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Pensamiento

EL SILENCIO DE LOS EXFUNCIONARIOS

EL SILENCIO DE LOS EXFUNCIONARIOS

Alberto BUELA                    

 

  Llama la atención ver cómo los funcionarios del gobierno de Kirchner(Argentina) cuando se van lo hacen a la inglesa. No dicen nada. Son dados de baja en forma expeditiva, terminante, incluso, ha habido casos de mal trato. Y estos altos funcionarios: por ejemplo, Beliz, ministro de justicia; Bielsa, canciller; Lavagna, ministro de economía; Prat Gay, presidente del Banco Central; en estos días, Acevedo, gobernador de su provincia de Santa Cruz, etc. no han dicho nada. No sólo han desaparecido de los massmedia sino que ellos mismos han cerrado herméticamente su boca de motu proprio. ¿Qué raro, no?

 

  A simple vista y ateniéndonos a lo que se ve, a lo que aparece, la primera pregunta que salta es: ¿esto no se debe al carácter hegemónico y despótico del gobierno de K.? ; ¿ no se maneja acaso K. como un autócrata?. Nunca realizó ninguna reunión de gabinete tal como lo hacen todos los gobiernos republicanos del mundo. Se maneja con decretos de necesidad y urgencia (tiene el récord) salteando así al Congreso. Puso cinco jueces obedientes a él, en la Corte Suprema de Justicia con lo que se quiebra el sacrosanto equilibrio de poderes.

  Esto es grosso modo lo que aparece, aquello que se ve. Pero... es sabido que debajo de lo que aparece se encuentra la sustancia, aquello que hace de soporte a lo que vemos. Así, lo que es, el ente, las cosas están compuestas por accidentes y sustancias, por fenómenos y nóumenos, por apariencias y realidades. Así el hombre no debe guiarse sólo por lo que aparece sino que debe intentar buscar el sentido, la causa, la esencia de aquello que se le muestra o que ve.
  Viene acá como anillo al dedo el viejo diálogo entre el joven y bello Alcibíades y su maestro Platón: Maestro, le dice Alcibíades, yo veo el caballo y no la caballidad del caballo. A lo que Platón responde: Es que tú lo miras con los ojos del cuerpo y no con los de la inteligencia. Y después le da el consejo: que aprovechando su “pinta” se dedicara por la tardecita a levantar “minas” en el ágora en lugar de querer ser filósofo como él.

 

  Así como la primera de las preguntas surgió en forma inmediata porque nos vino de la vista, surge ahora una segunda pregunta pero ya mediada, pues nos viene desde la inteligencia = intus legere= leer adentro: ¿no será este silencio producto de la acomodaticia vocación de los funcionarios?; ¿Este pase a retiro silencioso no encierra acaso una segunda intención de reciclarse en otro puesto?

  Es que la política se ha convertido para estos funcionarios postmodernos en una salida laboral y esto es lo que cuidan antes que nada.  Ninguno de ellos dio un portazo, ni salió con cajas destempladas, dado que evitando el escándalo se aseguran el poder volver, incluso, eventualmente, dentro del mismo gobierno que los echó.
  Y ello es así porque el presente ya no es promesa porque el futuro nos ha alcanzado. Todo nos indica que el futuro es la profundización del simulacro en todos los niveles. Se ha enseñoreado la mentira en todas partes. Los gobiernos progresistas de todo el mundo levantan como bandera, en una actitud más declamativa que real,  la “igualdad de oportunidades”, oportunidades que al no abrirse ni brindarse por los méritos sino por acomodo, por la cuña,  terminan penalizando a los bien dotados, que abrumados se retiran de la vida pública y política, en un repliegue que aprovechan los mediocres.

 

  La impostura del progresismo al otorgar derechos  incumplibles por doquier, que se compromete y obliga a respetar pero que al no poder satisfacer, transfiere al ciudadano perjudicado la responsabilidad de su cumplimiento. Así, la culpa es de la víctima que no supo hacer respetar sus derechos. Ellos desde el poder solo administran los conflictos, no los resuelven.
  Al caducar la idea de “paz perpetua” del mundo moderno planteada por los Ilustrados sólo queda hoy la posibilidad de una “paz aparente”. Y ha sido el filósofo italiano Massimo Cacciari, actual intendente de Venecia, quien se percató primero, cuando afirmó: “La pax apparens sólo organiza el conflicto y las decisiones políticas son inmanentes (ya no con fundamentos). Así, todos los proyectos a priori carecen de valor porque supondrían un orden por encima de los hechos. Entonces a lo que se siente obligado el político es a la “recepción de las demandas” pero no a solucionarlas(1).

  Si nos detenemos a meditar atentamente este breve párrafo las consecuencias que podemos sacar son fulminantes. ¿Saben, nos dice, por qué los gobiernos progresistas y sus funcionarios no tienen ni pueden tener un proyecto y menos aún un proyecto nacional?  Porque los proyectos tienen un fundamento a priori, independiente de la experiencia, son aquellas cosas que están tiradas adelante = pro –iectum, y eso carece de valor para la mentalidad progresista porque supone un orden por encima de los hechos. En una palabra, si yo tengo un proyecto debo dirigir los hechos y las acciones a su logro. El pro-yecto es así el fundamento del obrar político. Pero ellos no pueden concebir un tal orden porque para dicha mentalidad el fundamento de las cosas y los hechos es el fieri, el hacerse de los propios hechos.
Este es el presupuesto ideológico in se del progresismo mismo, concebir la realidad y sobre todo la realidad política como una sucesión lineal-progresiva de hechos y acontecimientos que se suceden por una especie de fuerza de las cosas que a ellos les viene de su interpretación del sentido de la historia. Esto es, el progreso constante e indefinido.

  Y acá no hay vuelta de hoja ni hay con que darle. Este es el pre-supuesto, aquello que está supuesto antes que nada. Y ¿qué es lo su-puesto? Lo que está debajo=sub, de aquello que aparece, de lo puesto o presente.

 

  De ahí que los funcionarios, hijos putativos de estos gobiernos, no hablan, no dicen nada por más que los echen a empujones, porque anida en ellos el claro secreto de volver, de reciclarse permanentemente en otros puestos y cargos. A muchos de entre ellos su origen militante no les permite el regreso. Porque la militancia siempre ha sido un voluntariado gratuito y no quieren volver. Se cumple así la ley de acero: militante que llega  funcionario queda como tal. Es por ello que estos funcionarios pasan de un ministerio a otro, de una diputación a una secretaría, de una gobernación a una embajada. En una palabra, sirven tanto para un zurcido como para un fregado. Hoy, para seguir con los ejemplos puestos, Beliz trabaja para el BID, Bielsa es diputado; Lavagna consultor internacional; Prat Gay para el Banco Mundial, y Acevedo volverá a ser intendente o concejal de Pico Truncado.
  En el fondo estos personajes están convencidos íntimamente que esta es un función y el reciclarse permanente el sentido de su existencia. Es terrible, pero es así. No les cabe a estos funcionarios ninguna convicción, o mejor aún, poseen una sola convicción: durar y perdurar en los cargos, pero por los cargos o puestos, y no por las funciones a que éstos obligan.
  Y esto es así porque si estuvieran convencidos de que los cargos y las funciones obligan a cumplirlas y su cumplimiento enaltece,  una vez desalojados saldrían a hacer política, y política alternativa a la vigente.

 

1.- Cacciari, Massimo: "Drama y Duelo", Madrid, Tecnos, pp.19 y77

LA RELACIÓN ORIENTE - OCCIDENTE EN FILOSOFÍA

LA RELACIÓN ORIENTE - OCCIDENTE EN FILOSOFÍA

Alberto BUELA

 

  Muchas veces nos han preguntado ¿qué relación existe entre la filosofía occidental y la oriental?; ¿es la filosofía o el pensamiento oriental superior al occidental?; ¿por qué ellos tienen santones o monjes y nosotros tenemos filósofos o profesores?; ¿cuál es el último fundamento de la diferencia entre ambas formas de pensar?. Éstas y otras muchas preguntas se realizan a diario en torno a la relación de los dos pensamientos.

 

  En general puede decirse que en Occidente se desconoce qué es lo que se piensa en Oriente y que en Oriente se ha simplificado mucho cuál sea el pensamiento de Occidente. Vayan pruebas al canto de un lado y de otro: hoy la cultura norteamericana reduce la cultura árabe en su conjunto a la categoría de terrorista y, por su parte, el mundo musulmán, que obviamente no abarca toda la cultura árabe, reduce Occidente a los Estados Unidos y algunos países de Europa.

  A este desconocimiento mutuo coadyuva el hecho cierto y verificable  de que aquellos occidentales que se lanzan a conocer el pensamiento de Oriente y todas su variadas ramas y escuelas (el Tao-Te- King de Lao-Tsé-700 a.C. para China; el budismo para la India; el sintoísmo japonés o el Zen; el sufismo para el amplísimo y variado mundo musulmán, el judaísmo talmúdico, etc.) se transforman ipso facto, no en estudiosos, sino en apologetas de aquello que se pusieron a estudiar como novedad. Es decir, pierden todo espíritu crítico sobre aquello que originalmente pretendían estudiar. Se produce así un desvirtuado y falaz acercamiento de Occidente a Oriente por vía de estos personajes, en su mayoría mediáticos, (los Beatles, Richard Gere, Madona, etc.) que adoptan la pose de quien todo lo sabe.

 

  Esta parodia del saber y conocer el pensamiento oriental ha hecho mucho daño porque ha venido ocultando desde hace más de medio siglo (en nuestro país la partida de nacimiento podría ser la fecha de encuentro entre Silvina Ocampo y Rabindranath Tagore -1861-1941- y termina con enamoramiento entre Fernando Sánchez Sorondo y Sai Baba, que tiene o tienen el récord de haberse tragado nueve penes en un solo acto “místico”). Como vemos esta relación con Oriente es muy poco seria y deja mucho que desear, sobre todo en nuestro medio.

  Recordemos, al pasar, que en el orden filosófico suramericano fue el liberal  Vicente Fatone, embajador en la India de la “revolución libertadora” que derrocara a Perón en el 55, quien más contactos acumuló, y otro tanto ocurrió con el trasandino Miguel Serrano, pero en el caso del chileno resultó ser un nazi convicto y confeso. Como vemos la relación con la India y sus pensadores dio tanto para un zurcido como para un fregado.

 

  Si elevamos un poco la puntería, y saliendo del plano local, podemos afirmar que el primer filósofo stricto sensu,  que se ocupó del pensamiento oriental en su versión hindú fue en el siglo XIX Arturo Schopenhauer (1788-1860): “Entre las cosas y nosotros se interpone un velo engañoso, el velo Maya del que habla la sabiduría india, a través del cual y casi por encantamiento, vemos las cosas como en sueño o como efecto de una ilusión óptica: apariencia vana y fugitiva”.
  Nuestra actividad regeneradora del mundo y de la vida (el querer vivir), que para Schopenhauer, es caótica, irracional y mala, halla su fundamento en el principio de la Noluntas: negación de la voluntad de vivir, no querer. Así el hombre siguiendo este principio debe convencerse íntimamente de la necesidad de la redención por el dolor. Y convencido también de la justicia del dolor como pena inevitable de esa culpa que es el querer vivir. Así Schopenhauer llega a la conclusión que sólo la aspiración a la Nada, la absorción del propio ser en la Nada es la Noluntas. (1)

  Qué cerca que llegó el Pesimista de Danzig al axioma capital del Buda relativo a que:  el sentido de la vida se halla en la extinción del yo y la supresión de la realidad tal como se nos da. El mundo es en sí malo y la existencia del hombre se reduce al sufrir.

