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IZQUIERDA SOCIALDEMÓCRATA Y GNOSTICISMO

IZQUIERDA SOCIALDEMÓCRATA Y GNOSTICISMO

Gustavo BUENO

 

   I. Planteamiento de la cuestión

 

   1. Tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, en los años 1988-1992, el campo político del llamado «mundo occidental» (de tradición católico romana, reformada siglos después por las iglesias protestantes) mantuvo la polarización que había comenzado a raíz de la Revolución Francesa, en dos frentes «dioscúricos», que todavía siguen autodenominándose «izquierdas» y «derechas».

   El rótulo «izquierda» se aplicó, desde «Occidente», al Partido Comunista de la URSS (aun cuando, desde su interior, ni Lenin ni Stalin aceptaron este rótulo); un rótulo que sigue aplicándose a los ulteriores y disminuidos herederos de los partidos comunistas o anarquistas, pero, sobre todo, a los partidos socialdemócratas más o menos «homologados» de la Europa occidental, EEUU –mediante la correspondencia de los demócratas con la izquierda y de los republicados con la derecha–, Repúblicas americanas, Israel, algunos Estados de África del Sur, Australia, incluso Japón.

   El rótulo «derecha» se aplica, en Occidente, no sólo a los partidos considerados como «extrema derecha» (incluso «fascistas») sino también a los liberal-conservadores y, sobre todo, a los partidos democristianos.

   La «occidental» oposición polarizada izquierda/derecha se desdibuja, aunque siga aplicándose nominalmente, en las sociedades políticas constituidas fuera de Occidente (Rusia y Repúblicas sucesoras de la antigua URSS, China, India, Indonesia, países islámicos, &c): ¿cómo considerar «de izquierdas» a los países islámicos del Irán o del Irak durante el siglo XXI?

   Hasta los últimos años del siglo XX la hegemonía cultural, científica y tecnológica correspondió, desde luego, a Occidente, sobre todo a Estados Unidos («el Imperio»). Podría hablarse de la hegemonía de mil quinientos millones de individuos, organizados en democracias homologadas, sobre los cinco mil quinientos millones de individuos no occidentales (o no plenamente occidentales, como es el caso de Rusia y de repúblicas afines).

   Sin embargo, durante la primera década del siglo XXI, el crecimiento tecnológico, científico e industrial de China, y aún de la India, ha ido incrementándose hasta un punto tal que hace pensar a muchos analistas que los «centros de poder» del Mundo globalizado se están desplazando hacia Asia, y principalmente hacia la «China confuciana».

 

   2. Ahora bien: la polarización izquierdas/derechas en Occidente ha perdido, casi por completo, después de la caída de la URSS, su significado político administrativo, como consecuencia de la ecualización resultante de la convergencia de los planes y programas de los partidos de izquierda y de derecha, precisamente en el proceso de desarrollo de las democracias parlamentarias homologadas.

   Sin embargo, la oposición entre izquierdas y derechas subsiste, y mantiene su intensidad, sobre todo en Europa (y particularmente en España, Francia e Italia), aunque tal oposición acaso se haya desplazado desde el terreno estrictamente político originario hasta un terreno llamado «cultural», incluyendo aquí muchos dominios o instituciones de gran alcance político –es decir, determinados antes por motivos ideológicos que tecnológicos–, tales como el llamado matrimonio homosexual, el aborto, la abolición de la pena de muerte, la eutanasia, el rechazo a la energía nuclear, &c. (remitimos a nuestro artículo de El Catoblepas, nº 105: «Sobre la transformación de la oposición política izquierda/derecha en una oposición cultural (subcultural) en sentido antropológico»).

   Nadie pone en duda la afinidad entre las derechas democráticas occidentales y las «ideologías trascendentes», propias de las iglesias cristianas, católicas o protestantes, afinidad explícitamente reconocida en las democracias cristianas. En cambio no aparece correspondencia similar alguna entre las socialdemocracias (en cuanto contradistintas al socialismo, incluyendo en él a los partidos comunistas, más estatistas que liberales) con instituciones eclesiásticas de cualquier tipo; por el contrario, cabría aducir el laicismo –y aún el «laicismo integral», del que ha hablado Martin Rhonheimer–, generalmente vinculado a la izquierda comunista, socialista y socialdemócrata, como razón de su tendencia a enfrentarse, en el terreno político, con las confesiones religiosas y con el Estado confesional. De aquí será fácil inferir que la izquierda socialdemócrata estaría de hecho «vuelta de espaldas» a cualquier preocupación celestial o trascendente (respecto del campo de la política positiva terrestre), y esto se explicaría por el carácter «racionalista y progresista» que estaría actuando en el núcleo de tales democracias.

   Por nuestra parte, consideramos totalmente errónea esta inferencia. La izquierda socialdemócrata, en el sentido dicho (como también la izquierda socialista residual) –y no sólo los militantes, simpatizantes o votantes de los partidos correspondientes–, también está envuelta en una ideología, nematología o «nebulosa trascendente» o metafísica, aunque ésta no se reconozca, como consecuencia de su falsa autoconciencia racionalista.

   La tesis del presente rasguño es ésta: los «componentes trascendentes» de las ideologías socialistas, socialdemócratas y democristianas proceden de ideologías metafísicas (por no decir míticas) muy antiguas, del siglo I, vinculadas al cristianismo; y este nexo está explícitamente reconocido en las «democracias cristianas». Pero también cabría poner en correspondencia al socialismo, y al comunismo, con las doctrinas maniqueas del siglo III, mientras que las socialdemocracias se corresponderían con concepciones ideológicas afines a las de los gnósticos del siglo II.

 

   También habría que constatar las correspondencias entre los enfrentamientos y alianzas de aquellas sectas y estos partidos políticos. Por ejemplo, los enfrentamientos de los gnósticos del siglo II con los cristianos del helenismo se corresponderían con los enfrentamientos actuales de la socialdemocracia española y europea con la Iglesia católica o con las iglesias protestantes. A fin de cuentas, el cristianismo que envuelve a la derecha tiene todavía más años que el gnosticismo: la diferencia está en que el cristianismo del siglo I llegó a nuestra época canalizado en la caudalosa corriente de la iglesia romana, mientras que el gnosticismo no dispuso de un cauce tan preciso, y lo que pudo llegar de él fueron las gotas de una lluvia difusa (lo que no quiere decir que esta lluvia no hubiera podido transportar los inconfundibles aromas de sus fuentes).

 

   II. Gnosticismo y Gnosis

 

   1. El término «gnóstico» puede tomarse, y de hecho suele tomarse, en dos acepciones distintas, aunque mutuamente involucradas y de un modo inseparable. A saber: una primera acepción, que podría calificarse de acepción idiográfica (o histórica, referencial), y una segunda acepción que asumiría la forma nomotética (o «sistemática»).

   En su acepción idiográfica (o histórica), gnósticos son los miembros de determinadas «sectas» soteriológicas (que predicaban la salvación de los individuos humanos por el conocimiento) muy relacionadas, en sentido polémico, las unas con las otras y con las iglesias cristianas, que florecieron en diversas ciudades mediterráneas del siglo II. En este sentido, «gnóstico» es un adjetivo para designar a todo aquello que tenga que ver con esta floración de sectas que tuvo lugar en la época de esplendor del Imperio romano de los Antoninos (Trajano, Adriano, Antonino, Marco Aurelio, Cómodo), sin olvidar que esta floración tuvo sus antecedentes (la llamada «gnosis judía», de judíos cristianizados tales como Cerinto, Simón Mago, Menandro...) y sus consecuentes, en los siglos posteriores.

   En su acepción nomotética, son gnósticos todos aquellos grupos o personas que participan de la gnosis, entendida como un «sistema teológico-cósmico» –o como una familia de sistemas– a los cuales se atribuyen capacidades soteriológicas, independientemente de que estos sistemas hayan sido asumidos, incluso creados, por individuos del siglo II, o de cualquier otro siglo posterior o incluso anterior.

   La distinción entre estas dos acepciones del término gnóstico fue de hecho establecida por un congreso de investigadores reunido en Mesina, en 1966, en sus propuestas concernientes al «uso científico» de los términos «gnosis» y «gnosticismo». Según la exposición que hace José Montserrat Torrents (en la introducción general a una colección de escritos sobre Los gnósticos, publicada en dos volúmenes por la Editorial Gredos, Madrid 1983), la distinción sería ésta:

   «Para evitar un uso indiferenciado de los términos ‘gnosis’ y ‘gnosticismo’, parece útil identificar, a través de los métodos histórico y tipológico, un hecho determinado, el gnosticismo, partiendo de un cierto grupo de sistemas del siglo II d. C., que vienen siendo generalmente así denominados. Se propone, en cambio, concebir la ‘gnosis’ como ‘conocimiento de los misterios divinos reservado a una élite’.» (op. cit., pág. 8.)

   Pueden señalarse muchos paralelos a la distinción, así establecida, entre gnosis y gnosticismo. Por ejemplo, el término «socialismo» puede entenderse como «la forma de pensar y de vivir» de individuos o de grupos de diversos lugares o siglos, por oposición a «socialista», cuando se utiliza para designar a los individuos afiliados, votantes o simpatizantes de un partido político socialista durante un intervalo determinado históricamente.

   Cuando los historiadores de la filosofía clasifican como gnóstico al último gran pensador de la antigüedad, Plotino, que vivió en el siglo III, no por ello quieren significar siempre que Plotino fuera un discípulo o un epígono de una secta gnóstica del siglo II; precisamente Plotino se distinguió por su enérgica actitud antignóstica. Quiere decirse que el sistema de Plotino incluye una gnosis sui generis. La definición que Max Scheler, en De lo eterno en el hombre, dio de la gnosis y de los gnósticos, se corresponde más bien con la acepción nomotética o sistemática que con la acepción histórica: «Entendemos por gnosis a toda concepción del mundo y de la vida que enseña la salvación por el conocimiento» (cita como gnósticos a Averroes o a Schopenhauer).

 

   La misma diferencia entre la gnosis verdadera (cristiana) y la gnosis falsa, utilizada por heresiólogos tales como San Ireneo de Lyon o San Hipólito de Roma, tiene que ver con la distinción que nos ocupa: el cristianismo sería una gnosis verdadera (en su sentido sistemático, en tanto predica la necesidad del conocimiento por revelación para la salvación); la gnosis falsa nos remitiría a la gnosis en su sentido referencial-histórico.

   Las dificultades que entraña la definición de gnosis, en el sentido sistemático de Scheler, deriva sin duda de la ambigüedad del término «conocimiento salvador». ¿De qué conocimiento se trata? ¿A qué salvación nos referimos? Además, el conocimiento, cualquiera que sea, ¿se considera salvador por sí mismo o conjuntamente con otras prácticas o actividades? Por ejemplo, el conocimiento del sendero de salida de un bosque en llamas, es un conocimiento salvador para quien se encuentra dentro de él, pero no por sí mismo, sino acompañado de la marcha efectiva por este sendero, capaz de alejarnos del bosque en llamas.

   La oposición entre un gnosticismo sistemático (o nomotético) y un gnosticismo histórico (o idiográfico) no es, por lo demás, una oposición disyuntiva, por la sencilla razón de que el gnosticismo nomotético puede también tomarse como un concepto universal distributivo que es aplicable a diferentes gnosis idiográficas, o bien porque a partir de una gnosis idiográfica nos elevamos a un concepto universal abstracto de gnosis, que puede concebirse como independiente de la gnosis idiográfica de partida. Tal sería el caso del concepto de gnosis a partir del cual Th. Huxley, el «bulldog de Darwin», acuñó hacia 1869 el término «agnosticismo» –que tan amplia fortuna estaba llamado a tener en lo sucesivo– (generalmente como término opuesto a «ateísmo»).

   Thomas Huxley había partido del concepto de gnosticismo, en su acepción historiográfica, a la que tuvo acceso a través de los Hechos de los Apóstoles, atribuido a San Lucas, discípulo de San Pablo. Lucas (Hechos 17-22 y 23) pone en boca de Pablo, «de pie en medio del Areópago», las siguientes palabras: «Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba escrito: ‘Al dios desconocido’

   Sin duda, Huxley advirtió la paradoja de la concepción de un «dios desconocido», y sin embargo, presente en un altar; la paradoja entre alguien que revela conocimiento en un altar, pero cuya esencia se desconoce. Este dios desconocido sería precisamente el propio del agnóstico que, además, se enfrenta al gnóstico que cree poder estar conociendo, por revelación, lo que le manifiesta ese dios incógnito. Huxley habría aplicado, según esto, este «dios desconocido», pero revelado a una secta de fieles escogidos o gnósticos, a las iglesias cristianas de su época. «Agnosticismo» significó entonces no ya la negación de Dios (ateísmo), sino el desconocimiento de la esencia y de la existencia del Dios revelante; y este agnosticismo significaba, para algunos (por ejemplo, el agnosticismo trágico de Unamuno), una limitación trágica, capaz de impedir conocer nuestro destino; y para otros (el agnosticismo positivista) un descubrimiento que en nada tenía por qué afectar al conocimiento necesario en otros terrenos, sino que más bien despejaba el camino de este conocimiento. En todo caso, el agnosticismo se enfrentaba así con el gnosticismo, es decir, con la actitud de quienes, por lo menos, creían necesario, en el momento de fijar planes o programas políticos, desbordar el horizonte de un humanismo genérico o terrenal y envolver al hombre con la compañía de otras entidades cósmicas, en función de las cuales se definiría también el destino humano.

   Este gnosticismo, opuesto al agnosticismo trágico o al agnosticismo positivista, será asumido, por un lado, por el gnosticismo tradicional (por la gnosis cristiana), y por otro lado, tomando la forma de un gnosticismo racional y anticatólico, por la socialdemocracia de cuño krausista, que a través del Ideal de la Humanidad que hizo suyo Julián Sanz del Río, inspiró a una gran parte del socialismo español, apartándole del marxismo leninismo.

 

   III. Dos «estrategias hermenéuticas» para entender los textos gnósticos

 

   1. Es muy difícil saber qué significa «entender» los textos gnósticos del siglo II que se nos han conservado, principalmente en las obras de sus enemigos heresiólogos cristianos, tales como la obra de San Ireneo de Lyon, conocida como Adversus haereses –escrita probablemente entre 180 y 190– y la obra de San Hipólito de Roma, Elenchos (Refutación de todas las herejías), que apareció en torno al año 222.

   Sin duda no hay mayores dificultades para entender, al modo como se entiende un texto surrealista, frases como esta, de San Ireneo:

   «El Logos y la Vida, después de emitir al Hombre y a la Iglesia, emitieron a otros diez eones, cuyos nombres son los siguientes: Profundo y Mezcla, Inmarcesible y Unión, Genuino y Placer, Inmóvil y Comunión, Unigénito y Beata. Éstos son los diez eones que, según ellos, fueron emanados por Logos y Vida. Por su parte, el Hombre, en unión con la Iglesia, emitió doce eones, a los que otorgan los nombres siguientes: Paráclito y Fe, Paternal y Esperanza, Maternal y Caridad, Intelecto Perdurable y Entendimiento, Eclesia y Beatitud, Deseado y Sabiduría.» (pág. 95.)

   Comparemos la frase anterior con la siguiente, extraída de un libro de Cosmología actual (Los tres primeros minutos del Universo, en el que Steven Weinberg, en funciones de San Ireneo, dice reexponer la gnosis de Murray Gell-Mann y de George Zweig):

   «Los quarks se presentan en diferentes tipos o sabores, a los que dan nombre como Arriba, Abajo, Extraño y Encantado. Además, cada sabor de quark puede tener tres distintos colores, que los teóricos [gnósticos científicos] de Estados Unidos habitualmente llaman rojo, blanco y azul. El pequeño grupo de los físicos teóricos de Pequín se ha adherido hace tiempo a una versión de la teoría de los quarks, pero los llaman ‘estratones’ en vez de quarks, porque estas partículas representan un estrato más próximo a la realidad que los hadrones ordinarios

   Sin duda, tampoco hay dificultad para entender esta frase de la gnosis científica actual, en la literalidad de sus palabras, en cuanto significantes de significados de la lengua española («profundo», «mezcla», «rojo», «blanco»), pero la cuestión es: ¿de qué estamos hablando? ¿Acaso estamos leyendo sencillamente textos literarios escritos por algún dadaísta? ¿Acaso estamos leyendo textos que pretenden decirnos algo sobre la realidad (entendiendo por tal precisamente a entidades que de algún modo tienen que ver con nuestro mundo práctico, tales que podamos tocar, oler o ver a distancia, para decirlo de un modo redundante)?

 

   2. Desde luego, podríamos utilizar, en la interpretación de estos textos, una estrategia «hermenéutica filológica» (que en realidad presupone una perspectiva alfa operatoria, en la que el sujeto operatorio no aparece en el campo; por lo demás, una estrategia filológica que no se reduce a la interpretación de textos, sino también a la lectura de aparatos, tales como termómetros, amperímetros, &c., lo que desborda el sentido tradicional del término «filológico», aunque no la estructura del concepto). La estrategia hermenéutica filológica engrana plenamente con las interpretaciones semánticas o sintácticas de los textos que hablan de «concepciones del mundo»; esto es obvio en el caso de las estrategias semánticas, pero también en el caso de las sintácticas, al menos si nos acordamos del título de la obra de Tolomeo, Megále Sintaxis (el Almagesto medieval). La hermenéutica filológica la haríamos consistir, por tanto, en la confrontación de un término o secuencia de términos L con otros textos o secuencias conocidas P, que suponemos han servido de modelo o de inspiración de los textos L. En el supuesto de que el texto P también lo entendiéramos en función de otro Q, nos mantendríamos en la hermenéutica filológica: estaríamos hablando de significados puros, ideales, acaso «poéticos», es decir, sin necesidad de referencias reales. Cuando San Hipólito, exponiendo en el libro VI,8 de su Refutación, las doctrinas de Simón Mago (según algunos, el precursor de los gnósticos), coteja sus textos con otros de Heráclito o de Moisés, está utilizando sin duda la estrategia filológica. San Hipólito habla de un texto de Moisés, citado por Simón: «Dios es el fuego que arde y consume». Y relaciona el «necio comentario de Simón» («el fuego es el principio de todas las cosas») con las oscuridades de Heráclito. Lo que entendemos aquí son las relaciones entre textos (entre libros), relaciones objetivas que permiten segregar al sujeto lector, que es simplemente quien establece las relaciones objetivas entre dominios significativos puros, pero manteniéndose fuera del campo de tales relaciones objetivas (a la manera como el fotógrafo se mantiene fuera de la fotografía). La interpretación filológica de los textos nos permite establecer relaciones objetivas que acaso no hablan de nada distinto de lo que se contiene en sus palabras, a la manera como la música sólo nos ofrece secuencias sonoras que podemos relacionar, con relaciones de isomorfismo, con otras secuencias sonoras, pero sin saber de qué se está hablando en sentido real (¿qué son esos eones emitidos por Logos y Vida? ¿qué son esos hadrones, esos quarks, esos sabores?).

 

   3. La estrategia de interpretación que llamaremos «hermenéutico pragmática» ya contiene referencias al sujeto, al lector en este caso, en cuanto sujeto corpóreo operatorio que actúa en un dominio de cuerpos y sucesos, también corpóreos, es decir, en un campo de fenómenos sensibles, de cosas manipulables, tangibles o visibles. Las semejanzas de los textos que contienen las secuencias de palabras contenidas en las obras cosmológico científicas de nuestros días (tipo Weinberg, Penrose, Hawking o Vilenkin) con las secuencias contenidas en las exposiciones del Pleroma gnóstico, no pueden escapar a nadie: cuando vemos desplegarse ante nuestros ojos (a través de las páginas de un libro, o a través de la pantalla de un televisor o de un ordenador) las secuencias de la «Gran Explosión», de los remolinos de materia a altísimas temperaturas, de los que van surgiendo los quarks, los electrones, los protones, los nucleones... y después los átomos de helio o de hidrógeno... –teniendo lugar todo ello en un estado del Mundo en expansión que todavía no tiene la morfología del mundo actual–, tenemos la evidencia de que ambos géneros de secuencias se refieren a lo mismo, constituyendo organizaciones muy similares de indudable interés pragmático.

   Refiriéndonos a los textos cosmológicos: la perspectiva de la hermenéutica pragmática para entender el texto citado de Weinberg se nos manifiesta en cuanto, después de leer las proposiciones que establecen que los quarks, cuando están muy cercanos unos de otros, pierden fuerza interactiva, no es recogida como una proposición que va referida a un mundo objetivo impersonal, sino que es entendida como resultado de experiencias llevadas a cabo por sujetos operatorios en un acelerador de partículas, concretamente en el Stanford Linear Accelerator Center-MIT.

   En el caso del texto gnóstico, la perspectiva pragmática se nos impone cuando, por ejemplo, después de haber leído los tres primeros capítulos del libro I de San Ireneo en perspectiva alfa operatoria (filológica, en este caso), acaso como quien lee un cuento de la vieja, «caemos en la cuenta», inducidos por el propio texto, de que lo que trata este texto es de lo mismo de lo que tratan los textos cosmológicos relativos a la teoría de la expansión del Universo y del Big Bang:

   «La Intención –a la que, asímismo, llaman Achamot– de la Sabiduría superior [el último eón emitido en el Pleroma que buscaba volver al padre, al Abismo], una vez apartada del Pleroma, entró en ebullición por necesidad en regiones de sombra y de vacío, porque salió de la luz y del Pleroma, informe y sin figura, a manera de aborto, por no haber comprendido nada.» (pág. 110)

   Este texto nos recuerda («filológicamente») a textos de Empédocles (cuando expone la descomposición de Sphairos en los elementos, y el aspecto amorfo de esta descomposición, hasta que van reorganizándose las formas: «los ojos en busca de sus frentes») o nos recuerda los textos de los teóricos del Big Bang. Pero «caer en la cuenta» de que estos textos no están hablando sólo de cuentos de la vieja, que no nos afectan, porque no aparecemos en sus relatos (perspectiva alfa operatoria), pero que nos afectan cuando advertimos que están hablando en perspectiva pragmática (beta operatoria), porque nos damos cuenta de que somos nosotros los que estamos de algún modo comprometidos en el relato, por ejemplo, porque hemos visto en el radiotelescopio el desplazamiento al rojo de determinada galaxia o, en general, porque sabemos que de lo que están hablando estos textos es del Mundo visible y vulgar que nos rodea, y de nuestras indagaciones sobre lo que pueda haber más allá de nuestro horizonte visible o más atrás de este horizonte.

   En una palabra, la lectura pragmática de los textos gnósticos nos lleva a interpretarlos, no como simples delirios o fantasías semántico sintácticas, sino como, sin abandonar la hipótesis del delirio sobrevenido, como delirios que tienen que ver con los intereses de mi ego corpóreo, o con las cosas que nos rodean en la superficies de la Tierra y en el Cielo, o con los demás egos que interaccionan con nosotros como amigos o enemigos.

   Y con esto ya podemos entender qué tengan que ver los relatos gnósticos o científicos con nuestra salvación, es decir, con la seguridad o inseguridad de nuestro propio cuerpo y de los demás cuerpos de los otros sujetos que viven en un Mundo desconocido. Y, por ello, cuando retrocedemos al comienzo del libro I de San Ireneo, y releemos la exposición que Tolomeo hace sobre la ogdóada primordial, que dará origen al Pleroma, intentaremos entender pragmáticamente –es decir, a partir de experiencias pragmáticas actuales, y semejantes por completo a las que pudieron tener lugar hace veinte siglos (porque si no fuera así no podríamos en modo alguno entender nada de lo que ellos nos dicen), por sujetos que tenían manos y ojos prácticamente iguales a los nuestros– que de lo que estamos hablando es de la génesis del Mundo visible.

   Pero la cuestión de la génesis del Mundo visible (supuesto que tuviera un comienzo, es decir, que no fuese eterno), nos lleva, como sin duda llevó a nuestros semejantes de hace veinte siglos o más, a la pregunta: ¿qué había antes de su aparición?

