los «componentes trascendentes» de las ideologías socialistas, socialdemócratas y democristianas proceden de ideologías metafísicas (por no decir míticas) muy antiguas, del siglo I, vinculadas al cristianismo; y este nexo está explícitamente reconocido en las «democracias cristianas». Pero también cabría poner en correspondencia al socialismo, y al comunismo, con las doctrinas maniqueas del siglo III, mientras que las socialdemocracias se corresponderían con concepciones ideológicas afines a las de los gnósticos del siglo II.

 

   También habría que constatar las correspondencias entre los enfrentamientos y alianzas de aquellas sectas y estos partidos políticos. Por ejemplo, los enfrentamientos de los gnósticos del siglo II con los cristianos del helenismo se corresponderían con los enfrentamientos actuales de la socialdemocracia española y europea con la Iglesia católica o con las iglesias protestantes. A fin de cuentas, el cristianismo que envuelve a la derecha tiene todavía más años que el gnosticismo: la diferencia está en que el cristianismo del siglo I llegó a nuestra época canalizado en la caudalosa corriente de la iglesia romana, mientras que el gnosticismo no dispuso de un cauce tan preciso, y lo que pudo llegar de él fueron las gotas de una lluvia difusa (lo que no quiere decir que esta lluvia no hubiera podido transportar los inconfundibles aromas de sus fuentes).

 

   II. Gnosticismo y Gnosis

 

   1. El término «gnóstico» puede tomarse, y de hecho suele tomarse, en dos acepciones distintas, aunque mutuamente involucradas y de un modo inseparable. A saber: una primera acepción, que podría calificarse de acepción idiográfica (o histórica, referencial), y una segunda acepción que asumiría la forma nomotética (o «sistemática»).

   En su acepción idiográfica (o histórica), gnósticos son los miembros de determinadas «sectas» soteriológicas (que predicaban la salvación de los individuos humanos por el conocimiento) muy relacionadas, en sentido polémico, las unas con las otras y con las iglesias cristianas, que florecieron en diversas ciudades mediterráneas del siglo II. En este sentido, «gnóstico» es un adjetivo para designar a todo aquello que tenga que ver con esta floración de sectas que tuvo lugar en la época de esplendor del Imperio romano de los Antoninos (Trajano, Adriano, Antonino, Marco Aurelio, Cómodo), sin olvidar que esta floración tuvo sus antecedentes (la llamada «gnosis judía», de judíos cristianizados tales como Cerinto, Simón Mago, Menandro...) y sus consecuentes, en los siglos posteriores.

   En su acepción nomotética, son gnósticos todos aquellos grupos o personas que participan de la gnosis, entendida como un «sistema teológico-cósmico» –o como una familia de sistemas– a los cuales se atribuyen capacidades soteriológicas, independientemente de que estos sistemas hayan sido asumidos, incluso creados, por individuos del siglo II, o de cualquier otro siglo posterior o incluso anterior.

   La distinción entre estas dos acepciones del término gnóstico fue de hecho establecida por un congreso de investigadores reunido en Mesina, en 1966, en sus propuestas concernientes al «uso científico» de los términos «gnosis» y «gnosticismo». Según la exposición que hace José Montserrat Torrents (en la introducción general a una colección de escritos sobre Los gnósticos, publicada en dos volúmenes por la Editorial Gredos, Madrid 1983), la distinción sería ésta:

   «Para evitar un uso indiferenciado de los términos ‘gnosis’ y ‘gnosticismo’, parece útil identificar, a través de los métodos histórico y tipológico, un hecho determinado, el gnosticismo, partiendo de un cierto grupo de sistemas del siglo II d. C., que vienen siendo generalmente así denominados. Se propone, en cambio, concebir la ‘gnosis’ como ‘conocimiento de los misterios divinos reservado a una élite’.» (op. cit., pág. 8.)

   Pueden señalarse muchos paralelos a la distinción, así establecida, entre gnosis y gnosticismo. Por ejemplo, el término «socialismo» puede entenderse como «la forma de pensar y de vivir» de individuos o de grupos de diversos lugares o siglos, por oposición a «socialista», cuando se utiliza para designar a los individuos afiliados, votantes o simpatizantes de un partido político socialista durante un intervalo determinado históricamente.

   Cuando los historiadores de la filosofía clasifican como gnóstico al último gran pensador de la antigüedad, Plotino, que vivió en el siglo III, no por ello quieren significar siempre que Plotino fuera un discípulo o un epígono de una secta gnóstica del siglo II; precisamente Plotino se distinguió por su enérgica actitud antignóstica. Quiere decirse que el sistema de Plotino incluye una gnosis sui generis. La definición que Max Scheler, en De lo eterno en el hombre, dio de la gnosis y de los gnósticos, se corresponde más bien con la acepción nomotética o sistemática que con la acepción histórica: «Entendemos por gnosis a toda concepción del mundo y de la vida que enseña la salvación por el conocimiento» (cita como gnósticos a Averroes o a Schopenhauer).

 

   La misma diferencia entre la gnosis verdadera (cristiana) y la gnosis falsa, utilizada por heresiólogos tales como San Ireneo de Lyon o San Hipólito de Roma, tiene que ver con la distinción que nos ocupa: el cristianismo sería una gnosis verdadera (en su sentido sistemático, en tanto predica la necesidad del conocimiento por revelación para la salvación); la gnosis falsa nos remitiría a la gnosis en su sentido referencial-histórico.

   Las dificultades que entraña la definición de gnosis, en el sentido sistemático de Scheler, deriva sin duda de la ambigüedad del término «conocimiento salvador». ¿De qué conocimiento se trata? ¿A qué salvación nos referimos? Además, el conocimiento, cualquiera que sea, ¿se considera salvador por sí mismo o conjuntamente con otras prácticas o actividades? Por ejemplo, el conocimiento del sendero de salida de un bosque en llamas, es un conocimiento salvador para quien se encuentra dentro de él, pero no por sí mismo, sino acompañado de la marcha efectiva por este sendero, capaz de alejarnos del bosque en llamas.

   La oposición entre un gnosticismo sistemático (o nomotético) y un gnosticismo histórico (o idiográfico) no es, por lo demás, una oposición disyuntiva, por la sencilla razón de que el gnosticismo nomotético puede también tomarse como un concepto universal distributivo que es aplicable a diferentes gnosis idiográficas, o bien porque a partir de una gnosis idiográfica nos elevamos a un concepto universal abstracto de gnosis, que puede concebirse como independiente de la gnosis idiográfica de partida. Tal sería el caso del concepto de gnosis a partir del cual Th. Huxley, el «bulldog de Darwin», acuñó hacia 1869 el término «agnosticismo» –que tan amplia fortuna estaba llamado a tener en lo sucesivo– (generalmente como término opuesto a «ateísmo»).

   Thomas Huxley había partido del concepto de gnosticismo, en su acepción historiográfica, a la que tuvo acceso a través de los Hechos de los Apóstoles, atribuido a San Lucas, discípulo de San Pablo. Lucas (Hechos 17-22 y 23) pone en boca de Pablo, «de pie en medio del Areópago», las siguientes palabras: «Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba escrito: ‘Al dios desconocido’

   Sin duda, Huxley advirtió la paradoja de la concepción de un «dios desconocido», y sin embargo, presente en un altar; la paradoja entre alguien que revela conocimiento en un altar, pero cuya esencia se desconoce. Este dios desconocido sería precisamente el propio del agnóstico que, además, se enfrenta al gnóstico que cree poder estar conociendo, por revelación, lo que le manifiesta ese dios incógnito. Huxley habría aplicado, según esto, este «dios desconocido», pero revelado a una secta de fieles escogidos o gnósticos, a las iglesias cristianas de su época. «Agnosticismo» significó entonces no ya la negación de Dios (ateísmo), sino el desconocimiento de la esencia y de la existencia del Dios revelante; y este agnosticismo significaba, para algunos (por ejemplo, el agnosticismo trágico de Unamuno), una limitación trágica, capaz de impedir conocer nuestro destino; y para otros (el agnosticismo positivista) un descubrimiento que en nada tenía por qué afectar al conocimiento necesario en otros terrenos, sino que más bien despejaba el camino de este conocimiento. En todo caso, el agnosticismo se enfrentaba así con el gnosticismo, es decir, con la actitud de quienes, por lo menos, creían necesario, en el momento de fijar planes o programas políticos, desbordar el horizonte de un humanismo genérico o terrenal y envolver al hombre con la compañía de otras entidades cósmicas, en función de las cuales se definiría también el destino humano.

   Este gnosticismo, opuesto al agnosticismo trágico o al agnosticismo positivista, será asumido, por un lado, por el gnosticismo tradicional (por la gnosis cristiana), y por otro lado, tomando la forma de un gnosticismo racional y anticatólico, por la socialdemocracia de cuño krausista, que a través del Ideal de la Humanidad que hizo suyo Julián Sanz del Río, inspiró a una gran parte del socialismo español, apartándole del marxismo leninismo.

 

   III. Dos «estrategias hermenéuticas» para entender los textos gnósticos

 

   1. Es muy difícil saber qué significa «entender» los textos gnósticos del siglo II que se nos han conservado, principalmente en las obras de sus enemigos heresiólogos cristianos, tales como la obra de San Ireneo de Lyon, conocida como Adversus haereses –escrita probablemente entre 180 y 190– y la obra de San Hipólito de Roma, Elenchos (Refutación de todas las herejías), que apareció en torno al año 222.