 

  En cuanto a la noción de nada, no la entendió en sentido nihilista (ex nihilo, nihil fit : de la nada, nada sale) al modo occidental, sino vinculada a la idea de vacío, como ocurre con todo el pensamiento oriental sobre el tema del ser y la nada. Estamos tocando acá los últimos fundamentos de la diferencia en el pensar entre Oriente y Occidente. Las nociones de ser, nada, creación, persona son sustancialmente disímiles y su traducción se hace casi imposible.

  Vemos cómo para el mundo oriental la realidad, las cosas y el hombre, para existir verdaderamente se tienen que convertir en el símbolo de lo que son. La magistral técnica espiritual de Oriente para extinguir la realidad y el sufrimiento nos es (merced al connubio entre el yoga y el dinero) prácticamente desconocida, y poco y nada ha influido sobre Occidente cuyos pueblos son históricamente hablando partidarios de un heroísmo activo que busca transformar el mundo y dominar la naturaleza.

 

  Una segunda aproximación seria y responsable entre el pensamiento oriental y el occidental es la que realiza entre miembros de la llamada Escuela de Kioto y el filósofo Martín Heidegger. En el año 1921 concurre a Friburgo a participar de un seminario Hajime Tanabe, uno de los pensadores más significativos del Japón, quien expuso invitado por E.Husserl en la época titular de la cátedra, sobre la filosofía Nishida. A él siguieron, pasando los años, el barón Kuki, (el traductor de Ser y Tiempo al japonés), Keiji Nishitani, Tomio Tezuka, Tsuhimura, H. Hisamatsu y Daisetz Teitaro Suzuki.

  De este largo diálogo que duró desde 1921 hasta la muerte de Heidegger en 1976, se puede concluir que el filósofo de Friburgo es el más comprendido de los filósofos occidentales en Oriente. Que la idea del ser como aquello que hace ser al ente, corazón de la metafísica occidental, es traducida por el pensamiento (en este caso japonés) por la idea de vacío. Que es el nombre eminente del ser para ellos.
Heidegger en sus últimos años declaró que no tenía idea de qué era lo que encontraban sus amigos japoneses en su filosofía y no creía que su pensamiento fuera comprendido acabadamente en el ámbito oriental, pues le resultaba difícil creer a ciegas que sus ideas tuvieran el mismo significado en una lengua tan ajena a Occidente.

  La profundidad y consistencia de este razonamiento en el atardecer de la vida del más significativo filósofo de Occidente del siglo XX, nos obvia todo comentario. Dejemos que el lector saque sus propias conclusiones.

 

 (1) .- Cfr.: Schopenhauer, Arturo: El mundo como voluntad y representación.

DANTE EN SANTIAGO

DANTE  EN  SANTIAGO

Primo SIENA 

 

Extraordinario encuentro con el célebre desterrado florentino, que nos expresa su opinión sobre la humanidad actual

 

  Caminando por Santiago de Chile, hace unos días, en los alrededores del Cerro Santa Lucía nos encontramos con un extraño personaje, vestido con  un colorido traje largo del siglo  XIV, quien se paseaba por el cerro en actitud austera. Su perfil duro, marcado por una singular nariz aguileña, denunciaba una conocida fisionomía salida de las famosas láminas de La Divina Comedia grabadas por Gustave Doré.
  Cuando - al preguntarle quién era - Él nos contestó, con un marcado acento toscano: "Yo soy aquel que A mitad del camino de la vida / me encontré en una selva oscura / con la senda derecha ya perdida", tuvimos la certeza de lo que habíamos imaginado desde un principio. Nuestro insólito visitante era nada menos que un insigne desterrado florentino, bautizado el 26 de marzo de 1266 con el nombre de Durante de Aligherio, pero conocido en todo el mundo como Dante Alighieri: el magno poeta que exploró los tres reinos del Más Allá, relatando después su viaje catártico en el celebérrimo poema La Divina Comedia.
  Impresionados por este extraordinario encuentro, nos atrevimos a preguntar a nuestro ilustre visitante, por cuál especial privilegio Él había podido regresar al presente hormiguero de la humanidad viviente, desde el Ultramundo alcanzado en vía definitiva la fatal noche entre el 13 y el 14 de setiembre de 1321.
  Dante nos contestó con toda naturalidad que Él gozaba, en el presente temporal, del don de una especial ubicuidad que le permitía manifestarse en nuestro mundo bajo su semblante corporal.

 

  "Aproveché la ocasión - agregó Dante - de este privilegio concedido una tantum por el Amor ardiente que mueve al Sol y las demás estrellas, para dar una vuelta por el mundo, comprobando así que la humanidad actual no ha mejorado mucho respecto aquella de mi existencia terrenal. A lo sumo, ha agravado su condición en la misma medida de decadencia moral que acompaña casi siempre el mejoramiento de un tren de vida, muchas veces ficticio, siendo todavía atrapado en la materialidad de la selva áspera y fuerte que oculta la luz suprema del Invictus Sol Justiciae.
  "Todo eso - continúa nuestro poeta - he podido averiguarlo tanto con los entusiastas catecúmenos de la globalización reunidos en el World Economic Forum, como  con sus fogosos opositores. Los unos y los otros no han comprendido que la condición determinante de la Paz y la Concordia radica en la Justicia del unicuique suum (esto es, a cada cual lo suyo). No han entendido, además, que una veraz alternativa al mundialismo globalista - por el cual hoy en día los poderes apátridas del dinero tratan de imponer la homologación de las culturas por medio de la homogeneización de los mercados - es constituido por el universalismo postulado en mi tratado De Monarchia: modelo imperial en el que las diferencias étnicas y sociológicas de pueblos distintos no son aplastadas, sino asumidas en la estructura jerárquica del imperio.
  "Hay que recuperar la lección romana del ex pluribus unum, porque la autentica unidad está compuesta por el concierto de la multiplicidad que refleja el íntimo deseo de trasladar las inquietudes del hombre de todos los tiempos, desde el kaos del precario terruño que nos hace tan feroces, hacia las armonías del kosmos universal".
  El poeta, que habla con el ardor y la fluidez verbal propia de  los italianos de Toscana, concluye el apasionado relato de su punto de vista con una pausa de silencio, que aprovechamos de inmediato para preguntarle la motivación de su extraordinaria presencia en este alejado rincón del mundo.

 

  "En mi poema La Comedia - nos aclara Dante - recogiendo la opinión de los científicos de aquel tiempo, he descrito el hemisferio sur del globo terráqueo como  una inmensa extensión oceánica, donde se elevaba la colina sagrada del Purgatorio. Pero, después de haber sido asumido definitivamente en el Más Allá, descubrí  que  el hemisferio austral también estaba poblado. Desde entonces, tuve la curiosidad de visitarlo, sobre todo desde cuando, algún tiempo atrás,  encontré en mi mundo un compatriota del Siglo Veinte asumido al cielo de Marte por haber  difundido en vida la belleza del Logos y haber cantado piadosamente el fuego / en tiempos de su reino oscurecidos; según está grabado en su tumba terrenal de Alta Gracia, pueblo de la provincia de Córdoba, donde él murió en 1995 y ubicado en la tierra austral denominada Argentina".
  "Me enteré que se trataba del eminente humanista italo-argentino Carlos Alberto Disandro, quien definió la América de habla romance como América Románica y no América Latina, como es uso corriente. Lo que despertó en mí la curiosidad de visitar su tierra".
  "Seguí entonces el vuelo del águila, que me indicó proceder siempre del Oriente hacia el Occidente (Paraíso XX, 57). Y aquí estoy, en esta  extrema Terra Australis entre costa y cordillera, denominada Chile, escudriñando en la vastedad del Océano Pacifico el destino metapolítico de la América Románica que - bajo el cuidado de la constelación de la Cruz del Sur - espera impaciente la restauración de su raíz  principial (esto es, su principium absolutum) junto a la recuperación de su idiosincrasia mítico-religiosa e histórico-cultural, para franquear victoriosamente la pérdida catastrófica del Ser". 
  Cuando Dante se calla, de pronto una luz cegadora lo envuelve  sustrayéndolo de nuestra vista.
  Nos quedamos solos, mientras que de los recovecos del alma nos sale una pregunta: ¿Fue sueño, realidad, ficción?
  No sabemos …
  Por cierto fue algo verosímil, porque - aún después de su muerte fisiológica - el gran poeta florentino nunca ha dejado de vivir, como bien destacaba Giovanni Papini  en su  Dante vivo.
  Su Divina Comedia - observaba agudamente Papini - "es un milagro poético que quería obrar un milagro espiritual y por eso no pertenece solamente a la pequeña historia del genero humano". Por consiguiente, Dante es siempre actual y moderno, residiendo su modernidad y actualidad precisamente en estar Él involucrado en su tiempo con pasión de protagonista, pero con altura de miras que le permite de elevarse por encima de la cotidianidad de los acontecimientos.
  Él nos enseña, entonces, que se puede ser reaccionario y revolucionario a la vez: añorar lo mejor del pasado y  contestar a los defectos del tiempo presente con la firme voluntad no de destruir, sino de promover  un cambio positivo.   
  Su afán por una potestad espiritual ajena a las veleidades temporales y su radical repulsión para toda interferencia entre actividad económica y misión sacerdotal, permanece un anhelo permanente de la humanidad.
  Su enseñanza de que sin fuertes raíces en la tradición no hay porvenir fructuoso, es algo válido para todos los tiempos.
  La lucha dantiana a la usura y a la plutocracia apólides, es de perenne actualidad, como nos ha demostrado otro gran poeta de nuestros tiempos difíciles, simbolista como Dante: Ezra Pound.
  La modernidad de los conceptos estéticos dantianos, que lograron conjugar la poesía con la teología, ha sido confirmada en el siglo XX por un eminente poeta católico como Paul Claudel.
  Su uso de las aliteraciones intencionadas, su manejo de los juegos de palabras, como la invención de vocablos nuevos, ha sido rescatado por un escritor considerado de los más refinados entre los modernos: James Joyce.
  Vintila Horia - el preclaro escritor rumano-español que en la segunda mitad del siglo pasado vivió en carne propia el desgarro del exilio injusto sufrido por Dante en el siglo XIV - lo definió "más modernista y vanguardista" que los futuristas y surrealistas de nuestro recién pasado.
  La obra de Dante queda inmortal porque en ella Él supo elevar los vicios y las virtudes humanas a términos universales como la política y la teología, manifestando su ilimitada admiración para la nobleza del alma, la firmeza del carácter, la fidelidad a sus ancestros y a su patria. Su grandeza está consignada en la capacidad del poeta florentino de considerar las limitaciones de los elementos mortales y caducos de la vida, para luego trascenderlos en una visión de eternidad.
  Tierno y piadoso, orgulloso y sabio, simple como un niño, duro y severo como un "capitán de ventura": ¡ése fue Dante!
  Persona de pensamiento audaz, de pasiones profundas, de fuertes emociones, luchador indomable, de temple vigoroso, Dante no pertenece sólo al tiempo en el que vivió.
  Él permanece vivo, más allá de su época: poeta-profeta universal, contemporáneo del hombre de todos los tiempos.

LEYENDA NEGRA: BARTOLOMÉ DE LAS CASAS (Lectura recomendada para indigenistas)

LEYENDA NEGRA: BARTOLOMÉ DE LAS CASAS (Lectura recomendada para indigenistas)

  Vittorio MESSORI

 

  El célebre periodista italiano aborda en este trabajo la figura del fraile dominico que tan poderoso influjo ejerció en el rey Carlos I y en sus normas sobre la conquista y poblamiento de América por los españoles. Su obra "Brevísima relación de la destrucción de las Indias" modificó la imagen de España en el imaginario colectivo de los europeos, actuó como eficaz arma de guerra psicológica y, en definitiva, su huella se encuentra en el sustrato del pensamiento indigenista. Desconocemos si los actuales presidentes de Cuba, Venezuela y Bolivia secuentan entre los lectores del P. Las Casas pero lo cierto es que gustan de recurrir a los tópicos, las hipérboles y las rotundas falsedades que proliferan en las páginas del dominico. Recomendamos la lectura de las líneas que siguen a los Excelentísimos Señores Castro, Chávez y Morales, así como a todos los igualmente afectados por la ignorancia y la demagogia.