   Quien supone que el Mundo visible fue creado por Dios, formulará necesariamente la pregunta siguiente: ¿Qué hacía Dios antes de crear el Mundo? ¿Acaso crear otros Mundos? (San Agustín, Ciudad de Dios, libro XI, capítulo 6).

   Quien, aún partiendo del supuesto de un origen del Mundo visible, como era el caso de los gnósticos, no comparte el dogma judeocristiano de la creación, también tendrá que formularse la pregunta sobre lo que pudiera haber antes de la aparición del Mundo. Desde nuestra propia perspectiva epistemológica materialista, descartamos la posibilidad de una «intuición» de lo que pudiera existir más allá del Mundo visible o antes de él, y mantendremos la tesis de que todo cuanto pueda afirmarse de ese trasmundo o realidad transmundana, tiene que proceder del Mundo visible o fenoménico, en tanto que en él hay también dominios delimitados y realidades exteriores a estos dominios y aún dominios anteriores a los dominios presentes. Como decisivo para la gnosis podríamos poner el dualismo entre una realidad espiritual, la del Pleroma, y la realidad del Mundo visible, subordinado al Pleroma, el Kenoma, que se supone que tiende a volver, de algún modo, hacia el Pleroma que lo emitió. Esto nos da ya una indicación hermenéutica sobre el texto inicial de la exposición de Tolomeo:

   «Había, según dicen, un Eón perfecto, supraexistente, que vivía en alturas invisibles e innominables. Llámase Pre-Principio, Pre-Padre y Abismo, y es para ellos inabarcable en su manera de ser e invisible, sempiterno e ingénito.» (pág. 91.)

   Filológicamente es incontestable que el Abismo ocupa en el relato gnóstico el puesto que Yahvé-Dios ocupaba en el relato bíblico. Con una diferencia: Dios creó al Mundo, lo que implica por tanto un dualismo radical entre el Dios eterno y el Mundo creado por él.

   Ahora bien, los cristianos, que defendieron ya de algún modo el dogma trinitario, no veían al Dios creador como uno y simple, sino como una trinidad que, en su inmanencia, también podía hacerse consistir en el conjunto de las procesiones de las personas divinas. Sabelio ya habría dado un paso más: las procesiones divinas no habrían tenido lugar en la inmanencia del Dios eterno, sino también en el propio proceso de la creación del Mundo; y, por ello, la Segunda Persona de la Trinidad, lejos de mantenerse en la inmanencia divina (en su vida ad intra), ni siquiera se mantuvo en la inmanencia constituida por los coros angélicos que había creado antes de crear al Mundo visible, porque se encarnó en el Mundo corruptible como Cristo-Jesús. Para los cristianos, el dualismo maniqueo entre el Dios invisible y el Mundo visible, ni siquiera se producía. Pascal llegaría a decir: «Sólo conozco a Dios a través de Jesucristo

   Los gnósticos, en cambio, mantuvieron el dualismo. El Abismo, el Proto-Padre,

   «Vivió infinitos siglos en magna paz y soledad. Con él vivía también Pensamiento, a quien denominan asimismo Gracia y Silencio. Una vez, pensó este Abismo emitir de su interior un principio de todas las cosas, y esta emisión que pensaba emitir la depositó a manera de simiente en Silencio, que vivía con él, como en una matriz. Habiendo ella recibido esta simiente y resultado grávida, parió un Intelecto [Nous]... y junto con él fue emitida Verdad [Aletheia].» (págs. 91-92.)

 

   De esta tétrada, primera y principal, resultará, por procesos similares (más próximos a la emanación que a la creación), la segunda tétrada, cuyo primer estrato está constituido por Logos y Vida, que, a su vez, emitirán a Hombre e Iglesia. Y así, hasta completar las treinta emisiones o eones del Pleroma, que todavía no se confunde con un Mundo visible y corruptible, sino con un Premundo espiritual (correlativo con el mundo de los ángeles y de los arcángeles de los cristianos, pero con la diferencia de que en él ya aparecen el Hombre y la Iglesia; sin duda, un Hombre y una Iglesia que todavía no son los hombres y las iglesias históricos, sino sus arquetipos o Ideas, en el sentido platónico).

   El Mundo visible surgirá del Pleroma, autocontenido en sí mismo, como consecuencia de una anomalía o desviación del último eón (a la manera como el Big Bang habría surgido de una anómala «fluctuación del vacío cuántico»), Sophia, en su intento de volver al Padre, su paralelo cristiano es evidente: Dios crea a los ángeles y es a raíz del intento de uno de ellos de ser como Dios, es decir, de volver al Padre, cuando Dios Padre decide crear el Mundo material y encarnarse en él, en un hombre real de carne y hueso, Cristo. Cristo-Jesús, que, en cuanto es divino, se situará por encima de los mismos ángeles (circunstancia en la que se haría consistir siglos después, en el Renacimiento, la celebrada «dignidad del hombre» del humanismo cristiano, enfrentado a los humanismos gnósticos y a los musulmanes).

   La hermenéutica pragmática nos estimula, por tanto, a interpretar los textos en función de referencias extralingüísticas, al modo como se interpretan los mapas lingüísticos (Wörten und Sachen). Porque las cosas son las cosas del Mundo visible, que a pesar de sus cambios, siempre se mantienen de algún modo, al menos durante el periodo de unos cinco mil años, en los que existen los textos escritos (en los cuales la Luna y el Sol de hoy son muy parecidos a los objetos que pudo ver el filósofo Anaximandro o el faraón Micerino; periodo extensible hasta los 40.000 años, o el doble de años, en los que hay representaciones rupestres de cabras o de caballos, muy parecidos a los de hoy, o hachas de piedra muy similares a las que todavía en nuestros días empleaban los tasmanios).

 

   IV. Indicios de componentes gnósticos en el ideario socialdemócrata

 

   1. Las «democracias homologadas» que fueron estableciéndose a lo largo y lo ancho de Occidente tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, se han alejado, cada vez más, del modelo del comunismo soviético, y aún del socialismo clásico («estatista»). Este proceso se puede constatar incluso en las sociedades no occidentales; casi todas ellas han procurado ajustarse a los modelos de las democracias homologadas (en gran parte debido a las exigencias del mercado globalizado) si bien hay que reconocer que tal organización democrática es muchas veces sólo una fachada tras la cual siguen obrando las organizaciones políticas tradicionales (ya sea las que proceden del comunismo, como es el caso de China, ya sea las que emanan de sistemas tribales, como ocurre en muchas repúblicas africanas).

   Y, si esto es así, se justifica, por razones objetivas, que nos atengamos, al hablar del «ideario socialdemócrata actual», a las sociedades occidentales. Y esto es tanto como decir que nuestro enfoque no está determinado por un eurocentrismo, o incluso por un occidencentrismo subjetivo.

  

   2. Ahora bien: las democracias homologadas actuales suelen clasificarse según la coloración derechista o izquierdista que en ellas prevalezca en un intervalo de tiempo dado. Esta clasificación, a nuestro entender, carece de significado político inmediato estricto, puesto que las democracias homologadas, al reconocer el juego de los partidos de derechas o de izquierdas y admitir los turnos cíclicos de prevalencia de cada color, reduce notablemente el alcance de la oposición, que alcanza, sin embargo, un relieve desproporcionado en función de las elecciones legislativas cada cuatro, cinco o seis años. Es entonces en donde la lucha electoral por conquistar el parlamento y el gobierno busca excitar las diferencias hasta el punto de que, entonces (sobre todo en España, Italia o Francia), los partidos de izquierda intentan reducir a los de derecha a la condición de reliquias totalitarias, fascistas o nazis.

   Pero lo cierto es que, tras las elecciones, con la victoria de alguna de las alternativas, el rumbo que toma la sociedad política será muy semejante al que hubiera tomado en el caso de la victoria de los partidos opuestos.

   Por lo demás, los criterios de diferenciación (o de conceptualización de las diferencias) utilizados por las izquierdas y por las derechas delatan una pobreza conceptual asombrosa, que se manifiesta por ejemplo en el hecho de que la prensa que reivindica (en clave fundamentalista ingenua) el Estado de derecho o los principios democráticos, sin embargo acepta sin pestañear (sobre todo en España) la equiparación de los términos de la oposición derecha/izquierda con los términos de la oposición conservador/progresista; un eufemismo perezoso utilizado sistemáticamente en el momento de analizar la composición del Tribunal Constitucional (en lugar de constatar que hay seis o siete miembros afines al PSOE y cuatro o tres miembros afines al PP, se habla de «seis o siete vocales progresistas» y de «tres o cuatro vocales conservadores»). No es fácil explicar la estupidez o la pereza que actúa detrás de quienes establecen estas correspondencias, cuando su alcance se agota en las predicciones sobre la dirección a la que se inclinará el Alto Tribunal al dar respuestas a los recursos planteados. Pongamos por caso, los recursos interpuestos «por la derecha» a la ley de plazos del aborto que promovió la izquierda. Predicciones que, aunque se cumplan, no lo harán en razón de que algunos miembros del Alto Tribunal sean progresistas o sean conservadores, sino sencillamente porque aquellos son afines al PSOE y estos al PP. ¿Qué tiene que ver, en efecto, con el progreso una ley de plazos del aborto? El periodista o el tertuliano que se considera imparcial y utiliza los términos conservador/progresista en lugar de los términos afín al PP/afín al PSOE, demuestra una asombrosa ausencia de autocrítica, capaz de ser rellenada con la más densa estupidez.

 

   3. Ahora bien: la «derecha democrática», y singularmente la derecha democristiana, aún cuando acepta, entre los principios constitucionales, el de la aconfesionalidad del Estado, no ocultará su afinidad con la Iglesia católica, y, por tanto, con sus dogmas, con las costumbres tradicionales, como puedan serlo, por ejemplo, los matrimonios canónicos, el rechazo a los matrimonios homosexuales, el crucifijo en las escuelas, las procesiones públicas en Semana Santa, las festividades de Navidad, la atención por el mantenimiento y reparación de los templos (atenciones que también suele asumir la izquierda democrática, si bien desde una perspectiva no religiosa, sino «cultural», puesto que los templos se considerarán ahora como un «patrimonio cultural» del Estado y una riqueza incalculable de valor artístico o turístico: un lugar en donde tocamos con la mano la «transformación» del Reino de la Gracia en el Reino de la Cultura).

   El reconocimiento que los partidos demócrata cristianos hacen de su ideario cristiano suele ser explícito. Un ideario que, desde la izquierda laica, aparece como una superestructura teológico metafísica, de naturaleza extrapolítica, que envuelve oscuros intereses de clase, de privilegios o simplemente de apego a tradiciones supersticiosas. Un reconocimiento que puede conducir, por contraposición, a la opinión errónea, pero muy generalizada, de que los partidos democráticos de izquierda tienen un ideario más sobrio y ceñido, como el guante a la mano, a las exigencias prácticas racionales de la sociedad política. Y esto se aplicará sobre todo a la socialdemocracia, porque los partidos comunistas (y aún los socialistas no comunistas ni socialdemócratas) aún conservarían ciertas ideas estructurales y metafísicas que se manifiestan en la configuración misma de la oposición derecha/izquierda desde perspectivas maniqueas (remitimos a nuestro libro El mito de la derecha, pág. 92-93). También, en el recurso a la idea metafísica de «alienación» como fundamento de la oposición entre obreros y patronos capitalistas, entre explotadores y oprimidos. Incluso el interés «morboso-científico» que ya manifestaron los soviéticos por los animales no linneanos extraterrestres (en función de su doctrina sobre el mundo, el hombre y la historia).

 

   4. Ahora bien, no cabe confundir, como si se tratara de una misma cosa, el socialismo de los llamados partidos políticos socialistas, y la socialdemocracia, muchas veces reivindicada también por partidos que se dicen socialistas. Una socialdemocracia que algunas veces se manifiesta como una corriente que fluye en el mismo «río socialista», y a través de la cual tienen lugar reconocidas intersecciones entre el socialismo y algunas corrientes de la derecha democrática, sobre todo, del llamado centro-izquierda.

   Esto hace que no sea nada fácil establecer las relaciones que median entre la democracia y el socialismo de los partidos políticos llamados «socialistas», como pudo serlo el Partido Obrero Francés de J. Guesde, o el Partido Socialista Obrera Español de J. Mesa y de P. Iglesias, el PSOE. Los partidos socialistas tuvieron siempre una gran influencia de Marx, y tendieron a entender instrumentalmente la democracia y el Estado de derecho, asumiéndolos ocasionalmente como meras alternativas para la conquista del poder político, o mantenerse en él. Pero estando dispuestos siempre a recurrir a la dictadura totalitaria o a la revolución violenta, al modo del socialismo soviético.

   Éste habría sido el caso, en España, del PSOE de Largo Caballero, el «Lenin español», en la época de la Revolución de Octubre de 1934, o incluso en la primera época del gobierno del PSOE con Felipe González, tras su victoria electoral de 1982, en ocasiones tales como la intervención de Rumasa o la fundación del GAL (desde este punto de vista no es nada extraño que la expresión «fundamentalismo democrático», tal como la utilizaron Felipe González y su vocero Juan Luis Cebrián, fuera utilizada con sentido peyorativo, atribuyendo este fundamentalismo a Aznar, que al parecer, según ellos, exigía demasiada obediencia a los principios democráticos). Remitimos a nuestro artículo «Historia (natural) de la expresión ‘fundamentalismo democrático’», El Catoblepas, nº 95 (enero 2010).

   La socialdemocracia, en cambio, quiso distanciarse siempre del socialismo totalitario o simplemente estatista (del socialismo no democrático, en sus estrategias de fondo, más afín al comunismo y a la dictadura del proletariado), adoptando una perspectiva «revisionista» más respetuosa ante los derechos de los individuos. Y muy reticente, si no decididamente contraria, a los métodos violentos revolucionarios, acogiéndose al gradualismo que Bernstein había propugnado en Alemania, dentro del SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschlands), y que en España fue seguido por Julián Besteiro (frente a Largo Caballero).

   En la realidad histórica, la distinción entre los partidos socialistas y los partidos socialdemócratas fue más bien ideológica o programática que efectiva o tecnológica. Baste recordar cómo el SPD, que había mantenido el «abajo las armas» en los comienzos de la Primera Guerra Mundial, cuando llegó al poder (siendo Ebert jefe del gobierno y Noske ministro de la guerra) fusiló a Rosa Luxemburgo y a Liebknecht.

   A nuestro entender, y desde la teoría de la holización, la dificultad de la distinción entre el socialismo de los partidos socialistas y el de los partidos socialdemócratas deriva de la misma ambigüedad implícita en el momento de la determinación del alcance que cabe otorgar a los sujetos individuales (resultados de la holización o «racionalización atómica» de la sociedad política heredada), en relación con el grupo (con «la sociedad») que los moldea. Esta ambigüedad afecta al propio proceso de holización, en el que se fundamenta, según la teoría, la democracia moderna, por cuanto la holización sólo cumpliría plenamente su proceso en el plano de una teoría (de una ideología, de una nematología), a veces abiertamente metafísica, incluso teológica. La ideología de quienes afirman que los sujetos individuales se hacen personas (por tanto, sujetos de derechos y deberes, imputables por los jueces del Estado de Derecho), en virtud de la creación nominatim por Dios de su alma espiritual. Pero en la realidad positiva todo el mundo sabe (incluso los creyentes en esa creación) que el individuo humano, aún suponiendo que tenga un espíritu creado por Dios, necesita ser moldeado por el grupo social (por la sociedad) para alcanzar su «maduración» como persona sujeto de la sociedad política.

   Se introduce de este modo una dualidad que nos conduce a la alternativa (incluso a la disyuntiva) siguiente: o bien considerar al grupo o a la sociedad como resultante de la asociación de individuos previamente dados (es la tesis del contrato social, orientada hacia la subordinación del Estado a los individuos, a los «derechos humanos», en el sentido del «liberalismo»), o bien considerar al individuo como resultante de su moldeamiento por el grupo (por la sociedad), lo que equivale muchas veces a suponer que el individuo libre, responsable de sus actos (supuesto de la democracia y del Estado de derecho, que se guía por el principio societas delinquere non potest), es propiamente una ficción jurídica, indispensable sin embargo para mantener la democracia y el Estado de derecho.

 

   5. Ahora bien: mientras que las democracias cristianas reconocen explícitamente la influencia histórica que en sus concepciones políticas ejercieron las «revelaciones evangélicas» del siglo I (y se dejaron llevar también, en el momento de dar cuenta de sus enfrentamientos con las izquierdas socialistas y comunistas, por las revelaciones maniqueas del siglo III, que afectaron también a las mismas izquierdas socialistas o comunistas de inspiración hegeliano-marxista: ver El mito de la derecha, pág. 93), la socialdemocracia pretendió mantenerse al margen (en sus principios doctrinales y planteamientos), de cualquier influencia teológica, buscando sus fundamentos en fuentes naturales, humanísticas y laicas, enfrentadas por tanto directamente con las iglesias católicas o protestantes, y, en consecuencia, con las democracias cristianas.

   Pero, ¿realmente puede aceptarse que la socialdemocracia, al menos la más «humanista y liberal», surgió de fuentes puramente «racionales», «positivas», incluso «científicas»?

   A nuestro entender, no es posible aceptar esta tesis, que forma parte de la ideología de la propia socialdemocracia.

   En efecto, aún cuando los precursores de la ideología socialdemócrata más liberal reivindican siempre la racionalidad, y aún la racionalidad científica, de sus principios, lo cierto es que la racionalidad de tales principios mantiene su carácter metafísico; el carácter de una metafísica resultante de la transformación o secularización de tradiciones o revelaciones también muy lejanas, que aparecen claramente en el siglo II (muy próximas por tanto a las revelaciones cristianas del siglo I y a las maniqueas del siglo III), y que creemos poder identificar con las tradiciones gnósticas.

   No entraremos aquí en las tareas de seguir el rastro de estas tradiciones gnósticas a lo largo de la edad media y de la edad moderna. Nos atendremos a las fuentes más recientes. Y así como las tradiciones cristianas o maniqueas se «refundan», depurándose, en el siglo XIX, en la escolástica hegeliana (que se continuó en el marxismo y en la neoescolástica tomista), así también las tradiciones gnósticas se habrían refundido y depurado en sistemas afines al que Krause ofreció a principios del siglo XIX, oponiéndose precisamente al estatismo de Hegel (que condicionaba su humanismo y su filosofía de la Historia), en nombre de una asociacionismo federalista mucho más próximo a lo que después serían las constituciones democráticas.

   Las posiciones krausistas encontraron en España suelo abonado por las tradiciones representativas de su historia política (los Concilios de Toledo, el Concilio de Coyanza, &c.). Algún historiador, como Pierre Jobit (Les éducateurs de l’Espagne moderne, París 1936), señaló una corriente «prekrausista» en la España del siglo XVIII; un concepto historiográfico de prekrausismo que deforma enteramente la realidad histórica, a la manera como la deforman conceptos tales como el de preerasmismo o precartesianismo español. Ese prekrausismo se manifestaría en obras como los Principios del orden esencial de la Naturaleza, de 1785, de Antonio Javier Pérez y López. En cualquier caso, el libro de Pérez y López no se nos presenta como una alternativa a las doctrinas ortodoxas de la Iglesia católica; por el contrario parece escrito con la voluntad de atenerse a tales doctrinas. Sólo retrospectivamente podría advertirse en él una cierta afinidad con el panenteísmo de Krause (afinidad que también podría percibirse en otras exposiciones de la metafísica cristiana ortodoxa de la época). Leemos al comienzo de su capítulo III, «Del orden esencial del Universo»:

   «Si a la luz de una verdadera Metafísica, que hasta los Deístas modernos cultivan y celebran, se examina cuál es la tendencia necesaria de la gran obra de la creación hacia su Creador infinitamente perfecto, aparece que es su gloria accidental. Siendo cierto, como lo es, que las criaturas, que nada tienen por sí, y todo el bien que poseen lo recibieron de otra mano, carecen de motivo para gloriarse, ¿cómo dejará de ser evidente que todas las cosas deben glorificar al Señor, que por su propia esencia atesora toda perfección? Ciertamente así como es el principio del Universo debe ser también su fin.» (pág. 11.)

   En cualquier caso fue don Julián Sanz del Río quien, a partir del año 1854 (en el que ocupó la cátedra de Historia de la Filosofía en Madrid), quien publicó en 1860 el Ideal de la Humanidad para la vida, que en realidad era una traducción fiel de un artículo de Krause. De hecho Sanz del Río fundó una escuela llamada a tener una enorme importancia en la socialdemocracia española, sobre todo a través de su discípulo Francisco Giner de los Ríos, Federico de Castro y Fernández, Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón, Francisco Pi Margall o Francisco de Paula Canalejas (estos tres últimos ocuparon las magistraturas más altas en la Primera República o en la Restauración).

 

   6. Ahora bien, venimos presuponiendo que las principales corrientes políticas del presente no se mantienen dentro de los límites inmanentes (en realidad jurídicos) del campo político (tal como pretende la llamada «ciencia política»), sino que desbordan constantemente y ampliamente esta supuesta inmanencia. Por tanto, no serían sólo las democracias cristianas, sino también las socialdemocracias, quienes estarían envueltas por idearios metafísicos o teológicos. Aquellas de modo explícito, y éstas de modo implícito; como también están envueltos en ideologías metafísicas o metapolíticas los movimientos políticos totalitarios, tanto los de signo comunista (como lo prueba la misma autodenominación «materialismo dialéctico», que contiene obviamente significados que desbordan el campo estricto de la política y de la economía política) como los de signo nacional socialista (que intercalaban en su ideario fragmentos explícitos de carácter mitológico). Los idearios a los que nos referimos, en resolución, desbordan, desde luego, la escala de los planes y programas políticos estrictos, y se mantienen a la escala de las llamadas «concepciones del mundo» (o Weltanschauungen, generalmente aludidas con el nombre de «filosofía» (la «filosofía de Zapatero», &c.). Con frecuencia hemos escuchado a militantes de la izquierda, que su condición de izquierdista confiere «sentido a su vida».

   Y, si este es el caso, se concederá que resulta imprescindible establecer un sistema de estas «concepciones del Mundo» capaz de «engranar» con las diversas alternativas políticas, porque sólo de este modo podremos fijar la posición relativa de los idearios socialdemócratas respecto de los idearios socialistas, comunistas, nacionalsocialistas o democristianos.

   Sin embargo, las «concepciones del mundo» alternativas que nos interesan (para establecer el sistema de concepciones políticamente interesantes), no son, en general, las concepciones del mundo que pudiéramos considerar como expuestas en tercera persona, es decir, en los planos semántico o sintáctico (como pudiera serlo la Megále Sintaxis de Ptolomeo, que antes hemos citado), sino precisamente las concepciones del mundo orientadas pragmáticamente. Y no en el sentido utilitario inmediato (que conviene a la escala de los planes y programas de un partido municipal), sino en el sentido propio dado a una escala tal que el Mundo, y no sólo el municipio, tenga que ver con «el Hombre», en general. Tal es el pragmatismo que hay que atribuir al ideario de un partido político de ámbito nacional, que necesariamente tiene que estar en contacto con otros partidos políticos de otras naciones, y que, en consecuencia, ha de enfrentarse con la necesidad de moverse en coordenadas propias de la Antropología filosófica (tales como la Idea de Cultura, la Idea de Religión, la Idea de Derechos Humanos, &c., con las cuales tiene que tratar ineludiblemente).

   Lo que llamamos «concepciones del mundo», en sentido pragmático, acaso tiene, como asunto fundamental, la cuestión que Max Scheler formuló como pregunta por «el puesto del hombre en el cosmos».

   No entraremos aquí en la cuestión de si cabe hablar de una concepción del mundo que no sea pragmática, teniendo en cuenta que las concepciones del mundo aparentemente más impersonales (semánticas o sintácticas, en tercera persona) no lo son en realidad. Es decir, no contienen referencia al hombre, en primera o segunda persona, singular o plural. La apariencia de impersonalidad deriva, acaso, del hecho de que la primera o segunda persona queden desdibujadas en un universo infinito: el universo abierto por los atomistas griegos y reabierto en la época de la «revolución copernicana», que fue vivida muchas veces como expresión de la insignificancia del hombre «perdido en la inmensidad del polvo estelar». Un hombre que se rescatará acaso no como contenido interno del Universo, sino como autor externo de su representación (como ocurre en las cosmologías que asumen el llamado «principio antrópico fuerte»).