   Sin duda no hay mayores dificultades para entender, al modo como se entiende un texto surrealista, frases como esta, de San Ireneo:

   «El Logos y la Vida, después de emitir al Hombre y a la Iglesia, emitieron a otros diez eones, cuyos nombres son los siguientes: Profundo y Mezcla, Inmarcesible y Unión, Genuino y Placer, Inmóvil y Comunión, Unigénito y Beata. Éstos son los diez eones que, según ellos, fueron emanados por Logos y Vida. Por su parte, el Hombre, en unión con la Iglesia, emitió doce eones, a los que otorgan los nombres siguientes: Paráclito y Fe, Paternal y Esperanza, Maternal y Caridad, Intelecto Perdurable y Entendimiento, Eclesia y Beatitud, Deseado y Sabiduría.» (pág. 95.)

   Comparemos la frase anterior con la siguiente, extraída de un libro de Cosmología actual (Los tres primeros minutos del Universo, en el que Steven Weinberg, en funciones de San Ireneo, dice reexponer la gnosis de Murray Gell-Mann y de George Zweig):

   «Los quarks se presentan en diferentes tipos o sabores, a los que dan nombre como Arriba, Abajo, Extraño y Encantado. Además, cada sabor de quark puede tener tres distintos colores, que los teóricos [gnósticos científicos] de Estados Unidos habitualmente llaman rojo, blanco y azul. El pequeño grupo de los físicos teóricos de Pequín se ha adherido hace tiempo a una versión de la teoría de los quarks, pero los llaman ‘estratones’ en vez de quarks, porque estas partículas representan un estrato más próximo a la realidad que los hadrones ordinarios

   Sin duda, tampoco hay dificultad para entender esta frase de la gnosis científica actual, en la literalidad de sus palabras, en cuanto significantes de significados de la lengua española («profundo», «mezcla», «rojo», «blanco»), pero la cuestión es: ¿de qué estamos hablando? ¿Acaso estamos leyendo sencillamente textos literarios escritos por algún dadaísta? ¿Acaso estamos leyendo textos que pretenden decirnos algo sobre la realidad (entendiendo por tal precisamente a entidades que de algún modo tienen que ver con nuestro mundo práctico, tales que podamos tocar, oler o ver a distancia, para decirlo de un modo redundante)?

 

   2. Desde luego, podríamos utilizar, en la interpretación de estos textos, una estrategia «hermenéutica filológica» (que en realidad presupone una perspectiva alfa operatoria, en la que el sujeto operatorio no aparece en el campo; por lo demás, una estrategia filológica que no se reduce a la interpretación de textos, sino también a la lectura de aparatos, tales como termómetros, amperímetros, &c., lo que desborda el sentido tradicional del término «filológico», aunque no la estructura del concepto). La estrategia hermenéutica filológica engrana plenamente con las interpretaciones semánticas o sintácticas de los textos que hablan de «concepciones del mundo»; esto es obvio en el caso de las estrategias semánticas, pero también en el caso de las sintácticas, al menos si nos acordamos del título de la obra de Tolomeo, Megále Sintaxis (el Almagesto medieval). La hermenéutica filológica la haríamos consistir, por tanto, en la confrontación de un término o secuencia de términos L con otros textos o secuencias conocidas P, que suponemos han servido de modelo o de inspiración de los textos L. En el supuesto de que el texto P también lo entendiéramos en función de otro Q, nos mantendríamos en la hermenéutica filológica: estaríamos hablando de significados puros, ideales, acaso «poéticos», es decir, sin necesidad de referencias reales. Cuando San Hipólito, exponiendo en el libro VI,8 de su Refutación, las doctrinas de Simón Mago (según algunos, el precursor de los gnósticos), coteja sus textos con otros de Heráclito o de Moisés, está utilizando sin duda la estrategia filológica. San Hipólito habla de un texto de Moisés, citado por Simón: «Dios es el fuego que arde y consume». Y relaciona el «necio comentario de Simón» («el fuego es el principio de todas las cosas») con las oscuridades de Heráclito. Lo que entendemos aquí son las relaciones entre textos (entre libros), relaciones objetivas que permiten segregar al sujeto lector, que es simplemente quien establece las relaciones objetivas entre dominios significativos puros, pero manteniéndose fuera del campo de tales relaciones objetivas (a la manera como el fotógrafo se mantiene fuera de la fotografía). La interpretación filológica de los textos nos permite establecer relaciones objetivas que acaso no hablan de nada distinto de lo que se contiene en sus palabras, a la manera como la música sólo nos ofrece secuencias sonoras que podemos relacionar, con relaciones de isomorfismo, con otras secuencias sonoras, pero sin saber de qué se está hablando en sentido real (¿qué son esos eones emitidos por Logos y Vida? ¿qué son esos hadrones, esos quarks, esos sabores?).

 

   3. La estrategia de interpretación que llamaremos «hermenéutico pragmática» ya contiene referencias al sujeto, al lector en este caso, en cuanto sujeto corpóreo operatorio que actúa en un dominio de cuerpos y sucesos, también corpóreos, es decir, en un campo de fenómenos sensibles, de cosas manipulables, tangibles o visibles. Las semejanzas de los textos que contienen las secuencias de palabras contenidas en las obras cosmológico científicas de nuestros días (tipo Weinberg, Penrose, Hawking o Vilenkin) con las secuencias contenidas en las exposiciones del Pleroma gnóstico, no pueden escapar a nadie: cuando vemos desplegarse ante nuestros ojos (a través de las páginas de un libro, o a través de la pantalla de un televisor o de un ordenador) las secuencias de la «Gran Explosión», de los remolinos de materia a altísimas temperaturas, de los que van surgiendo los quarks, los electrones, los protones, los nucleones... y después los átomos de helio o de hidrógeno... –teniendo lugar todo ello en un estado del Mundo en expansión que todavía no tiene la morfología del mundo actual–, tenemos la evidencia de que ambos géneros de secuencias se refieren a lo mismo, constituyendo organizaciones muy similares de indudable interés pragmático.

   Refiriéndonos a los textos cosmológicos: la perspectiva de la hermenéutica pragmática para entender el texto citado de Weinberg se nos manifiesta en cuanto, después de leer las proposiciones que establecen que los quarks, cuando están muy cercanos unos de otros, pierden fuerza interactiva, no es recogida como una proposición que va referida a un mundo objetivo impersonal, sino que es entendida como resultado de experiencias llevadas a cabo por sujetos operatorios en un acelerador de partículas, concretamente en el Stanford Linear Accelerator Center-MIT.

   En el caso del texto gnóstico, la perspectiva pragmática se nos impone cuando, por ejemplo, después de haber leído los tres primeros capítulos del libro I de San Ireneo en perspectiva alfa operatoria (filológica, en este caso), acaso como quien lee un cuento de la vieja, «caemos en la cuenta», inducidos por el propio texto, de que lo que trata este texto es de lo mismo de lo que tratan los textos cosmológicos relativos a la teoría de la expansión del Universo y del Big Bang:

   «La Intención –a la que, asímismo, llaman Achamot– de la Sabiduría superior [el último eón emitido en el Pleroma que buscaba volver al padre, al Abismo], una vez apartada del Pleroma, entró en ebullición por necesidad en regiones de sombra y de vacío, porque salió de la luz y del Pleroma, informe y sin figura, a manera de aborto, por no haber comprendido nada.» (pág. 110)

   Este texto nos recuerda («filológicamente») a textos de Empédocles (cuando expone la descomposición de Sphairos en los elementos, y el aspecto amorfo de esta descomposición, hasta que van reorganizándose las formas: «los ojos en busca de sus frentes») o nos recuerda los textos de los teóricos del Big Bang. Pero «caer en la cuenta» de que estos textos no están hablando sólo de cuentos de la vieja, que no nos afectan, porque no aparecemos en sus relatos (perspectiva alfa operatoria), pero que nos afectan cuando advertimos que están hablando en perspectiva pragmática (beta operatoria), porque nos damos cuenta de que somos nosotros los que estamos de algún modo comprometidos en el relato, por ejemplo, porque hemos visto en el radiotelescopio el desplazamiento al rojo de determinada galaxia o, en general, porque sabemos que de lo que están hablando estos textos es del Mundo visible y vulgar que nos rodea, y de nuestras indagaciones sobre lo que pueda haber más allá de nuestro horizonte visible o más atrás de este horizonte.

   En una palabra, la lectura pragmática de los textos gnósticos nos lleva a interpretarlos, no como simples delirios o fantasías semántico sintácticas, sino como, sin abandonar la hipótesis del delirio sobrevenido, como delirios que tienen que ver con los intereses de mi ego corpóreo, o con las cosas que nos rodean en la superficies de la Tierra y en el Cielo, o con los demás egos que interaccionan con nosotros como amigos o enemigos.

   Y con esto ya podemos entender qué tengan que ver los relatos gnósticos o científicos con nuestra salvación, es decir, con la seguridad o inseguridad de nuestro propio cuerpo y de los demás cuerpos de los otros sujetos que viven en un Mundo desconocido. Y, por ello, cuando retrocedemos al comienzo del libro I de San Ireneo, y releemos la exposición que Tolomeo hace sobre la ogdóada primordial, que dará origen al Pleroma, intentaremos entender pragmáticamente –es decir, a partir de experiencias pragmáticas actuales, y semejantes por completo a las que pudieron tener lugar hace veinte siglos (porque si no fuera así no podríamos en modo alguno entender nada de lo que ellos nos dicen), por sujetos que tenían manos y ojos prácticamente iguales a los nuestros– que de lo que estamos hablando es de la génesis del Mundo visible.

   Pero la cuestión de la génesis del Mundo visible (supuesto que tuviera un comienzo, es decir, que no fuese eterno), nos lleva, como sin duda llevó a nuestros semejantes de hace veinte siglos o más, a la pregunta: ¿qué había antes de su aparición?