 

  A Bartolomé de Las Casas se le atribuye la responsabilidad de la colonización española de las Américas. Un nombre que se saca siempre a relucir cuando se habla de las más afortunadas de sus obras, con un título que en sí constituye un programa: Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Una destrucción; si así define un español, para más señas fraile dominico, la conquista del Nuevo Mundo, ¿cómo encontrar argumentos en defensa de esa empresa? ¿Acaso el proceso no se cerró con un inapelable veredicto en contra para la colonización ibérica?

  Pues no, no se cerró en absoluto. Es más, la verdad y la justicia imponen el que no se acepten sin críticas las invectivas de Las Casas; para usar la expresión que utilizan los historiadores más actualizados, ha llegado el momento de someterlo a una especie de proceso, a él, tan furibundo en los que iniciaba contra otros.

  En primer lugar, ¿quién era Las Casas? Nació en Sevilla en 1474, hijo del rico Francisco Casaus, cuyo apellido delata orígenes judíos. Algunos estudiosos, al realizar un análisis psicológico de la personalidad compleja, obsesiva, «vociferante», siempre dispuesta a señalar con el dedo a los «malos», de Bartolomé Casaus, convertido luego en el padre Las Casas, han llegado incluso a hablar de un «estado paranoico de alucinación», de una «exaltación mística, con la consiguiente pérdida del sentido de la realidad». Juicios severos que, sin embargo, han sido defendidos por grandes historiadores como Ramón Menéndez Pidal.

  Se trata de un estudioso español, por lo que se podría sospechar de parcialidad.

  Pero William S. Maltby no es español, sino norteamericano de orígenes anglosajones, profesor de Historia de Sudamérica en una universidad de Estados Unidos, y en 1971 publicó un estudio sobre la «leyenda negra», los orígenes del mito de la crueldad de los «papistas» españoles. Maltby escribió, entre otras cosas, que «ningún historiador que se precie puede hoy tomar en serio las denuncias injustas y desatinadas de Las Casas» y concluye: «En resumidas cuentas, debemos decir que el amor de este religioso por la caridad fue al menos mayor que su respeto por la verdad

  Ante este fraile que con sus acusaciones inició la difamación de la gigantesca epopeya española en el Nuevo Mundo, hubo quienes pensaron que tal vez sus orígenes judíos entraron en juego inconscientemente. Como si se tratara de un resurgir de la hostilidad ancestral contra el catolicismo, sobre todo el español, culpable de haber alejado a los judíos de la península Ibérica. Con demasiada frecuencia se escribe la historia dando por sentado que sus protagonistas se comportan pura y exclusivamente de forma racional y no se quiere admitir (¡precisamente en el siglo del psicoanálisis!) la influencia oscura de lo irracional, de las pulsiones ocultas incluso para los mismos protagonistas. Por lo tanto, es muy posible que ni siquiera Las Casas haya podido sustraerse a un inconsciente que, a través de la obsesiva difamación de sus compatriotas, incluidos sus hermanos religiosos, respondía a una especie de venganza oculta.

  Sea como fuere, el padre de Bartolomé, Francisco Casaus, acompañó a Colón en su segundo viaje al otro lado del Atlántico, se quedó en las Antillas y, confirmando las dotes de habilidad e iniciativa semíticas, creó una gran plantación donde se dedicó a esclavizar a los indios, práctica que, como hemos visto, había caracterizado el primer período de la Conquista y, al menos oficialmente, sólo ese período. Después de cursar estudios en la Universidad de Salamanca, el joven Bartolomé partió con destino a las Indias, donde se hizo cargo de la pingüe herencia paterna, y hasta los treinta y cinco años o más, empleó los mismos métodos brutales que denunciaría más tarde con tanto ahínco.

  Gracias a una conversión superaría esta fase para convertirse en intransigente partidario de los indios y de sus derechos. Tras su insistencia, las autoridades de la madre patria atendieron sus consejos y aprobaron severas leyes de tutela de los indígenas, lo que más tarde iba a tener un perverso efecto: los propietarios españoles, necesitados de abundante mano de obra, dejaron de considerar conveniente el uso de las poblaciones autóctonas que algún autor define hoy como «demasiado protegidas», y comenzaron a prestar atención a los holandeses, ingleses, portugueses y franceses que ofrecían esclavos importados de África y capturados por los árabes musulmanes.

  La trata de negros (colosal negocio prácticamente en manos de musulmanes y protestantes) sólo afectó de forma marginal a las zonas bajo dominio español, en especial y casi en exclusiva, a las islas del Caribe. Basta con que viajemos por esas regiones cuya población, en la zona central y andina, es en su mayoría india y, en la zona meridional entre Chile y Argentina, exclusivamente europea, para que podamos comprobar que es raro encontrar negros, a diferencia del sur de Estados Unidos, Brasil y las Antillas francesa e inglesa.

  Sin embargo, aunque en número reducido en comparación con las zonas bajo dominio de otros pueblos, los españoles comenzaron a importar africanos, entre otros motivos porque no se extendió a ellos la protección otorgada a los indios, implantada en tiempos de Isabel la Católica y perfeccionada posteriormente. Aquellos negros podían ser explotados (por lo menos en las primeras épocas, pues incluso a ellos les iba a llegar una ley española de tutela, cosa que nunca iba a ocurrir en los territorios ingleses), pero hacer lo mismo con los indios era ilegal (y las audiencias, los tribunales de los virreyes españoles, no solían ir con bromas). Se trata pues, de un efecto imprevisto y digamos que perverso de la encarnizada lucha emprendida por Las Casas que, si bien se batió noblemente por los indios, no hizo lo mismo por los negros a los que no dedicó una atención especial, cuando comenzaron a afluir, después de ser capturados en las costas africanas por los musulmanes y conducidos por los mercaderes de la Europa del norte.

  Pero volvamos a su conversión, determinada por los sermones de denuncia de las arbitrariedades de los colonos (entre los que él mismo se encontraba) pronunciados por los religiosos -lo cual confirma la vigilancia evangélica ejercida por el clero regular-. Bartolomé de Las Casas se ordenó cura primero y luego dominico y dedicó el resto de su larga vida a defender la causa de los indígenas ante las autoridades de España.

  Es preciso que reflexionemos, en primer lugar, sobre el hecho de que el ardiente religioso haya podido atacar impunemente y con expresiones terribles no sólo el comportamiento de los particulares sino el de las autoridades. Por utilizar la idea del norteamericano Maltby, la monarquía inglesa no habría tolerado siquiera críticas menos blandas, sino que habría obligado al imprudente contestatario a guardar silencio. El historiador dice también que ello se debió «además de a las cuestiones de fe, al hecho de que la libertad de expresión era una prerrogativa de los españoles durante el Siglo de Oro, tal como se puede corroborar estudiando los archivos, que registran toda una gama de acusaciones lanzadas en público -y no reprimidas- contra las autoridades».

  Por otra parte, se reflexiona muy poco sobre el hecho de que este furibundo contestatario no sólo no fue neutralizado, sino que se hizo amigo íntimo del emperador Carlos V, y que éste le otorgó el título oficial de protector general de todos los indios, y fue invitado a presentar proyectos que, una vez discutidos y aprobados a pesar de las fuertes presiones en con­tra, se convirtieron en ley en las Américas españolas.

  Nunca antes en la historia un profeta, tal como Las Casas se consideraba a sí mismo, había sido tomado tan en serio por un sistema político al que nos presentan entre los más oscuros y terribles.

  Por lo tanto, las denuncias de Bartolomé de Las Casas fueron tomadas radicalmente en serio por la Corona española, lo cual la impulsó a promulgar severas leyes en defensa de los indios y, más tarde, a abolir la encomienda, es decir, la concesión temporal de tierras a los particulares, con lo que causó graves daños a los colonos.

  Jean Dumont dice al respecto: «El fenómeno de Las Casas es ejemplar puesto que supone la confirmación del carácter fundamental y sistemático de la política española de protección de los indios. Desde 1516, cuando Jiménez de Cisneros fue nombrado regente, el gobierno ibérico no se muestra en absoluto ofendido por las denuncias, a veces injustas y casi siempre desatinadas, del dominico. El padre Bartolomé no sólo no fue objeto de censura alguna, sino que los monarcas y sus ministros lo recibían con extraordinaria paciencia, lo escuchaban, mandaban que se formaran juntas para estudiar sus críticas y sus propuestas, y también para lanzar, por indicación y recomendación suya, la importante formulación de las "Leyes Nuevas". Es más: la Corona obliga al silencio a los adversarios de Las Casas y de sus ideas.»

  Para otorgarle mayor autoridad a su protegido, que difama a sus súbditos y funcionarios, el emperador Carlos V manda que lo ordenen obispo. Por efecto de las denuncias del dominico y de otros religiosos, en la Universidad de Salamanca se crea una escuela de juristas que elaborará el derecho internacional moderno, sobre la base fundamental de la «igualdad natural de todos los pueblos» y de la ayuda recíproca entre la gente.

  Se trataba de una ayuda que los indios necesitaban de especial manera; tal como hemos recordado (y a menudo se olvida) los pueblos de América Central habían caído bajo el terrible dominio de los invasores aztecas, uno de los pueblos más feroces de la historia, con una religión oscura basada en los sacrificios humanos masivos. Durante las ceremonias que todavía se celebraban cuando llegaron los conquistadores para derrotarlos, en las grandes pirámides que servían de altar se llegaron a sacrificar a los dioses aztecas hasta 80.000 jóvenes de una sola vez. Las guerras se producían por la necesidad de conseguir nuevas víctimas.

  Se acusa a los españoles de haber provocado una ruina demográfica que, como vimos, se debió en gran parte al choque viral. En realidad, de no haberse producido su llegada, la población habría quedado reducida al mínimo como consecuencia de la hecatombe provocada por los dominadores entre los jóvenes de los pueblos sojuzgados. La intransigencia y a veces el furor de los primeros católicos desembarcados encuentran una fácil explicación ante esta oscura idolatría en cuyos templos se derramaba sangre humana.

  En los últimos años, la actriz norteamericana Jane Fonda que, desde la época de Vietnam intenta presentarse como «políticamente comprometida» defendiendo causas equivocadas, quiso sumarse al con­formismo denigratorio que hizo presa de no pocos católicos. Si estos últimos lamentan (cosa increíble para quien conoce un poco lo que eran los cultos aztecas) lo que llaman «destrucción de las grandes religiones precolombinas», la Fonda fue un poco más allá al afirmar que aquellos opresores «tenían una religión y un sistema social mejores que el impuesto por los cristianos mediante la violencia». Un estudioso, también norteamericano, le contestó en uno de los principales diarios, y le recordó a la actriz (tal vez también a los católicos que lloran por el «crimen cultural» de la destrucción del sistema religioso azteca) cómo era el ritual de las continuas matanzas de las pirámides mexicanas.