   Presupondremos que, dada la afinidad entre el Hombre, como sujeto corpóreo, y el Dios de las religiones terciarias (en cuanto sujeto infinito que conmensura al Mundo y al Hombre), las concepciones del mundo de signo pragmático mantendrán siempre una determinada relación con las concepciones teológicas (sobre todo si asumen la interna conexión con el universo, como resultante de una totalización de la omnitudo rerum, y la idea de un Dios totalizador). Y esto tanto si la relación se supone positiva como si se supone negativa (sea porque se niega a Dios, sea porque se niega al Mundo como totalidad efectiva de la omnitudo rerum).

   7. Distinguimos así, dentro de la serie de concepciones del Mundo en sentido pragmático que nos interesa, cuatro sistemas fundamentales:

   I. Primer tipo de sistemas

   Los afines a las concepciones del teísmo cristiano, que, por un lado, supone a Dios creador como principio de la unidad del universo, es decir, de la totalidad del mundo de las criaturas angélicas (del mundo de los espíritus, incluyendo aquí a los ángeles caídos, a Satán) y a la naturaleza cósmica, y principalmente al Hombre como destino de la unión hipostática, en Cristo Jesús, de Dios y las criaturas. A través de esta unión hipostática el hombre adquirirá la condición de «Rey de la Creación» y podrá considerarse situado, en la scala naturae, «por encima de los ángeles».

   No cabría, según esto, hablar de «humanismo cristiano», sino más bien de «sobrehumanismo cristiano». El cual implica el gobierno de la política y de la historia desde la Iglesia de Cristo, desde la Ciudad de Dios agustiniana, al menos como regla negativa.

   Según esto, la concepción del mundo teológica de las democracias cristianas no es, por tanto, un mero acompañamiento histórico, sino que es constitutiva de su propia orientación. Lo que implica que el conflicto entre los partidos demócratas cristianos y los que no comparten su concepción del mundo es radical e irreversible.

   II. Segundo tipo de sistemas

   Los afines a lo que Jacob Fay (Defensio Religionis, 1709) denominó panteísmo. El panteísmo designa a toda concepción del mundo que identifica al Mundo con Dios. El panteísmo es un monismo cuando se le considera en perspectiva semántica o sintáctica, pero es también una concepción pragmática del Mundo en la medida en la cual envuelve también la identificación de Dios con el Hombre.

   El panteísmo supone una exaltación de la Naturaleza y del Hombre. En todo caso el panteísmo no es un término unívoco, y habrá que distinguir distintos tipos de panteísmo según diferentes criterios. Por ejemplo, cabe señalar un panteísmo negativo, el que entiende la identificación, al modo del idealismo, como «reabsorción» del Mundo en Dios –es el panteísmo que Max Scheler, en De lo eterno en el hombre, llamó «panteísmo acosmista» (cuando se considera equivalente a la negación del mundo)–. Y hay un panteísmo que entiende la identificación, al modo «materialista», como una «reabsorción» de Dios en el Mundo (un «panteísmo cosmista», que acaso cuando se interpreta como la negación de un Dios trascendente al Mundo, se aproxima a un panteísmo ateo, que Scheler llamaba también «vulgar»).

   Según un segundo criterio, distinguiríamos entre un panteísmo armónico y un panteísmo dialéctico; distinción que se cruza con el primer criterio (panteísmo armónico cosmista o acosmista; panteísmo dialéctico cosmista o acosmista). Por ejemplo, la concepción del mundo de los estoicos (la de Cleantes) puede interpretarse como un panteísmo cosmista, materialista, y aún dialéctico; mientras que la concepción del mundo de Plotino podría considerarse como un panteísmo dialéctico pero más afín al acosmismo.

   III. Tercer tipo de sistemas

   En el tercer tipo de sistemas de esta serie incluimos a los sistemas que podríamos llamar circumteístas (cuyo prototipo, en su versión mítica, lo encontraríamos en el gnosticismo de Valentín).

   El circumteísmo, y desde luego, el gnosticismo, no es un panteísmo, en la medida en que comienza rechazando que el Mundo se «reabsorba» en Dios, pero rechazando también que Dios se «reabsorba» en el Mundo.

   Según esto el circumteísmo no es un monismo, sino un dualismo, que reconoce una distancia infinita entre Dios (el Abismo, Buzos) y los entes que surgen o emanan de él; sólo que todos estos entes están envueltos «por Dios». Un Dios que, además, no se mantiene «de espaldas» al resto de estos entes.

   El dualismo entre Dios y los entes emanados de él se reproduce porque entre los entes emanados de Dios, a su vez, se produce una división esencial, la que media entre el conjunto de los entes que miran a Dios –el Pleroma– y el conjunto de los entes que, surgidos del Pleroma, pueblan el Keroma, una suerte de espacio vacío en el que se contiene el Mundus adspectabilis.

   Otro dualismo, muy próximo en extensión, aunque no en definición, a las concepciones circumteístas del Mundo es el dualismo Pleroma/Keroma, un dualismo que se corresponde con el dualismo entre el Reino de los Espíritus y el Reino de la Naturaleza.

   En cualquier caso, el circumteísmo está orientado, sin duda, en sentido pragmático, porque el Reino de los Espíritus contiene de algún modo a los hombres, aunque no necesariamente con exclusividad.

   Dicho de otro modo: una concepción del Mundo circumteísta supone a un Dios envolvente de la Naturaleza y del Hombre, ya sea como una especie más del Reino de los Espíritus, ya sea como la única o la más noble. Sin duda, el hombre podrá ser interpretado como un colectivo (es decir, como una totalidad atributiva) pero también como el conjunto de cada uno de los individuos humanos (es decir, como una totalidad diairológica o distributiva).

   Los textos gnósticos apuntan claramente a una concepción circumteísta de signo pragmático. En la exposición de Ptolomeo valentiniano, Anthropos es un eón emitido por Buzós –el Protopadre, el Abismo– dentro del Pleroma, situado en la frontera de la primera ogdóada. Y, lo que consideramos decisivo desde el punto de vista pragmático, ese Anthropos parece concebido como un individuo, si se quiere, como individuo «vago», nominalista, pero capaz de figurar en el Pleroma en lo que éste tenga de «reino de los arquetipos» (con ecos platónicos), como se deduce de su dual en la ogdóada, a saber, Ecclesia, que podemos interpretar como la «comunidad de los individuos humanos».

   Y esto es tanto como decir que la orientación pragmática de la concepción del mundo gnóstica del Mundo va dirigida a la salvación de los individuos humanos. Ante todo por métodos pacíficos (por la predicación de la gnosis), es decir, no políticos (por una organización estatal que incluya la violencia). Aquí cabría ver ya prefigurada la oposición práctica radical que se abrirá entre los gnósticos frente a los cristianos.

   En cualquier caso, el Mundo (compuesto por los espíritus del Pleroma y por los cuerpos el Keroma), aunque no es Dios Padre, tampoco está «fuera de Dios». Ni tampoco Dios Padre, aunque no es el Mundo, está «de espaldas al Mundo». Dios trasciende al Mundo, pero envolviéndolo y sosteniéndolo en el Ser, aunque sin identificarse con él.

   El gnosticismo, en conclusión, no es un monismo, sino más bien un pluralismo, y en este aspecto se encuentra más próximo al materialismo. Porque todo lo que no es Abismo (vinculado a veces a la Sijé, al Silencio), no es Dios, pero tampoco está fuera de Dios; está en él, envuelto por él, ante todo, en la medida en que es Reino de los espíritus o Pleroma de los treinta eones; fuera del Pleroma, en el Keroma, nos encontramos con el Mundo sensible, que tampoco es Dios, pero no es independiente de Dios.

   Cabría esperar encontrar, en el curso de los siglos, concepciones del Mundo que mantienen la «estructura ontológica» del circumteísmo gnóstico, sin perjuicio de la «poda», cada vez más enérgica, que se habrá ido practicando en sus ramajes mitológicos (eones, vinculados por relaciones de parentesco y organizados jerárquicamente en díadas heterosexuales, tétradas, ogdóadas, Pleroma y Keroma); una poda que puede dar la impresión de que el «sistema purificado» está ya en las antípodas de la mitología gnóstica, como si fuera un sistema que procede el espíritu de la sobriedad propia de los sistemas racionalistas científicos o filosóficos. Es el caso del panenteísmo krausista, que redefiniremos como una especie de circumteísmo.

   IV. Cuarto tipo de sistemas

   Como sistemas situados en el límite de la serie de las concepciones del mundo pragmáticas, pondremos al deísmo y al ateísmo.

   Ambos sistemas, en efecto, quedan en el límite de la serie de las concepciones del mundo pragmáticas, puesto que los dioses del deísmo (el Dios de Aristóteles o los dioses de Epicuro, por ejemplo) desdibujan la figura del Hombre. En este sentido pragmático, el deísmo equivale al ateísmo, por cuanto en ambas concepciones del mundo la figura del hombre deja de tener cualquier privilegio en el Universo. Es decir, se «disuelve» en el Universo como una parte más; ya hemos recordado cómo la revolución copernicana fue vista, y suele seguir siéndolo, por los físicos y cosmólogos que no aceptan el principio antrópico fuerte, como liquidación del antropocentrismo cosmológico, al «destronar» al hombre del trono que ocupaba como Rey del Universo. Desde el punto de vista pragmático, deísmo y ateísmo coinciden; Voltaire ya había dicho irónicamente que el deísmo es un ateísmo cortés.

 

   8. El isomorfismo estructural entre el panenteísmo krausista y el circumteísmo de los gnósticos, que estamos sugiriendo, fundándonos en la definición de las concepciones del mundo circumteístas del Mundo, puede alcanzar el mayor interés en el momento de analizar el ideario político de la rama más activa del socialismo español, a saber, la rama socialdemócrata de tradición krausista, «semianarquista», republicana, federalista, humanitaria, al menos en teoría. Es decir, en el ideario que constituye su momento ideológico; porque considerada en su momento tecnológico, el de la Realpolitik, los políticos socialdemócratas de tradición krausista, cuando han alcanzado el poder, han utilizado los procedimientos ordenancistas más característicos del socialismo totalitario. Y esto tanto en el ordenancismo legiferante, apoyado en una mayoría parlamentaria que se define como depositaria de la soberanía del pueblo, cuando en la utilización del poder judicial de un Estado de derecho arreglado por el poder legislativo de tal modo que pueda llegar a decirse que el poder político se ejerce de hecho a través de los tribunales de justicia o de jueces al servicio del ejecutivo.

   Sobre todo cuando estos jueces, a su vez, y por su cuenta, están movidos por la soberbia y enfermiza voluntad de poder que los mueve a un intervencionismo despótico que no duda en aplicar su poder para destruir, antes del juicio, durante el periodo de instrucción y saltándose por encima la presunción de inocencia, el prestigio de un ciudadano hasta entonces honorable, y el de su familia, que haya sido imputado, en nombre de ese talibanismo jurídico que se contiene en el principio Fiat justitia, pereat mundus.

   No podemos entrar aquí en el análisis del panenteísmo de Krause y de sus discípulos. Me limitaré aquí a recordar alguna idea central que figura en el Ideal de la Humanidad para la Vida, que en 1860 publicó don Julián Sanz del Río; una obra que es, por lo demás, como ha demostrado Enrique M. Ureña, traducción literal de otra obra de Krause.

   Leemos en el §2 de esta obra, biblia del socialismo socialdemócrata español:

   «Así como Dios es el Ser absoluto y el supremo, y todo ser es su semejante, así como la naturaleza y el espíritu son fundados supremamente en la naturaleza divina, así la humanidad es en el mundo semejante a Dios, y la humanidad de cada cuerpo planetario es una parte de la humanidad universal, y se une con ella íntimamente.» (Madrid 1860, págs. 34-35.)

   La lectura descuidada o ingenua de este texto tenderá a no dar importancia a eso de «la humanidad de cada cuerpo planetario», interpretando la frase simplemente como expresión del interés por el hombre en la universalidad de su presencia en la Tierra, frente al interés por el hombre de la estrecha «política de campanario» o incluso de la política de un Estado (aunque éste asuma las pretensiones imperialistas que le llevarían a «salvar» a los hombres de los demás Estados, como habría sido el caso del Imperio romano o del Imperio español, y más tarde, después de Krause y de Sanz del Río, o de sus últimos epígonos socialdemócratas, el caso del Imperialismo soviético).

   Pero este texto no es único, y hay otros aún más explícitos, incluso poco antes en el mismo párrafo:

   «Dios quiere, y la razón y la naturaleza lo muestran, que sobre cada cuerpo planetario, en que la naturaleza ha engendrado su más perfecta criatura, el cuerpo humano, el espíritu se reuna en sus individuos a la naturaleza, en unión esencial, en humanidad, y que unidos en este tercer ser vivan ambos seres opuestos su vida íntima bajo Dios y mediante Dios.» (Madrid 1860, págs. 34.)

   ¿Cómo interpretar estos pasajes?

   La primera posibilidad, que apoyaríamos en la influencia reconocida que Kant ejerció sobre Krause, sería la interpretación de esa «humanidad de cada cuerpo planetario», o de esa «humanidad universal», no ya como la humanidad extendida por toda la Tierra, sino como «la personalidad extendida por todas las esferas planetarias», de las que, desde una perspectiva especulativa (semántica, más que pragmática), habló Kant –y no fue el primero– en su Historia general de la Naturaleza y teoría del Cielo, de 1755 (remitimos a la breve exposición contenida en El sentido de la vida, págs. 158-160).

   Sanz del Río (traduciendo a Krause: «Gott will, und Vernunft und Natur stimmen dahin zusammen, dass auf jeden Himmelkörper...»), se encuentra ya en la línea pragmática que unas décadas después asumirían l= os soviéticos y luego Estados Unidos, la línea de la carrera espacial, orientada principalmente hacia el encuentro con los extraterrestres. Una vía en la cual, sin embargo, difícilmente podría haber pensado Sanz del Río, cuya época estaba todavía a casi un siglo de distancia de los V-1 y de los primeros viajes espaciales.

   Por ello hay que pensar en una segunda posibilidad –al menos esta es la que encontramos en los sucesores socialdemócratas de Krause y de Sanz del Río–. No es la vía de los extraterrestres, en el sentido de nuestros días, sino la vía del espiritismo. Acaso ya Sanz del Río asumió creencias espiritistas referidas, no ya a la humanidad planetaria, sino al individuo (rasgo socialdemócrata) capaz de transformarse, a su muerte, en un cuerpo astral. Las palabras que Sanz del Río pronunció en su lecho de muerte (tras rechazar, por cierto, los sacramentos de la Iglesia católica, en la que había sido bautizado) apoyarían esta interpretación: «Muero en comunión con todos los seres racionales finitos

   Y en este punto es necesario tener en cuenta las curiosas conexiones entre el socialismo de tendencia socialdemócrata y el espiritismo: la solidaridad que Pierre Lerroux (que fue uno de los primeros promotores, sino el primero, del término socialismo) había introducido en Francia para sustituir al principio de fraternidad –de la Revolución Francesa–, que mantenía excesivos sabores frailunos (ligados además a la fundamentación de la fraternidad de los hombres en el mito de los hijos de Adán y Eva), sólo podría alcanzar un significado capaz de desbordar las categorías zoológicas (desde las cuales la fraternidad, como principio revolucionario, no podría reclamar más alcance que el que conviene a la fraternidad del rebaño de ovejas o de la bandada de pájaros), mediante su extensión planetaria. Mediante el espiritismo, los krausistas españoles encontraron también argumentos «racionalistas» para atacar a la Iglesia católica y reinterpretar su Angelología. En el «catecismo krausista espiritista» del funcionario de telégrafos Manuel González Soriano, titulado El espiritismo es la filosofía (San Martín de Provensals 1881), vemos explícitamente esta conexión entre solidaridad y espiritismo; y en el Primer Congreso Espiritista Internacional (Barcelona 1888) encontramos este sorprendente epígrafe: «Progreso infinito. Comunión universal de los seres. Solidaridad

   A partir del espiritismo podríamos advertir, sin ninguna duda, la afinidad entre el krausismo socialdemócrata y el gnosticismo, y no simplemente la afinidad del espiritismo con el «reino de los ángeles y arcángeles» tradicional de la Iglesia católica. Esa «comunión con todos los seres racionales finitos», a la que aspiraba don Julián Sanz del Río en el momento de su muerte, tiene más que ver (supuesta la idea de un Dios que todo lo envuelve, pero sin necesidad de unirse hipostáticamente a un ente terrenal, el Hijo de María) con el Pleroma gnóstico que con las «legiones arcangélicas»; y la animadversión de los krausistas españoles hacia el clero católico coetáneo, así como la animadversión recíproca, tiene su exacto paralelo con la animadversión de San Ireneo o de San Hipólito hacia las sectas gnósticas de Valentín o de Marco.

   Las primeras especulaciones políticas de Krause giraron en torno al proyecto de un Estado mundial (del que ya había hablado en su Derecho Natural, publicado en 1803). Era inevitable la conexión de este proyecto con la figura de Napoleón. Escribe a su padre el 31 de octubre de 1805: «Bonaparte se comporta en verdad como un héroe desde el punto de vista científico». En los años sucesivos, en los que veía aún al Estado como la forma política suprema, creyó también ver con claridad que Napoleón estaba providencialmente llamado a establecer el Estado mundial (El Estado Mundial a través de Napoleón). Incluso (como nos descubre Enrique Ureña en su obra fundamental, Krause, educador de la humanidad, Madrid 1991) barajó la idea de un Concilio ecuménico que fuera convocado por Napoleón, acaso recordando, sospechamos, la convocatoria que Constantino el Grande hiciera del Concilio de Nicea. Krause se había alejado de la Iglesia católica y de las iglesias protestantes; en cambio se había acercado a las logias masónicas. Pero no pudo menos de entrar en conflicto con ellas. Las veía asfixiadas en su secretismo y su ritualismo, y sólo las justificaba en la medida en la cual la «hermandad masónica une a los hombres puramente en cuanto hombres», como escribió, en enero de 1809 en el tablero de la logia La Manzana de Oro de Dresde (Ureña, pág. 148).

   De aquí surgieron sus divergencias con las logias, que sabían que, si abandonaban todo proyecto ritual, toda formulación específica, quedarían disueltas en el «océano de la humanidad». Las logias terminaron por expulsar a Krause, lo que no quiere decir que no recibieran, a su vez, una profunda influencia suya y que reconocieran, muchos años después, la importancia de Krause, una vez que éste había muerto.

   Lo que nos parece digno de constatar es que este conflicto (en el que Krause se vio envuelto) entre la Hermandad masónica (las logias) y la Humanidad se reproducirá literalmente como conflicto entre cada Estado (con sus arcana imperii, sus rituales y costumbres específicas, sus intereses propios) y la Humanidad o el Género Humano. Krause parece reconocerlo en el momento en el cual comienza a alejarse, si no ya de la idea de un Estado Mundial (sí en adjudicarle «un puesto de segunda línea en la estructura orgánica de la sociedad humana, sentando a la Alianza de la Humanidad en el trono que él había ocupado antes» (Ureña, pág. 166), Krause pasa «de ver en el inicio napoleónico de la transformación de los Estados hacia la configuración de una Federación Mundial el acontecimiento que caracteriza sin más el comienzo de la tercera y definitiva Edad de la Humanidad, a ver en él sólo el acontecimiento o el signo externo de la entrada en esa nueva Época» (Ureña, pág. 166). Tal será el sentido de su distinción entre la Masonería y la idea de la Hermandad masónica que se corresponde con el proyecto de la Alianza de la Humanidad (en el que hemos visto, en otras ocasiones, la prefiguración de la Alianza de las Civilizaciones de Rodríguez Zapatero).

   Culmina así la distancia radical de Krause con el concepto de Estado absoluto de Hegel, una distancia que prefigurará la distinción entre el anarquismo de Bakunin y la concepción del Estado de Marx, como instrumento de la revolución final. La distancia, necesariamente confusa y oscilante, entre la socialdemocracia y el comunismo de signo marxista leninista.

   Son los conflictos que, en el curso de los siglos XIX, XX y XXI, saldrán a la superficie en escenarios diferentes. Por ejemplo, en el conflicto entre el hombre y el ciudadano (que la declaración de 1789 había vinculado mediante una conjunción copulativa, que enmascaraba la disyuntiva de fondo): el «hombre», en efecto, «disolverá» al «ciudadano de cada nación», a la manera como la Alianza de la Humanidad disolvía a las logias masónicas. Antes que español, decía Pi Margall, desde su ideología krausista, soy hombre.

 

   Después de la Segunda Guerra Mundial, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, lejos de funcionar como un reconocimiento urgente de las minorías, es decir, de los individuos aplastados en los diversos Estados, o de los individuos que habían quedado por la guerra «flotando» sin la protección de ningún Estado, comenzó a funcionar como un instrumento en contra de las prerrogativas de cada Estado. Un terrorista checheno, o kurdo, o vasco, dejará de ser visto como un criminal de lesa Patria, y sus actos se conceptualizarán como «crímenes contra la Humanidad» (contra los Derechos Humanos); conceptualización que utilizó el Tribunal de Nuremberg para evitar ser acusado de instrumento de las represalias ordinarias que los vencedores ejercen sobre los vencidos tras una guerra, acogiéndose una vez más al principio societas delinquere non potest (acaso para evitar tener que ahorcar a millones de alemanes, de austriacos, de italianos o de japoneses).

   La Alianza de la Humanidad, en las épocas del reinado de las socialdemocracias homologadas, constituidas tras el derrumbamiento de la Unión Soviética, inspirará también, como hemos dicho, la Alianza de las Civilizaciones, así como también la devaluación de las naciones políticas como formas arcaicas que convendría sustituir por federaciones internacionales. Como convendría sustituir el patriotismo por el patriotismo constitucional, por el Estado de derecho, en el contexto de una federación de nacionalidades o pueblos naturales. Aquello con lo cual la socialdemocracia krausista española no contó fue con el imparable deslizamiento de las nacionalidades autónomas hacia su transformación en nuevos Estados soberanos.

   La animadversión de la socialdemocracia española y europea a la Iglesia católica (los calendarios editados por millones en 2011 por la Unión Europea suprimieron la mención de las festividades católicas de navidad, semana santa, Corpus Christi, &c., pero incorporaron, sin embargo, festividades musulmanas o hindúes) es el paralelo de la animadversión de las sectas gnósticas contra los cristianos romanos del primer siglo. Los mismos procedimientos de acción del socialismo democrático pueden calificarse de sectarios: difamaciones, judicializaciones de cualquier conflicto social o político –cuando se cuenta con un tribunal complaciente con el poder ejecutivo, o incluso nombrado por él–.

   Los principios de la armonía, el pacifismo, la no violencia, presidirán toda la propaganda política y social, y serán utilizados como arma arrojadiza contra los partidos políticos afines a la democracia cristiana; lo que no impedirá la organización de misiones de paz, pero bien armadas con tanques y misiles. En todo caso, el armonismo predicado no impedirá reavivar los dualismos tradicionales entre las izquierdas y la derecha, que ocuparon por cierto un puesto importante ente los gnósticos del siglo II:

   «Y todavía las potestades de izquierda, emitidas por ella antes que las de derecha, no reciben formación por la presencia de la luz; sino que las de la izquierda fueron abandonados para que las formase el Lugar.» (pág. 361.)

   Leemos en un texto valentiniano conservado por Clemente de Alejandría (Stromata, 32, 2):

   «Por esto predicó [Pablo] al Salvador bajo uno y otro aspecto, como engendrado y pasible para los de la izquierda, porque pudieron conocerlo en este lugar y lo temen; y, según el elemento espiritual, como procedente del Espíritu Santo y de la Virgen, al modo que lo conocen los ángeles de la derecha» (Clemente, 17, 3-20, págs. 354-355.).