   Quien supone que el Mundo visible fue creado por Dios, formulará necesariamente la pregunta siguiente: ¿Qué hacía Dios antes de crear el Mundo? ¿Acaso crear otros Mundos? (San Agustín, Ciudad de Dios, libro XI, capítulo 6).

   Quien, aún partiendo del supuesto de un origen del Mundo visible, como era el caso de los gnósticos, no comparte el dogma judeocristiano de la creación, también tendrá que formularse la pregunta sobre lo que pudiera haber antes de la aparición del Mundo. Desde nuestra propia perspectiva epistemológica materialista, descartamos la posibilidad de una «intuición» de lo que pudiera existir más allá del Mundo visible o antes de él, y mantendremos la tesis de que todo cuanto pueda afirmarse de ese trasmundo o realidad transmundana, tiene que proceder del Mundo visible o fenoménico, en tanto que en él hay también dominios delimitados y realidades exteriores a estos dominios y aún dominios anteriores a los dominios presentes. Como decisivo para la gnosis podríamos poner el dualismo entre una realidad espiritual, la del Pleroma, y la realidad del Mundo visible, subordinado al Pleroma, el Kenoma, que se supone que tiende a volver, de algún modo, hacia el Pleroma que lo emitió. Esto nos da ya una indicación hermenéutica sobre el texto inicial de la exposición de Tolomeo:

   «Había, según dicen, un Eón perfecto, supraexistente, que vivía en alturas invisibles e innominables. Llámase Pre-Principio, Pre-Padre y Abismo, y es para ellos inabarcable en su manera de ser e invisible, sempiterno e ingénito.» (pág. 91.)

   Filológicamente es incontestable que el Abismo ocupa en el relato gnóstico el puesto que Yahvé-Dios ocupaba en el relato bíblico. Con una diferencia: Dios creó al Mundo, lo que implica por tanto un dualismo radical entre el Dios eterno y el Mundo creado por él.

   Ahora bien, los cristianos, que defendieron ya de algún modo el dogma trinitario, no veían al Dios creador como uno y simple, sino como una trinidad que, en su inmanencia, también podía hacerse consistir en el conjunto de las procesiones de las personas divinas. Sabelio ya habría dado un paso más: las procesiones divinas no habrían tenido lugar en la inmanencia del Dios eterno, sino también en el propio proceso de la creación del Mundo; y, por ello, la Segunda Persona de la Trinidad, lejos de mantenerse en la inmanencia divina (en su vida ad intra), ni siquiera se mantuvo en la inmanencia constituida por los coros angélicos que había creado antes de crear al Mundo visible, porque se encarnó en el Mundo corruptible como Cristo-Jesús. Para los cristianos, el dualismo maniqueo entre el Dios invisible y el Mundo visible, ni siquiera se producía. Pascal llegaría a decir: «Sólo conozco a Dios a través de Jesucristo

   Los gnósticos, en cambio, mantuvieron el dualismo. El Abismo, el Proto-Padre,

   «Vivió infinitos siglos en magna paz y soledad. Con él vivía también Pensamiento, a quien denominan asimismo Gracia y Silencio. Una vez, pensó este Abismo emitir de su interior un principio de todas las cosas, y esta emisión que pensaba emitir la depositó a manera de simiente en Silencio, que vivía con él, como en una matriz. Habiendo ella recibido esta simiente y resultado grávida, parió un Intelecto [Nous]... y junto con él fue emitida Verdad [Aletheia].» (págs. 91-92.)

 

   De esta tétrada, primera y principal, resultará, por procesos similares (más próximos a la emanación que a la creación), la segunda tétrada, cuyo primer estrato está constituido por Logos y Vida, que, a su vez, emitirán a Hombre e Iglesia. Y así, hasta completar las treinta emisiones o eones del Pleroma, que todavía no se confunde con un Mundo visible y corruptible, sino con un Premundo espiritual (correlativo con el mundo de los ángeles y de los arcángeles de los cristianos, pero con la diferencia de que en él ya aparecen el Hombre y la Iglesia; sin duda, un Hombre y una Iglesia que todavía no son los hombres y las iglesias históricos, sino sus arquetipos o Ideas, en el sentido platónico).

   El Mundo visible surgirá del Pleroma, autocontenido en sí mismo, como consecuencia de una anomalía o desviación del último eón (a la manera como el Big Bang habría surgido de una anómala «fluctuación del vacío cuántico»), Sophia, en su intento de volver al Padre, su paralelo cristiano es evidente: Dios crea a los ángeles y es a raíz del intento de uno de ellos de ser como Dios, es decir, de volver al Padre, cuando Dios Padre decide crear el Mundo material y encarnarse en él, en un hombre real de carne y hueso, Cristo. Cristo-Jesús, que, en cuanto es divino, se situará por encima de los mismos ángeles (circunstancia en la que se haría consistir siglos después, en el Renacimiento, la celebrada «dignidad del hombre» del humanismo cristiano, enfrentado a los humanismos gnósticos y a los musulmanes).

   La hermenéutica pragmática nos estimula, por tanto, a interpretar los textos en función de referencias extralingüísticas, al modo como se interpretan los mapas lingüísticos (Wörten und Sachen). Porque las cosas son las cosas del Mundo visible, que a pesar de sus cambios, siempre se mantienen de algún modo, al menos durante el periodo de unos cinco mil años, en los que existen los textos escritos (en los cuales la Luna y el Sol de hoy son muy parecidos a los objetos que pudo ver el filósofo Anaximandro o el faraón Micerino; periodo extensible hasta los 40.000 años, o el doble de años, en los que hay representaciones rupestres de cabras o de caballos, muy parecidos a los de hoy, o hachas de piedra muy similares a las que todavía en nuestros días empleaban los tasmanios).

 

   IV. Indicios de componentes gnósticos en el ideario socialdemócrata

 

   1. Las «democracias homologadas» que fueron estableciéndose a lo largo y lo ancho de Occidente tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, se han alejado, cada vez más, del modelo del comunismo soviético, y aún del socialismo clásico («estatista»). Este proceso se puede constatar incluso en las sociedades no occidentales; casi todas ellas han procurado ajustarse a los modelos de las democracias homologadas (en gran parte debido a las exigencias del mercado globalizado) si bien hay que reconocer que tal organización democrática es muchas veces sólo una fachada tras la cual siguen obrando las organizaciones políticas tradicionales (ya sea las que proceden del comunismo, como es el caso de China, ya sea las que emanan de sistemas tribales, como ocurre en muchas repúblicas africanas).

   Y, si esto es así, se justifica, por razones objetivas, que nos atengamos, al hablar del «ideario socialdemócrata actual», a las sociedades occidentales. Y esto es tanto como decir que nuestro enfoque no está determinado por un eurocentrismo, o incluso por un occidencentrismo subjetivo.

  

   2. Ahora bien: las democracias homologadas actuales suelen clasificarse según la coloración derechista o izquierdista que en ellas prevalezca en un intervalo de tiempo dado. Esta clasificación, a nuestro entender, carece de significado político inmediato estricto, puesto que las democracias homologadas, al reconocer el juego de los partidos de derechas o de izquierdas y admitir los turnos cíclicos de prevalencia de cada color, reduce notablemente el alcance de la oposición, que alcanza, sin embargo, un relieve desproporcionado en función de las elecciones legislativas cada cuatro, cinco o seis años. Es entonces en donde la lucha electoral por conquistar el parlamento y el gobierno busca excitar las diferencias hasta el punto de que, entonces (sobre todo en España, Italia o Francia), los partidos de izquierda intentan reducir a los de derecha a la condición de reliquias totalitarias, fascistas o nazis.

   Pero lo cierto es que, tras las elecciones, con la victoria de alguna de las alternativas, el rumbo que toma la sociedad política será muy semejante al que hubiera tomado en el caso de la victoria de los partidos opuestos.

   Por lo demás, los criterios de diferenciación (o de conceptualización de las diferencias) utilizados por las izquierdas y por las derechas delatan una pobreza conceptual asombrosa, que se manifiesta por ejemplo en el hecho de que la prensa que reivindica (en clave fundamentalista ingenua) el Estado de derecho o los principios democráticos, sin embargo acepta sin pestañear (sobre todo en España) la equiparación de los términos de la oposición derecha/izquierda con los términos de la oposición conservador/progresista; un eufemismo perezoso utilizado sistemáticamente en el momento de analizar la composición del Tribunal Constitucional (en lugar de constatar que hay seis o siete miembros afines al PSOE y cuatro o tres miembros afines al PP, se habla de «seis o siete vocales progresistas» y de «tres o cuatro vocales conservadores»). No es fácil explicar la estupidez o la pereza que actúa detrás de quienes establecen estas correspondencias, cuando su alcance se agota en las predicciones sobre la dirección a la que se inclinará el Alto Tribunal al dar respuestas a los recursos planteados. Pongamos por caso, los recursos interpuestos «por la derecha» a la ley de plazos del aborto que promovió la izquierda. Predicciones que, aunque se cumplan, no lo harán en razón de que algunos miembros del Alto Tribunal sean progresistas o sean conservadores, sino sencillamente porque aquellos son afines al PSOE y estos al PP. ¿Qué tiene que ver, en efecto, con el progreso una ley de plazos del aborto? El periodista o el tertuliano que se considera imparcial y utiliza los términos conservador/progresista en lugar de los términos afín al PP/afín al PSOE, demuestra una asombrosa ausencia de autocrítica, capaz de ser rellenada con la más densa estupidez.