  He aquí lo que le explicó: «Cuatro sacerdotes aferraban a la víctima y la arrojaban sobre la piedra de sacrificios. El Gran Sacerdote le clavaba entonces el cuchillo debajo del pezón izquierdo, le abría la caja torácica y después hurgaba con las manos hasta que conseguía arrancarle el corazón aún palpitante para depositarlo en una copa y ofrecérselo a los dioses. Después, los cuerpos eran lanzados por las escaleras de la pirámide. Al pie, los esperaban otros sacerdotes para practicar en cada cuerpo una incisión desde la nuca a los talones y arrancarles la piel en una sola pieza. El cuerpo despellejado era cargado por un guerrero que se lo llevaba a su casa y lo partía en trozos, que después ofrecía a sus amigos, o bien éstos eran invitados a la casa para celebrarlo con la carne de la víctima. Una vez curtidas, las pieles servían de vestimentas a la casta de los sacerdotes

  Mientras que los jóvenes de ambos sexos eran sacrificados así por decenas de miles cada año, pues el principio establecía que la ofrenda de corazones humanos a los dioses debía ser ininterrumpida, los niños eran lanzados al abismo de Pantilán, las mujeres no vírgenes eran decapitadas, los hombres adultos, desollados vivos y rematados con flechas. Y así po­dríamos continuar con la lista de delicadezas que dan ganas de desearle a Jane Fonda (y a ciertos frailes y clericales varios que hoy en día se muestran tan virulentos contra los «fanáticos» españoles) que pasara por ellas y que después nos dijera si es verdad que «el cristianismo fue peor».

  Algo menos sanguinarios eran los incas, los otros invasores que habían esclavizado a los indios del sur, a lo largo de la cordillera de los Andes. Como recuerda un historiador: «Los incas practicaban sacrificios humanos para alejar un peligro, una carestía, una epidemia. Las víctimas, a veces niños, hombres o vírgenes, eran estranguladas o degolladas, en oca­siones se les arrancaba el corazón a la manera azteca

  Entre otras cosas, el régimen impuesto por los dominadores incas a los indios fue un claro precursor del «socialismo real» al estilo marxista. Obviamente, como todos los sistemas de este tipo, funcionaba tan mal que los oprimidos colaboraron con los pocos españoles que llegaron providencialmente para acabar con él. Igual que en la Europa oriental del siglo XX, en los Andes del siglo XVI estaba prohibida la propiedad privada, no existían el dinero ni el comercio, la iniciativa individual estaba prohibida, la vida privada se veía sometida a una dura reglamentación por parte del Estado. Y, a manera de toque ideológico «moderno», adelantándose no sólo al marxismo sino también al nazismo, el matrimonio era permitido sólo si se seguían las leyes eugenésicas del Estado para evitar «contaminaciones raciales» y asegurar una «cría humana» racional.

  A este terrible escenario social, es preciso añadir que en la América precolombina nadie conocía el uso de la rueda (a no ser que fuera para usos religiosos), ni del hierro, ni se sabía utilizar el caballo que, al parecer, ya existía a la llegada de los españoles y vivía en algunas zonas en estado bravío, pero los indios no sabían cómo domarlo ni habían inventado los arreos. La falta de caballos significaba también la ausencia de mulas y asnos, de modo que si a ello se añade la falta de la rueda, en aquellas zonas montañosas todo el transporte, incluso el necesario para la construcción de los enormes palacios y templos de los dominadores, lo realizaban las hordas de esclavos.

  Sobre estas bases los juristas españoles, dentro del marco de la «igualdad natural de todos los pueblos», reconocieron a los europeos el derecho y el deber de ayudar a las personas que lo necesitasen. Y no puede decirse que los indígenas precolombinos no estuviesen necesitados de ayuda. No hay que olvidar que por primera vez en la historia, los europeos se enfrentaban a culturas muy distintas y lejanas. A diferencia de cuanto harían los anglosajones, que se limitarían a exterminar a aquellos «extraños» que encontraron en el Nuevo Mundo, los ibéricos aceptaron el desafío cultural y religioso con una seriedad que constituye una de sus glorias.

SOBRE LOS MITOS DE LAS HISTORIAS POLÍTICAMENTE CORRECTAS ACTUALES. El mito de las tres culturas

SOBRE LOS MITOS DE LAS HISTORIAS POLÍTICAMENTE CORRECTAS ACTUALES. El mito de las tres culturas

Serafín FANJUL

 ¿Cuál es la verdadera identidad de España?. La pregunta casi aburre, sobre todo tras la conversión en categorías de alcance cósmico de otras identidades mucho menores, en algunas regiones del país. Durante los años del nacional catolicismo se perfiló una imagen de cartón piedra que, por necesidad había nutrirse de la tradición heredada y del hecho innegable, de que la Península desde el siglo XI - crucial en su destino- comenzó de manera inexorable su vuelta a la gran área cultural y religiosa de la latinidad. Si ello fue bueno o malo queda a la libre estimación del opinante, pertrechado cada quien con su infalible catecismo bajo el brazo.

  Sin embargo, una vez desaparecidos en los últimos años los factores de coerción ideológica, la reacción hacia el otro extremo no se hizo esperar, y si antes se siguió como modelo y patrón histórico la pretensión de lo eterno español simbolizada en ’reclamarse de los godos’ - como en la Francia del Antiguo Régimen legistas e historiadores, si no de los godos, sí ’se hacían de los francos’ - a partir de finales de los sesenta la moda vino a dar en el rechazo de todo cuanto no implique la prefabricación de exóticos hechos diferenciales que sostengan y legitimen la no siempre santa política local de esta o aquella región, al menos en el plano retórico. En Andalucía sobre todo, por lo que hace al factor árabe. Para tal efecto se acudió a obviedades como dejar bien sentado que los españoles actuales somos resultado de las distintas aportaciones de pueblos diversos, de las aculturaciones, influencias o pérdidas a que se vio sometido el país entero. Del saldo general de la historia, en suma.

 Nadie niega tal postulado, pero el conflicto empieza apenas intentamos delimitar cuáles son los elementos dominantes o mayoritarios, en nuestros gustos, comportamientos, sentires, adscripción a una u otra manera de ver el mundo, con qué y con quiénes nos identificamos o cuál es nuestro concepto sobre el grupo humano a que pertenecemos. A partir de los viajeros-escritores del Romanticismo europeo y de la corriente historiográfica, cuyo principal exponente es Américo Castro, se ha ensamblado, con piezas muy heterogéneas, otra imagen que, como mínimo, requiere una revisión y crítica, sin ensañamiento pero sin complacencias.

  Del sepulcro del Apóstol, la espada del Cid y las joyas de la Reina Católica se ha pasado en un cierraojos - y eliminando por pecaminoso todo, lo anterior- a los surtidores del Generalife, los ojos negros de las sevillanas (sin remisión, de origen árabe) y la exquisita convivencia de las tres culturas en una España medieval no menos imaginaria que la manejada por la hagiografia contraria. De unos mitos fundacionales se ha pasado a otros, sin solución de continuidad, idénticos los mecanismos acríticos utilizados con la diferencia a favor de la primera, tal vez, de la mayor solidez de los hechos en que se basa, pues a fuerza de evidentes y sabidos, se olvidan y marginan.

  Nos guste o no, la Península Ibérica es un territorio europeo, con una larga trayectoria de afirmación de tal identidad (desde ese siglo XI antes mencionado), unas abrumadoras raíces culturales y lingüísticas adscritas al mundo neolatino y un predominio secular del cristianismo. Características nunca borradas en su totalidad y dominantes en proporción absoluta desde la misma Edad Media. No se trata de la Hispania Eterna que -según dicen - propugnaba Sánchez Albornoz, sino de procurar el esbozo del problema en términos menos grandiosos y excepcionales, entendiendo que los fenómenos sociales aquí acaecidos en el fondo y en las formas no difieren mucho de los habidos en otras latitudes europeas, africanas o asiáticas, pese al cúmulo de matices que, sin duda, conforman nuestra cultura y nuestra sociedad. De modo nada paradójico, Castro y Sánchez Albornoz vienen a coincidir por vías opuestas en el carácter especialísimo de nuestra historias y nuestro país.


  La simbiosis del uno o la antibiosis del otro se dan de bruces con las evidencias de fenómenos similares en distintos lugares y momentos en regiones del globo apartadas o próximas. El esfuerzo investigador y erudito de Albornoz se ve contrapesado por las estupendas aseveraciones de Castro: «En España (en la verdadera España, no en la fraguada por los cronistas)»; «todo lo cual refuerza la sospecha de que la vida de los españoles ha sido única; para mi espléndidamente única». Por descontado que la verdadera España es la que él propone unívoca en su realidad y sus interpretaciones correspondientes: fuera de él sólo existe el error. Así medra la idea, repetida hasta la saciedad, del carácter singularísimo y paradisíaco - agregan con frecuencia- de aquel lugar sin parangón posible, cuyas tolerancia, exquisitez literaria y convivencia sin mácula sirven para adornar los discursos de los políticos profesionales o, so color de abrirse a todas las etnias, lenguas y religiones (principio irrebatible, en abstracto), ignorar la realidad cotidiana y presente, mucho más roma y menos sugestiva.

  La idea de que la España musulmana primero, y en parte la cristiana, después, fue un paraíso prolifera. Obras como La España árabe. Legado de un paraíso, de I. y A. von der Ropp, Mª Casamar y Ch. Kugel, menudean entre periodistas, ensayistas, escritores varios. Y que los hechos históricos sabidos y comprobados, con no menor asiduidad, no concuerdan con ese enfoque edulcorado no arredra a los practicantes de esta nueva religión


  Pocos son los españoles que se toman el trabajo de leer en directo las crónicas antiguas, los cancioneros poéticos, las colecciones de refranes, por no hablar de las actas notariales o los libros de repartimientos, la información de primera mano de que disponemos, tan aficionada como es nuestra gente a leer de oídos. De tal suerte, las aproximaciones más serias y objetivas quedan circunscritas al ámbito, de peso menguante sin cesar, de los especialistas, cuya mera mención provoca ronchas en los divulgadores de la Nueva, por lo general bien situados en los medios de comunicación.


  De lo pequeño y cercano podemos pasar a lo grande y distante; Portugal o el continente africano arrastran similares tópicos, iguales distorsiones buscadas y reiteradas, durante siglos por viajeros y editores europeos. Y, por supuesto España. Misterio, embrujo, tipismo, duende, exotismo pintoresco... se hallan, si se buscan, e inducen, v.g. a P. Mérimée, a desdeñar la mayor parte de la arquitectura española por ser «demasiado parecida a la suya», en tanto adjudica un imposible carácter árabe a la gótica Lonja de Valencia, del mismo modo que considera «auténtica belleza musulmana» a una señora vizcaína. En otras ocasiones el origen de la distorsión procede de equivocadas ideas científicas del pasado que proporcionan, desde la cómoda perspectiva actual, sabrosas mofas a críticos superficiales.

  La proyección hacia tiempos pretéritos de los conceptos, conflictos y enfoques de nuestro tiempo ha generado graves errores de apreciación, tanto en investigadores serios como en meros publicistas. Unos y otros rivalizan en la idealización de un pasado que demuestran conocer bastante mal, porque acusar al Cid, v.g. de limpieza étnica en Valencia (Pere Bonín, Diario 16, 13-9-95), con absoluto desprecio de la historia y simplificando con imágenes del presente la condena del pasado que, a su vez, se reinstrumentaliza para poner en solfa por vía nada indirecta a la Castilla de ahora, es desconocer que la repoblación con cristianos - y sin expulsión de musulmanes- en Valencia data de un siglo y medio más tarde de la muerte del Cid; y, en todo caso, fue obra de aragoneses y catalanes, no de castellanos.

  Por añadidura, tal vez no sea en balde recordar que los musulmanes de la otra orilla del Estrecho llevaban muchos siglos de antelación en la política, mediante coacciones, de, absorción cultural y religiosa de las poblaciones sojuzgadas por el islam, pues en ese contexto de represalia réplicas y enfrentamiento de civilizaciones, fe y cosmovisión estimamos debe realizarse el análisis de nuestro pasado, no ocultando los choques, si queremos entender y tratar de corregir las demasías de antaño (por ambas sociedades, claro).