   Se buscará, en cambio, superar otros inevitables dualismos reconocidos por los gnósticos, y principalmente el dualismo masculino/femenino (al que los gobiernos socialdemócratas españoles hacen responsable de la mal llamada «violencia de género»). Los socialdemócratas españoles intentan superar este dualismo utilizando diferentes recursos, desde la equiparación de los matrimonios homosexuales con el matrimonio de tradición romana, hasta los proyectos del Ministerio de Igualdad, orientados a suprimir las diferencias entre varones y mujeres. Una preocupación por la equiparación o la igualdad entre lo masculino y lo femenino que también encontramos en el gnosticismo del siglo II. Leemos en un texto de Clemente:

   «Así pues, los elementos masculinos se concentraron con la Palabra, mientras los elementos femeninos, convertidos en hombres, se unen a los ángeles y entran en el Pleroma. Por eso se dice que la mujer se transforma en hombre y la Iglesia de aquí abajo en ángeles.» (pág. 352.)

   Terminamos recordando la importancia que la idea de Iluminación y de la Luz alcanzó entre las sectas gnósticas. En el libro VIII de la Refutación de San Hipólito, cap. 9, nos enteramos de que la naturaleza inteligible no necesitó de nada, pues todos aquellos seres inteligibles eran luz. La luz «vino a brillar desde lo alto sobre el caos subyacente; éste, una vez iluminado y, al mismo tiempo, configurado por aquellas formas variadas procedentes de lo alto, quedó firmemente constituido y recibió todas las formas procedentes de lo alto, del tercer eón, el que se desdobló en tres».

   Ahora bien, la luz y la iluminación es la única idea responsable del concepto historiográfico que conocemos como Ilustración (como iluminismo, Aufklärung). Dicho de otro modo: tal concepto historiográfico es sólo una metáfora gratuita que otorga el papel luminoso a los ilustrados (a la izquierda) y el papel tenebroso a la Iglesia (a la derecha).

   La socialdemocracia española, acaso para borrar las huellas de sus antecedentes marxistas, quiso encontrar en la Ilustración, en el sentido corriente historiográfico, su verdadera fuente de inspiración. Impulsó, desde su perspectiva, los actos del centenario, a escala nacional, de Carlos III, el Rey ilustrado; bautizó, con el nombre de Avenida de la Ilustración, a una vía madrileña. Es decir, intentó recoger, con espíritu gnóstico, la antorcha de la Ilustración, una vez que había renunciado al cristianismo y al marxismo-leninismo.

   Y de hecho, su política se alineó ideológicamente a las políticas que suelen autodefinirse como orientadas a la «sociedad del conocimiento» o afines (K-Government o Knowledge Government), sociedad de la información, &c. Autodeficiniones ideológicas y en ocasiones sostenidas por el mero mercadeo comercial o propaganda de venta de ordenadores o servicios de internet.

   La idea de la sociedad de conocimiento lleva en su seno el mito de que las sociedades sólo alcanzan el grado superior de felicidad democrática cuando puedan absorber conocimiento, entendido como cultura, principalmente la cultura visual que ofrecen los escenarios teatrales, las pantallas de televisión o de internet. Fukuyama ya lo había tenido en cuenta: el fin de la historia humana se alcanza con la democracia y el video. O dicho del modo gnóstico: con la democracia y con la gnosis.

   Puro idealismo histórico.

LA DEFINICIÓN DEL RÉGIMEN DE FRANCO: POLÉMICA, DEBATE, TRASFONDO Y REALIDAD.

LA DEFINICIÓN DEL RÉGIMEN DE FRANCO: POLÉMICA, DEBATE, TRASFONDO Y REALIDAD.

Francisco TORRES GARCÍA

 

   No parece que cese, transcurrida una semana desde que se desatara, desde medios de izquierda autodefinidos como antifranquistas, que, en muchos casos, hacen del antifranquismo retrospectivo un elemento esencial de su corpus ideológico, un interesado e interesante debate sobre la definición del régimen de Francisco Franco iniciado a raíz de la noticia de que, el prestigioso historiador, Luís Suárez Fernández, en la entrada biográfica de Francisco Franco en el Diccionario Biográfico Español, obra de la Real Academia de la Historia, defina dicho sistema como régimen autoritario y no totalitario, en vez de recurrir al usual calificativo de dictadura.

 

   El profesor Suárez Fernández, como ha explicado reiteradamente en estos días, ha utilizado una definición científica para rotular un régimen político que calificado como dictadura, desde un punto de vista meramente conceptual y sin mayor definición, hubiera reflejado, a la larga y no coyunturalmente, una pobreza intelectual que no estaría acorde ni con la pretensión de la obra, ni con el prestigio del autor, ni con la naturaleza de la institución que la ha impulsado.

 

   La izquierda antifranquista, tanto política como mediática, que también ha hecho de la mal llamada “memoria histórica”, que en muchos de sus aspectos es una simple falsificación histórica cuyo objetivo es, siguiendo las pautas del irracionalismo, dotar de un universo mitológico atractivo a una izquierda que ha perdido sus mitos, como no podía ser de otro modo, se ha movilizado para pedir, por más justificaciones que se busquen, la aplicación de la censura y la retirada de ésta y otras biografías que, simplemente no cuadran con su universo mitológico. A ello se han sumado quienes, por cobardía moral ante la posibilidad cierta de que también les acusaran por ello de antifranquismo, no han tenido el valor de salir en defensa de la libertad. De ahí la errática toma de postura de algunos medios de comunicación adscritos al centro-derecha, simbolizados en el contenidos de los editoriales y artículos de opinión del diario EL MUNDO que, en uno de sus editoriales ha acabado abogando, disfrazándolo de rectificación, por la aplicación de la censura.

 

   Arquetípico de la posición intermedia en el debate es el largo artículo publicado en la Tribuna del diario EL MUNDO por el catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de dicho diario, Jorge de Esteban. Mal empieza y mal acaba cuando, como casi todos, desacredita la idoneidad del catedrático Luís Suárez Fernández acusándole de subjetividad y cierra, como argumento de su defensa de la calificación de dictadura, recordando, como aval la represión contra la oposición ejemplificada en que se “decretaron varias penas de muerte poco ante de morir Franco”. Digo mal acaba, porque este recurso, por otra parte muy habitual, es una distorsión de la realidad utilizada por su efectismo. Se refiere el catedrático de Derecho Constitucional a las sentencias ejecutadas de varios terroristas no por oponerse a Franco sino por cometer actos de terrorismo, que hoy parece que se entienden, por algunos, como justificables.

 

   Afirma Jorge de Esteban que, dada la proximidad del personaje, como sucede en otros casos en el Diccionario, la objetividad es difícil y que debiera haberse buscado, especialmente en este caso, otro autor ya que el profesor Suárez Fernández está descalificado, pese a su obra, por su “simpatía hacia el personaje al que conoció personalmente y al que le unen demasiados vínculos afectivos”. Es posible que tenga razón, pero la misma razón en sentido contrario podría esgrimirse para vetar al 99% de los historiadores que muestran un indisimulado antifranquismo que en sentido inverso, debido a la antipatía que les suscita el personaje, se dejan llevar por la animosidad.

 

   Dejando a un lado las disquisiciones sobre la idoneidad del autor y del problema subjetividad que él mismo plantea en la mitad de su artículo, entremos, como él hace, en el debate sobre el calificativo. Afirma que la definición de “régimen autoritario, pero no totalitario, no se acomoda con la realidad de los hechos”, siendo partidario de utilizar el término dictadura; es más, que el régimen de Franco “es un ejemplo paradigmático de dictadura” y para ello se vale de una explicación desenfocada -entiendo que un tanto superficial por razón de espacio- de la evolución institucional del régimen a través de la revisión de las denominadas Leyes Fundamentales, lo que vendría a ser la Constitución abierta del régimen franquista. Análisis ponderado que se quiebra para convertirse en especulativo al final de su artículo.

 

   En mi modesta opinión, el profesor Jorge de Esteban lo que ha hecho es una suerte de florilegio tratando de dar entidad a lo que no pasa de ser la visión simplista y de manual sintético de Franco y su régimen: una dictadura con una serie de leyes sin otro valor ni entidad que su mera existencia; leyes inaplicadas destinadas a dar un barniz propagandístico y una aparente legitimidad institucional a lo que no era más que la cubierta del deseo y la ambición del general Franco de mantenerse y ejercer el poder. Visión simplista a la que, evidentemente, la definición que mejor cuadra es la de dictadura personalista. No siendo, en ningún caso, posible definirlo como régimen autoritario o totalitario.

 

   Recordemos, porque a veces se olvida con suma facilidad, que estamos ante un debate científico o que, al menos, debería haberse sostenido dentro de esos márgenes, que se ha transformado, por impulso de la izquierda política y mediática, en debate ideológico y político. A veces se olvida que para la inmensa mayoría de los ciudadanos dictadura y autoritario vienen a ser lo mismo; y aunque el término totalitario es menos usual, una rápida encuesta probablemente nos dijese que en la práctica es una voz sinónima. ¿Por qué entonces sacar el debate del área de lo científico como se está haciendo?

 

   Creo que porque a todos conviene. No es que, como se ha dicho y escrito, la utilización de la definición del régimen de Franco como autoritario y no totalitario le haga mejor o peor, ni que con ello se buque blanquear la figura de Francisco Franco, como interpretaba, también en el diario EL MUNDO, que en su haber debe incluirse el facilitar a los lectores el acceso a todas las opiniones, el dibujante Ricardo; es, sencillamente que con el término dictadura se busca ocultar o aminorar la importancia de dos realidades fundamentales: primera, que el régimen de Franco contó con un importante y amplio apoyo social y popular, entre otras razones porque era producto de una rebelión que, más allá del golpe fracasado, fue cívico-militar; segunda, que el régimen de Franco es la resultante de una coalición político-social que equivale a lo que sería en la actualidad el centro-derecha español, con participación entusiasta de lo que se conocen como “los catalanes de Franco” y los aún no estudiados “vascos de Franco”. Realidades que hoy, naturalmente, conviene proscribir porque configuran una realidad muy distante a la imagen simplista de dictadura personalista y opresiva que se quiere transmitir.

   Volvamos al artículo del profesor Jorge de Esteban. Decir que el régimen de Franco fue una dictadura, aferrándose al término sólo y en razón de la carga negativa y pervertidora de la realidad antes apuntada, es decir muy poco. Argumentar la validez del término en función de un análisis desenfocado de las Leyes Fundamentales, indicando que en realidad la “auténtica Norma Fundamental fueron las leyes de 1938 y 1939”, que fundaron una dictadura, es contemplar sólo una parte de la realidad.

 

   Nadie niega que el régimen del general Francisco Franco comenzara siendo una dictadura personal. No podía ser de otro modo. Los generales sublevados, en función de las circulares del general Mola, tenían previsto instaurar una “dictadura militar” que entraría dentro de los parámetros de lo que sería -forzando la interpretación- una dictadura comisoria por mandato autoasumido (la dictadura del general Primo de Rivera es una dictadura de este tipo). Por fuerza, como el profesor Jorge de Esteban no ignora, una situación revolucionaria que derriba o carece de aparato jurídico-institucional deriva siempre en una concentración de poderes más o menos temporal, en una dictadura. En qué radica la “originalidad” o la “diferenciación” del franquismo: en la progresiva autolimitación de esos poderes, bien sea en la praxis o en el orden jurídico-institucional. Tanto en la práctica como en la evolución del régimen esa es una realidad difícilmente prescindible. El profesor Jorge de Esteban, para sostener su tesis, estima que la única intención de Franco al hacer eso, la autolimitación del poder, era “tener todos los poderes -entiendo que por ambición de poder- y durar en su cargo de forma vitalicia”. Es posible pero no probable y en todo caso es una interpretación más especulativa que objetiva.

 

   Si el profesor Jorge de Esteban, además de analizar las Leyes Fundamentales, reparara en el planteamiento del propio Franco creo que matizaría su apreciación. El historiador, que debe rehuir el planteamiento especulativo para escapar, dentro de lo posible, a la subjetividad propia o ambiental, no puede obviar, y mucho menos en el caso de la existencia de un poder personal última instancia de las decisiones fundamentales, lo que el protagonista presenta como su proyecto político para valorar si después obra en coherencia con el mismo. Curiosamente las líneas maestra de sus objetivos y actuación subsiguiente las plantea Francisco Franco, pese a que sean numerosos los historiadores que lo minusvaloren, entre 1937 y 1938. El general Franco afirma que su objetivo es crear un “régimen autoritario de integración nacional”, bajo los principios de autoridad y jerarquía, que asume como función primordial la “ingente tarea de reconstrucción espiritual y material” y que en el futuro, cuando esté concluida la obra, será el pueblo el que decida si vuelve a la monarquía, y eso lo hace cuando calificarse como dictador no tenía ninguna carga peyorativa o negativa.

 

   Se equivoca, como se equivocan muchos autores, el profesor Jorge de Esteban no en el análisis del conjunto de las Leyes Fundamentales, cuyo horizonte en el pensamiento de Franco, su razón de ser, no era poner fin a su magistratura vitalicia, aun cuando se aferrara, casi siempre, al estricto cumplimiento de las mismas una vez promulgadas, sino ser la base del régimen que dejaría a un heredero con poderes más limitados: el actual rey. Un rey cuya legitimidad de origen está en Franco y en la sublevación de julio de 1936: sin ambos no existiría la monarquía.

 

   Para el profesor Jorge de Esteban estas leyes son fruto de la necesidad de Franco de acomodarse a las circunstancias políticas exteriores e interiores. Interpretación que no se ajusta a la realidad global, pero muy eficaz a la hora de mantener la ficticia imagen del dictador que lo hace todo, lo controla todo y lo dicta todo. La realidad es que todas esas leyes fueron fruto de un largo y enconado debate político entre las diversas fuerzas políticas que convivieron en el régimen de Franco. Un debate fundamental que los historiadores prefieren reflejar en un segundo plano: el de la institucionalización del régimen (incluyendo a los que no querían que se institucionalizase y fuera una simple dictadura más o menos transitoria). En este proceso es Franco quien toma la decisión final y resulta que ésta estuvo siempre condicionada por su decisión de sacrificar la celeridad, que dados sus poderes fundacionales era prescindible, al consenso. De ahí que escogiera el modelo de Constitución abierta.

 

   No repara el profesor Jorge de Esteban en un hecho clave, las leyes de 1938 y 1939, incluyendo el fundamental Decreto de Unificación de 1937, que olvida, son resultado de la pretensión totalitaria de Ramón Serrano Suñer. Construcción totalitaria que el propio Franco acaba desechando y que abre un proceso de institucionalización distinto. Olvida el profesor Jorge de Esteban que, además del debate, que existió y muy fuerte, entre cada Ley Fundamental, aparecen una serie larga de leyes que van construyendo el aparato institucional del régimen. No son las Leyes Fundamentales, como parece inferirse del artículo, entes aislados que aparecen en función de las circunstancias, son colofón de esos procesos. Y es, en el periodo 1937-1942, en las leyes y decretos que son responsabilidad última absoluta de Franco, en el que se desecha la vía totalitaria, siendo el colofón la Ley de Cortes de 1942. Todo ello sucede en simultaneidad al debate sucesivo sobre dos proyectos constitucionales completos, convertidos en algo así como el uno contra todos, diseñados por Ramón Serrano Suñer y por Eduardo Aunós.

 

   ¿Qué sucede a partir de aquí, de la proscripción de la vía totalitaria? Pues lo que el profesor Fernández Carvajal denominó la aparición de una “dictadura constituyente”, que busca crear un aparato institucional propio con un horizonte de permanencia, como régimen político estable, más allá del propio Franco. Un régimen que en ese proceso asume como objetivo el desarrollo económico y social, de ahí la definición de “dictadura de desarrollo”, uno de cuyos efectos es la aparición de esa “clase media como nunca había existido en España” que cita el profesor Jorge de Esteban, pero que no aparece, como podría inferirse de su escrito, como un ectoplasma a pesar del régimen sino que es impulsada por éste.

 

   La resultante de ese proceso es la aparición del “régimen autoritario de pluralismo limitado” definido por el politólogo Juan Linz, que es lo que inicialmente se proponía el propio Franco y, probablemente, la definición descriptiva más ajustada a lo que fue el régimen. Una definición con tanta validez científica como otras y que no implica un juicio moral sobre el mismo. Lo contrario es la interpretación especulativa que conlleva la subjetividad ideológica del antifranquismo retrospectivo, que tantos llevan dentro y que aflora cuando surgen este tipo de debates.

EL MAPA DE FOSAS: NUEVO FRAUDE DE LA MEMORIA HISTÓRICA EN EXTREMADURA

EL MAPA DE FOSAS: NUEVO FRAUDE DE LA MEMORIA HISTÓRICA EN EXTREMADURA

Ángel David MARTÍN RUBIO
  
   Coincidiendo con los días en que comienza la campaña electoral, desde el Ministerio de Justicia se ha presentado ayer, 6 de mayo, un Mapa Integrado en el que presuntamente se muestran “las zonas del territorio nacional en las que se han localizado restos de personas ...desaparecidas violentamente durante la Guerra Civil o la represión política posterior”.

   Al acto asistieron, además de los medios de comunicación, representantes de comunidades autónomas, asociaciones para la recuperación de la memoria histórica y universidades. Todos ellos llevan años promoviendo iniciativas semejantes, generosamente subvencionadas con fondos públicos y cuyos magros resultados no dejan de sorprendernos. No podía ser de otra manera cuando se da la mano el interés manipulador que caracteriza a las instancias subordinadas a intereses políticos con la falta de pericia en el tratamiento de las evidencias históricas y documentales.

   En el caso de la iniciativa gubernamental que nos ocupa, de entrada, resulta difícil el acceso a la información presentada por el Ministerio de Justicia. Ayer la web permanecía bloqueada, frenando así las primeras objeciones que se hubieran hecho públicas al mismo ritmo que los fastos oficiales. Hoy, 7 de mayo, hemos podido acceder a una página en la que se lee: “Conforme a lo previsto en el artículo 12.2 de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura, el Gobierno de la nación tenía el encargo de confeccionar un mapa integrado de todo el territorio español en el que constaran los terrenos en que se han localizado restos de personas desaparecidas violentamente durante la Guerra civil o la represión política posterior”.

   A continuación se presentan los modos de acceder a una información acarreada con criterios necesariamente ambiguos. Ambigüedad calculada para crear la confusión entre los ciudadanos haciéndoles creer, como así lo han presentado los medios de comunicación, que estamos ante un mapa en el que se ha identificado a cientos de miles de víctimas del “franquismo”. Desde las primeras informaciones para calentar el ambiente El Gobierno presentará en mayo el mapa de fosas del franquismo a la aportación a la campaña electoral: Las comunidades del PP ignoran las fosas franquistas; pasando por afirmaciones tan sesgadas como: Publicado el mapa de fosas de asesinados por el franquismo y Aún quedan por abrir 1.203 fosas del franquismo.

   Nada más lejos de la realidad. En primer lugar porque no se distingue entre víctimas debidas a uno y otro bando. Menos aun se disciernen las causas de defunción, mezclándose a las víctimas de la represión con los caídos en operaciones bélicas y, por último, se contabilizan también algunas fosas que ya han sido exhumadas y sus restos trasladados a cementerios, ocultándose los enterramientos de miles de víctimas del terror rojo que se encuentran en las mismas circunstancias.

   Podemos demostrar todo lo dicho, centrándonos en el caso de la provincia de Badajoz que conocemos bien por haber sido objeto de nuestra propia investigación y la elaboración de una Tesis Doctoral recientemente defendida en la Universidad San Pablo CEU.

   En este caso, llama la atención el escaso número de fosas identificadas y, más aun, la identidad de los en ellas localizadas. Sin necesidad de subvenciones millonarias, en mi trabajo citado se identifica a un número de víctimas mucho mayor tanto en lo que a la represión de ambos bandos se refiere como a los caídos en acción de guerra.

   De las fosas citadas, varias de ellas corresponden, en efecto a víctimas de la represión en la retaguardia nacional y en la posguerra pero encontramos una serie de casos en los que las víctimas fueron ya exhumadas en su día y trasladadas a los respectivos cementerios. Así ocurre, entre otros lugares, en Casas de Don Pedro y Orellana la Vieja. Ahora bien: ¿por qué no se incluye a los asesinados por el Frente Popular en dichas poblaciones y también trasladados en su día a los respectivos cementerios?

   Ante todo, porque el mapa se ha elaborado con una absoluta falta de criterio y no para responder a una demandada de conocimiento científico del pasado sino a intereses políticos y económicos. En caso contrario se deberían haber excluido del estudio las fosas previamente trasladadas a cementerios o incluirlas todas cosa que no se ha hecho, en el caso que nos ocupa, en lo que a ninguno de los bandos se refiere.

   Algo parecido ocurre con la procedencia de las víctimas clasificadas por causas de muerte. Al menos en el caso de Badajoz, los investigadores del Ministerio de Justicia vuelven a repetir lo que ya hicieron sus precursores al servicio de las estrategias de la memoria histórica respaldada por la Universidad de Extremadura y basta acudir al detalle sobre la información de las fosas detectadas para encontrarnos con sorpresas como las que reseñamos:

   Monesterio: No resulta difícil advertir que “Manuel Layngo Bautista” es, en realidad, Manuel Sayago Bautista, Sargento de Infantería del Regimiento Castilla, muerto en acción de guerra en 1938 y cuyo cadáver fue, como se reseña en la web, trasladado al Valle de los Caídos. Así consta también en el libro de Antonio Manuel Barragán Lancharro: República y Guerra Civil en Monesterio.

   Campillo de Llerena: Aquí son cuatro los reseñados: Pedro Márquez Navas, Emiliano Martín Elneiso, Adriano Martínez de Sana y José Navas Palomo. Carecemos de datos acerca de la identidad de tres de ellos pero el presunto “Emiliano Martín Elneiso” no es otro que Emiliano Martín Enciso, Alférez Provisional caído en el frente, circunstancia que muy probablemente se daría también en los otros pues todos ellos fueron trasladados al Valle de los Caídos el 24 de marzo de 1959.

   Monterrubio de la Serena: Aquí la fosa de presuntas víctimas del franquismo presenta cuatro nombres: Enrique Acosta Hidalgo; Lamberto, Córdoba Ergueta; Juan Luis Quetabas Ferrer y Sebastian Quetabas Tous. De nuevo los apellidos deformados no impiden descubrir a Juan Luis Quetglás Ferrer y a Sebastián Quetglás Tous, ambos soldados nacionales oriundos de Palma de Mallorca y muertos en acción de guerra en el frente de La Serena. Extremeño era Enrique Acosta Hidalgo, procedente de la localidad de Cilleros (Cáceres) y fallecido en parecidas circunstancias.

   Zalamea de la Serena: Jorge Col de San Simón es, en realidad, otro soldado nacional procedente de Palma de Mallorca y caído en el frente.

   Quintana de la Serena: además de otra fosa con 16 cadáveres innominados, se reseña en esta población una fosa con los cuerpos de Domingo Fernandez Lambea y Ricardo Martin Romero. El primero de ellos, un niño de 7 años. Ambos fueron asesinados por milicianos rojos cuando se retiraban de la población en julio de 1938. En una segunda fosa se alude a Esteban Barquero Barquero, Isidro Barquero Barquero, Miguel Barquero Barquero, Rafael Barquero Barquero, Ramón Barquero Barquero, Pedro de la Cruz Barquero, Rafael de la Cruz Barquero, Diego de la Cruz Nogales, Juan Díaz González y Francisco Martín Robledo, todos ellos asesinados por los frentepopulistas el 21 de agosto o el 13 de octubre de 1936. Otros tres vecinos de Quintana muertos en las mismas circunstancias aparecen como trasladados desde una fosa de Badajoz capital al Valle de los Caídos: Esteban Barrero Cáceres, Joaquín Barquero Hidalgo-Barquero y Antonio de Tena Dávila.