 

   3. Ahora bien: la «derecha democrática», y singularmente la derecha democristiana, aún cuando acepta, entre los principios constitucionales, el de la aconfesionalidad del Estado, no ocultará su afinidad con la Iglesia católica, y, por tanto, con sus dogmas, con las costumbres tradicionales, como puedan serlo, por ejemplo, los matrimonios canónicos, el rechazo a los matrimonios homosexuales, el crucifijo en las escuelas, las procesiones públicas en Semana Santa, las festividades de Navidad, la atención por el mantenimiento y reparación de los templos (atenciones que también suele asumir la izquierda democrática, si bien desde una perspectiva no religiosa, sino «cultural», puesto que los templos se considerarán ahora como un «patrimonio cultural» del Estado y una riqueza incalculable de valor artístico o turístico: un lugar en donde tocamos con la mano la «transformación» del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura).

   El reconocimiento que los partidos demócrata cristianos hacen de su ideario cristiano suele ser explícito. Un ideario que, desde la izquierda laica, aparece como una superestructura teológico metafísica, de naturaleza extrapolítica, que envuelve oscuros intereses de clase, de privilegios o simplemente de apego a tradiciones supersticiosas. Un reconocimiento que puede conducir, por contraposición, a la opinión errónea, pero muy generalizada, de que los partidos democráticos de izquierda tienen un ideario más sobrio y ceñido, como el guante a la mano, a las exigencias prácticas racionales de la sociedad política. Y esto se aplicará sobre todo a la socialdemocracia, porque los partidos comunistas (y aún los socialistas no comunistas ni socialdemócratas) aún conservarían ciertas ideas estructurales y metafísicas que se manifiestan en la configuración misma de la oposición derecha/izquierda desde perspectivas maniqueas (remitimos a nuestro libro El mito de la derecha, pág. 92-93). También, en el recurso a la idea metafísica de «alienación» como fundamento de la oposición entre obreros y patronos capitalistas, entre explotadores y oprimidos. Incluso el interés «morboso-científico» que ya manifestaron los soviéticos por los animales no linneanos extraterrestres (en función de su doctrina sobre el mundo, el hombre y la historia).

 

   4. Ahora bien, no cabe confundir, como si se tratara de una misma cosa, el socialismo de los llamados partidos políticos socialistas, y la socialdemocracia, muchas veces reivindicada también por partidos que se dicen socialistas. Una socialdemocracia que algunas veces se manifiesta como una corriente que fluye en el mismo «río socialista», y a través de la cual tienen lugar reconocidas intersecciones entre el socialismo y algunas corrientes de la derecha democrática, sobre todo, del llamado centro-izquierda.

   Esto hace que no sea nada fácil establecer las relaciones que median entre la democracia y el socialismo de los partidos políticos llamados «socialistas», como pudo serlo el Partido Obrero Francés de J. Guesde, o el Partido Socialista Obrera Español de J. Mesa y de P. Iglesias, el PSOE. Los partidos socialistas tuvieron siempre una gran influencia de Marx, y tendieron a entender instrumentalmente la democracia y el Estado de derecho, asumiéndolos ocasionalmente como meras alternativas para la conquista del poder político, o mantenerse en él. Pero estando dispuestos siempre a recurrir a la dictadura totalitaria o a la revolución violenta, al modo del socialismo soviético.

   Éste habría sido el caso, en España, del PSOE de Largo Caballero, el «Lenin español», en la época de la Revolución de Octubre de 1934, o incluso en la primera época del gobierno del PSOE con Felipe González, tras su victoria electoral de 1982, en ocasiones tales como la intervención de Rumasa o la fundación del GAL (desde este punto de vista no es nada extraño que la expresión «fundamentalismo democrático», tal como la utilizaron Felipe González y su vocero Juan Luis Cebrián, fuera utilizada con sentido peyorativo, atribuyendo este fundamentalismo a Aznar, que al parecer, según ellos, exigía demasiada obediencia a los principios democráticos). Remitimos a nuestro artículo «Historia (natural) de la expresión ‘fundamentalismo democrático’», El Catoblepas, nº 95 (enero 2010).

   La socialdemocracia, en cambio, quiso distanciarse siempre del socialismo totalitario o simplemente estatista (del socialismo no democrático, en sus estrategias de fondo, más afín al comunismo y a la dictadura del proletariado), adoptando una perspectiva «revisionista» más respetuosa ante los derechos de los individuos. Y muy reticente, si no decididamente contraria, a los métodos violentos revolucionarios, acogiéndose al gradualismo que Bernstein había propugnado en Alemania, dentro del SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschlands), y que en España fue seguido por Julián Besteiro (frente a Largo Caballero).

   En la realidad histórica, la distinción entre los partidos socialistas y los partidos socialdemócratas fue más bien ideológica o programática que efectiva o tecnológica. Baste recordar cómo el SPD, que había mantenido el «abajo las armas» en los comienzos de la Primera Guerra Mundial, cuando llegó al poder (siendo Ebert jefe del gobierno y Noske ministro de la guerra) fusiló a Rosa Luxemburgo y a Liebknecht.

   A nuestro entender, y desde la teoría de la holización, la dificultad de la distinción entre el socialismo de los partidos socialistas y el de los partidos socialdemócratas deriva de la misma ambigüedad implícita en el momento de la determinación del alcance que cabe otorgar a los sujetos individuales (resultados de la holización o «racionalización atómica» de la sociedad política heredada), en relación con el grupo (con «la sociedad») que los moldea. Esta ambigüedad afecta al propio proceso de holización, en el que se fundamenta, según la teoría, la democracia moderna, por cuanto la holización sólo cumpliría plenamente su proceso en el plano de una teoría (de una ideología, de una nematología), a veces abiertamente metafísica, incluso teológica. La ideología de quienes afirman que los sujetos individuales se hacen personas (por tanto, sujetos de derechos y deberes, imputables por los jueces del Estado de Derecho), en virtud de la creación nominatim por Dios de su alma espiritual. Pero en la realidad positiva todo el mundo sabe (incluso los creyentes en esa creación) que el individuo humano, aún suponiendo que tenga un espíritu creado por Dios, necesita ser moldeado por el grupo social (por la sociedad) para alcanzar su «maduración» como persona sujeto de la sociedad política.

   Se introduce de este modo una dualidad que nos conduce a la alternativa (incluso a la disyuntiva) siguiente: o bien considerar al grupo o a la sociedad como resultante de la asociación de individuos previamente dados (es la tesis del contrato social, orientada hacia la subordinación del Estado a los individuos, a los «derechos humanos», en el sentido del «liberalismo»), o bien considerar al individuo como resultante de su moldeamiento por el grupo (por la sociedad), lo que equivale muchas veces a suponer que el individuo libre, responsable de sus actos (supuesto de la democracia y del Estado de derecho, que se guía por el principio societas delinquere non potest), es propiamente una ficción jurídica, indispensable sin embargo para mantener la democracia y el Estado de derecho.

 

   5. Ahora bien: mientras que las democracias cristianas reconocen explícitamente la influencia histórica que en sus concepciones políticas ejercieron las «revelaciones evangélicas» del siglo I (y se dejaron llevar también, en el momento de dar cuenta de sus enfrentamientos con las izquierdas socialistas y comunistas, por las revelaciones maniqueas del siglo III, que afectaron también a las mismas izquierdas socialistas o comunistas de inspiración hegeliano-marxista: ver El mito de la derecha, pág. 93), la socialdemocracia pretendió mantenerse al margen (en sus principios doctrinales y planteamientos), de cualquier influencia teológica, buscando sus fundamentos en fuentes naturales, humanísticas y laicas, enfrentadas por tanto directamente con las iglesias católicas o protestantes, y, en consecuencia, con las democracias cristianas.

   Pero, ¿realmente puede aceptarse que la socialdemocracia, al menos la más «humanista y liberal», surgió de fuentes puramente «racionales», «positivas», incluso «científicas»?

   A nuestro entender, no es posible aceptar esta tesis, que forma parte de la ideología de la propia socialdemocracia.

   En efecto, aún cuando los precursores de la ideología socialdemócrata más liberal reivindican siempre la racionalidad, y aún la racionalidad científica, de sus principios, lo cierto es que la racionalidad de tales principios mantiene su carácter metafísico; el carácter de una metafísica resultante de la transformación o secularización de tradiciones o revelaciones también muy lejanas, que aparecen claramente en el siglo II (muy próximas por tanto a las revelaciones cristianas del siglo I y a las maniqueas del siglo III), y que creemos poder identificar con las tradiciones gnósticas.

   No entraremos aquí en las tareas de seguir el rastro de estas tradiciones gnósticas a lo largo de la edad media y de la edad moderna. Nos atendremos a las fuentes más recientes. Y así como las tradiciones cristianas o maniqueas se «refundan», depurándose, en el siglo XIX, en la escolástica hegeliana (que se continuó en el marxismo y en la neoescolástica tomista), así también las tradiciones gnósticas se habrían refundido y depurado en sistemas afines al que Krause ofreció a principios del siglo XIX, oponiéndose precisamente al estatismo de Hegel (que condicionaba su humanismo y su filosofía de la Historia), en nombre de una asociacionismo federalista mucho más próximo a lo que después serían las constituciones democráticas.