  La principal fuente nutricia de este replanteamiento iconoclasta suele ser Américo Castro, y muy en especial su obra La realidad histórica de España, tomada más como nueva Biblia que como materia de discusión y contraste, confundiéndose el rechazo del trasfondo ideológico y deformador del nacional catolicismo, tantas veces hilarante, con la condena cerrada de cuantas apoyaturas históricas éste utilizó.

  Una postmodernidad gozosa, en su alienación ha rematado el resto. Así pasan por artículo de fe las luminosas enseñanzas que tanto repite J. Goytisolo - afirmaciones difíciles de mantener, debiendo ser historiadores extranjeros nada sospechosos de imperialistas filipinos (F. Braudel, H. Kamen, Joseph Pérez, Elliot Lapeyre) quienes desde la objetividad que les confiere el distanciamiento y el no hallarse implicados en nuestros complejos de inferioridad y autohumillación como vía para la purificación - exigida por el mismo Castro - ofrezcan datos, ideas y llamadas al sosiego. No es nuestro objetivo presentar un inventario de las exageraciones de don Américo, ni siquiera resumido, pero los historiadores citados, y otros españoles, han aportado documentación más que suficiente que rebate por si sola la más reiterada e insostenible de las pretensiones de Castro, condensada en una retahíla de noes: no comercio, no trabajo manual, no artesanía, no agricultura, no pensamiento, no cultura, no curiosidad intelectual... a no ser que sus cultivadores fuesen judíos o marranos. De forma campanuda concluye: «no se produjo ninguna actividad científica original y por sí sola válida».

  Cuando un ejemplo no encaja con su pretensión, como es el caso de P. Madoz por él mismo citado, despacha la contradicción calificándola de «sorprendente». Y andando. Los hechos probados, sin embargo, corren por otros rumbos: hasta en Valencia (donde más moriscos había) la agricultura de regadío, las industrias urbanas y el comercio a gran escala estaban mayoritariamente en manos de cristianos viejos, como señaló Lapeyre; las aportaciones españolas en cosmografía y geografía, por mor de los descubrimientos, fueron decisivas para el conocimiento y noción de conjunto del planeta (el mapa de Juan de la Cosa es de 1500); la enumeración exhaustiva de científicos que J. Juderías, por ejemplo detalló en las más diversas disciplinas (filosofía, medicina, botánica, lingüística, mecánica, etc.) es desdeñada olímpicamente.

  Nuestra perplejidad es grande: ¿quién construyó todo nuestro legado arquitectónico desde la Edad Media? ¿Fueron sólo alarifes moriscos? ¿Que porcentaje de mudéjares verdaderos participó, en la práctica, hasta en las construcciones de orden mudéjar? ¿Los inexistentes pintores y escultores criptomusulmanes pintaron y esculpieron lienzos y estatuas? ¿La inmensa literatura del Siglo de Oro fue en su totalidad obra de marranos? ¿De dónde se sacan los epígonos de don Américo que Cervantes era pro-árabe? ¿Qué motivos de simpatía podía albergar hacia esa sociedad tras su durísimo cautiverio en Argel? ¿No se están mezclando los vacíos, incapacidades, enquilosamientos posteriores a la mitad del XVII con las décadas y siglos anteriores en que la pujanza y vigor del país entero propició empresas de la dimensión de la exploración, conquista y colonización llevadas a cabo en América y el Pacífico? ¿No fue este gigantesco esfuerzo posterior a la expulsión de los judíos? ¿No corrió en su mayor parte el peso de tal movimiento sobre los hombros de Castilla (es decir, desde Estaca de Vares a Cartagena y de Fuenterrabía a Gibraltar)? ¿Cómo se puede olvidar que la decadencia cultural y militar y científica vino más de factores económicos que por el destierro de minoría ninguna? ¿El despoblamiento por pestes, emigración, guerras y la política de hegemonía en Europa, con su consiguiente sangría impositiva, no fueron más responsables del hundimiento económico? ¿Por qué debemos seguir aceptando, silentes y humillados, que manifestar una sola palabra favorable o respetuosa, o de mera matización, hacia otros españoles pretéritos, de actos buenos y malos (con predominio de los primeros), sea sinónimo de fascismo? ¿Cuándo la izquierda española, heredera de los complejos y tabúes de la guerra civil, será capaz de asumir nuestra historia o, al menos, de leerla? ¿No estaremos ante el caso más notorio y flagrante de lo que Julián Marías denomina la «fragilidad de la evidencia» («El hombre prefiere lo que se dice, sobre todo si se le repite con énfasis y autoridad, o con la reiteración y eficacia de los medios de comunicación, a lo que entra por los ojos o debería penetrar en la mente»)?


  A. Castro proclama «la básica estructura cristianomoruno-hebraica de la sociedad española», adjudicando un carácter semítico a los españoles (árabe y judío) de donde vendría, por ejemplo, nuestra intransigencia religiosa, con lo cual incurre en una peligrosa simplificación que abocaría al ineludible carácter semítico de todo el continente por la intolerancia, persecuciones y degollinas perpetradas con igual entusiasmo por protestantes y católicos a lo largo de las guerras de religión hasta la Paz de Westfalia y perpetuadas a través de una segregación de hecho en la convivencia hasta tiempos cercanos.

  Por ende, es peligroso jugar con las palabras, porque el gentilicio «semítico» es demasiado vago e inconcreto. Sobre una remota comunidad lingüística (que no racial), que se remonta a varios milenios antes de Cristo, se pretende construir una identidad de objetivos, reacciones, sentimientos, etc., en la Península Ibérica medieval, o, dicho de otro modo: ¿los musulmanes de origen árabe cierto, en los siglos XI, XII, XIII, se sentían partícipes de una comunidad espiritual y de identidad con los judíos y sus coetáneos?, ¿Cómo meter a todos en el mismo saco con tanta frivolidad? Sin embargo, Castro multiplica las afirmaciones de ese jaez: «Tan españoles los unos como los otros todavía en aquella época»; «las tres religiones, en 1300, ya españolas, conviven pacífica y humanamente»; «imposibilidad de separar lo español y lo sefardí»...


  El procedimiento de exhibir - por parte de la mitología conservadora -, para forjar un pasado nacional lo mas antiguo posible, como españoles a personajes de la historia romana (Séneca, Trajano, Marcial, etc.) e incluso prerromana (Viriato, «lusitano»), tan del gusto de Sánchez-Albornoz, es adoptado con igual fervor por su adversario, si bien éste rechaza, con buena lógica, a «pastores lusitanos», romanos y visigodos como partícipes de las connotaciones del ser español. Pero tan insostenible es considerar tal a San Isidoro como a lbn Hazm o Maimónides, pertenecientes a culturas netamente diferenciadas de la nuestra - y conscientes de serlo - y enfrentadas incluso al germen (la Hispania medieval cristiana) de lo que tras un proceso de unificación y desarrollo terminaría cristalizando en una identidad común.

  No obstante, para nuestro interés en estas páginas debemos hacer hincapié en una de las pretensiones de Castro y los castristas mas aireadas y utilizadas por alcaldes, presidentes de diputación y políticos en general cada vez que acuden al florilegio retórico de las 3 culturas. Nos referimos a la supuesta convivencia pacífica y humana de las tres lenguas, las tres culturas y las tres religiones. En los últimos años este monótono ritornelo viene siendo manejado de manera rutinaria hasta el hastío por gentes cuyo conocimiento de la Edad Media y de las sociedades árabe y judía es, al menos dudoso. La fragilidad de la evidencia de J. Marías resurge tan campante y no basta, al parecer, con que experiencias muy próximas, contemporáneas nuestras de ahora mismo, en Líbano, Turquía o Yugoslavia nos alerten acerca de la realidad de esa imaginaria convivencia fraternal y amistosa de etnias, religiones y culturas: con satanizar y culpabilizar de todos los males a una de las partes implicadas suele resolverse la contradicción patente entre los hechos y los buenos deseos.


  Ese panorama de exquisita tolerancia (la misma palabra ya subsume que uno tolera a otro, o sea, está por encima), cooperación y amistad jubilosa entre comunidades se quiebra apenas iniciamos la lectura de los textos originales y se va configurando ante nuestros ojos un sistema de aislamiento entre grupos, de contactos superficiales y recelos permanentes desde los tiempos mas remotos (el mismo siglo VIII, el de la conquista islámica) es decir, un régimen más parecido al apartheid sudafricano, mutatis mutandi, que a la idílica Arcadia inventada por Castro.

  Que los poderes dominantes - primero musulmán y luego cristiano - oprimieran concienzudamente a las minorías y poblaciones sometidas en general, es un incómodo aspecto de la cuestión, obviado mediante él mismo expediente empleado en el caso yugoslavo: una nebulosa maldad intrínseca a «los cristianos», «los castellanos» o «los almorávides» sirve para no abordar, con el esfuerzo consiguiente, las raíces del problema, la enorme dificultad de conseguir inculcar respeto hacia el otro, de evitar la automarginación y marginación simultáneas de comunidades enteras, de superar de la noche a la mañana prejuicios, tabúes y temores engendrados a lo largo de siglos por razones muy concretas (choques y abusos, mutuos) subsistentes en la conciencia y la memoria colectivas.
La ingenua declaración de A. J. Toynbee en el sentido de que árabes e islam están libres de veleidad o propensión racista alguna no soporta el más leve cotejo con la realidad. La literatura árabe es un venero inagotable de ejemplos. Y si los no musulmanes en al-Andalus eran «considerados ajenos a la sociedad en su conjunto», el jurisconsulto al-Wanxarisi niega a los musulmanes la licitud de quedar en territorio cristiano, entre otras causas, por la posibilidad de que incurran en cruces matrimoniales mixtos.

  Que algunos árabes al reclamarse por Qurayxíes (la tribu de Mahoma) pretendan con ello ser los mejores de los árabes y por tanto del género humano, meramente constituye una manifestación no poco acomplejada, en el más favorable de los juicios, pero - como es natural - no representa nada serio, aunque sí explica (esa pretensión de hacerse de los árabes puros, como la de hacerse de los godos entre nosotros, o de los francos en Francia) la pervivencia hasta el reino de Granada de gentes que se decían descender de los conquistadores del siglo VIII, aunque lbn Hazm en su Yamhara comprueba el reducido número de linajes árabes arraigados en la Península y lo imitados y dispersos que vivían en el siglo XI, señalando la cifra de 73. Nuestro maestro Elías Terés subió el número hasta 86, completando a Ibn Hazm con In Said (S. XIII) y al-Maqqari (s. XVII). En todo caso la aportación racial árabe fue muy exigua.


  Tampoco los judíos eran numerosos ni en la España cristiana ni en al-Andalus. Constituían comunidades muy cohesionadas y cerradas, bien situadas económicamente pero en ningún modo populosas. En el mismo siglo XI la cifra máxima, propuesta por E. Ashtor alcanza un total de 50.000, si bien Isaac Baer concluyó que su número era mucho más reducido, como veremos. Sin embargo la gran aportación ideológica de los hebreos al pensamiento racista -y muy anterior a la España mediaval - fue su concepto de «pueblo elegido», con: el correlato de que la sangre fuera determinante para la pertenencia o no al grupo y por consiguiente para los derechos que se detentan, o no, dentro de él. En el Deuteronomio se establece que bastardos, ammonitas y moabitas quedarán excluidos de la Casa de Dios, conminando a los israelitas a no entregar sus hijos e hijas en matrimonio a los hijos de otras gentes. La raza sagrada no debe contaminarse mestizándose con otras, según el Libro de Esdras.