   Algo parecido ocurre en Peñalsordo donde también han sido incluidos dos asesinados por el Frente Popular: Bernabé y Nicolás Serrano Milara y en Herrera del Duque donde las víctimas del terror rojo son: Valeriano Carapeto Rodríguez, Timoteo Carpio López, Ignacio Chacón Lázaro, Fernando Chacón Torralba, Sebastian Chacón Torralba, Francisco Chacón Vallés, José Chacón Velasco, Juan M. Domínguez Villarejo, Fernando López Muñoz y Federico Muñoz Muñoz. En ninguno de estos casos, se señala como causa de muerte “Fusilamiento” circunstancia que sí se hace constar cuando se trata de víctimas de la represión en zona nacional, por ejemplo en el caso de los vecinos de Valle de la Serena trasladados a un mausoleo ubicado en el cementerio municipal.

   Insistimos, todos estos casos demuestran la completa falta de criterio con la que se ha elaborado este mapa, ya que si se hubiera pretendido identificar a todas las víctimas tanto de un bando como de otro y tanto por causas represivas como militares se hubiera debido incluir a los miles de casos documentados y enterrados en lugares conocidos.

   Por el contrario, todo produce la impresión de una confusa acumulación de nombres con vistas a incrementar los puntos reseñados en un mapa que los medios de comunicación nos han presentado como el escenario de lo que ellos llaman la “represión franquista”.

   En la medida que estas impresiones, necesariamente apresuradas, puedan extrapolarse al resto del mapa elaborado y avalado por el Ministerio de Justicia, se confirmará que estamos ante uno más de los fraudes promovidos por la llamada recuperación de la memoria histórica.

   Fraude por la absoluta falta de profesionalidad. Pero fraude, sobre todo, por la falta de respeto a la dignidad de todas las víctimas de la guerra civil y a la convivencia entre los españoles. Ahora bien, no caigamos en la trampa de que este fraude sirva para justificar una minimización de la tragedia que supuso la revolución y la Guerra Civil en la España de los treinta. Tampoco, por ser el caso del que nos hemos ocupado, de los episodios que tuvieron por escenario a Extremadura en general y a la provincia de Badajoz en particular. Varios miles de personas fusiladas como consecuencia de la aplicación de los bandos de guerra y de los procesos judiciales de naturaleza militar, así como manifestaciones de una represión irregular que se mantuvo hasta fechas muy avanzadas son lo suficientemente expresivas para plantear con toda seriedad la cuestión. Algo semejante cabría decir de las represalias que tuvieron lugar en la zona frentepopulista y que costaron la vida a algo más de mil quinientas personas. Con razón denunciaba José María García Escudero en 1976: “Que yo sepa, ni uno solo de los partidarios de la causa republicana que deploraron sus excesos, por muy sinceramente que lo hicieran (y no lo pongo en duda ni por un momento), no la negaron por eso justificación. Ni se les pasó por la cabeza hacerlo ¿Es mucho pedir que sean consecuentes consigo mismos cuando consideran la posición del bando contrario?”.

   Resulta difícilmente previsible qué ocurrirá en los años venideros al socaire de iniciativas como la que venimos glosando. Lo más lógico sería que esta oleada se desvaneciera en su propia esterilidad pero el absoluto control ideológico de la Universidad estatal, el dirigismo de la política de publicaciones y el verdadero terrorismo intelectual que se practica con los disidentes hace previsible la proliferación de una intrascendente historiografía de ámbito local inspirada en el mito de la memoria histórica al tiempo que se convierte en un reto la capacidad de supervivencia de los pocos intentos de mantener una postura independiente y crítica.

   Naturalmente, la dificultad de una tarea no implica la dimisión de ella sobre todo cuando se tiene la convicción de que es importante contribuir a salvar la memoria de los que vivieron la Guerra Civil, de los que nacimos en la España en paz y de las generaciones más recientes que están sufriendo la tentación de destruir el patrimonio recibido.

EUROPA SE MUERE

EUROPA SE MUERE

Daniel MARÍN

 

   Europa se muere. Y esto no es una afirmación emanada del raciocinio lógico de personas a las que algunos catalogan como catastrofistas. Ciertamente, para aquellos que su realidad depende exclusivamente de lo empíricamente demostrable, los datos proceden de la estadística más pura. Es decir, números que relatan la pérdida de potencia humana de un Occidente cada día más tecnificado y menos humanizado; donde la burocracia al servicio de la ideología política mira el dígito olvidando la persona que aguarda detrás de él. Una vida entera, con sus anhelos y deseos, con sus metas y proyectos, con sus amores y sus desamores, con sus penas y sus alegrías.
   Pues bien para aquellos que no vean con sus propios ojos la cruda realidad que se cierne sobre Occidente, emitiré los datos correspondientes.


   En primer lugar, para que la población sobreviva, el número de hijos por mujer ha ser 2,1. Una cifra que dejaría el crecimiento demográfico a cero y exclusivamente produciría el reemplazo generacional. No obstante, hoy en día esa cifra no solo es que no se alcance, sino que está muy por debajo. El retraso de la maternidad unido a su paulatina inexistencia arrojan el dato de 1,4 hijos por mujer en la actualidad. El profesor de la Universidad de Navarra Alban d’Entremont además sentencia lo siguiente: “el déficit de nacimientos se hace cada vez mayor, hasta tal punto que, de continuar así otros veinte años, se podría hacer irreversible el proceso de depauperación demográfica” .
Pues bien, esto lo dijo en 2002.


   Pero claro, esta cifra no es casuística ni capricho del destino.
   La sociedad Occidental, plenamente sensualizada, egoísta y narcisista, acopla una visión antropológica donde el matrimonio es una carga pesada y el sentido de la maternidad es un lastre y casi un obstáculo para la dignidad de la mujer. Una mujer a la que se erotiza en series de televisión, anuncios y publicidad, usándola como objeto de placer para lograr un objetivo claro en las marcas: vender más productos a base de despertar el instinto sexual del ser humano.


   Así, en la pequeña pantalla, en los folletos informativos y en todos los impactos audio y visuales que nos trasmiten, se enseñan familias desestructuradas -véase el anuncio de Renault Scenic-, se incita a la infidelidad y a tener aventuras extramatrimoniales –véase “revive la pasión, ten una aventura” de la Web Victoria Milan-, se ridiculiza a los adultos y a las autoridades, como profesores o policías, -véase series como “Los hombres de Paco” o “Física y Química”- y se venden marcas a cambio de sexo –véase Axe- o placer sin límites -véase marcas de bebidas alcohólicas-.


   La potenciación de los valores relativistas del todo vale y del aquí y ahora dificultan el emprendimiento de decisiones que requieren de gran madurez, como tener hijos o casarse. Madurez de la que adolecen los miembros de la sociedad occidental infantilizada, que recurren al divorcio express o al aborto en cuanto se ven envueltos en algún tipo de responsabilidad que les supera. De esta forma, cada día, en España, se rompen 451 matrimonios, y de cada 3 que se crean 2 se separan. El número rupturas ha aumentado en la última década un 205%, y lo preocupante de las cifras es que cada año aumentan más en lugar de disminuir. Conforme a los abortos, cada 4,7 minutos en España se procede a erradicar la vida de un nasciturus. El rango de edad mayoritario de las mujeres que se someten a este tipo de operación es de 20-24 años, seguido de menores de 19. En la última década el número de madres que renuncian a sus hijos no nacidos ha aumentado un 98,31%.
   La destrucción de la familia y por ende, la destrucción de la sociedad occidental, se ha escondido detrás de una venta derechos. Falsos derechos que esconden tras su aspecto lozano una falta total de responsabilidad y un profundo resultado de insatisfacción.


   Familias hundidas, hijos con problemas psicológicos, falta de plenitud y realización de las personas, y a la postre, una ingrata infelicidad generalizada.
   Los estudios demuestran que alrededor de la mitad de la población española sufre trastornos depresivos. Según la Organización Mundial de la Salud, esta patología será en 2020 la segunda causa de incapacidad del mundo. No obstante, otros problemas que surgen de la ansiedad, de la falta de autoestima y de la depresión también están aumentando en cifras preocupantemente graves cada año. Según la propia OMS, el 53% de la población española sufre sobrepeso y de ese 53%, alrededor de un 30% acucian una obesidad que afecta directamente a la salud.


   La situación de infelicidad a la que finalmente se llega ocasiona estados de inestabilidad, irritabilidad y convulsión en la acción humana que llevan a situaciones de violencia express, como modo exclusivo de canalizar la insatisfacción. De esta manera, año tras año aumentan el número de agresiones, el número de homicidios, el número maltratos conyugales y en definitiva el número de denuncias y juicios en comisarías y juzgados.


   La cultura del consumo, la cultura de lo material, la cultura de lo individualista, la cultura de lo egoísta, la cultura de la irresponsabilidad, la cultura de la imagen y la belleza narcisista, la cultura de los falsos derechos y de los deberes invisibles, está llevando a Occidente a un estado de extinción. Y no son meras percepciones personalistas, cualitativas y subjetivas, sino que son realidades que trascienden en datos cuantitativos y objetivos.


Europa se muere y nosotros con ella. Debemos curarla, debemos curarnos.

POR QUÉ SOY MEDIANAMENTE DEMOCRÁTICO

POR QUÉ SOY MEDIANAMENTE DEMOCRÁTICO

Vladimir VOLKOFF

 

I. Por espíritu de contradicción

Sí, lo admito. Si se tuviera a la democracia como un régimen más entre otros, si no se nos la impusiera como panacea evidente y obligatoria, si no se viera en ella más que un modo de elegir gobernantes, estaría más dispuesto a encontrarle cualidades.

Jean Dutroud afirma que la virtud comienza con el espíritu de contradicción y yo, por mi parte, agrego que ese espíritu es necesario para conservar la imparcialidad: mantiene el amor a la independencia de juicio, asegura la rebelión contra todo lo que es gregario y vulgar, y brevemente, constituye algo seguramente más simpático que la sumisión a las modas, a los esnobismos, a los conformismos de todo pelaje. Me repugnan los benditos sí-sí y los políticamente correctos, sin que esté inficionado - Dios me guarde - de la superstición de la rebeldía.

Si la balanza se inclina demasiado de un lado, mi reacción espontánea es poner un poco de peso en el otro platillo.

 

II. Porque, aun como modo de elegir gobernantes, la democracia no es todo ventajas

Como sistema de designación de gobernantes la democracia presenta ventajas evidentes que, en realidad,  se reducen a una sola, aunque sea de fuste: la aquiescencia de los gobernados. No es cuestión de negar que hay aquí una superioridad sobre los regímenes donde los gobernantes son designados de otras maneras tales como  el nacimiento, la fortuna, el azar o el mérito. Pero tampoco hay razón para no ver las desventajas prácticas de este procedimiento.

En primer lugar, los gobernantes designados por la mayoría de las voces no pueden en ningún caso sentirse igualmente responsables respecto de sus mandantes y los de otro candidato. De hecho, si buscaran el bien público en contra de los intereses de su propia facción, no estaríamos equivocados en tacharlos de ingratitud.

En segundo lugar, para ser designado por una mayoría, es necesario seducir votantes y resulta bastante dudoso que las cualidades necesarias para esto y las necesarias para gobernar - que tienen algo de antinómico - se encuentren en la misma persona. En el límite, se podría decir que el que tiene mayores posibilidades de ser elegido es el que tiene menos posibilidades de ser un buen gobernante.

En tercer lugar, el tipo de persona deseable para ser elegido no es necesariamente el que merece la mayor confianza por parte de sus electores. Aristóteles no estaba equivocado cuando señaló que el demagogo y el cortesano pertenecen a la misma especie.

 

III. Porque los climas, la gentes y las épocas difieren

Una vez le preguntaron a Solón cuál era el mejor régimen político. Retrucó: ¿Para qué pueblo?

En efecto, hace falta una considerable dosis de ingenuidad para imaginar que existe un régimen político ideal, perfectamente conveniente para todos los pueblos, para todas las épocas y para todos los países, o incluso que resulte para todos los pueblos, en todo tiempo y lugar, el menos malo de los sistemas. No se había equivocado Taine cuando aplicaba a todo acontecimiento tres coordenadas: la raza, el medio y el momento.

En modo alguno pretendo que la democracia sea siempre mala. Y de buena gana reconozco que, en ciertas circunstancias, puede resultar más conveniente que otros regímenes. Ya San Agustín tenía el mismo parecer como lo indica en su Tratado del libre albedrío, que cita Santo Tomás de Aquino: “Si un pueblo es razonable, serio, muy vigilante en la defensa del bien común, es bueno promulgar una ley que permita a ese pueblo darse a sí mismo sus propios magistrados para administrar los asuntos públicos. Con todo, si ese pueblo poco a poco se degrada, si su sufragio se convierte en algo venal, si le da el gobierno a personas escandalosas y criminales, entonces resulta conveniente quitarle la facultad de conferir honores y volver al juicio de un pequeño grupo de hombres de bien”.

Brevemente, la democracia no es una panacea ni un antídoto; no hay por qué condenarla ni canonizarla a priori.

 

IV. Porque no hay que confundir mayoría con consenso

Inocentemente o a designio, los partidarios de la democracia mantienen una permanente confusión entre las nociones de mayoría y consenso. Frases tales  como “Francia ha decidido que...”, o “Los franceses han resuelto que... “ son deliberadamente contrarias a la verdad cuando tal decisión ha sido tomada por la mayoría del  51% de los votantes. Como en toda operación de voto hay una cierta proporción de abstenciones y otra de votos en blanco, debería ser evidente que, de hecho, una mayoría del 1% no es una mayoría y, menos aún, un consenso. Esto da lugar a por los menos tres cuestiones. Que sea difícil encontrarles respuestas, no debería dispensarnos de formularlas.

En primer lugar, dado que en ciertos países que presumen de democráticos para adoptar ciertas medidas se exige una mayoría de dos tercios y no la mitad más uno, concluimos que la noción de mayoría relativa efectivamente existe; y por otra parte, toda vez que en los países totalitarios las mayorías frecuentemente eran del 99 % de las voces - lo que suscitaba de parte de los observadores algunas suspicacias legítimas sobre la libertad de voto – ¿acaso existe una proporción de votos que se puede legítimamente llamar consenso y no ya mayoría?

En segundo lugar, en la medida en que una nación es una realidad histórica, por lo menos tanto como geográfica, ¿es justo que sólo cuente la opinión de los ciudadanos que se encuentran vivos en determinada época? ¿No habría que tener en cuenta también la voluntad de los fundadores de dicha nación y los intereses de sus futuros ciudadanos? Aun cuando innegablemente hay que adaptarse a las circunstancias a medida en que se presentan, ¿acaso no hay ligereza en decir  “Francia quiere”  tal cosa, cuando sólo la quiere hoy, cuando ayer quería lo contrario y cuando mañana querrá todavía otra cosa diferente? Que se me entienda bien: aquí no propongo hacer votar a los muertos y a los niños por nacer. Simplemente pongo de manifiesto la confusión que se genera entre la voluntad de una nación milenaria y una efímera mayoría circunstancial.

En tercer lugar, ¿realmente debemos creer, como lo he oído sostener, que el alma de la democracia radica en el despliegue de buena voluntad de la minoría que se subordina a la mayoría? Que Luis XVI haya sido condenado a muerte por una mayoría de cinco votos, que la Tercera República haya sido establecida por una mayoría de un voto, que el tratado de Maastricht - equivalente a abandonar la soberanía - haya sido adoptada por Francia por el 51% de los votos expresados no me inspira mucha confianza en la validez de estos actos, incluso y sobre todo desde el punto de vista democrático. Ante decisiones de graves consecuencias, ¿no hay ligereza en preferir la teoría abstracta que define qué cosa es una mayoría a la realidad concreta que ofrece opiniones divergentes?

 

V. Por una cuestión de vocabulario

El sentido de la palabra democracia ha evolucionado con el correr del tiempo. Veamos las definiciones que dan algunos diccionarios.

Furetière, 1708: “Estado popular, forma de gobierno donde el pueblo tiene toda la autoridad y en el que la soberanía reside en el pueblo, que hace las leyes y lo decide todo; en donde el pueblo es consultado” .

Boiste, 1836: “Soberanía del pueblo; gobierno popular (en mal sentido); despotismo popular; subdivisión de la tiranía entre varios ciudadanos”.

Littré, 1974: “Gobierno en el que el pueblo ejerce la soberanía. Sociedad libre y sobre todo igualitaria en la que el elemento popular tiene influencia preponderante. Estado de sociedad que excluye toda aristocracia constituida, excepto la monarquía. Régimen político en el que se favorece o se puede favorecer los intereses de las masas. El partido democrático, la parte democrática de la nación”.

Nouveau Petit Larousse, 1917: “Doctrina política según la cual la soberanía debe pertenecer al conjunto de los ciudadanos; organización política (frecuentemente la república) en la que los ciudadanos ejercen esta soberanía”.

Petit Robert, 1971: “Doctrina política según la cual la soberanía debe pertenecer al conjunto de los ciudadanos; organización política (frecuentemente la república) en la que los ciudadanos ejercen esta soberanía”.

Se ve el deslizamiento: de una “forma de gobierno” (Furetière), se arriba primero a una “soberanía” (Boiste, Littré, Larousse), y por fin a una “doctrina”  (Robert). Los ejemplos suministrados atestiguan la misma evolución cada vez más favorable a los ideales democráticos.

 

VI. Por otra cuestión de vocabulario

La democracia es el gobierno del pueblo. Sea. Por el pueblo. Admitámoslo. Para el pueblo. Mejor. Pero no sé qué cosa es el pueblo, no sé qué diablos es el pueblo y pienso que la confusión ha sido deliberadamente mantenida por los partidarios de la democracia. La confusión parece triple.

Antes que nada es numérica. Sé lo que es una persona, lo que son dos, tres y mil personas. ¿Pero a partir de qué número esas personas pasan a ser “el pueblo”? ¿Y cómo puede asignarse un rostro colectivo a un grupo más o menos extendido? Aquí hay una operación de prestidigitación que consiste en sustituir una cantidad de personas distintas y bien reales por una sola persona perfectamente imaginaria. Esto se ve bien en inglés donde la palabra people reclama un verbo en plural y sin embargo es percibido como singular: The American people feel that..., want to..., have decided...

Luego, la confusión es social. Valéry tiene razón en destacar que “la palabra pueblo... designa tanto la indistinta totalidad que uno no encuentra en ninguna parte, cuanto la mayoría, opuesta al restringido número de individuos más afortunados o más cultivados”. El pueblo es, según convenga, la nación o la plebe, y nunca se sabe de cuál se habla. Ya Furetière había precisado en su articulo Democracia que “en este sentido la palabra ‘pueblo’ no es ‘plebe’, sino el cuerpo todo de los ciudadanos”, y de Flers y Caillvallet no estaban equivocados al anotar maliciosamente que “la democracia es el nombre que le damos al pueblo cada vez que lo necesitamos”. Estas idas y vueltas entre la idea de que “el bajo pueblo” (o, más amablemente, “el pequeño pueblo”) es distinto de las clases llamadas superiores, y la idea de que estas clases superiores forman también parte del pueblo tomado en su conjunto (cosa que no es grave considerando que son inferiores en número), estas idas y vueltas, digo, permiten también toda clase de escamoteos y sustituciones.

En fin, hay una confusión entre lo relativo y lo absoluto. Expresiones tales como “el pueblo quiere”, “el pueblo decide”, “el pueblo está a favor de”, “el pueblo está en contra de”, propiamente no significan nada. Habría que decir cada vez: “la mayoría de los ciudadanos que han expresado su parecer, se han pronunciado a favor, se han pronunciado en contra”. Pero a partir del momento en que tengo un parecer contrario al de la mayoría, siento que hay un abuso del lenguaje al decir que el pueblo (por sobreentendido que se trata de todo el pueblo, sin excepción) tiene tal o tal otro parecer y no el mío. ¡Pero yo también pertenezco al pueblo! La cosa resulta particularmente chocante cuando “el pueblo” no es más que el 51% del pueblo, tal como lo hemos visto en el capítulo sobre las mayorías y el consenso. Cuando la Declaración de los derechos del hombre de 1798 postula que “la ley es la expresión de la voluntad general”, está formulando un contrasentido. No hay, no puede haber una voluntad general: a lo sumo no hay más que voluntades mayoritarias.

Vienen a cuento algunas palabras sobre “la opinión del pueblo” especiosamente llamada “opinión pública”. A decir verdad, propiamente no existe la opinión pública o, más bien, no debería existir la locución, toda vez que la suma de opiniones individuales no pueden conformar una opinión colectiva. Pero, ¡helás!, los fenómenos del rumor, de la moda, del mimetismo, y el uso que de ellos hacen la propaganda y la desinformación que fabrican una opinión colectiva ficticia, hacen que los individuos que presumen de tener un parecer se adhieran sin más por temor a parecer insolidarios. En particular, el procedimiento de las encuestas tiende a reforzar en “el pueblo” las opiniones que se le asignan o, mas bien, que se le alquilan, porque nada, en este mundo, es gratuito...

Brevemente dicho, la noción de pueblo no me parece suficientemente definida como para que tenga ganas de asentar sobre ella un sistema de gobierno.

 

VII. Porque la concepción de democracia descansa sobre una petición de principio

No puedo hacer nada mejor en este capítulo que citar a Jean Madiran, quien escribe en Les Deux Démocraties: “La democracia es buena porque el bien es la democracia; la democracia es justa porque el derecho es la democracia; la democracia está en la dirección del progreso porque el progreso consiste en el desarrollo de la democracia”.

Luminoso.

Imbatible.

 

VIII. Porque se querría convertirla en una religión...

La  democracia que fue, recordémoslo, un modo entre otros de designación de gobernantes, se nos presenta hoy como una suerte de religión o, incluso, una religión de religiones. Y tiene de la religión lo esencial: la pretensión de monopolizar la verdad.

En las religiones, se comprende. Sin necesariamente tener la ambición de exterminar a todos los que no son cristianos, o a todos los que no practican la religión cristiana exactamente como nosotros (por más que tampoco nos privamos demasiado de esto a lo largo de los siglos), nosotros los cristianos creemos que Dios es trino, que Jesús de Nazareth era Hijo de Dios, que eso es verdad y que, por consiguiente, todos aquellos que piensan lo contrario están equivocados. Creemos esto allí donde se supone que deberíamos creerlo: si repudiamos esta creencia, ya no somos cristianos.

Por su parte, los musulmanes creen que no hay más Dios que Dios, que nunca tuvo un hijo y que Mahoma es su profeta. Si los cristianos tienen razón los musulmanes se equivocan, y viceversa. Hay que agregar que los musulmanes tienen el deber, ellos, de pasar a degüello a los infieles mientras que nosotros habitualmente no lo hacemos sino por exceso de celo, aunque el principio es el mismo: sí, ellos presumen tener el monopolio de la verdad y nosotros... también.

Si, como lo afirman en los días que corren, todas las religiones valen por igual, es que no son religiones.

En política, esta monopolización de la verdad, justificada o no, se comprende menos. Un mínimo de esta tolerancia tan declamada por los partidarios de la democracia alcanzaría para que se admita que los distintos procedimientos para elegir gobernantes son igualmente estimables, sobre todo si se tiene en cuenta la geografía y la historia. Pero allí es donde la democracia moderna desnuda sus pretensiones de alcanzar el status de religión: ya no es más un sistema de designación de gobernantes, ahora es un cuerpo de doctrina infalible y obligatoria, y tiene su catecismo: los derechos del hombre, y fuera de los derechos del hombre, no hay salvación.

La democracia moderna tiene otras notas indispensables de cualquier religión.

Un paraíso: los países democráticamente liberales con, preferentemente, una legislación anglosajona.

Un purgatorio: las dictaduras de izquierda.

Un infierno: las dictaduras sedicentemente de derechas.

Un clero regular: los intelectuales encargados de adaptar las tesis marxistas a las sociedades liberales.

Un clero secular. los periodistas encargados de distribuir esta doctrina.

Unos oficios religiosos: los grandes programas de televisión.

Un index tácito que prohíbe tomar conocimiento de cualquier obra cuya inspiración sea reprensible. Este índice resulta admirablemente eficaz bajo la forma de la conspiración del silencio mediático, aunque a veces se lo utiliza de un modo más draconiano: si bien todavía no van a parar a la hoguera, algunos libros juzgados deficientes desde el punto de vista democrático son retirados de las bibliotecas escolares como sucedió en Saint-Ouen L’Aumone.