   Las posiciones krausistas encontraron en España suelo abonado por las tradiciones representativas de su historia política (los Concilios de Toledo, el Concilio de Coyanza, &c.). Algún historiador, como Pierre Jobit (Les éducateurs de l’Espagne moderne, París 1936), señaló una corriente «prekrausista» en la España del siglo XVIII; un concepto historiográfico de prekrausismo que deforma enteramente la realidad histórica, a la manera como la deforman conceptos tales como el de preerasmismo o precartesianismo español. Ese prekrausismo se manifestaría en obras como los Principios del orden esencial de la Naturaleza, de 1785, de Antonio Javier Pérez y López. En cualquier caso, el libro de Pérez y López no se nos presenta como una alternativa a las doctrinas ortodoxas de la Iglesia católica; por el contrario parece escrito con la voluntad de atenerse a tales doctrinas. Sólo retrospectivamente podría advertirse en él una cierta afinidad con el panenteísmo de Krause (afinidad que también podría percibirse en otras exposiciones de la metafísica cristiana ortodoxa de la época). Leemos al comienzo de su capítulo III, «Del orden esencial del Universo»:

   «Si a la luz de una verdadera Metafísica, que hasta los Deístas modernos cultivan y celebran, se examina cuál es la tendencia necesaria de la gran obra de la creación hacia su Creador infinitamente perfecto, aparece que es su gloria accidental. Siendo cierto, como lo es, que las criaturas, que nada tienen por sí, y todo el bien que poseen lo recibieron de otra mano, carecen de motivo para gloriarse, ¿cómo dejará de ser evidente que todas las cosas deben glorificar al Señor, que por su propia esencia atesora toda perfección? Ciertamente así como es el principio del Universo debe ser también su fin.» (pág. 11.)

   En cualquier caso fue don Julián Sanz del Río quien, a partir del año 1854 (en el que ocupó la cátedra de Historia de la Filosofía en Madrid), quien publicó en 1860 el Ideal de la Humanidad para la vida, que en realidad era una traducción fiel de un artículo de Krause. De hecho Sanz del Río fundó una escuela llamada a tener una enorme importancia en la socialdemocracia española, sobre todo a través de su discípulo Francisco Giner de los Ríos, Federico de Castro y Fernández, Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón, Francisco Pi Margall o Francisco de Paula Canalejas (estos tres últimos ocuparon las magistraturas más altas en la Primera República o en la Restauración).

 

   6. Ahora bien, venimos presuponiendo que las principales corrientes políticas del presente no se mantienen dentro de los límites inmanentes (en realidad jurídicos) del campo político (tal como pretende la llamada «ciencia política»), sino que desbordan constantemente y ampliamente esta supuesta inmanencia. Por tanto, no serían sólo las democracias cristianas, sino también las socialdemocracias, quienes estarían envueltas por idearios metafísicos o teológicos. Aquellas de modo explícito, y éstas de modo implícito; como también están envueltos en ideologías metafísicas o metapolíticas los movimientos políticos totalitarios, tanto los de signo comunista (como lo prueba la misma autodenominación «materialismo dialéctico», que contiene obviamente significados que desbordan el campo estricto de la política y de la economía política) como los de signo nacional socialista (que intercalaban en su ideario fragmentos explícitos de carácter mitológico). Los idearios a los que nos referimos, en resolución, desbordan, desde luego, la escala de los planes y programas políticos estrictos, y se mantienen a la escala de las llamadas «concepciones del mundo» (o Weltanschauungen, generalmente aludidas con el nombre de «filosofía» (la «filosofía de Zapatero», &c.). Con frecuencia hemos escuchado a militantes de la izquierda, que su condición de izquierdista confiere «sentido a su vida».

   Y, si este es el caso, se concederá que resulta imprescindible establecer un sistema de estas «concepciones del Mundo» capaz de «engranar» con las diversas alternativas políticas, porque sólo de este modo podremos fijar la posición relativa de los idearios socialdemócratas respecto de los idearios socialistas, comunistas, nacionalsocialistas o democristianos.

   Sin embargo, las «concepciones del mundo» alternativas que nos interesan (para establecer el sistema de concepciones políticamente interesantes), no son, en general, las concepciones del mundo que pudiéramos considerar como expuestas en tercera persona, es decir, en los planos semántico o sintáctico (como pudiera serlo la Megále Sintaxis de Ptolomeo, que antes hemos citado), sino precisamente las concepciones del mundo orientadas pragmáticamente. Y no en el sentido utilitario inmediato (que conviene a la escala de los planes y programas de un partido municipal), sino en el sentido propio dado a una escala tal que el Mundo, y no sólo el municipio, tenga que ver con «el Hombre», en general. Tal es el pragmatismo que hay que atribuir al ideario de un partido político de ámbito nacional, que necesariamente tiene que estar en contacto con otros partidos políticos de otras naciones, y que, en consecuencia, ha de enfrentarse con la necesidad de moverse en coordenadas propias de la Antropología filosófica (tales como la Idea de Cultura, la Idea de Religión, la Idea de Derechos Humanos, &c., con las cuales tiene que tratar ineludiblemente).

   Lo que llamamos «concepciones del mundo», en sentido pragmático, acaso tiene, como asunto fundamental, la cuestión que Max Scheler formuló como pregunta por «el puesto del hombre en el cosmos».

   No entraremos aquí en la cuestión de si cabe hablar de una concepción del mundo que no sea pragmática, teniendo en cuenta que las concepciones del mundo aparentemente más impersonales (semánticas o sintácticas, en tercera persona) no lo son en realidad. Es decir, no contienen referencia al hombre, en primera o segunda persona, singular o plural. La apariencia de impersonalidad deriva, acaso, del hecho de que la primera o segunda persona queden desdibujadas en un universo infinito: el universo abierto por los atomistas griegos y reabierto en la época de la «revolución copernicana», que fue vivida muchas veces como expresión de la insignificancia del hombre «perdido en la inmensidad del polvo estelar». Un hombre que se rescatará acaso no como contenido interno del Universo, sino como autor externo de su representación (como ocurre en las cosmologías que asumen el llamado «principio antrópico fuerte»).

   Presupondremos que, dada la afinidad entre el Hombre, como sujeto corpóreo, y el Dios de las religiones terciarias (en cuanto sujeto infinito que conmensura al Mundo y al Hombre), las concepciones del mundo de signo pragmático mantendrán siempre una determinada relación con las concepciones teológicas (sobre todo si asumen la interna conexión con el universo, como resultante de una totalización de la omnitudo rerum, y la idea de un Dios totalizador). Y esto tanto si la relación se supone positiva como si se supone negativa (sea porque se niega a Dios, sea porque se niega al Mundo como totalidad efectiva de la omnitudo rerum).

   7. Distinguimos así, dentro de la serie de concepciones del Mundo en sentido pragmático que nos interesa, cuatro sistemas fundamentales:

   I. Primer tipo de sistemas

   Los afines a las concepciones del teísmo cristiano, que, por un lado, supone a Dios creador como principio de la unidad del universo, es decir, de la totalidad del mundo de las criaturas angélicas (del mundo de los espíritus, incluyendo aquí a los ángeles caídos, a Satán) y a la naturaleza cósmica, y principalmente al Hombre como destino de la unión hipostática, en Cristo Jesús, de Dios y las criaturas. A través de esta unión hipostática el hombre adquirirá la condición de «Rey de la Creación» y podrá considerarse situado, en la scala naturae, «por encima de los ángeles».

   No cabría, según esto, hablar de «humanismo cristiano», sino más bien de «sobrehumanismo cristiano». El cual implica el gobierno de la política y de la historia desde la Iglesia de Cristo, desde la Ciudad de Dios agustiniana, al menos como regla negativa.

   Según esto, la concepción del mundo teológica de las democracias cristianas no es, por tanto, un mero acompañamiento histórico, sino que es constitutiva de su propia orientación. Lo que implica que el conflicto entre los partidos demócratas cristianos y los que no comparten su concepción del mundo es radical e irreversible.

   II. Segundo tipo de sistemas

   Los afines a lo que Jacob Fay (Defensio Religionis, 1709) denominó panteísmo. El panteísmo designa a toda concepción del mundo que identifica al Mundo con Dios. El panteísmo es un monismo cuando se le considera en perspectiva semántica o sintáctica, pero es también una concepción pragmática del Mundo en la medida en la cual envuelve también la identificación de Dios con el Hombre.

   El panteísmo supone una exaltación de la Naturaleza y del Hombre. En todo caso el panteísmo no es un término unívoco, y habrá que distinguir distintos tipos de panteísmo según diferentes criterios. Por ejemplo, cabe señalar un panteísmo negativo, el que entiende la identificación, al modo del idealismo, como «reabsorción» del Mundo en Dios –es el panteísmo que Max Scheler, en De lo eterno en el hombre, llamó «panteísmo acosmista» (cuando se considera equivalente a la negación del mundo)–. Y hay un panteísmo que entiende la identificación, al modo «materialista», como una «reabsorción» de Dios en el Mundo (un «panteísmo cosmista», que acaso cuando se interpreta como la negación de un Dios trascendente al Mundo, se aproxima a un panteísmo ateo, que Scheler llamaba también «vulgar»).

   Según un segundo criterio, distinguiríamos entre un panteísmo armónico y un panteísmo dialéctico; distinción que se cruza con el primer criterio (panteísmo armónico cosmista o acosmista; panteísmo dialéctico cosmista o acosmista). Por ejemplo, la concepción del mundo de los estoicos (la de Cleantes) puede interpretarse como un panteísmo cosmista, materialista, y aún dialéctico; mientras que la concepción del mundo de Plotino podría considerarse como un panteísmo dialéctico pero más afín al acosmismo.

   III. Tercer tipo de sistemas

   En el tercer tipo de sistemas de esta serie incluimos a los sistemas que podríamos llamar circumteístas (cuyo prototipo, en su versión mítica, lo encontraríamos en el gnosticismo de Valentín).