  El concepto de pureza racial surge, pues, de la tradición bíblica. Y que, andando el tiempo, tal noción se volviera contra los mismos judíos no fue nunca obstáculo para alimentar una actitud mantenida durante milenios como la mejor garantía de la pervivencia del grupo. Por ello en la literatura hispano-hebrea menudean las muestras de hostilidad hacia cristianos y musulmanes (que pagaban con la misma moneda). Dice Yehuda Haleví (s. XII):


De Edom [los cristianos] nunca te olvides.
La carga de su yugo
¡qué amarga es de sufrir
y cuán grave es su peso...!
El hijo de mi esclava
[Ismael: los árabes]
con saña nos detesta.


  Abraham bar Hiyya en su Meguil-lat ha-Megal-lé (1129), al hablar de los signos de la redención inminente y de los acontecimientos protagonizados por cruzados y turcos en Palestina, no regatea animadversión hacia árabes y francos, si bien los cristianos cargan con la peor parte. Y ya en la España de claro predominio cristiano no faltan las polémicas, sátiras crueles y dicterios contra musulmanes por parte de hebreos, así la Disputa de Antón de Montoro (marrano) con Román Comendador (mudéjar): 

Vuestra madre no será
menos cristiana que mora.
Hamete, ¿duermes o velas?
Abre los ojos, mezquino,
albardán,
Tres libras y más de xixa
y almodrote
tengo para dar combate
a vuestra madre Golmixa
con mi garrote.
Vuestra mancilla me echáis
vos, alárabe provado
sucio y feo
vos mesmo vos motejáis …


  El islam, heredero ideológico de judaísmo y cristianismo, desde los tiempos de redacción del Corán marca bien la actitud que el buen fiel ha de asumir frente a cristianos y judíos. De ahí el carácter ilusorio de las profesiones de fe de A. Castro en la convivencia entre religiones: «la doctrina alcoránica de la tolerancia ... »; «El Alcorán, fruto del sincretismo religiosom era un monumento de tolerancia. Salvo ocasionales excepciones, la tolerancia fue practicada en todo el mundo musulmán». De Castro y de los castristas: Luce López-Baralt no titubea al afirmar con candor «la tolerancia religiosa musulmana, de estirpe coránica, que también la cree ver Castro reflejada en Alfonso X (recordemos sus equilibradísimas Siete Partidas)»: «Un primer vistazo a la Edad Media española nos permite descubrir un mundo de tolerancia asombrosa entre las castas, pese a las guerra de la Reconquista y los disturbios y persecuciones esporádícas». A la vista de estos cantos a la irrealidad podemos preguntarnos si la estudiosa puertorriqueña ha leído los capítulos dedicados a mudéjares y judíos en las Partidas, o si tiene noticia de las frecuentes y sostenidas persecuciones sangrientas, destrucción de libros heréticos y marginación constante que han sufrido en el islam los xiíes, jariyies mutazilíes, etc., por parte de los sunníes (y a veces viceversa), pero como no debemos adjudicarle tal ignorancia cabe pensar que para ella, como para Castro, tales detalles entran en el muy socorrido terreno de las utilísimas excepciones, que vienen a confirmar la regla de oro por ellos esgrimida. El problema - que eluden - estriba en que la base del islam, el mismo Corán, exhibe exhortos y mandamientos de claridad meridiana (es la palabra de Dios, increada y eterna, según dicen, y que ningún buen musulmán se atreverá a contravenir sin arrostrar el desprestigio público:


’¡Creyentes! ¡No toméis como amigos a los judíos y a los cristianos!. Son amigos unos de otros. Quienes de vosotros trabe amistad con ellos, se hace uno de ellos. Dios no guía al pueblo impío (Corán, 5-56); combatid contra quienes habiendo recibido la Escritura, no creen en Dios ni en el Ultimo Día, ni prohíben lo que Dios y Su Enviado han prohibido, ni practican la religión verdadera, hasta que, humillados paguen el tributo directamente’.


  Estas referencias explican bien el pésimo concepto popular sobre los musulmanes que acepten servicios amistad o relación con judíos y cristianos. Las memorias de Abd Allah de Granada relatan el descontento y odio suscitado contra quienes (v.g., un nieto de Almanzor) admiten ofertas de servicio bélico de los catalanes, o contra los judíos y, muy en especial, contra el visir José Ben Nagrela, finalmente asesinado por las turbas.

  Los tópicos anti judíos habituales (avaricia, sordidez, ruindad, engaño, traición) se deslizan por las páginas de Abd Allah de Granada, acusaciones al ministro de incitar a beber y participar en actos inmorales, resumido todo en la denominación corriente con que le designa («el puerco»), pues omite su nombre de manera sistemática.


  En el Tratado de lbn ’Abdun se equipara a judíos y cristianos con leprosos, crápulas y, en términos generales, con cualquiera de vida poco honrada, prescribiendo su aislamiento por el contagio que conllevaría entrar en contacto con ellos. Así los sevillanos del siglo XII sabían que: «Ningún judío debe sacrificar una res para un musulmán» «no deben venderse ropas de leproso, de judío, de cristiano, ni tampoco de libertino»; «no deberá consentirse que ningún alcabalero, judío ni cristiano, lleve atuendo de persona honorable, ni de alfaquí, ni de hombre de bien»; «no deben venderse a judíos ni cristianos libros de ciencia porque luego traducen los libros científicos y se los atribuyen a los suyos y a sus obispos, siendo así que se trata de obra de musulmanes»; «un musulmán no debe dar masaje a un judío ni a un cristiano, así como tampoco tirar sus basuras ni limpiar sus letrinas, porque el judío y el cristiano son más indicados para estas faenas, que son para gentes viles».


  Esa actitud de insistente rechazo antijudío induce a los musulmanes, incluso una vez perdido el poder, a querer salvaguardarse de cualquier preeminencia de hebreos sobre ellos, por lo cual se cuidan de incluir una cláusula en las Capitulaciones de Santa Fe entre Boabdil y los Reyes Católicos que les ponga a cubierto de tal eventualidad («Que no permitirán sus altezas que los judíos tengan facultad ni mando sobre los moros ni sean recaudadores de ninguna renta»). Porque el desprecio y discriminaciones subsiguientes asoman abundantes en la literatura árabe - aunque no podamos, por razones obvias, extendernos acumulando ejemplos -, como nos documentan Ibn Battuta o Juan León Africano, acordes sus relatos con la situación que perciben y describen autores ajenos, tales Alí Bey o Potocki en Marruecos, a fines del XVIII: prohibición de montar en mula en ciudad poblada por musulmanes (porque irían por encima de las cabezas de éstos), prohibición de entrar en la ciudad de Fez a no ser descalzos (como signo de sumisión), etc.


  El puritanismo, en uno u otro grado, es cardo que medra en casi todas las religiones, llevándolas a interferir en la vida cotidiana y hasta privada de los adeptos, pero la existencia entre nosotros - en tiempos, por fortuna, superados- de excesos y abusos de la colectividad sobre las personas, o lo que es peor, de la jerarquía (los autodesignados intérpretes o ministros de Dios) no justifica los perpetrados en otras religiones. En especial si el rigorismo sigue vivo, aplicándose sobre los fieles. A este respecto el islam contemporáneo insiste en reproducir pautas, dictámenes conceptos y castigos por suerte ya olvidados en el mundo occidental, por más que arabófilos y tercermundistas platónicos -por supuesto residentes en Europa- se obstinen en tapar el sol con un pañuelo negando las evidencias. El divertido cálculo de 3.700.000 pecados diarios cometidos en los minibuses de Teherán (en ellos montan 370.000 mujeres con un promedio de cada una, de diez roces con varones) podría no pasar de anécdota chistosa si en ello no tuviera implicado el derecho mínimo al movimiento y relación entre hombres y mujeres y si no asistiéramos en momentos y lugares muy alejados en tiempo y espacio a una actitud sostenida de vigilancia, intervención y represión hasta en los actos más personales e íntimos.


  La introducción de la vía jurídica malikí en al-Andalus en tiempos de al-Hakam I, es decir todavía en el siglo VIII contribuyó en buena medida a confígurar una sociedad cerrada en la cual alfaquíes, muftíes, y cadíes ejercían un férreo control de la población, musulmana o infiel, pese a que necesidades o conveniencias económicas y políticas, o las meras distancias y dificultad de comunicación, forzaban con frecuencia a transigir o ignorar acciones que en los centros de poder se tenían por enormidades intolerables, contrastando los hechos conocidos con la interminable letanía de los cantos a la tolerancia y afable comprensión que, supuestamente señorearon al-Andalus.

  Los textos de Ibn ’Abdun o al-Wanxarisi nos ilustran sobre la prohibición de leer y recitar poesía o macamas en el interior de las mezquitas, de interpretar música en ellas (hasta hoy día la inexistencia de una música sacra en el islam es el colofón de esta actitud) y aun los intentos de suprimirla en cualquier parte. Se exhorta a los vidrieros y alfareros a no fabricar copas para escanciar vino, aunque la realidad social y económica acaba imponiéndose y sabemos que en los lugares de mala nota y como tales tenidos se bebía (tabernas, ventas, lupanares) y que la vid se cultivaba, comercializándose el vino a escala apreciable, pese al precepto esgrimido por el inevitable Ibn ’Abdun contra los vinateros. La rica floración literaria de al-Andalus halló su triste contrapunto en las periódicas destrucciones y quemas de libros, en todas las épocas, ya fuese Almanzor, el pirómano en el siglo X, o las víctimas Ibn Hazm en el XI o Ibn al Jatib en la Granada del XIV, sin que nada tuviesen que ver en estos casos almorávides y almohades, a quienes suele colgarse el sambenito de la exclusividad en la intolerancia -excepcional, claro-, según la cómoda praxis de proyectar el problema. hacia causas y causantes exógenos que habrían venido enturbiar, tal paraíso de concordia.


  Si bien es cierto -y de ello hay copiosa bibliografías - que sobrevivieron comunidades de mozárabes en Toledo, Córdoba, Sevilla y Mérida, no lo es menos que las fugas, hacia el Norte fueron constantes y que a principios del. siglo XII se deportó en masa a Marruecos a los cristianos de Málaga y Granada, o que raramente se autorizaba la construcción de nuevas iglesias y sinagogas, o su restauración, o el repique de campanas. Sin fijar mucho nuestra atención en los momentos de persecución y exterminio directo de cristianos (v.g., en Córdoba entre el 850 y 859, cuyo hito más famoso fue el martirio de San Eulogio; o la aniquilación en Granada por Abd al-Mumin en. el siglo XII), sí nos interesa más poner el acento en la presión latente y continuada que la población sometida padecía en la vida diaria.

  La actitud de recelo, inseguridad y odio que Ibn Battuta (s. XIV) declara por derecho en tierras bizantinas («las iglesias son también sucias y no hay nada bueno en ellas») se enraizaba en un concepto de. relación con los cristianos estrictamente utilitario, soportándose a esta minoría como mal menor, cuando no se la podía absorber o exterminar, pero sin cordialidad ninguna: «El reinado de al-Nasir (Abderrahmán III) se prolongó durante cincuenta años, a lo largo de los cuales los cristianos le pagaron capitación humildemente cada cuatro meses y ninguno de ellos osó en ese tiempo montar, caballo macho ni llevar armas», reza la Descripción anónima de al-Andalus.
  No obstante, los factores económicos, unidos a la lenta y deficiente arabización de los vencidos, por resistencia o por simple imposibilidad física, debían atemperar mucho las fobias anticristianas, si no de la mayoría musulmana sí al menos de los poderes políticos.