Una inquisición. Nadie tiene el derecho de expresarse si no está alineado con la línea recta de la religión democrática y, si a pesar de todo llega a hacerlo, pagará las consecuencias. A este respecto resulta ejemplar el linchamiento mediático al que se lo sometió en Francia a Régis Debray (al cual nadie sospecharía de no ser democrático) porque puso en duda la legitimidad de los crímenes de guerra cometidos por la NATO en 1999 en el territorio de Yugoslavia.

Una Congregación de Propaganda de la Fe: las oficinas de desinformación, autodenominada de “comunicación” o de “relaciones públicas”.

Misas dominicales: y obispos que utilizan escudos protectores tomados prestados de las diversas ONG o de la ONU.

Indulgencias varias generalmente otorgadas a viejos comunistas.

Una legislación penal y tribunales encargados de castigar a quienquiera se atreva a poner en duda la versión oficial de la historia.

E incluso tropas encargadas de evangelizar a los no-demócratas “a sangre y fuego”. Lo hemos visto claramente cuando diecinueve naciones democráticas bombardearon a un país soberano con el que no estaban en guerra.

Hoy, una frase como “en el nombre de los derechos del hombre” se va extendiendo tal como “en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” se extendió durante los siglos. Quizás estemos rescatando el sentido de lo sagrado, pero no creo que sea algo sagrado de buena ley.

 

IX ... Pero de hecho es una idolatría

A la democracia le falta un factor esencial  en cualquier religión verdadera o falsa:  la trascendencia.

Esta trascendencia puede adquirir todas las formas que uno quiera, desde la metempsicosis hasta el apocalipsis,  pero en todos los casos supone que el hombre venera alguna cosa que está más allá del hombre. ¿ Y bien?  Digan todo lo que quieran pero los derechos del hombre no pueden ir más allá del hombre. Son, por definición, antropocéntricos.

Para mi, lo admito sin ambages, la noción misma de “derechos del hombre” constituye un sinsentido, no sólo porque reposa sobre un postulado, sino porque el postulado está mal expresado.

Se comprende que un indio patagón tenga los derechos que le otorga su jefe patagón o que los franceses tienen los derechos que le son garantizados  por su republicano gobierno; o que el miembro de un club o el paciente de un hospital o el cliente de un restaurante tenga los derechos que le garantiza tal restaurante, tal hospital o tal club. Pero que el hombre tenga derechos en absoluto, que él mismo se los garantice a si mismo mediante declaraciones periodísticas, nacionales o internacionales – cosa que habitualmente de poco vale – me parece, perdón si escandalizo, una broma gigantesca.

Los chicos juegan a esta clase de juego: “juguemos a que tu serás el papá y yo la mamá” o “tu serás el marinero y yo el almirante”. Con semejante espíritu se pueden entender las juguetonas expresiones tales como “derecho a la salud”  o “derecho a la felicidad”. Ahora bien, toda vez que con semejantes declamaciones no se impide que la gente se convierta en infeliz o se enferme, no me parecen que tengan ni sombra de realidad.

Tomo la Declaración de 1789 y me cuestiono afirmaciones como las que siguen:

“El fin de la sociedad es el bienestar de todos”  ¿Qué cosa es un bienestar para todos? Que se me suministre una definición que no sea la suma de los bienestares individuales.

“Todos los hombres son iguales por naturaleza” ¿Verdaderamente?  ¿Los grandes y los pequeños, los lindos y los desgraciados?

”La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad general”. Muy bien. ¿Y qué es, por favor, la voluntad general?

“Los delitos de los mandatarios del pueblo y de sus agentes en ningún caso deben quedar impunes. Nadie debe pretender ser más inviolable que los demás ciudadanos”. ¡Estaría bueno si se pudiera aplicar bien! ¡Si siquiera se pudiera aplicar! ¡Riámonos, oh mis contemporáneos, vosotros que no juráis sino por la inmunidad o la amnistía!

Tomo la Declaración universal de 1984 y allí leo que “todos los seres humanos... deben interactuar con espíritu de fraternidad”. Atención: ¡deben! ¿ Se trata de un derecho o de un deber?  ¿Y en nombre de quién se establece semejante deber?

“Nadie será sometido a la tortura...”. El tiempo futuro del verbo es conmovedor: me hace acordar a “Tú serás el papá y yo la mamá”.

“Nadie puede ser arbitrariamente detenido...”. ¿Pero qué quiere decir “puede”?  ¿No habría que leer allí “debe” puesto que “puede” es obviamente absurdo?

 “La voluntad del pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos”. Una vez más, ¿no será demasiado suponer que el pueblo tiene voluntad colectiva?

“La familia es la célula fundamental de la sociedad y tiene derecho a que la sociedad y el Estado la protejan” ¿Y si la sociedad favorece el concubinato de los pederastas y si el Estado remunera a los fabricantes de lesbianas...?

No niego que algunas de las ideas que sostienen esta monserga tienen cierto poder seductor, pero, para significar alguna cosa me parece que deberían, por una parte, expresarse bajo la forma de deberes concretos antes que derechos abstractos y, por otra parte, debería fundarse sobre la autoridad que está más allá de la del hombre y, por tanto, nunca sobre la humanidad que no es más que la adición de todos los hombres vivientes, que hayan vivido o llamados a vivir.

Ya lo constataba Dostoievsky: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Y si los hombres se arrogan el derecho de Dios de decir qué está bien y qué está mal, nada bueno puede resultar, por lo menos según el Génesis.

 

X. Porque se asienta sobre uno u otro de dos postulados

Admitamos, por un instante, que el vocablo “pueblo”  significa lo que algunos piensan, a saber, que cada pueblo puede ser reducido a un denominador común y que resulta perfectamente legítimo asignarle una voluntad colectiva.

– El pueblo espontáneamente quiere el Bien, y accesoriamente, su propio Bien.

– Lo que el pueblo quiere inmediatamente se convierte en el Bien.

Según el primer postulado, el Bien le es dado anticipadamente y el pueblo lo encuentra naturalmente gracias a una operación digna del Espíritu Santo pero que se realiza sin él, por el milagro de la democracia. Basta con hacer lo que quiere el pueblo para que todo ande bien, es decir, para que triunfen la virtud y la prosperidad a la vez. Es la democracia de Rousseau.

Según el segundo postulado, todo lo que quiere el pueblo es, por definición bueno. Si el pueblo quiere costumbres castas, eso es bueno; si quiere relajamiento general, eso es bueno; si quiere la paz, perfecto; si quiere la guerra, perfecto también; si quiere destruir a los demás pueblos, tiene derecho; si quiere destruirse a si mismo, que le valga; si quiere, como escribe Madiran, “decretar lo justo y lo injusto, el bien y el mal, prohibir lo lícito, obligar a lo monstruoso y retocar en ese sentido su Constitución, no hay contra esta voluntad popular ningún recurso democrático, legal, ni legítimo”. Es la democracia moderna.

En la primera hipótesis, el pueblo descubre el bien; en la segunda, lo funda. En la primera, nos embarcamos hacia Utopía; en la segunda, hemos partido hacia Sodoma. El primer postulado me parece ingenuo y el segundo odioso. Pero desgraciadamente sucede que, a fuerza de compenetrarse con el primero, se termina por aceptar el segundo.

El refrán romano Vox populi, vox Dei, del que las añoradas páginas del Larousse dan esta sabrosa interpretación: “Adagio según el cual se establece la verdad de un hecho, la justicia de una cosa sobre la base del acuerdo unánime de las opiniones del vulgo”, permite ceñir estrechamente los dos postulados que nos interesan.

Vox Dei, vox populi: basta con escuchar la voz del pueblo para oír la de Dios que habla a través de Él. Es el primer postulado.

Vox populi, vox Dei: la voz del pueblo debe ser recibida como la voz de Dios, dicho de otro modo, el pueblo es Dios. Es el segundo postulado.

El suizo Amiel escribía: “La democracia descansa sobre esa ficción legal por la cual la mayoría no sólo dispone de la fuerza sino también de la razón, que posee al mismo tiempo sabiduría y derecho”. Una “ficción legal”: no sabríamos decirlo mejor.

 

XI. Porque está preñada de totalitarismo

Está de moda oponer la democracia al totalitarismo.

Eso presupone que se pase en silencio no sólo el hecho de que Napoleón III plebiscitó al Segundo Imperio y que Adolfo Hitler fue democráticamente elevado al puesto de Canciller del Reich, sino esto otro, que es más grave: que los totalitarismos políticos, como lo recordábamos más arriba, siempre invocaron los ideales democráticos. Subrayemos que en ningún caso los regímenes monárquicos ni los regímenes aristocráticos engendraron totalitarismos: para eso siempre hizo falta pasar antes por el estadio democrático. En Francia, antes del Terror hubo un 14 de Julio y en Rusia hubo un Febrero antes de un Octubre.

Con todo, hay totalitarismos y totalitarismos.

Nos hemos preguntado muchas veces, ya que el proceso de Nüremberg tuvo lugar, haciendo jurisprudencia, y ya que se le agregó una reprobación indeleble al partido nacional-socialista alemán, por qué ningún criminal comunista fue jamás juzgado y personajes que abiertamente proclamaban la doctrina comunista y su afiliación al partido comunista eran recibidos en todas partes, tanto en los salones como en los altos sitiales de los gobiernos democráticos. Sin embargo, los respectivos crímenes del nazismo y del comunismo son numéricamente incomparables: menos de diez millones de un lado, más de cien del otro,

Este curioso fenómeno se explica, me parece, con el siguiente análisis.

El nacional-socialismo estaba fundado sobre dos ideales: uno más racista que nacionalista, el otro socialista, es decir, democrático. Estos dos ideales desembocaron, el uno y  el otro, en el totalitarismo. En la medida en que el baldón del totalitarismo podía ser atribuido al ideal nacionalista, que no es, esencialmente, democrático, a las democracias les resultaba posible condenarlo y extirparlo. A pesar de su cocina democrática, no había parentesco entre el ideal del Tercer Reich y las democracias occidentales.

El comunismo estaba fundado sobre un solo ideal: el ideal democrático. Pero también es cierto que cada vez que el comunismo desembocaba en una dictadura, invariablemente  se cayó en una tiranía y nunca en una democracia. Las estructuras comunistas con un partido formando una elite y un presidium todopoderoso más bien recordaban las estructuras aristocráticas y oligárquicas; y sin embargo el ideal permanecía siendo “popular”: testigos son los serviles regímenes vigentes en los países satélites de la U.R.S.S. que se autotitulaban "repúblicas democráticas populares” , lo que equivalía a repetir por tres  veces más o menos la misma cosa.

Siendo “ popular” , desde el punto de vista de un demócrata el comunismo no puede ser enteramente malo.

Y todavía eso no  es lo más grave.

La democracia - cuando ya no es una manera de elegir gobernantes - tiende hacia lo absoluto. Se ha denostado a las monarquías absolutistas... ¡y bien; hablemos de ellas! Racine, el historiógrafo de Luis  XIV escribía sin remilgos: “ Sólo Dios es absoluto” . Las monarquías siempre invocan principios superiores a ellas mismas: el derecho divino, la tribu, la nación. Si frecuentemente han  sido tiránicas en los hechos, nunca lo fueron en esencia. En cambio la democracia  es absolutista por definición, como lo atestigua la famosa fórmula “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” , que retoma, por ejemplo, la Constitución de la República Francesa de 1958. En materia de concepciones absolutistas, no hay cosa que pueda ir más lejos. No hay cosa que se parezca más al perpetuum mobile,  esa aberración de la Física.

En sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Burke tiene razón en insistir sobre los peligros de este absolutismo. “En una democracia - escribe - la mayoría de los ciudadanos está en condiciones de ejercer las opresiones más crueles sobre la minoría [...] y esta opresión de la minoría llegará a mucha mayor cantidad de gente y  se llevará a cabo con mucha más furia de la que se puede esperar de la dominación de un solo cetro. Bajo semejantes condiciones de persecución popular,  las víctimas individuales se encuentran en una situación mucho más deplorable que bajo ninguna otra. Bajo un príncipe cruel, la compasión de la humanidad viene a poner bálsamo sobre sus heridas; los aplausos del pueblo animan la generosa perseverancia que exhiben en sus sufrimientos; pero aquellos que son maltratados por la multitud se ven privados de toda consolación externa. Parecen abandonados de la humanidad, aplastados por un complot de toda su especie”. Proféticamente, Burke va más lejos: “ ¡Qué instrumento eficaz del despotismo se iba a encontrar en ese gran comercio de armas ofensivas, los derechos del hombre!” .

La historia nos muestra que estos desbordes totalitarios de la democracia son cosa corriente. En el nombre de los derechos del hombre, la Revolución Francesa terminó en el “ populicidio”  de la Vendée. Las guerras de la Revolución fueron libradas so pretexto de liberar del despotismo a los pueblos europeos. La colonización republicana de África pretendió que aportaba los beneficios de la democracia a presuntos “salvajes” . Los revolucionarios liberales rusos de febrero de 1917 tornaron posible y lógico el golpe de estado bolchevique de octubre con las consecuencias que ya se conocen.

Pero lo interesante no es tanto que el totalitarismo democrático puede, en algunos casos, convertirse en sangriento, sino que eso mismo parece estar inevitablemente inscripto en la naturaleza misma de su absolutismo democrático.

Por definición, la democracia no se reconoce límites.

Es cierto que, desde algún tiempo a esta parte, simula preferir los métodos de coerción más dulces, mas no es sino cuestión de circunstancias: el número de intervenciones armadas de los Estados Unidos en Estados soberanos sería menos inquietante si no fuera que todas ellas se realizaron en nombre de la democracia. Animal grande, gran apetito. Siempre fue así, pero si el lobo persuade al cordero de que está obligado a vapulearlo para enseñarle a vivir democráticamente, y sobre todo si el cordero le cree, entonces, en efecto, los derechos del hombre se convierten en un “ eficaz instrumento de despotismo” .

Tal vez más instructivo sea la dominación, casi total en Occidente, de una ideología difusa que se da en llamar ya el Pensamiento Único, ya lo Políticamente Correcto, ya lo Pensado-para-Usted y que, a imitación de la ideología comunista que disponía de una "lengua de madera", inventó su propio parloteo que algunos dieron en llamar "lengua de algodón".

Los espíritus autodenominados de derecha se han imaginado durante mucho tiempo que esta ideología estaba teleguiada por los servicios de propaganda, de desinformación o de influencia del comunismo. La caída del comunismo ha demostrado que no había nada de eso: esta ideología es parte inherente y fatal de la propia democracia.

Como tal, tiene ramificaciones infinitas en todos los dominios, pero todos emanan de un simple axioma: toda autoridad que no haya pasado por las horcas caudinas del sufragio universal, o que no haya sido delegada por una autoridad que haya pasado por las horcas caudinas del sufragio universal, es ilegitima, inmoral, intolerable y debe ser combatida por todos los medios, desde la supresión de la libertad de pensamiento hasta el terror.

 

XII. Porque se asienta sobre el vértigo del número

La democracia se funda sobre la cantidad de los votantes y no sobre su calidad, tanto a nivel del sufragio universal como en los diversos parlamentos. Hablando de democracia siempre, necesariamente, por definición, la cantidad es lo que vale. Esto me escandaliza.

En La crisis del mundo moderno, René Guénon escribía: “En el fondo de la idea ‘democrática’  está la idea de que un individuo cualquiera vale igual que otro porque son iguales numéricamente. Y es disparate porque nunca se puede comparar a las personas sólo desde un punto de vista numérico” . En La Commune del 18 de mayo de 1871, Georges Duchène se indignaba con más acidez: “La verdad, la ley, el derecho, la justicia, dependerán de ¡cuarenta diputados que se levantan contra veintidós que permanecen sentados!” .

No es que el número no tenga su importancia. Si varios especialistas en alguna competencia se reúnen para emitir su dictamen sobre una situación determinada, supongamos de tácticos antes de una batalla o de médicos ante un enfermo, se justifica seguir el parecer de la mayoría de los que estén de acuerdo entre ellos. Pero a partir del instante en que no se requiere ninguna competencia, sería difícil rebatirlo a Burke. “Se dice que veinticuatro millones deberían triunfar sobre doscientos mil. Es correcto si la constitución de un reino fuese un problema aritmético” . Pero no lo es. Séneca llegó a decir que “la opinión de la multitud es indicio de lo peor”  y Gandhi dijo que “multiplicar el error no lo convierte en verdad” . Lamartine admitía con ingenuidad que “el sufragio universal es la democracia misma”. Y sí, ahí está el problema.

 

XIII. Porque se asienta sobre el vértigo de la igualdad

En general se asocia la democracia con las nociones de igualdad y de libertad sin tener en cuenta que la igualdad y la libertad habitualmente son inversamente proporcionales, tal como lo subrayó Soljenitsyn en su discurso en Lucs-sur-Boulogne. En efecto, no se puede alcanzar igualdad absoluta sino suprimiendo enteramente toda libertad e, inversamente, toda libertad acordada necesariamente desemboca en crecientes desigualdades. Pero supongamos que la vocación de la democracia consiste en conciliar estos dos ideales impidiendo que uno se desarrolle en detrimento del otro. Esta sería una misión calificada y no les ha ido del todo mal a los que lo han intentado como veremos más adelante.

Desgraciadamente, el caso es raro.

Ordinariamente las democracias no tienen respecto de la libertad más que una simpatía estrechamente contingente. Basta con bautizar a un adversario como “enemigo del pueblo” o “traidor social”  para que las libertades de pensar y de expresión le sean inmediatamente cercenadas.  “Ninguna libertad para los enemigos de la libertad”  es el eslogan absolutista, característico de la mentalidad democrática y que, por otra parte, podría justificarse con el demócrata diciéndole al no-demócrata: “Si usted no quiere aplicar mis reglas, abandone el juego y, en ese caso, lo meto preso” . Ahora bien, ¿en qué eran enemigos los paisanos de la Vendée que querían continuar con sus misas celebradas por sus sacerdotes no juramentados? ¿En qué eran enemigos de la libertad los campesinos ucranianos que querían conservar sus cosechas y sus bestias? En este caso se sabe lo que les ocurrió a unos y otros, lo que se explica bastante bien si se reemplaza el eslogan enmascarado “Ninguna libertad para los enemigos de la libertad”  por el eslogan desenmascarado “Ninguna libertad para los enemigos de la igualdad” .

Hoy también, en la mayor parte de los casos, las democracias parecen favorecer sistemáticamente la igualdad, con todas las limitaciones a la libertad individual que eso supone. El número de leyes, decretos,  edictos, reglamentos administrativos que nos ligan y que asfixian al Estado y a la política es cada vez mayor. Y el hecho de que todo ciudadano europeo vive ahora bajo una doble subordinación, la nacional y la europea, multiplica las enojosas trampas con que se cercenan las libertades de los hombres y de los ciudadanos.

Para mejor se les impone la igualdad de un modo cada vez más despótico.

Flaubert, el reaccionario, escribía a la socialista George Sand: “El gran sueño de la democracia es elevar al proletario al nivel de estupidez del burgués. El sueño, en parte, se ha cumplido” .

Es cierto que al principio la broma se cumplió parcialmente en la democracia francesa, por ejemplo la de la Tercera República, que tenía por cometido elevar al proletario al nivel del burgués en lo que a prosperidad y cultura se refiere. Pero en verdad ya no es el caso. Más bien pareciera que el fin de la democracia moderna es el rebajar al burgués al nivel del proletario, nivelación sistemática hacia abajo, por ejemplo en todo lo que se refiere a la educación nacional: es bajando el nivel del bachillerato que se puede otorgar el título a un mayor número de candidatos, lo que no puede sino tener un efecto demagógico positivo, aunque en lo cultural resulte negativo, sin hablar del daño que se les causa a los propios estudiantes, sistemáticamente engañados en cuanto a su propia competencia...

No se había equivocado Montesquieu en El espíritu de las leyes cuando dijo que “El amor de la democracia es el de la igualdad” .

Así es que, siendo que la naturaleza humana se inclina más frecuentemente hacia la envidia que hacia la generosidad, generalmente las que quieren democracia son las clases menos favorecidas en la esperanza de atenuar las diferencias que las separan de las clases que se tienen por superiores mientras que éstas, no teniendo nada que perder, se esfuerzan en mantener el statu quo. Estos conflictos, que tienen más de “quítate de allí para que pueda ponerme yo”  que de lucha de clases como quería Marx, son perfectamente naturales e incluso, en la medida en que un Estado vigilante asegure su regulación, tienen un saludable efecto vital ya que no se fundan sobre la igualdad hacia donde tienden sino sobre la desigualdad de donde provienen. Por el contrario, en cuanto se cruza cierto umbral de fecunda desigualdad, la entropía igualitaria comienza a hacer de las suyas.

La progresiva clausura del abanico de salarios y, bajo la presión fiscal, de los impuestos, está hecha para seducir a la masa, pero resulta catastrófica para el arte de vivir de una nación. Uno no puede sino regocijarse de la progresiva desaparición de cierta miseria, pero ¿habrá que felicitarse igualmente del empobrecimiento de las  clases adineradas que, no hace tanto, tenían los medios de favorecer las artes, desde la ebanistería hasta la ópera?

¿No habría que inquietarse también con la formación de un lumpenproletariat típicamente contemporáneo y que se origina en una igualdad tan obligatoria como utópica? Tenemos mayor cantidad de bachilleres y más iletrados; menos pobres y más huelguistas. Por otra parte, hay abismos de distancia entre un antiguo egresado de una grande école y un universitario recientemente diplomado. No se ve qué puede haber de saludable en semejante evolución.

 

XIV. Porque  desde las “Luces”  hasta  las “Antorchas”  no hay  más que un  paso, como se vio claramente en 1789.

No todas las democracias son revolucionarias, no todas la revoluciones son democráticas, aun cuando Soljenitsyn se haya animado a decir en el mismo discurso de Lucs-sur-Boulogne que eran todas malas. Sin dudas, la confederación helvética es democrática, pero eso surgió de su independencia y no de una revolución. La sedicente revolución americana no lo era: era también la afirmación de independencia de una nación que se sentía lista para volar con sus propias alas. Que estas dos declaraciones de independencia no hayan sido sangrientas no excusa para nada el sospechoso parentesco que la democracia cultiva con el síndrome revolucionario. Quien dice “democracia”  dice “derechos del hombre” , quien dice “derechos del hombre”  dice “1789” , quien dice “1789”  dice “iluminismo”.

Sí, pero quien dice “1789”  dice también “1793” , carmañola, guillotina, ahogamientos, pueblicidios, columnas infernales, matrimonios republicanos, seiscientos mil muertos, asesinato público de Luis XVI, María Antonieta y Mme. Elizabeth, rapto y homicidio clandestino del duque de Enghien. Brevemente: “antorcha” , porque el camino es corto desde la Enciclopedia hasta el Terror, desde has luces de los sedicentes filósofos y las antorchas incendiarias abundantemente provistas por los sedicentes patriotas.

 “La Revolución es una”, decía Clemenceau.

¡Oh sí! todos los regímenes han cometido atrocidades. Desde San Bartolomé al suplicio de Damien, la vieja Francia no se ha privado de ellas y la misma religión cristiana ha pecado por el filo de la espada y las hogueras preparadas con leña resinada. Pero la democracia convertida en la religión de los derechos del hombre brilla más y más como culto de la tolerancia que va hacia la práctica generalizada de la intolerancia.

Su forma moderna es el Tribunal Penal Internacional, instituido en La Haya sin mandato de la ONU, menos para juzgar a criminales cuanto para condenar a cualquiera que tenga el honor de molestar a la seudo “comunidad”  internacional paradójicamente constituida por 19 Estados sobre un total de 185 miembros de las Naciones Unidas.

 

XV. Porque la democracia es contra-natura

No quiero otro testigo más que el mismo Juan Jacobo Rousseau que escribió en La Nueva Eloísa: “Si se toma el término con todo el rigor de su acepción, no existió nunca una verdadera democracia, ni existirá jamás. Va contra el orden natural que la mayoría gobierne y que la minoría sea gobernada” .

No está mal.