   El circumteísmo, y desde luego, el gnosticismo, no es un panteísmo, en la medida en que comienza rechazando que el Mundo se «reabsorba» en Dios, pero rechazando también que Dios se «reabsorba» en el Mundo.

   Según esto el circumteísmo no es un monismo, sino un dualismo, que reconoce una distancia infinita entre Dios (el Abismo, Buzos) y los entes que surgen o emanan de él; sólo que todos estos entes están envueltos «por Dios». Un Dios que, además, no se mantiene «de espaldas» al resto de estos entes.

   El dualismo entre Dios y los entes emanados de él se reproduce porque entre los entes emanados de Dios, a su vez, se produce una división esencial, la que media entre el conjunto de los entes que miran a Dios –el Pleroma– y el conjunto de los entes que, surgidos del Pleroma, pueblan el Keroma, una suerte de espacio vacío en el que se contiene el Mundus adspectabilis.

   Otro dualismo, muy próximo en extensión, aunque no en definición, a las concepciones circumteístas del Mundo es el dualismo Pleroma/Keroma, un dualismo que se corresponde con el dualismo entre el Reino de los Espíritus y el Reino de la Naturaleza.

   En cualquier caso, el circumteísmo está orientado, sin duda, en sentido pragmático, porque el Reino de los Espíritus contiene de algún modo a los hombres, aunque no necesariamente con exclusividad.

   Dicho de otro modo: una concepción del Mundo circumteísta supone a un Dios envolvente de la Naturaleza y del Hombre, ya sea como una especie más del Reino de los Espíritus, ya sea como la única o la más noble. Sin duda, el hombre podrá ser interpretado como un colectivo (es decir, como una totalidad atributiva) pero también como el conjunto de cada uno de los individuos humanos (es decir, como una totalidad diairológica o distributiva).

   Los textos gnósticos apuntan claramente a una concepción circumteísta de signo pragmático. En la exposición de Ptolomeo valentiniano, Anthropos es un eón emitido por Buzós –el Protopadre, el Abismo– dentro del Pleroma, situado en la frontera de la primera ogdóada. Y, lo que consideramos decisivo desde el punto de vista pragmático, ese Anthropos parece concebido como un individuo, si se quiere, como individuo «vago», nominalista, pero capaz de figurar en el Pleroma en lo que éste tenga de «reino de los arquetipos» (con ecos platónicos), como se deduce de su dual en la ogdóada, a saber, Ecclesia, que podemos interpretar como la «comunidad de los individuos humanos».

   Y esto es tanto como decir que la orientación pragmática de la concepción del mundo gnóstica del Mundo va dirigida a la salvación de los individuos humanos. Ante todo por métodos pacíficos (por la predicación de la gnosis), es decir, no políticos (por una organización estatal que incluya la violencia). Aquí cabría ver ya prefigurada la oposición práctica radical que se abrirá entre los gnósticos frente a los cristianos.

   En cualquier caso, el Mundo (compuesto por los espíritus del Pleroma y por los cuerpos el Keroma), aunque no es Dios Padre, tampoco está «fuera de Dios». Ni tampoco Dios Padre, aunque no es el Mundo, está «de espaldas al Mundo». Dios trasciende al Mundo, pero envolviéndolo y sosteniéndolo en el Ser, aunque sin identificarse con él.

   El gnosticismo, en conclusión, no es un monismo, sino más bien un pluralismo, y en este aspecto se encuentra más próximo al materialismo. Porque todo lo que no es Abismo (vinculado a veces a la Sijé, al Silencio), no es Dios, pero tampoco está fuera de Dios; está en él, envuelto por él, ante todo, en la medida en que es Reino de los espíritus o Pleroma de los treinta eones; fuera del Pleroma, en el Keroma, nos encontramos con el Mundo sensible, que tampoco es Dios, pero no es independiente de Dios.

   Cabría esperar encontrar, en el curso de los siglos, concepciones del Mundo que mantienen la «estructura ontológica» del circumteísmo gnóstico, sin perjuicio de la «poda», cada vez más enérgica, que se habrá ido practicando en sus ramajes mitológicos (eones, vinculados por relaciones de parentesco y organizados jerárquicamente en díadas heterosexuales, tétradas, ogdóadas, Pleroma y Keroma); una poda que puede dar la impresión de que el «sistema purificado» está ya en las antípodas de la mitología gnóstica, como si fuera un sistema que procede el espíritu de la sobriedad propia de los sistemas racionalistas científicos o filosóficos. Es el caso del panenteísmo krausista, que redefiniremos como una especie de circumteísmo.

   IV. Cuarto tipo de sistemas

   Como sistemas situados en el límite de la serie de las concepciones del mundo pragmáticas, pondremos al deísmo y al ateísmo.

   Ambos sistemas, en efecto, quedan en el límite de la serie de las concepciones del mundo pragmáticas, puesto que los dioses del deísmo (el Dios de Aristóteles o los dioses de Epicuro, por ejemplo) desdibujan la figura del Hombre. En este sentido pragmático, el deísmo equivale al ateísmo, por cuanto en ambas concepciones del mundo la figura del hombre deja de tener cualquier privilegio en el Universo. Es decir, se «disuelve» en el Universo como una parte más; ya hemos recordado cómo la revolución copernicana fue vista, y suele seguir siéndolo, por los físicos y cosmólogos que no aceptan el principio antrópico fuerte, como liquidación del antropocentrismo cosmológico, al «destronar» al hombre del trono que ocupaba como Rey del Universo. Desde el punto de vista pragmático, deísmo y ateísmo coinciden; Voltaire ya había dicho irónicamente que el deísmo es un ateísmo cortés.

 

   8. El isomorfismo estructural entre el panenteísmo krausista y el circumteísmo de los gnósticos, que estamos sugiriendo, fundándonos en la definición de las concepciones del mundo circumteístas del Mundo, puede alcanzar el mayor interés en el momento de analizar el ideario político de la rama más activa del socialismo español, a saber, la rama socialdemócrata de tradición krausista, «semianarquista», republicana, federalista, humanitaria, al menos en teoría. Es decir, en el ideario que constituye su momento ideológico; porque considerada en su momento tecnológico, el de la Realpolitik, los políticos socialdemócratas de tradición krausista, cuando han alcanzado el poder, han utilizado los procedimientos ordenancistas más característicos del socialismo totalitario. Y esto tanto en el ordenancismo legiferante, apoyado en una mayoría parlamentaria que se define como depositaria de la soberanía del pueblo, cuando en la utilización del poder judicial de un Estado de derecho arreglado por el poder legislativo de tal modo que pueda llegar a decirse que el poder político se ejerce de hecho a través de los tribunales de justicia o de jueces al servicio del ejecutivo.

   Sobre todo cuando estos jueces, a su vez, y por su cuenta, están movidos por la soberbia y enfermiza voluntad de poder que los mueve a un intervencionismo despótico que no duda en aplicar su poder para destruir, antes del juicio, durante el periodo de instrucción y saltándose por encima la presunción de inocencia, el prestigio de un ciudadano hasta entonces honorable, y el de su familia, que haya sido imputado, en nombre de ese talibanismo jurídico que se contiene en el principio Fiat justitia, pereat mundus.

   No podemos entrar aquí en el análisis del panenteísmo de Krause y de sus discípulos. Me limitaré aquí a recordar alguna idea central que figura en el Ideal de la Humanidad para la Vida, que en 1860 publicó don Julián Sanz del Río; una obra que es, por lo demás, como ha demostrado Enrique M. Ureña, traducción literal de otra obra de Krause.

   Leemos en el §2 de esta obra, biblia del socialismo socialdemócrata español:

   «Así como Dios es el Ser absoluto y el supremo, y todo ser es su semejante, así como la naturaleza y el espíritu son fundados supremamente en la naturaleza divina, así la humanidad es en el mundo semejante a Dios, y la humanidad de cada cuerpo planetario es una parte de la humanidad universal, y se une con ella íntimamente.» (Madrid 1860, págs. 34-35.)

   La lectura descuidada o ingenua de este texto tenderá a no dar importancia a eso de «la humanidad de cada cuerpo planetario», interpretando la frase simplemente como expresión del interés por el hombre en la universalidad de su presencia en la Tierra, frente al interés por el hombre de la estrecha «política de campanario» o incluso de la política de un Estado (aunque éste asuma las pretensiones imperialistas que le llevarían a «salvar» a los hombres de los demás Estados, como habría sido el caso del Imperio romano o del Imperio español, y más tarde, después de Krause y de Sanz del Río, o de sus últimos epígonos socialdemócratas, el caso del Imperialismo soviético).

   Pero este texto no es único, y hay otros aún más explícitos, incluso poco antes en el mismo párrafo:

   «Dios quiere, y la razón y la naturaleza lo muestran, que sobre cada cuerpo planetario, en que la naturaleza ha engendrado su más perfecta criatura, el cuerpo humano, el espíritu se reuna en sus individuos a la naturaleza, en unión esencial, en humanidad, y que unidos en este tercer ser vivan ambos seres opuestos su vida íntima bajo Dios y mediante Dios.» (Madrid 1860, págs. 34.)

   ¿Cómo interpretar estos pasajes?

   La primera posibilidad, que apoyaríamos en la influencia reconocida que Kant ejerció sobre Krause, sería la interpretación de esa «humanidad de cada cuerpo planetario», o de esa «humanidad universal», no ya como la humanidad extendida por toda la Tierra, sino como «la personalidad extendida por todas las esferas planetarias», de las que, desde una perspectiva especulativa (semántica, más que pragmática), habló Kant –y no fue el primero– en su Historia general de la Naturaleza y teoría del Cielo, de 1755 (remitimos a la breve exposición contenida en El sentido de la vida, págs. 158-160).