  El interés económico hubo de ser una de las causase del odio del pueblo - achacado por la Descripción anónima contra al-Hakam I al servirse de un cristiano (el Conde al-Qumis) para la exacción de tributos; que éste agregara a su condición religiosa los desmanes propios de los recaudadores: provocó que el siguiente emir Abderramán II «ordenara ejecutar al conde cristiano, almojarife y recaudador de tasas de su padre, destruir los muros en los que se vendía vino y las casas de perdición». Ese estado de ánimo queda bien reflejado por Mármol (s. XVI) al referir cómo los sultanes africanos evitaban servirse de cristianos en sus guerras con mahometanos por temor a la reacción popular, idéntica a la que más arriba veíamos en la Granada nazarí por valerse de catalanes.


  No nos interesa tanto escarbar en truculencias como la exhumación de los cadáveres del eterno rebelde Omar ben Hafsun y de su hijo - ordenada por Abderrahman III - a fin de probar que ambos murieron en la fe cristiana y poder así exponerlos al escarnio público, como se hizo, o el martirio repetido en la Granada nazarí (la de los maravillosos alcázares de la Alhambra) de los frailes que se aventuraban a predicar la fe cristiana; nuestra vista también se dirige a la intromisión diaria, a la opresión invariable sobre la minoría aplastada, tal la prescripción al almotacén de que vigile a las madres cristianas a fin de que no influyan en sus hijos en materia de creencias, o sobre todo la humillante discriminación vestimentaria practicada con idéntico entusiasmo a uno y otro lado de la frontera, en la Europa coetánea y hasta en el norte de África del siglo XIX.


  Cuando Pedro Mártir de Anglería cumple su misión de embajador de los Reyes Católicos en Egipto en 1501-2 para interesarse por la suerte de los cristianos locales («que el grand Soldán no tornase moros por fuerza o ficiese morir con tormentos a los cristianos») no sólo estaba exhibiendo un cinismo notablemente impúdico (a la sazón se estaban produciendo las conversiones forzadas y en masa de musulmanes en Granada) al pedir; que allá no se realizase lo que se hacía por aquí, respaldado por la fuerza de una potencia militar y política como era la España de la época; también levantaba acta de una situación de marginación y aplastamiento de Ia minoría copta que duraría hasta el protectorado inglés. Y una de las vías más notorias, por obvias razones visuales era la ropa: todavía al-Yabarti en 1801 y Edward Lanez en1834 registran la obligatoriedad para los coptos de vestir de negro o marrón, en tanto los colores vivos (rojo, blanco, verde) quedaban reservados para los musulmanes.


  Los lamentables conflictos que, aún en nuestros días, asolan el Oriente Medio y convierten, de hecho la convivencia en una mera yuxtaposición de comunidades, encuentran un señero precedente en al-Andalus, donde no sólo los cristianos padecían marginación y persecuciones: los judíos de Granada en pleno siglo XI sufrieron una matanza en que pereció Ben Nagrela, pronto renovada tal política por el almorávide Yusuf ben Taxufín, que indujo a los de Lucena a pagar por librarse de la islamización, mientras otros tomaban el camino del norte cristiano, o del Oriente, a la sazón más abierto; los almohades insistieron en la misma línea y, al tomar Marrakech, Abd alMumin forzó a los judíos a convertirse so pena de muerte, persecución de inmediato reeditada en la Península nada más entrar los almohades en el decenio de 1140 (en Sevilla, Córdoba, Granada).

  Los saqueos, degollinas, cautiverios generalizados empujaron fuera de al-Andalus a la población hebrea y «Muchas familias judías, entre ellas la de Maimónides, huyeron al Oriente, pero muchas más se refugiaron en el norte de España, en territorio cristiano» (Baer). La Granada nazarí no hizo sino prolongar las mismas normas discriminatorias que venimos enumerando, quizás con un agravante: la sensación de debilidad exterior y cerco cristiano impelía a una radicalización cada vez más paranoica y acomplejado, consolidando e hipertrofiando el omnímodo poder ideológico de los rigoristas alfaquíes.


  El paulatino triunfo militar y político de los cristianos no significó cambios sustanciales en los comportamiento de fondo, tan sólo mudanzas en los papeles y actores del drama. La simbólica restitución por orden de Fernando III a Santiago de las campanas llevadas a Córdoba en 998 a hombres de cautivos cristianos, venía a resonar como aldabonazo, vanagloria de Castilla, que los escritores multiplicaban exaltando el pavor que los castellanos infundían en la morisma, ya se trate del Poema de Fernán González, del de Alfonso XI o del propio Juan de Mena:


faziendo por miedo de tanta mesnada
con toda su tierra temblar a Granada


  Pero tras el brillo guerrero las loas mas o menos fundadas aparece de modo invariable el interés económico. Interesa que los musulmanes se mantengan - como antes los cristianos- por una básica motivación económica, al menos mientras no se repueblen las nuevas tierras con suficientes norteños, proceso iniciado a mediados del siglo XIII en el valle del Guadalquivir y culminado en las Alpujarras en 1570. En palabras del profesor Vallvé «significa el establecimiento de una vida nueva sobre los campos viejos, con renovación de la propiedad, trabajadores, lengua, religión y hasta nombres de lugar». La población sometida (mudéjar), en declive demográfico y económico constante, sobrevive por un tiempo en las áreas rurales y en menor proporción dedicados a la construcción, el servicio domestico y pequeñas industrias artesanales. La emigración hacia el norte de África y el reino de Granada, espoleada tanto por los alfaquíes, que -como veíamos más arriba- no podían soportar la idea del mestizaje, como por los conquistadores, va despoblando las morerías, de suerte que en tiempos de Alfonso XI habían pasado a mejor vida las de Niebla, Carinona, Jerez, Moguer y Constantina, y las de Écija, y Sevilla se redujeron gravemente.

  Todo ello en paralelo a una afluencia masiva de norteños que castellaniza de forma profunda y radical el centro y oeste de la actual Andalucía, volviendo esta realidad histórica innegable ilusorias y de un folklorismo delirante las presentes pretensiones de quienes aseguran muy serios «descender de los moros» («hacerse de los moros», podríamos decir parafraseando la tan ridiculizada expresión de «hacerse de los godos»). Los excelentes estudios del profesor Manuel González Jiménez nos eximen de repetir aquí hechos bien aquilatados y probados en la documentación existente. Sabemos que a la muerte de Fernando II ya repoblados los reinos de Jaén y Córdoba, por el Rey Sabio -canonizado en la actualidad como gran protector de moros y judíos- concentró sus esfuerzos en: poblaciones grandes o medianas y en el eje defensivo en torno a la frontera con Granada. Pero no sólo afluyen gallegos, asturianos o leoneses: en Camas se establecen 100 ballesteros catalanes y la toponimia urbana de Sevilla nos aviva la memoria con la denominación de sus viejas calles. Los resultados que presenta R. Arié en el oriente peninsular son muy similares en Valencia, Baleares y Aragón, aunque la repoblación aragonesa en el levante fue más lenta y, por motivaciones económicas, se intentó frenar, al menos al principio, la salida de mano de obra mudéjar.


  Entre las discriminaciones visibles -como se practicaban en el lado musulmán-, por ejemplo, en 1252 Alfonso X prohíbe a los mudéjares el uso de ropas de color blanco, rojo o verde, de calzado blanco o dorado, al tiempo se ordena que las mujeres musulmanas se guarden de vestir camisas bordadas con cuellos dorados, o de plata, o de seda. Los contraventores pecharían con una multa de 30 maravedís. En 1268 las Cortes de Cádiz agravaron aún más el panorama, porque a fin de evitar «muchos yerros e cosas desaguisadas» se prescribe «que todos quantos judíos et judías vivieren en nuestro señorío, que trayan alguna señal cierta sobre las cabezas que sea atal que conoscan las gentes manifiestamente cuál es judío ó judía. Et si algun judío non llevase aquella señal, mandamos que peche cada vegada que hubiese fallado sin ella diez maravedis de oro: et si non hobiere de que los penchar, reciba diez azotes públicamente por ello» (Las Siete Partidas), disposición renovada por las Cortes de Toro (1371); y en Palencia en pleno siglo XV se sitúa a judíos y moros en el mismo grupo que marginados y prostitutas: «Este día se pregonó los juegos de dados e las armas e holgasanes e vagabundos e chocarreros e rufianes e mugeres del partido que no tengan rufianes ni gallones e judíos e moros que trayan señales... »


  Y la importancia que ambas partes otorgaban a estos signos externos nos viene bien atestiguada por él hecho de que en el ataque al Albaicín (dic. 1568), desencadenador de la guerra de las Alpujarras, Abenfárax y su gente se quitaron sombreros y monteras para cubrirse con bonetes rojos y turbantes blancos a guisa de turcos. Pero la aculturación avanzaba implacablemente desde el siglo XIII, coexistiendo resistencias y renunciase, tal vez de modo inevitable. En la Crónica de los Reyes Católicos se refleja bien la contradictoria situación de muchas de estas personas sometidas a presiones de índole familiar, social, intereses económicos, arranques sentimentales, etc. Los judíos eran considerados propiedad particular del rey -como en el resto de Europa- pues los Padres de la Iglesia habían determinado su condena a eterna servidumbre. La idea se estableció a las claras en el Fuero de Teruel (1176), luego modelo para otros repoblamientos: «los judíos son siervos del rey y pertenecen al tesoro real». Y si el monarca se ocupaba de su defensa era en tanto que propiedad de la cual se obtenían ganancias.


  Isaac Baer delinea bien el panorama: «Las ciudades de la época de la Reconquista se fundaron en su mayoría según el principio de igualdad de derechos para cristianos, judíos y musulmanes; bien entendido que la igualdad de derechos era para los miembros de las diferentes comunidades religioso-nacionales como tales miembros, y no como ciudadanos de un Estado común a todos. Las distintas comunidades eran entidades políticas separadas. Se nombraba un oficial del Estado para todo lo referente a la comunidad judía. La comunidad de los judíos es una entidad política distinta y separada de los estamentos cristianos de los burgueses y campesinos.

  El principio de la igualdad de derechos, muy realzado en estos documentos en la práctica sólo se aplicaba a las materias regidas por el derecho civil (de tipo económico etc….. la igualdad político-social en la práctica solo se hacía efectiva en casos extraordinarios, especialmente en relación con los judíos cercanos a la corte». Otras de las interesantes conclusiones de Baer es el muy exiguo número de judíos residentes en España; así, para todos los reinos de la Corona de Castilla los evalúa, según el padrón de 1290, en 3.600 judíos pecheros (cabezas de familia). Andalucía, en el momento de su reconquista estaba prácticamente vacía de hebreos por obra de las persecuciones de los tiempos anteriores, y la comunidad más numerosa del norte de España -la de Burgos- contaba con unas 120 familias; en 1390, vísperas del primer gran pogrom en Segovia vivían 55 judíos, en Soria unas 50 familias y en Avila a comienzos del siglo unas 40. En Aragón la situación difería poco; así, por ejemplo, en Barcelona, en el call o barrio judío, después de la destrucción de 1391, las familias presentes rondaban las 200. Recordar la exigüidad del número de judíos relativiza la importancia real que podían representar entre la masa de la población unos grupos tan reducidos, la escasa incidencia cultural de una minoría carente de lengua cotidiana (el hebreo era un idioma muerto siglos antes del nacimiento de Cristo y sólo se mantenía en el uso sinagogal), lo que les impelía a escribir sus obras de mayor difusión e interés general en árabe o romance y a actuar como traductores entre estas dos lenguas, verdaderas portadoras de valores universales científicos, técnicos, filosóficos, etc.