Basta con contemplar  un motín o una pueblada para advertir que sus jefes nunca son elegidos sino que se imponen por la fuerza. Anticipo las objeciones: los hombres no son animales (¡Oh!  ¡Casi nunca!) y el hombre es “un ser cuya esencia contradice el modo de existencia, un ser de naturaleza cuya esencia consiste en contradecir la naturaleza, a dominarla en  sí mismo por su voluntad y fuera de sí mismo por la técnica”  (Hubert Saget, Ontologie et Biologie). Brevemente el rol de la democracia consiste justamente en expurgar al hombre de entre las bestias - reino al que habitualmente pertenece - y enseñarle a vivir ya no como manada sino como tropa.

Muy bien.

Eso no quita que, en todas las civilizaciones, la minoría sea cual fuere la manera en que resultó elegida, aunque sea democráticamente, siempre salió de entre la mayoría y siempre la ha comandado, cosa que nunca le resultó simpática al espíritu de la democracia-derechos-del-hombre. Por más que no le guste, la aparición de una aristocracia - sea ésta del talento, del mérito, de la riqueza, de la herencia real o supuesta - es un fenómeno natural; y resulta que la aristocracia es por definición una minoría. Para impedir que funcione este fenómeno y para imponer el gobierno de la mayoría resulta necesaria una legislación fundada sobre un ideal abstracto, frecuentemente desmentido por la realidad de los hechos.

 

XVI. Por razones estéticas

Es cierto que, estéticamente, la idea de democracia, esa lúgubre planicie dónde 1=1=1=1 hasta el infinito, no me seduce. Prefiero las estructuras más jerarquizadas, más coloreadas, más arquitectónicas.

Por sobre todo quiero hablar del balance estético de las democracias comparadas con otros regímenes.

Por supuesto que sé muy bien que los más bellos templos griegos fueron construidos en un período llamado democrático, que existe una pintura suiza no enteramente desdeñable y que se puede considerar a los rascacielos norteamericanos como obras de arte. Pero no puedo dejar de pensar que el arte resulta de dos cosas: por una parte es un lujo y por otra una investigación apasionada en búsqueda de la verdad. Ahora bien, por una parte la democracia moderna reprueba puritanamente al lujo y por otra considera que hay en ella misma tanta verdad cuanto le hace falta a la humanidad para encuentrarse cómoda en el dominio de lo estético.

Véanlo en Francia, a la que el Antiguo Régimen le legó la place Vendôme y el Nuevo, Beaubourg; el Antiguo, el Palais-Royal, el Nuevo, las columnas de Buren; el Antiguo, el Louvre, el Nuevo, su pirámide. Comparen la acción de los mecenas del pasado y la de los “sponsors” privados o las administraciones públicas de hoy en día. Toda vez que el buen gusto, para parafrasear a Descartes, es la cosa peor repartida del mundo, es la menos democrática.

 

XVII. Porque la democracia nunca ha funcionado verdaderamente

Esta declaración puede parecer sorprendente en nuestra época en la que habitualmente se piensa que es el único régimen viable, pero echemos una ojeada a las grandes democracias de la historia.

La democracia ateniense estaba fundada sobre la esclavitud, cada ciudadano ateniense disponía en promedio de unos cinco esclavos. Había ciertamente igualdad entre los ciudadanos, pero no entre los habitantes ya que un sexto de la población era dueña de los otros cinco sextos.

La república romana no fue muy democrática. La fórmula Senatus populusque Romanus indica que Roma se concebía como una sociedad de dos escalones, los patricios y los plebeyos, a los que hay que agregar un tercero: los esclavos que, desde el siglo III se convirtieron en tantos que los plebeyos fueron dispensados de trabajar.

Seguramente la democracia suiza es la que más invita a la admiración, pero es una democracia directa, largamente compensada por las estructuras tradicionales de la sociedad, en particular la de sus cantones. El suizo que vota, generalmente lo hace sobre cuestiones de su incumbencia y competencia.

La democracia inglesa pasa por haber sido fundada sobre la Carta Magna arrancada a Juan sin Tierra por los barones sublevados, allá por 1215. Sus principales artículos garantizaban los derechos de los feudos y los privilegios de las ciudades. Recién en 1679 el habeas corpus comenzó a garantizar la libertad individual. El progresivo debilitamiento del poder real estaba largamente compensado por una estructura social oficialmente de dos escalones - la cámara de los lores y la de los comunes - pero que en realidad tenía tres escalones: los lores, la gentry que muy pronto se mezcló con la alta burguesía, y el bajo pueblo. Por su parte, la clase media se fraccionaba, desde el punte de vista social, en tres escalones: upper middle class, middle middle class y lower middle class, con, arriba de todo, la upper class y, abajo de todo, las lower classes, en plural. En tanto se mantuvo esta columna vertebral, Gran Bretaña, a pesar de los limites de su territorio y de su población, permaneció como una nación grande, en la que el concepto de “gentleman” , fundado antes que nada sobre una diferencia de raza, luego de clase, luego de cultura, aseguraba así la regulación del flujo social ascendente.

En todo eso, la monarquía jugaba un papel simbólico esencial, aunque sin verdaderas responsabilidades políticas. Cuando, bajo la presión de los comunes, los reyes se pusieron a fabricar lords sin arte ni concierto, diluyendo así la calidad en la cantidad, la sociedad inglesa comenzó a vacilar con los resultados que ya se conocen. Y eso que la legislación británica permitió la conservación de algunas grandes fortunas que aseguran al país un cierto equilibrio en la continuidad.

La democracia americana fue fundada por aristócratas como Jefferson y Hamilton y poco faltó para que Washington fuera ungido rey;

Desde entonces varios factores, más sociales que políticos, han jugado un papel en atenuar los defectos de la democracia;

  • Las grandes familias: a los americanos  les parece natural que los presidentes de la República sean parientes próximos, que un presidente reclute a su hermano como ministro de Justicia o que otro confíe a su mujer la organización de la salud pública.
  • Las grandes fortunas: por ejemplo, las principales embajadas americanas son otorgadas sistemáticamente como puestos políticos a quienes han sostenido las campañas electorales con sus finanzas.
  • Las grandes universidades de Ivy League: forman una  elite tradicional cimentada por un estilo de vida común, convicciones comunes y, frecuentemente, de matrimonios del mismo medio.
  • Las  sociedades secretas salidas de las grandes universidades: sus miembros comparten una buena  parte del poder político.
  • La tradición religiosa protestante, en la que todo  éxito material es percibido como una recompensa divina.
  • El unánime respeto de la Constitución como una institución sagrada.
  • La general aceptación de los diferentes niveles de vida que consagra los éxitos profesionales más o menos notables, pudiendo llegar el salario de un patrón hasta quinientas veces el de un empleado.

Y sin embargo, es cierto que los Estados Unidos de América han hecho de la democracia un sistema absoluto que pretenden imponer al mundo - cosa que proviene a la vez de una necesidad de hegemonía natural en una gran nación, de un mesianismo heredado de los puritanos y de la justificada convicción de que la expansión de la doctrina democrática es buena para la apertura de nuevos mercados - aunque hay que notar que la versión, sin atenuantes de ninguna especie, que ellos destinan a la exportación, difiere considerablemente de la versión doméstica.

Veamos ahora la historia de la democracia francesa.

Ella fue, antes que nada, la obra exclusiva de la burguesía. Al principio, el pueblo llamado “pequeño”  no se benefició en absoluto con ella, sirviendo de carne de cañón a  los ejércitos de la República, luego del Imperio, luego nuevamente de la República. A fuer y a medida que las ideas sociales - que no son necesariamente democráticas - progresaron invenciblemente, hubo que renunciar al sufragio censatario, esa aberración de la codicia, para dar lugar al sufragio universal, esa aberración de la inteligencia. Las fuerzas propiamente populares hervían sordamente desde la Revolución Francesa que, desde su punto de vista, estaba mancada, y la burguesía no se hizo mayores problemas con aplastarlas ni bien asomaban la cabeza, como sucedió con la Revolución de los Comuneros en Paris. Se vio bien, cuando la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Argelia, que Francia no estaba reconciliada consigo misma, lo que no llama la atención cuando se piensa que es el único país del mundo que tiene una fiesta nacional y un himno nacional que celebra la división y no la unión. Mientras tanto, a lo largo de doscientos años se había modificado la Constitución dieciséis veces; con las aventuras coloniales se había violado descaradamente uno de los principios de base de la democracia, el sacrosanto “derecho de los pueblos a la autodeterminación” ; y no se había extraído de las urnas ni un solo estadista de fuste. La democracia había confirmado a algunos, como Napoleón o como de Gaulle, si así se los quiere considerar, pero ninguno había accedido al poder mediante la máquina electoral que, en Francia, no sirvió más que para destilar mediocridad cuando no supura directamente corrupción.

Lo digo abiertamente: soy “medianamente”  democrático y me presto de buena gana a deshojar la margarita de las democracias. En Suiza tal vez lo hubiese sido apasionadamente; en los Estados Unidos, un poco; en Francia, nunca.

 

XVIII ... y porque ahora ya no puede funcionar en absoluto

En la belleza de su concepción original, que no tengo por qué negarlo, la democracia - abstracción hecha de sus resonancias populistas, igualitaristas, moralizadoras - viene en definitiva a decir que es bueno que los miembros de un determinado grupo elijan a sus jefes y que es bueno que sus jefes cumplan con el mandato que les es conferido, esto es, que respeten la opinión de sus mandantes. Hasta aquí, nada que criticar, salvo que los mandantes no necesariamente tienen razón y que los mandantes de otro candidato a lo mejor no están equivocados.

Hemos visto las reservas que hice respecto de la noción de opinión colectiva. Pero llegaría incluso a reconocer que, en la medida que se la considere como la suma algebraica de las distintas opiniones individuales, se puede defender no sólo su existencia sino también su legitimidad. Aun la prensa ha jugado un papel relativamente honorable en este asunto en la medida en que hubo órganos para predicar lo contrario uno de otros. ¡Helás!, todo eso ha cambiado: los medios masivos de información contemporáneos tornan no sólo ilusorio el concepto de opinión pública, sino que ya es materia de risa. En nuestros días una cuasi-unanimidad camina automáticamente gracias a los procedimientos de manipulación de la información, a los cuales, según los expertos, sólo se resiste un 7% de la población. Pero lo que se llama opinión pública ya no puede ser un parecer sincero e independiente. La inmensa mayoría del público se impregna completamente del pensamiento único que le sirenan cotidianamente diversos órganos de información y de desinformación (que no tienen de diverso más que los nombres y que machacan al unísono más o menos la misma cosa).

Esto hay que verlo bien:

  • en un régimen autoritario debe obedecerse a la autoridad, y se puede pensar lo que se quiera;
  • en un régimen totalitario se puede, en rigor, desobedecer la autoridad, pero resulta indispensable pensar lo que el régimen piensa;
  • en un régimen de democracia absoluta ya no se puede pensar sino lo que piensa la autoridad y, por consiguiente, las nociones de obediencia o de desobediencia resultan superadas. Algo así tenía en vista George Orwell cuando mostraba cómo su héroe amaba a su torturador.

Si la democracia es asunto de opinión, los mass media democráticos han tornado imposible toda veleidad democrática.

 

XIX. Porque de todas maneras igualmente podemos elegir

La propaganda actual tiende a hacernos creer que la humanidad no tiene más elección que entre la democracia, fuente de todos los bienes, y el totalitarismo, fuente de todos los males.

Es falso. Se puede, desde luego, adherir a una teoría según la cual, en el curso de la historia, todos los pueblos han sufrido regímenes desastrosos, que por fin los Estados Unidos de América concibieron una Constitución ideal, bajo la cual los egipcios, los súmeros, los griegos del siglo de Pericles, los mandarines de China y los aborígenes de Australia hubieran sido más felices, y que ahora debe imponérsela a todas las naciones del mundo, lo quieran o no.

Se puede también mostrar más respeto y curiosidad y notar que, para elegir gobiernos, hay otros modos que no son democráticos. Que no se me cite a Churchill: “La democracia es el peor de los regímenes, excepto todos los demás” . La boutade es graciosa, pero no significa literalmente nada. No hay más que mirar la historia para ver que otros sistemas han sido satisfactorios.

La monarquía más o menos hereditaria, por un lado opuesta a la democracia, y por el otro a la “tiranía”, ha sido el régimen más extendido en el mundo durante milenios. Era tan popular que los mismos hebreos, a pesar del consejo de los ancianos, reclamaron un rey para “hacer como todas las naciones (I Samuel, VIII: 5). La importancia de la heredad ha sido frecuentemente decisiva. En el antiguo Egipto no bastaba con ser hijo del faraón para aspirar a reinar: hacía falta ser hijo del faraón y de su hermana. Los Estados Unidos de América se han esforzado considerablemente para hacerle confesar a Hiroito, el emperador 124 del Japón, que no era de raza divina. Albert Camus, poco sospechoso de reaccionario, definía a los verdaderos monárquicos como “aquellos que concilian el verdadero amor del pueblo con el disgusto por las formas democráticas”.

Precisemos: la monarquía hereditaria no era un modo de elegir gobernante sino más bien un medio de evitar el tener que elegir al gobernante. La elección primera, quedaba hecha de una  vez por  todas, sea por medio de una elección entre partes, sea por medio de un combate singular, sea como consecuencia de un azar atribuido a la divinidad. Y esa elección se perpetuaba por dos razones: una, sobre la base de que se heredarían las supuestas cualidades del jefe (“buen perro de caza, pura raza, buena sangre, no puede mentir” ); la otra procedente de una constatación elemental: la instalación de un nuevo jefe cuesta siempre mucho esfuerzo, plata y algunas veces sangre que conviene economizar.

Bajo la república, los romanos elegían dos cónsules que, en caso de necesidad, cedían su lugar a un dictador único y temporario, el que debía ser un antiguo cónsul que designaba a uno u otro de los cónsules en actividad, luego de tirar suertes entre ellos.

Julio César, patricio si los hubo,  se dejó llevar al poder por la plebe al precio de una guerra civil. Después de él, el Imperio romano recurrió al sistema de adopción, esto es, la designación del jefe por su predecesor. Este sistema funcionó más o menos hasta el momento en que fue reemplazado por la aclamación: las legiones nombran entonces a su general preferido creando así una inestabilidad que finalmente llevó al Estado a su perdición.

En Polonia, la monarquía electiva, enteramente en manos de la nobleza a tal punto que el voto desfavorable de un solo noble podía hacer fracasar la elección, con todo, ha conocido horas de gloria.

Diversos países han vivido bajo sistemas oligárquicos que cumplieron perfectamente su cometido: no  se sabe que la república de Venecia, ni la de Génova, se hayan quejado mucho de haber adoptado tal sistema.

Si el del infantazgo dio resultados deplorables en Rusia - siendo que el país se encontraba fracturado cada vez que se moría un príncipe que quería dotar equitativamente a sus descendientes - la feudalidad occidental, con sus articulaciones orgánicas de señores feudales, vasallos y valvasores, puso las bases del mundo en que vivimos.

Tanto bajo la “tiranía” como bajo la democracia, los antiguos griegos designaban cerca de un millar de sus magistrados echando suertes, lo que tenía el mérito de darle una chance de vez en cuando a la competencia y a la virtud.

En todas las civilizaciones, frecuentemente el  voto ha sido una de las maneras de elegir gobernantes, pero ordinariamente era un voto reservado a los pares, a los jefes de tribu, a los patriarcas, a los guerreros que habían demostrado su valía. Hugo Capeto fue elevado a los honores por señores que prácticamente eran sus pares y el emperador del Sacro Imperio era elegido por electores hereditarios.

El Papa es elegido por un colegio de cardenales que a su vez han sido designados por el Papa, y elegido de entre los obispos, igualmente nombrados por el Papa. Estamos lejos del sufragio universal.

Los dictadores que han arrebatado el poder después de una guerra civil, o simplemente de una guerra, o de una intriga, o de un golpe de Estado, no siempre han hecho mal trabajo, sobre todo si se los compara con Hitler, elegido de la manera más democrática que hay. Generalmente las clases dirigentes se reclutan por heredad o por cooptación muchas veces matrimonial, pero sus funcionarios difieren según los países. La aristocracia francesa originalmente estuvo ligada a la tierra, la rusa casi exclusivamente por su servicio al Zar. Un noble portugués que ya no tiene los medios de “vivir noblemente”  pierde su nobleza.

Toda autoridad supone el asentimiento de aquellos que la reconocen, aun si no  se asienta sobre una democracia. “Soy su jefe, debo seguirlos”, decía un oficial francés haciéndose eco inconscientemente de Burke: “ Aquellos que pretenden guiar, deben, en gran medida, seguir. Deben conformar sus propuestas al gusto, al talento y al carácter de aquellos sobre los que quieren mandar”. Un embajador francés se extasiaba ante la facilidad con que Catalina la Grande se hacía obedecer. Ella rió: “Averiguo qué tienen ganas de hacer y luego se los ordeno” .

Si esto es verdad, no hay autoridad que pueda ser usurpada durante mucho tiempo aunque, para que sea legítima, las gobernantes no deben depender del capricho de sus gobernados. A veces la democracia garantiza esto; pero también ocurre que no lo hace y, en cualquier caso, otros regímenes lo hacen tan bien como ella.

 

XX. Porque la democracia es raramente democrática

Una  vez más, no niego lo que puede haber de seductor en la idea democrática, pero no veo que la democracia real cumpla con sus promesas. Como medio de designar gobernantes está expuesta a todas las trampas electorales: de un lado del Atlántico se interpretan falazmente las boletas del voto; del otro, se hace votar redondamente a los muertos. No está lejos el tiempo en que, del otro lado del Mediterráneo las urnas se llenaban antes de proceder a los referéndums. Incluso cuando no se llega a tanto, el sistema de la campaña electoral subvencionada y mediatizada falsifica todos los datos. En cuanto a las promesas electorales, uno  se pregunta cómo pueden todavía hacer impresión sobre los electores: “Soy un hombre político y, en tanto que hombre político, tengo la prerrogativa de mentir cada  vez que se me da la gana”, proclamaba sin ambages Charles Peacock, el amigo de Bill Clinton.

Como ética, la democracia resulta profundamente decepcionante. No soporta ninguna teoría, ninguna otra forma de vivir que no sea la suya. Afecta tolerancia pero no se tolera más que a si misma. Cuando, en un país como Francia, el 15% de los electores tiene una actitud que ella reprueba, la democracia los exilia después de modificar la ley electoral para que no puedan tener ninguna representación. Cuando, en un país como Austria o Italia, un partido reprobado llega con métodos perfectamente democráticos a frisar el poder, ¡hay que oír los gritos quebrantahuesos que lanza! Con toda discreción ahoga la libertad de pensar distinto de ella. Y cuando necesita transgredir sus propios diktats, no lo duda.  Lo atestiguan las aventuras coloniales de Francia y de Gran Bretaña. Más recientemente, el equipo americano en Somalía o la agresión de la NATO contra Yugoslavia prueban que las democracias son perfectamente capaces de cometer crímenes de guerra en nombre de los derechos del hombre.

Como sistema de gobierno, la democracia se mofa de sí misma a cada instante. Toda manifestación en las calles que traba la circulación, todo bloqueo de las rutas, toda huelga de funcionarios que impide mi libre circulación son profundamente antidemocráticas, no sólo porque atentan contra mis derechos de ciudadano, sino porque autorizan a las minorías a molestar a la mayoría. Parecería evidente que, en una democracia digna de ese nombre, cada uno debería tener los medios de expresarse sin embromar a su vecino.

Que se le agregue a eso las distintas jugarretas de las que se valen los parlamentos para no consultar a la nación sobre cuestiones mayores (como la resignación de la soberanía, o de los valores morales tradicionales, o las agresiones armadas sin declaración de guerra, o los castigos a aplicar a los violadores o asesinos de niños) y se verá que la democracia en acto no es, frecuentemente, más que un simulacro de democracia.

 

XXI  Lo que podría convertirme en un poco más demócrata.

Recapitulemos. Soy medianamente democrático porque se machaca un poco demasiado insistentemente con el ideal democrático, pero no estoy convencido de la infalible excelencia de los métodos democráticos para la elección de gobernantes; porque no me parece verosímil que el mismo sistema tenga las mismas virtudes en cualquier tiempo y lugar; porque me preocupa la suerte de las minorías que las mayorías tienden a aplastar; porque la palabra misma “democracia” no me parece tener un sentido muy claro; porque, en nuestros días, las calidades de la democracia se declaman más que se demuestran; porque la democracia, tal como se practica en nuestra época, tiene todas las fallas de las religiones más oscurantistas y ninguna de sus virtudes; porque la democracia se funda sobre una confusión entre el bien público y los caprichos del público; porque ineluctablemente conduce a diversas formas de totalitarismo; porque prefiere el principio de la cantidad por sobre el principio de la calidad; porque predicando la igualdad es necesariamente entrópica; porque buscando imponer utopías recurre con mucho gusto al terror; porque no es una forma de vida conforme a la naturaleza; porque la encuentro deletérea en términos de cultura y de civilización; porque no funciona sino a condición de ser abundantemente regada con principios antidemocráticos; porque los mass media actuales impiden que los ciudadanos de todo tipo tengan un juicio independiente; porque es falso pretender que no hay alternativa a la democracia; porque la democracia tiende a renegar de sí misma cada  vez que tiene una oportunidad.

Anticipo la pregunta que no faltará: “¿Qué propone usted como alternativa?”  

Contestar no es el tema de este opúsculo. Por otra parte, ya he dicho cuáles son los regímenes que gozan de mi simpatía. Aquí  creo haber demostrado bastante bien que la humanidad muchas  veces encontró medios de gobernarse que en ningún sentido eran democráticos y que sin embargo han fundado grandes civilizaciones. Por lo demás no conozco ningún negocio industrial o comercial que se gobierne democráticamente. Jamás he oído decir que un director de orquesta consulta con el timbalista o siquiera con el primer violinista acerca de la interpretación de una sinfonía, ni un jefe de cocina plegarse a la opinión mayoritaria de sus ayudantes - y menos aún de la de sus dientes - sobre el modo de preparar una salsa. Y no veo tampoco por qué el destino mismo de nuestras comunidades, es decir, la nuestra, debería regirse por métodos que han demostrado en otras partes ser perfectamente ineptos.

También estoy en contra de la tendencia contemporánea a creer que uno debe ser demócrata si es cristiano, so pretexto de que los principios cristianos y los principios demócratas se confirman sobre algunos puntos. Por supuesto, coinciden en el respeto debido al hombre, pero de ningún modo sobre la estructura ideal de la sociedad. Créanme: si el buen Dios hubiese sido demócrata, nos lo habría hecho saber.

Por mi parte, estoy dispuesto a convertirme en demócrata si se adopta estrictamente el sistema de Henry Ford, quien escribe en su autobiografía: “Soy partidario de la Democracia que le da a todos las mismas chances de triunfar”  (hasta aquí todo el mundo de acuerdo) “según la capacidad de cada cual”. Y es ahí donde todas las verdaderas democracias modernas reviran porque, sin decirlo abiertamente, lo que no aceptan es que no todos tienen la misma capacidad. Y tienen razón: aceptar eso es meter el dedo en el engranaje de la jerarquía. En cuanto a aceptar que éxitos diferentes vienen a coronar capacidades diferentes es, peor todavía, reconocer que le compete a los “mejores” caminar al frente.

Pero Henry Ford va más lejos: “Estoy en contra - sigue impávido - de aquella que pretende conferirle al número la autoridad que le corresponde al mérito” .

¡El mérito opuesto al número! ¡La autoridad sancionando al mérito! Me parece, mister Ford, que allí no está hablando usted de democracia. ¿No sería más bien una definición de aristocracia la que nos está dando?

La dificultad, en nuestro sistema, consistirá, por supuesto, en reconocer el mérito al que le será conferida la autoridad . En los negocios, en el comercio, el mérito se puede medir con cierta facilidad en base a la ganancia. El mundo de la política es más complejo.

Pero, francamente, estoy cada vez más seguro que no es con la urna.