   Sanz del Río (traduciendo a Krause: «Gott will, und Vernunft und Natur stimmen dahin zusammen, dass auf jeden Himmelkörper...»), se encuentra ya en la línea pragmática que unas décadas después asumirían l= os soviéticos y luego Estados Unidos, la línea de la carrera espacial, orientada principalmente hacia el encuentro con los extraterrestres. Una vía en la cual, sin embargo, difícilmente podría haber pensado Sanz del Río, cuya época estaba todavía a casi un siglo de distancia de los V-1 y de los primeros viajes espaciales.

   Por ello hay que pensar en una segunda posibilidad –al menos esta es la que encontramos en los sucesores socialdemócratas de Krause y de Sanz del Río–. No es la vía de los extraterrestres, en el sentido de nuestros días, sino la vía del espiritismo. Acaso ya Sanz del Río asumió creencias espiritistas referidas, no ya a la humanidad planetaria, sino al individuo (rasgo socialdemócrata) capaz de transformarse, a su muerte, en un cuerpo astral. Las palabras que Sanz del Río pronunció en su lecho de muerte (tras rechazar, por cierto, los sacramentos de la Iglesia católica, en la que había sido bautizado) apoyarían esta interpretación: «Muero en comunión con todos los seres racionales finitos

   Y en este punto es necesario tener en cuenta las curiosas conexiones entre el socialismo de tendencia socialdemócrata y el espiritismo: la solidaridad que Pierre Lerroux (que fue uno de los primeros promotores, sino el primero, del término socialismo) había introducido en Francia para sustituir al principio de fraternidad –de la Revolución Francesa–, que mantenía excesivos sabores frailunos (ligados además a la fundamentación de la fraternidad de los hombres en el mito de los hijos de Adán y Eva), sólo podría alcanzar un significado capaz de desbordar las categorías zoológicas (desde las cuales la fraternidad, como principio revolucionario, no podría reclamar más alcance que el que conviene a la fraternidad del rebaño de ovejas o de la bandada de pájaros), mediante su extensión planetaria. Mediante el espiritismo, los krausistas españoles encontraron también argumentos «racionalistas» para atacar a la Iglesia católica y reinterpretar su Angelología. En el «catecismo krausista espiritista» del funcionario de telégrafos Manuel González Soriano, titulado El espiritismo es la filosofía (San Martín de Provensals 1881), vemos explícitamente esta conexión entre solidaridad y espiritismo; y en el Primer Congreso Espiritista Internacional (Barcelona 1888) encontramos este sorprendente epígrafe: «Progreso infinito. Comunión universal de los seres. Solidaridad

   A partir del espiritismo podríamos advertir, sin ninguna duda, la afinidad entre el krausismo socialdemócrata y el gnosticismo, y no simplemente la afinidad del espiritismo con el «reino de los ángeles y arcángeles» tradicional de la Iglesia católica. Esa «comunión con todos los seres racionales finitos», a la que aspiraba don Julián Sanz del Río en el momento de su muerte, tiene más que ver (supuesta la idea de un Dios que todo lo envuelve, pero sin necesidad de unirse hipostáticamente a un ente terrenal, el Hijo de María) con el Pleroma gnóstico que con las «legiones arcangélicas»; y la animadversión de los krausistas españoles hacia el clero católico coetáneo, así como la animadversión recíproca, tiene su exacto paralelo con la animadversión de San Ireneo o de San Hipólito hacia las sectas gnósticas de Valentín o de Marco.

   Las primeras especulaciones políticas de Krause giraron en torno al proyecto de un Estado mundial (del que ya había hablado en su Derecho Natural, publicado en 1803). Era inevitable la conexión de este proyecto con la figura de Napoleón. Escribe a su padre el 31 de octubre de 1805: «Bonaparte se comporta en verdad como un héroe desde el punto de vista científico». En los años sucesivos, en los que veía aún al Estado como la forma política suprema, creyó también ver con claridad que Napoleón estaba providencialmente llamado a establecer el Estado mundial (El Estado Mundial a través de Napoleón). Incluso (como nos descubre Enrique Ureña en su obra fundamental, Krause, educador de la humanidad, Madrid 1991) barajó la idea de un Concilio ecuménico que fuera convocado por Napoleón, acaso recordando, sospechamos, la convocatoria que Constantino el Grande hiciera del Concilio de Nicea. Krause se había alejado de la Iglesia católica y de las iglesias protestantes; en cambio se había acercado a las logias masónicas. Pero no pudo menos de entrar en conflicto con ellas. Las veía asfixiadas en su secretismo y su ritualismo, y sólo las justificaba en la medida en la cual la «hermandad masónica une a los hombres puramente en cuanto hombres», como escribió, en enero de 1809 en el tablero de la logia La Manzana de Oro de Dresde (Ureña, pág. 148).

   De aquí surgieron sus divergencias con las logias, que sabían que, si abandonaban todo proyecto ritual, toda formulación específica, quedarían disueltas en el «océano de la humanidad». Las logias terminaron por expulsar a Krause, lo que no quiere decir que no recibieran, a su vez, una profunda influencia suya y que reconocieran, muchos años después, la importancia de Krause, una vez que éste había muerto.

   Lo que nos parece digno de constatar es que este conflicto (en el que Krause se vio envuelto) entre la Hermandad masónica (las logias) y la Humanidad se reproducirá literalmente como conflicto entre cada Estado (con sus arcana imperii, sus rituales y costumbres específicas, sus intereses propios) y la Humanidad o el Género Humano. Krause parece reconocerlo en el momento en el cual comienza a alejarse, si no ya de la idea de un Estado Mundial (sí en adjudicarle «un puesto de segunda línea en la estructura orgánica de la sociedad humana, sentando a la Alianza de la Humanidad en el trono que él había ocupado antes» (Ureña, pág. 166), Krause pasa «de ver en el inicio napoleónico de la transformación de los Estados hacia la configuración de una Federación Mundial el acontecimiento que caracteriza sin más el comienzo de la tercera y definitiva Edad de la Humanidad, a ver en él sólo el acontecimiento o el signo externo de la entrada en esa nueva Época» (Ureña, pág. 166). Tal será el sentido de su distinción entre la Masonería y la idea de la Hermandad masónica que se corresponde con el proyecto de la Alianza de la Humanidad (en el que hemos visto, en otras ocasiones, la prefiguración de la Alianza de las Civilizaciones de Rodríguez Zapatero).

   Culmina así la distancia radical de Krause con el concepto de Estado absoluto de Hegel, una distancia que prefigurará la distinción entre el anarquismo de Bakunin y la concepción del Estado de Marx, como instrumento de la revolución final. La distancia, necesariamente confusa y oscilante, entre la socialdemocracia y el comunismo de signo marxista leninista.

   Son los conflictos que, en el curso de los siglos XIX, XX y XXI, saldrán a la superficie en escenarios diferentes. Por ejemplo, en el conflicto entre el hombre y el ciudadano (que la declaración de 1789 había vinculado mediante una conjunción copulativa, que enmascaraba la disyuntiva de fondo): el «hombre», en efecto, «disolverá» al «ciudadano de cada nación», a la manera como la Alianza de la Humanidad disolvía a las logias masónicas. Antes que español, decía Pi Margall, desde su ideología krausista, soy hombre.

 

   Después de la Segunda Guerra Mundial, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, lejos de funcionar como un reconocimiento urgente de las minorías, es decir, de los individuos aplastados en los diversos Estados, o de los individuos que habían quedado por la guerra «flotando» sin la protección de ningún Estado, comenzó a funcionar como un instrumento en contra de las prerrogativas de cada Estado. Un terrorista checheno, o kurdo, o vasco, dejará de ser visto como un criminal de lesa Patria, y sus actos se conceptualizarán como «crímenes contra la Humanidad» (contra los Derechos Humanos); conceptualización que utilizó el Tribunal de Nuremberg para evitar ser acusado de instrumento de las represalias ordinarias que los vencedores ejercen sobre los vencidos tras una guerra, acogiéndose una vez más al principio societas delinquere non potest (acaso para evitar tener que ahorcar a millones de alemanes, de austriacos, de italianos o de japoneses).

   La Alianza de la Humanidad, en las épocas del reinado de las socialdemocracias homologadas, constituidas tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, inspirará también, como hemos dicho, la Alianza de las Civilizaciones, así como también la devaluación de las naciones políticas como formas arcaicas que convendría sustituir por federaciones internacionales. Como convendría sustituir el patriotismo por el patriotismo constitucional, por el Estado de derecho, en el contexto de una federación de nacionalidades o pueblos naturales. Aquello con lo cual la socialdemocracia krausista española no contó fue con el imparable deslizamiento de las nacionalidades autónomas hacia su transformación en nuevos Estados soberanos.

   La animadversión de la socialdemocracia española y europea a la Iglesia católica (los calendarios editados por millones en 2011 por la Unión Europea suprimieron la mención de las festividades católicas de navidad, semana santa, Corpus Christi, &c., pero incorporaron, sin embargo, festividades musulmanas o hindúes) es el paralelo de la animadversión de las sectas gnósticas contra los cristianos romanos del primer siglo. Los mismos procedimientos de acción del socialismo democrático pueden calificarse de sectarios: difamaciones, judicializaciones de cualquier conflicto social o político –cuando se cuenta con un tribunal complaciente con el poder ejecutivo, o incluso nombrado por él–.