MENTIRA Y PROPAGANDA SOBRE LA DIVISIÓN AZUL: MARTÍNEZ REVERTE Y “EL PAÍS”

MENTIRA Y PROPAGANDA SOBRE LA DIVISIÓN AZUL: MARTÍNEZ REVERTE Y “EL PAÍS”

Francisco TORRES GARCÍA

 

   La mentira era para el comunismo, entre otros para Lenin, inventor del siniestro GULAG, un arma más. Anclados en esa consigna persevera un número creciente de escritores, con mayor o menor competencia curricular, que además cuentan con el apoyo de todo el aparato mediático de una izquierda que no renuncia a cambiar el ayer en beneficio de la deconstrucción de la historia que practican; individuos que sueñan, en el tiempo de la “desmemoria histórica”, simplemente, con hacer caja merced a la propaganda o la subvención, aunque para ello tengan que cubrir de lodo y estiércol la memoria de quienes supieron ser sólo héroes sencillos sin alcanzar gran recompensa a cambio. Son, ese conjunto de periodistas, comentaristas, historiadores y charlatanes varios, los que ante el vil metal se repiten, parafraseando a Lenin, “¿Verdad? ¿Para qué?”

   Digno representante de ese mundo es Jorge Martínez Reverte que, avalado por la izquierda, ahora decide utilizar para hacer caja a los héroes sencillos de la División Azul. No es una novedad. Ya los divisionarios recibieron, con poca fortuna por cierto, las dentelladas de Cardona o Rodríguez Jiménez. Ahora, cuando se va a cumplir el 70 Aniversario del inicio de su gesta, cuando pocos pueden ya contestar personalmente al insulto con su presencia, de ahí el curioso silencio que han mantenido muchos autores de izquierdas sobre los hechos, parece que los autores de la “desmemoria histórica” les van a elegir como su blanco favorito. Rompe el fuego Jorge Martínez Reverte, que publica un libro titulado “La División Azul. Rusia 1941-1944” y amplifica su tesis el diario El País incluyendo un desmesurado y falaz artículo del autor, titulado con harta ironía Yo tenía un camarada, junto con una recensión de la obra firmada por otro izquierdista notorio, amante de la “desmemoria histórica” e inventor de enormes listados de represión franquista tal y como señaló Martín Rubio, Julián Casanova.

   Curiosamente, algunos autores, empezando por Martínez Reverte, y se preparan otros en la misma estela, comienzan su andadura, cuando no utilizan el recurso como señuelo para manipular los recuerdos personales o familiares de los voluntarios españoles, recordando que su padre, su tío o su abuelo fue un divisionario. Así pueden presentar un referente de autoridad y una aparente fuente de veracidad: si lo dice un familiar, verdad será. Después viene lo consabido: los divisionarios fueron un conjunto de falangistas, pistoleros y matones sin duda, sedientos de venganza; de oficiales y suboficiales que fueron a Rusia para ganar ascensos intentando hacer carrera; de soldados forzados a alistarse; de pobres jornaleros y campesinos obligados a luchar para huir de la miseria… Todo ello porque, como buenos izquierdistas, se niegan a pensar que pudieran existir jóvenes dispuestos a poner fin a la dictadura comunista y estuvieran dispuestos a combatir voluntariamente por ello; jóvenes que creyeran que el comunismo era un mal y no un bien, y que la revolución proletaria no era más que una inmensa mentira con la que cubrir los enormes campos de concentración en que se convirtieron los países que vivieron bajo su lacra y también, naturalmente, la hoy alabada zona republicana durante la guerra civil. ¿Cómo puede un izquierdista de corazón, que en el fondo sigue embelesado con el romanticismo de la revolución soviética, reconocer que combatir esa imagen fuera algo por lo que muchos estuvieran dispuestos a dar la vida? La vida, según ellos, solo la ofrecen desinteresadamente los jóvenes idealistas de izquierda. Los otros sólo pueden tener motivaciones menos altruistas.

   Borrar esa idea es la finalidad última de todos esos autores. Para ello nada mejor que recurrir a difuminarla, a enmascararla, con el hecho cierto de que aquellos españoles combatieron en/con el Ejército del Tercer Reich, pero como una unidad del ejército español. Y si es necesario se fuerza la nota como hace Julián Casanova, profesor universitario de historia, para argumentar que los españoles fueron a la URSS para combatir a los “bolcheviques, los masones y los judíos” distorsionando interesadamente la realidad para evitar que se asuma como apriorismo que el comunismo era un mal. Espero que el señor Casanova nos explique en qué argumentos basa tan asombrosa deducción: no están esos objetivos en el discurso de Serrano Suñer (“¡Rusia es culpable!”), ni están en las declaraciones oficiales, ni en la nota dada por el Ministerio de Asuntos Exteriores, ni en la propaganda para la recluta en 1941, 1942 ó 1943, ni en los recuerdos de la inmensa mayoría de los divisionarios y sobre todo en el discurso en Alemania del general Agustín Muñoz Grandes, quien afirmó ante las autoridades alemanas que estaban allí sólo para combatir el comunismo.

   Volvamos a la mentira como norma que parece guiar el artículo, y supongo que el libro, de Jorge Martínez Reverte. No está mal, como ejemplo de las valoraciones del autor a la hora de presentar a los personajes, lo de referirse a José Antonio Girón, entonces Ministro de Trabajo (¡qué cosas, un ministro que quiere dejar su cargo para ir a luchar y quizás morir al frente de combate!) simplemente como “antiguo pistolero de la vieja guardia” falangista. Reverte no ignora el valor de la imagen y el uso del lenguaje y sabe que no es lo mismo decir que se marcha un ministro, lo que implica un cierto idealismo, que decir que se marcha un pistolero extendiendo el ejemplo a arquetipo. A partir de este punto Martínez Reverte juega con las palabras para edificar su mentira. Nos dice que los voluntarios juraron “solemnemente fidelidad a Hitler, hasta la muerte”. Fundamentación necesaria para luego poder argumentar que los divisionarios, por acción o por omisión, fueron cómplices en las matanzas de judíos y que tenían que obedecer. Martínez Reverte sabe, porque dice que ha leído, que lo único que juraron los divisionarios fue obedecer a Hitler como jefe del ejército en la lucha contra el comunismo. Martínez Reverte debería saber que en 1941 las “matanzas” eran realizadas por grupos especiales que operaban con relativa independencia de los jefes de las unidades alemanas.

   Para Martínez Reverte y los secuaces que le seguirán el objetivo, en definitiva, no es otro que incluir a los divisionarios entre los criminales de guerra, lo que equivale a destruir lo que ellos denominan el “mito de la División Azul”. No ignora Martínez Reverte el peso de los testimonios múltiples que existen que no avalan precisamente su tesis. Sin embargo, este escritor ha solucionado el enigma del que no pudo salir Rodríguez Jiménez cuando se limitó a argumentar que éstos eran producto de una reconstrucción interesada de la memoria. Según Martínez Reverte, los divisionarios que ayudaron a los rusos o a los judíos lo hicieron por piedad o por lástima pero, sobre todo en el caso de los judíos, a “otros les parece que es lo que se merecen”. Ignoro con qué divisionarios ha hablado Martínez Reverte y qué ignotas memorias ha leído, pero yo acumulo un buen número de entrevistas, cartas y memorias no publicadas de voluntarios de a pie, falangistas y no falangistas, sin nombre sonoro como el de Ridruejo, cuyo testimonio por razones biográficas es relativamente honesto (¿cuándo, en qué momento de su vida decía la verdad?), y lo que se desprende del tema de los judíos es lo contrario. Fueron decenas los voluntarios que se jugaron el tipo por proteger a un judío o a una judía. ¡Qué gran disgusto debe haberle producido a Martínez Reverte que se simultanee con su libro el estreno de la película de Carlos Iglesias “Ispanki”! y que el director haya contado la referencia al hecho real de que los españoles, esos divisionarios que Reverte quiere retratar o manipular, protegieron una aldea de judíos ante los alemanes cuando éstos iban a deportarlos, aunque después los retrate con cierta insidia. Insiste Reverte en que los divisionarios no hablaban de estos temas, que ocultaban la realidad. ¡Pues menos mal! Porque todos los divisionarios, en sus memorias, publicadas o no, tienen espacio para estos hechos. Aunque quizás Martínez Reverte los ha conocido merced a la lectura de la amplia bibliografía soviética sobre el tema ya que ¿si no hablaban cómo es posible que todos los que se han molestado en leer algo sobre los divisionarios supieran de ellos?

   Lo peor, sin embargo, es que Martínez Reverte tome al lector por tonto, o mejor dicho que haya escrito para lectores de películas del oeste de serie B. Como guionista en las películas de Randolph Scott y Bub Boetticher no hubiera tenido competencia: “el judío es el bolchevique y hay que liquidarlo” se dicen los divisionarios. Y los españoles cumplen porque “tienen que ser fieles a su juramento”. De ahí que Martínez Reverte, como he explicado, haya manipulado el elemento base de toda su argumentación. Espero con fruición leer ampliado el relato de las ejecuciones del hospital de Vilna a las que se refiere en su artículo: ya leo las frases de los heridos españoles contemplando por las ventanas del hospital cómo en el patio los alemanes matan a los judíos por cientos. ¡Qué olvidos los de Martínez Reverte! ¿Es que ignora que muchos de los que formaban parte del personal auxiliar del hospital español en Vilna eran judíos? Al comentarle esta mañana el artículo de Martínez Reverte a un gran historiador, Carlos Caballero, me ha recordado que él mismo tiene fotos del hospital en el que aparecen los voluntarios con los judíos… Pero ya se sabe que fueron matanzas que los españoles vieron y no hablaron de ello ¿Cómo se ha enterado Martínez Reverte? Según este gran manipulador, este falsario, este historietista, lo que pasa es que los divisionarios callaron y obedecieron al “Führer, que exige la eliminación de los eslavos o de los judíos y gitanos. Los españoles venían preparados para ello”. Lo único que Martínez Reverte está dispuesto a reconocerles es el valor en el combate. No podía ser de otro modo, pero siempre compensándolo con su idea obsesiva: criminales de guerra. ¡Qué distinta sería la historia si cantara las “gestas” de los españoles que ocuparon París y que según algún exagerado exegeta desembarcaron en Normandía cual si fueran modernos mirmidones! ¡Cómo le rezuma a Martínez Reverte la vesania! ¡Cómo le traiciona la pluma! Un ejemplo: Krasny Bor, la gran gesta de los divisionarios, es para el autor una derrota. Sorprendente, porque lo único que indica es la falta de conocimientos. Krasny Bor no es una derrota, pues lo que consiguen los españoles con una resistencia numantina, en la que ni los alemanes creían, es desbaratar la ofensiva enemiga en el punto de ruptura del sector. ¿Dónde está la derrota? El mando soviético se propuso destruir la División Azul, utilizar sus líneas como punto de ruptura y lo único consiguió fue hacerles retroceder unos kilómetros dentro de sus propias líneas. Utilizó para ello una proporción de 6 ó 7 a uno en el número de combatientes, preparación artillera sin contrabatería posible (700 piezas batiendo cinco kilómetros) y tanques. Los españoles no cedieron. Sin embargo, para Martínez Reverte, que busca zaherir a unos ancianos que acuden a recordar a sus camaradas caídos en el cementerio de la Almudena, es una derrota.

   Martínez Reverte espera, sin duda, con su libro descubrir a estos nuevos criminales de guerra. A unos criminales de guerra que, según su falsaria imagen, colaboraron en el exterminio judío en Rusia, que contribuyeron a que “más de un millón y cuarto de personas, de civiles, de ancianos, jóvenes o niños, de hombres o de mujeres” murieran en San Petersburgo. Y, en el mejor de los casos, serían culpables por omisión. Echémonos a temblar, no sea que un Garzón cualquiera decida abrir una causa contra ellos amparándose en una fuente de autoridad tan solvente como Martínez Reverte.

   Lo único que no nos explica el señor Martínez Reverte es algo tan sencillo como que la División Azul operó de forma autónoma, bajo bandera española y bajo las normas españolas; que, donde ella operó, no rigieron las normas alemanas con respecto a la población civil y que estuvieron siempre en primera línea de combate. Todo ello, cierto es, dentro de los límites que a la civilización impone la guerra. Todavía quedan, y circula por la red algún testimonio, paisanos rusos que estuvieron en la zona española y recuerdan con afecto la presencia de los divisionarios. No le vendría tampoco mal a Martínez Reverte recordar que según muchos de los divisionarios que volvieron en 1954, después de pasar más de una década en el GULAG, indicaban que las autoridades no los pudieron procesar como criminales de guerra porque no encontraron rusos dispuestos a denunciarles como tales, lo que en la Rusia comunista de Stalin hubiera sido un mérito.

   Para cerrar, le doy gratis al señor Martínez Reverte una anécdota que a buen seguro no formará parte de su libro: el periodista Crespo Villoldo en una reunión internacional en los años sesenta se encontró con un homónimo ruso. En broma los reunidos hicieron constar que estuvo en la División Azul; contra todo pronóstico el corresponsal ruso brindó por aquellos españoles que se habían comportado bien con su pueblo. Con historias como ésta El País no le hubiera dado cuatro páginas, ni RBA le hubiera publicado su libro: esa historia, que es la historia real de miles de divisionarios, simplemente no interesa a quienes sólo piensan en rojo y en el vil metal.

LENGUAJE Y POLÍTICA (II)

LENGUAJE Y POLÍTICA (II)

Alberto BUELA

 

   Desde los griegos para acá es sabido que el lenguaje político tiene una finalidad principal: disuadir, convencer, persuadir. Aquel que está en el uso del poder cuando habla busca, antes que nada y fundamentalmente, persuadir a sus receptores= futuros votantes, de que aquello que hace y propone es lo mejor, lo correcto, lo adecuado. Al mismo tiempo, su discurso siempre busca mostrar un compromiso de su parte, pero de tal forma sutil, que le permita no quedar existencialmente comprometido. Alguna vez hemos sostenido que: “el discurso político de la partidocracia de nuestros días puede resumirse como: un compromiso que no compromete” [1]

 

   Hoy que nos movemos, la mayoría de los países occidentales, dentro del régimen de las socialdemocracias, el lenguaje político se despliega en una concesión de derechos humanos infinita en donde la idea de límite es obviada totalmente. Este discurso de un prometer sin límites que “nos obliga a ser felices”, tiene por contrapartida para el hombre del pueblo el hecho bruto de una realidad cada vez más injusta y alienante. Así, en la Europa socialdemócrata ese hombre de pueblo tiene cada vez menos trabajo y en Nuestra América la falta de seguridad por parte de los gobiernos hace que los criminales lo cacen a uno como moscas (los muertos recientes en México, Brasil, Argentina, Venezuela, Colombia, nos eximen de cualquier comentario).

   Es que el lenguaje político del progresismo (ej. Zapatero) ha responsabilizado en el tema de la falta de trabajo a la gran cantidad de inmigrantes llegados a Europa y el tema de la inseguridad en Iberoamérica (ej. Correa) como un tema “de la derecha”. Cuando, en realidad,  los pobres son los que se quedan primero sin trabajo y los muertos americanos no son de las burguesías locales sino que pertenecen, la mayoría, al pueblo llano.

 

Cambio de los términos

 

   Ya no se habla más de revolución sino de cambio. El pueblo ha pasado a ser “la gente”. En Argentina, dictadura militar reemplazó a proceso militar del 76 al 83. Los derechos humanos suplieron a los derechos ciudadanos o civiles de antaño. Compañero o amigo reemplazaron a militante o camarada. El término liberación fue reemplazado por el de bienestar, el de pobre por el de excluido. La ironía hiriente a la puteada. La expresión grupos concentrados al de imperialismo. Dentro del aspecto gestual del lenguaje ya no hay retos ni suicidios. Claro está, el honor en el dominio de la política es algo que desapareció. La invasión del mundo light  y de la soft-ideología transformó los términos utilizados en el lenguaje político en meros significantes agradables al oído pero sin ningún contenido semántico. El discurso progresista tiene un solo y único temor: no aparecer antiguo y es por ello que siempre se presenta en la vanguardia.

 

Lenguaje y pensamiento

 

   Hace ya muchos siglos, ese gran lingüista que fue Alexander von Humboldt descubrió que los hablantes modelan la lengua y la lengua modela la mente, y así cada idioma fomenta un esquema de pensamiento y estructuras mentales propias. Es decir, que las lenguas proyectan un modelo de pensamiento. Y más acá un filósofo extraordinario como MacIntyre afirmó mucho más cuando dijo: “La semántica se está transformando en la filosofía primera… porque el vínculo entre el lenguaje y la creencia comunitaria es relativamente estrecho”.[2] Así, el esquema de pensamiento no es lo mismo en inglés que en castellano, en alemán que en árabe, o en chino que en guaraní. Esta enseñaza liminar, olvidada en el desván de los recuerdos, nos permite detectar la colonización lingüística de nuestros intelectuales según sea su mayor aproximación y uso de lenguas extranjeras en su expresión, pero paradójicamente, no nos dice nada del lenguaje político: porque nuestros políticos a gatas sí hablan la castilla.  

   La colonización de nuestros políticos no se produce por la lengua sino por el dinero que les permiten ganar, a título individual, los negocios con el extranjero o con los lobbies locales. Así, grandes concesiones de explotación, obras públicas, ubicación de bonos del Estado son los grandes agentes de la colonización de la política menuda, local o nacional.

   ¿Y el lenguaje político? Quedó reducido a un hablar por hablar sin decir que nada es verdadero o falso. Es un compromiso que no compromete. Es una infinita serie de promesas incumplidas e incumplibles. Es, en definitiva, una burla a la inteligencia media del pueblo llano.

 

   ¿Algún político nuestro, y eso que somos veintidós Estados-nación que hablamos la misma lengua, se ha ocupado alguna vez de defender la comunicación internacional en castellano? Leo con estupor en una revista especializada que “el español es el tercer o cuarto idioma más hablado del mundo” [3], cuando todo el mundo sabe que el inglés lo hablan alrededor de 450 millones de personas y el castellano unos 550 millones. Y eso sin contar, como observó el mayor sociólogo brasileño, Gilberto Freyre que: “el hombre hispano comprende, por lo menos, cuatro lenguas: el castellano, el portugués, el gallego y el catalán” [4] con lo cual si sumamos hoy al mundo lusoparlante llegamos a la friolera de casi 800 millones de personas de lengua hispana. Esta masa enorme ¿no es poder?

   ¿Por qué esta cesión gratuita en el orden internacional a la primacía del inglés y su dominio casi absoluto en las relaciones internacionales? ¿Por qué no postular el español como una lengua de trabajo internacional, habida cuenta de la facilidad de aprendizaje que ofrece su estructura, sobre todo a partir de la terminación vocálica abierta de la mayoría de sus sustantivos? Y además por ser una lengua que carece de idiotismos, tan comunes en el francés.  Por otra parte, y esto es lo que no ven los geopolitólogos franceses y sí los geopolitólogos de Itamaraty, la utilización del castellano como lengua de trabajo internacional termina fortaleciendo al francés y al resto de las lenguas romances (ej. portugués, italiano, sardo, occitano, catalán, gallego, rumano, etc.)

   Encuentro dos causas que pueden explicarlo. La primera es interna y se encuentra en la falencia de nuestros políticos hispanoamericanos por la falta de preferencia de ellos mismos, su mundo cultural y la expresión de esta ecúmene. Hasta tanto no nos prefiramos a nosotros mismos, nuestros representantes van a seguir imitando y, como un espejo opaco, van a imitar pero mal. Conozco un solo caso argentino en política internacional que fue el del presidente Roque Sáenz Peña, quien sabiendo perfectamente inglés, en el congreso panamericano de Washington se hacía traducir pues afirmaba: Tengo el sentimiento y el amor de mi raza, quiero y respeto como propias sus glorias en la guerra y sus nobles conquistas en la paz.

   La segunda de la causas es que la lengua es un lugar de poder y el poder de un idioma depende del poder que tienen aquellos que lo hablan. Y hoy los políticos hispanoamericanos no tienen ningún poder. Es decir, hacen política a nivel nacional y no poseen ninguna política a nivel internacional.

   En estos últimos años, en América del Sur han creado la Comunidad Suramericana de Naciones y la Unasur (Unión de Naciones de América del Sur) y lo primero que hicieron fue invitar a Inglaterra y Holanda (a través de Guyana y Surinam) a integrar su comisión directiva, con lo cual algo que podría llegar a tener, a partir de una comunidad lingüística  aunque más no sea, un peso relativo en la política internacional, se transformó en una experiencia frustrada más de las tantas que se han intentado desde esta esquina del mundo.

 

   Observamos el esfuerzo que está haciendo el gobierno brasileño donde todo su funcionariado habla cómodamente castellano, que no es en Brasil ni en las universidades brasileñas considerado un idioma extranjero, por aquello que afirmara don Gilberto Freyre, pero no vemos de parte del mundo político de lengua española ningún esfuerzo, proyecto o iniciativa que vaya en igual sentido. México se conforma con la explosión demográfica expulsando mejicanos hacia los Estados Unidos. La dirigencia colombiana y centroamericana adoptó el inglés en su uso internacional, mientras que Argentina y Chile con el cuerpo diplomático que tienen actualmente, y si seguimos así, van a terminar adoptándolo también.



[1] Buela, Alberto: Ensayos de Disenso, Ed. Nueva República, Barcelona, p. 102

[2] MacIntyre, Alasdair: Justicia y racionalidad, Ed. Internacionales Universitarias, Barcelona, 1994, p. 356

[3] Sberro, Stephan: El español dentro del TLCN, en Estudios-México, Nº 94, otoño 2010

[4] Freyre, Gilberto: A propósito del hombre hispano y su cultura, Cuadernos del Ateneo, Bs.As, 1969

GRACIAS, PSOE

GRACIAS, PSOE

 Juan V. OLTRA

 

   La sintaxis y la semántica. Carmen Chacón, ministra de defensa: "Patronal en relación a la energía o no firman a las doce. Sta ya arreglado?. Acaba de preguntarnos Cándido en voz alta a Valeriano y a mi k estamos en desayuno?” Mensaje SMS captado por El Economista, 3 de febrero de 2011.

 

   La corrección y buena educación. Aurora Cedernilla, subdirectora general de Formación para la Seguridad Vial: "Hola a tod@s. Cómo habréis comprobado, no me gusta felicitar la navidad, pero si lo hago al final de cada año. Como también habréis comprobado (los que lo recordéis), me gusta que la felicitación sea en verso (por eso de elevar la calidad epistolar -¡ejem!; en 2010 la rima era fácil (¡Feliz 2010... por el cul... te la hinco otra vez!!!, copiando la de 2005... por el cul... te la hinco!), pero para mi consternación, no daba con una adecuada para 2011...

¿O sí?

A todos vosotros, con mi cariño os deseo:

¡¡¡¡Feliz Año Nuevo!!! (y CHÚPAME UN HUEVO!!)

Besos, no os lo toméis a mal

Aurora Cedenilla Díaz (aún, aunque no sé, no sé...)". Correo electrónico reproducido en ABC. 5 de febrero de 2011.

 

   El talante democrático. Leire Pajín, ministra de sanidad:  "La ministra nombra a quien le sale de los huevos" Al ser preguntada sobre el nombramiento, aparentemente falto de méritos, de la delegada del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas. Visto en El confidencial, 29 de noviembre de 2010.

 

   La sinceridad. Jordi Sevilla, exministro de economía: "Zapatero es el político que más sabe de economía de toda España". Diario de Sevilla, 29 de enero de 2011

 

   La eficaz gestión económica. José Luis Rodríguez Zapatero. Presidente del Gobierno:"No son parados, son personas que se han apuntado al paro". Escuchado en Punto Radio. Mayo de 2008

 

   Estas líneas son algunas de las tantas que, salidas de las bocas de estos políticos nuestros que cuando hablan eructan bellotas, podemos rescatar de estos medios de comunicación tan cargados de noticias truculentas que, si Becquer resucitara, no haría odas a las golondrinas, sino que diréctamente se las comería.

   Gracias, PSOE. Nunca fue tan fácil escribir un artículo. Si Besteiro levantara la cabeza, os expulsaba a patadas no sólo del partido, sino también de España.