   Los principios de la armonía, el pacifismo, la no violencia, presidirán toda la propaganda política y social, y serán utilizados como arma arrojadiza contra los partidos políticos afines a la democracia cristiana; lo que no impedirá la organización de misiones de paz, pero bien armadas con tanques y misiles. En todo caso, el armonismo predicado no impedirá reavivar los dualismos tradicionales entre las izquierdas y la derecha, que ocuparon por cierto un puesto importante ente los gnósticos del siglo II:

   «Y todavía las potestades de izquierda, emitidas por ella antes que las de derecha, no reciben formación por la presencia de la luz; sino que las de la izquierda fueron abandonados para que las formase el Lugar.» (pág. 361.)

   Leemos en un texto valentiniano conservado por Clemente de Alejandría (Stromata, 32, 2):

   «Por esto predicó [Pablo] al Salvador bajo uno y otro aspecto, como engendrado y pasible para los de la izquierda, porque pudieron conocerlo en este lugar y lo temen; y, según el elemento espiritual, como procedente del Espíritu Santo y de la Virgen, al modo que lo conocen los ángeles de la derecha» (Clemente, 17, 3-20, págs. 354-355.).

   Se buscará, en cambio, superar otros inevitables dualismos reconocidos por los gnósticos, y principalmente el dualismo masculino/femenino (al que los gobiernos socialdemócratas españoles hacen responsable de la mal llamada «violencia de género»). Los socialdemócratas españoles intentan superar este dualismo utilizando diferentes recursos, desde la equiparación de los matrimonios homosexuales con el matrimonio de tradición romana, hasta los proyectos del Ministerio de Igualdad, orientados a suprimir las diferencias entre varones y mujeres. Una preocupación por la equiparación o la igualdad entre lo masculino y lo femenino que también encontramos en el gnosticismo del siglo II. Leemos en un texto de Clemente:

   «Así pues, los elementos masculinos se concentraron con la Palabra, mientras los elementos femeninos, convertidos en hombres, se unen a los ángeles y entran en el Pleroma. Por eso se dice que la mujer se transforma en hombre y la Iglesia de aquí abajo en ángeles.» (pág. 352.)

   Terminamos recordando la importancia que la idea de Iluminación y de la Luz alcanzó entre las sectas gnósticas. En el libro VIII de la Refutación de San Hipólito, cap. 9, nos enteramos de que la naturaleza inteligible no necesitó de nada, pues todos aquellos seres inteligibles eran luz. La luz «vino a brillar desde lo alto sobre el caos subyacente; éste, una vez iluminado y, al mismo tiempo, configurado por aquellas formas variadas procedentes de lo alto, quedó firmemente constituido y recibió todas las formas procedentes de lo alto, del tercer eón, el que se desdobló en tres».

   Ahora bien, la luz y la iluminación es la única idea responsable del concepto historiográfico que conocemos como Ilustración (como iluminismo, Aufklärung). Dicho de otro modo: tal concepto historiográfico es sólo una metáfora gratuita que otorga el papel luminoso a los ilustrados (a la izquierda) y el papel tenebroso a la Iglesia (a la derecha).

   La socialdemocracia española, acaso para borrar las huellas de sus antecedentes marxistas, quiso encontrar en la Ilustración, en el sentido corriente historiográfico, su verdadera fuente de inspiración. Impulsó, desde su perspectiva, los actos del centenario, a escala nacional, de Carlos III, el Rey ilustrado; bautizó, con el nombre de Avenida de la Ilustración, a una vía madrileña. Es decir, intentó recoger, con espíritu gnóstico, la antorcha de la Ilustración, una vez que había renunciado al cristianismo y al marxismo-leninismo.

   Y de hecho, su política se alineó ideológicamente a las políticas que suelen autodefinirse como orientadas a la «sociedad del conocimiento» o afines (K-Government o Knowledge Government), sociedad de la información, &c. Autodeficiniones ideológicas y en ocasiones sostenidas por el mero mercadeo comercial o propaganda de venta de ordenadores o servicios de internet.

   La idea de la sociedad de conocimiento lleva en su seno el mito de que las sociedades sólo alcanzan el grado superior de felicidad democrática cuando puedan absorber conocimiento, entendido como cultura, principalmente la cultura visual que ofrecen los escenarios teatrales, las pantallas de televisión o de internet. Fukuyama ya lo había tenido en cuenta: el fin de la historia humana se alcanza con la democracia y el video. O dicho del modo gnóstico: con la democracia y con la gnosis.

   Puro idealismo histórico.

ALGO SOBRE EL PODER Y EL PODEROSO

ALGO SOBRE EL PODER Y EL PODEROSO

Alberto BUELA

A Germán Spano, que me lo obsequió

 

   Se reeditó recientemente el pequeño Diálogo sobre el poder y acceso al poderoso del iusfilósofo alemán Carl Schmitt, que fuera publicado tanto en Alemania como en España en 1954 (1), y que naciera como un diálogo radiofónico, que en un principio tendría el autor y el politólogo francés Raymond Arón, o el sociólogo Helmut Schelsky, o el filósofo Arnold Gehlen, pero los tres se rehusaron. Claro está, la demonización mediática que pesaba sobre Schmitt era tal que cuando en el semanario Die Zeit, su jefe de redacción escribe a propósito del Diálogo: "En la República Federal de Alemania, el gran jurista Carl Schmitt es una figura controvertida. Sin embargo, incluso sus enemigos deberían prestar atención cuando hace observaciones originales y sagaces...Nadie que se proponga escribir sobre el poder debería abordar el tema sin haber leído el texto de Carl Schmitt" (N° 9 del 2/7/54), al jefe de redacción lo echaron del trabajo y le prohibieron la entrada al edificio.

 

La naturaleza del poder

 

   Se trata de hablar específicamente del poder que ejercen los hombres sobre otros hombres, pues el poder no procede ni de la naturaleza ni de Dios, al menos para la sociedad desacralizada de nuestro tiempo.

   El poder establece una relación de mando-obediencia entre los hombres que cuando desaparece la obediencia, desparece el poder. Se puede obedecer por confianza, por temor, por esperanza, por desesperación que se busca junto al poder, pero "la relación entre protección y obediencia sigue siendo la única explicación para el poder".

 

El acceso al poderoso

 

   Como todo poder directo está sujeto a influencias indirectas, quien presenta un proyecto al poderoso, quien lo informa, quien lo ayuda o asesora ya participa del poder. Esto ha desvelado a los hombres que en el mundo han ejercido poder directo. Existen cientos de anécdotas al respecto, de cómo los poderosos han tratado de romper el círculo de influencias indirectas que los rodeaban. "Delante de cada espacio de poder directo se forma una antesala de influencias y poderes indirectos, un acceso al oído, un pasaje a la psique del poderoso". Y cuanto más concentrado está ese poder en una cima, más se agudiza la cuestión del acceso a la cima. Más violenta y sorda se vuelve la lucha de aquellos que están en la antesala y controlan el pasaje al poder directo. Quienes tienen acceso al poder ya participan del poder y como consecuencia no permiten u obstruyen el acceso de otros al poder. En una palabra, el poder no se comparte, sólo se ejerce.

 

Maldad o bondad del poder

 

   Si el poder que ejercen los hombres entre sí no procede de la naturaleza ni de Dios sino es una cuestión de relación entre los hombres, ¿es bueno, es malo, o qué es?, se pregunta.

   Para la mayoría de los hombres el poder es bueno cuando lo ejerce uno y malo cuando lo ejerce su enemigo. El poder no hace a los hombres buenos o malos sino que cuando se ejerce muestra en sus acciones si el poderoso es bueno o malo, que es otra cosa distinta.

   Para San Pablo todo poder viene de Dios, y para San Gregorio Magno la voluntad de poder es mala, pero el poder en sí mismo siempre es bueno.

   Pero actualmente la mayoría de las personas siguen el criterio expresado por Jacobo Burckhardt que "el poder en sí mismo es malo". Lo paradójico que esto fue escrito a partir de los gobiernos de Luís XIV, Napoleón y los gobiernos populares revolucionarios surgidos a partir de la Revolución Francesa. Es decir, que en plena época del humanismo laico, de los derechos humanos del hombre y el ciudadano se difunde la universal convicción de que el poder es malo. A qué se debe este cambio de ciento ochenta grados en la concepción del poder que pasó de bueno hasta finales del siglo XVIII, a malo hasta nuestros días.

 

   El avance exponencial de la técnica, transformada luego en tecnología y finalmente en tecnocracia ha hecho que sus productos se desprendan del control del hombre y por lo tanto el poderoso no puede asegurar la protección que supone el tener poder sobre aquellos que le obedecen. Se supera así la relación protección obediencia que caracteriza la naturaleza del poder. El poder es se ha transformado en algo objetivo más fuerte que el hombre que lo emplea.

   El concepto de hombre ha cambiado y es vivido como más peligroso que cualquier otro animal, es el homo homini lupus de Hobbes, autor reverenciado por Schmitt.

 

   Nota bene:

   Sin cuestionar la excelencia de este brevísimo diálogo, quisiéramos observar que aun cuando Schmitt quiere hablar sobre el poder en general, se limita sin quererlo al poder político pues no tiene en cuenta el poder que nace de la autoridad, esto es el poder que nace del saber o conocer algo en profundidad y que pueda ser enseñado. No es por obediencia, al menos primariamente, que un discípulo se acerca a un verdadero maestro, ni por protección que un maestro ejerce su profesión, sino en busca de la transmisión genuina del saber.

   Es que la obediencia a la autoridad se funda en el saber de dicha autoridad, y no en la mayor o menor protección que pueda brindar dicha autoridad.

 


 (1) Revista de estudios políticos N° 78, Madrid, 1954