  La inexistencia de un arte judío se comprende fácilmente por la utilización de técnicas constructivas y decorativas tanto cristianas como musulmanas; y si Santa María la Blanca de Toledo es un espléndido ejemplo de arte almohade, la sinagoga del Tránsito representa bien la forma en que Castilla había asimilado los modos expresivos nazaríes. Pero el desarrollo de tales aspectos trasciende la extensión de estas páginas. Una vez más la confusión -interesada o ignorada- de religión con lengua, culturas y raza provoca la interminable invocación a la España de las «tres culturas». Si nos atenemos al criterio meramente antropológico en la definición de ’culturas’, en la España medieval -o en el Madrid de ahora mismo - los grupos culturales diferenciados no serían tres sino docenas.


  La observación de las sociedades antiguas o modernas induce a conclusiones pesimistas sobre los resultados a que se llega a la postre en la coincidencia de grupos humanos con diferencias muy marcadas sobre una misma tierra, siendo el factor religioso en especial, por encima del étnico y el cultural, el mayor elemento disgregador y generador de conflictos. No se trata de renunciar a la utopía, sino de tomar conciencias de lo largo y difícil de ese esfuerzo. Pero también florece de continuo la paradójica incongruencia de, por un lado, cantar las excelencias -en verdad maravillosas, de lograse- de convivir comunidades muy diferentes, mientras por otro esos mismos grupos, en cuanto tienen la fuerza necesaria intentan imponerse, y a ser posible borrar a los minoritarios, o -de darse la cohesión geográfica y demográfica precisas- constituir entidades políticas nuevas y diferenciadas del conglomerado anterior en el que supuestamente la coexistencia era modélica. Debería ser motivo de reflexión -pero dudamos de que lo sea- el horrendo y reciente caso de Yugoslavia despedazada tanto por los intereses de penetración alemana o hegemónicos de Estados Unidos como por la evidencia de la heterogeneidad de su composición hacían inviable su subsistencia como Estado, más allá de la artificial situación de fuerza (la dictadura de Tito) propiciadora de unos avisos de armonía esfumados al faltar la mano de hierro mantenedora del equilibrio. Turquía, Iraq, Irán, Líbano, Irlanda del Norte, Filipinas, Indonesia, la India y numerosos países africanos soportan el mismo problema que las soluciones ofrecidas desde fuera -ante la ausencia de las internas- sean otras que bombardear a una de las partes.


  La repetición periódica de encuentros, foros, simposiums, coloquios, diálogos y otros juegos florales entre religiones acaban invariablemente en un callejón sin salida: el de la convicción de todos de estar en posesión de la Verdad y no deber, por tanto, ceder un ápice. El 8 de febrero 1998 se clausuró en Córdoba el «Encuentro de grandes religiones», sin acuerdos una vez más. Leamos la noticia: «El director del Simposio Internacional sobre ’El impacto de la religión en el umbral del siglo XXI’, José Mª Martín Patino, afirmó ayer que a pesar de la falta de conclusiones y de consenso en esta reunión «no puede cundir el desánimo» ante la posibilidad de llegar a un entendimiento entre las grandes religiones monoteístas. Martín Patino dijo en la clausura del simposium que «no se ha llegado a la meta, pero esta reunión supone ‘el comienzo’ del acercamiento de posturas entre cristianismo e islam, por lo que es preciso seguir hablando».

Y así hasta la próxima. Menos mal que estas reuniones sirven para viajar.

 

Serafín Fanjul es Catedrático de Literatura Árabe en la Universidad Autónoma de Madrid, ha publicado varios estudios sobre la literatura tradicional ("Canciones populares árabes", "Literatura popular árabe" y "El mawwal egipcio"), así como traducciones de obras clásicas ("Libro de los avaros de al-Yahiz", "Macamas de al-Hamadani", "A través del islam" de Ibn Battuta y "Descripción general de África" de J. León Africano).

 

EL KAIRÓS EN LA EDUCACIÓN SEXUAL

EL KAIRÓS EN LA EDUCACIÓN SEXUAL

Alberto BUELA

¿Quién puede estar en contra de la educación sexual de los niños? Nadie, salvo un orate o un troglodita. Pero en esta sociedad permisiva del homo consumans estos personajes no tienen ningún peso ni incidencia real.
Pero entonces, ¿qué pasa con la reacción pública de los padres en contra de la enseñanza sexual en las escuelas primarias?. Ellos, por sus declaraciones, no están tanto en contra del modo, las maneras y los métodos que se emplean en su enseñanza, pero sí lo están sobre todo, si leemos atentamente las diferentes reacciones, en la crítica al destiempo respecto de la maduración de sus hijos en que se dictan estos programas.

Expresiones tales como: mi hija aún no maduró, o él es un nene, o sus prioridades son otras nos están indicando que los padres, sin saberlo pero con el conocimiento real de cada uno de sus hijos, le están diciendo al programa denominado “de salud sexual y procreación responsable”, defendido a rajatabla por el médico y aficionado a la filosofía José Mainetti, que el kairós no ha llegado aún.

El kairós para los filósofos griegos era el tiempo oportuno, vinculado con la ocasión pero más sustantivo que ésta. Es sabido que la ocasión la representaban los viejos romanos con pies alados y sobre una rueda, calva con un solo mechón en la frente y con un cuchillo que va cortando en la medida en que pasa. De ahí viene el dicho: a la ocasión la pintan calva. Así, la idea de ligereza que encierra esta figura, nos indica que a la ocasión hay que asirla cuando pasa; de lo contrario no hay cómo atraparla. Pero por otro lado, al tomarla hay que tener cuidado de no hacerlo antes que pase, buscándola de frente porque puede cortarnos. La ocasión sólo se la puede tomar cuando pasa delante nuestro. Ni antes ni después.

En cuanto al kairós griego, traducido por el tiempo oportuno, encierra la idea de “lo conveniente”. Está vinculado con lo apropiado, con la medida, con la idea de equilibrio. Y esta carencia es el sentido último de lo que están reclamando los padres al programa de educación sexual en las escuelas. Que al entregarles a niños y niñas de 11 años preservativos, pastillas anticonceptivas, la colocación de dispositivos intrauterinos, etc.etc. provocan el desequilibrio psíquico y emocional de niños a quienes aun no les llegó su kairós sexual. Este kairós sexual llega en los niños  a distintas edades, y sólo podemos determinarlo en cada uno cuando se va volviendo “especialista en manualidades”, como graciosamente indica el Gabo García Márquez.

El hombre al ser un quién y no simplemente un qué, es único, singular e irrepetible, como gustaba decir Max Scheler. Es persona, esto es, un ser moral y libre. Por lo tanto su maduración no es mecánica: a tal edad tal cosa y a tal otra, otra distinta. Y en el tema de la educación sexual que es un tema tan íntimo, tan privado, tan profundo, y por ende, tan rico, las autoridades tendrían que prever el escándalo en el inocente por una educación dada a destiempo. No olvidemos que skandalon en griego significa obstáculo, tropiezo e incluso, trampa.

Y lo que quiere todo padre para su hijo es que de entrada no tropiece en la vida, que no caiga en una trampa, que evite los obstáculos que le pueden hacer caer. Y esta falta de kairós en el programa de educación sexual en las escuelas argentinas, por la desmesura (la hybris griega opuesta al equilibrio) con que es llevado a cabo por autoridades, incapaces de vislumbrar el tiempo oportuno, el momento conveniente, termina siendo vivido por padres y alumnos como un desatino, una falta de criterio y sentido común, que es la crítica más demoledora que puede realizar el simple ciudadano de a pie u hombre vulgar. No olvidemos que nadie se queja de su falta de sentido común.

Por todo ello es que se dice que la primera y fundamental educación en todos los órdenes, el sexual incluido, debe  venir de los padres. Que luego los maestros sistematizarán y profundizarán. La cuestión no pude resolverse entre un obispo que habla de corrupción legal y un ministro que le contesta, fanático religioso. La cuestión sólo puede resolverse si las autoridades recapacitan y estudian detenidamente, casos testigos, y adaptan su programa de educación sexual al kairós sexual del niño a quien van a enseñar. Y los padres, por su lado se ocupen y pre-ocupen también en educarlos en tal sentido, reelaborando los materiales recibidos. Descartando ellos aquello que puede escandalizar a sus hijos y haciendo hincapié en los puntos más afines al kairós sexual de sus hijos, pues en esto todo padre es mucho más erudito que el sexólogo especialista.

LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI. Orígenes de la Leyenda Negra

LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI. Orígenes de la Leyenda Negra

Pío MOA

Un rasgo especial de España es el papel desempeñado por el catolicismo en su formación, o más bien reconstrucción nacional.

En otros países, como Polonia o Irlanda, también ocurre, pero en ellos el opresor era otra variante del cristianismo, mientras aquí la diferencia con el adversario tenía mucho mayor calado, pues se trataba del Islam, dominador de gran parte del país durante cinco siglos, y de una parte menor dos siglos largos más. España se reconstruyó en una larga pugna con Al Andalus, desde mínimos núcleos de resistencia, y es el único país que, habiéndose islamizado en buena medida, volvió al cristianismo y a la cultura europea. Ello condicionó profunda y necesariamente la mentalidad popular, y marcó una fuerte peculiaridad con respecto al resto de Europa, ajena a tal experiencia, aunque beneficiaria de ella, pues la resistencia y reconquista españolas constituyeron una línea avanzada de defensa del continente.

Esto es bien sabido, pero suele prestarse menos atención a otro largo proceso histórico no menos crucial: la cima de la reconstrucción española, entre finales del siglo XV y principios del XVI, coincidió con una nueva ola de expansión islámica, esta vez de la mano del imperio otomano, que no ocultaba su designio de devolver España al Islam y convertir en pesebres para los caballos las aras del Vaticano. El Magreb se convirtió en una base de piratería e incursiones turco-berberiscas, mientras Italia y las posesiones hispanas en ella sufrían la constante presión del turco, dueño del mar. España volvió entonces a encontrarse en primera línea. La superpotencia otomana tenía fuerza bastante para extender sus brazos por el Mediterráneo y hacia el centro de Europa desde los conquistados Balcanes, y también esta segunda línea expansiva afectaba a España, por la alianza de los Habsburgos, y por una percepción del peligro mucho más aguda que en otros países. En 1521, ante el clamor de los húngaros por la amenaza turca, Lutero replicaba que oponerse a ella era contrariar los designios de Dios, que así castigaba los pecados de los cristianos. Tal idea sólo podía escandalizar a los españoles.

Esta lucha, sumamente ardua, empeoró con la escisión protestante y las consiguientes guerras entre europeos. También tomó entonces España sobre sí la defensa de lo que consideraba unidad cristiana, tanto en el terreno político y militar, como promoviendo la Reforma católica, culminada en Trento. La unidad cristiana le parecía una necesidad urgente frente a un islamismo a la ofensiva, pero no lo sentían de igual modo los "herejes", que sentían la amenaza otomana mucho más remota. Por ello los protestantes, sobre todo los holandeses y los ingleses, buscaron constantemente aliarse con Constantinopla para atacar juntos a la católica España, cuya lucha en dos frentes, agotadora de por sí, se complicaba en sumo grado.

Y por si fuera poco, también la católica y poderosa Francia siguió la misma estrategia, convirtiéndose en una plaga para el esfuerzo hispano. Cuando el rey francés Francisco I fue apresado en Pavía, en 1525, se las ingenió, desde Madrid, para mandar emisarios a Solimán el Magnífico e instarle a atacar a los Habsburgo. Al año siguiente, Solimán invadió Hungría y aniquiló literalmente al ejército húngaro, y tres años más tarde estaba ante Viena, por cuya salvación combatieron también los españoles. La alianza entre franceses, protestantes y turcos fue también visible en la guerra de las Alpujarras, o en la constante piratería y tráfico de cautivos desde las costas magrebíes, desde donde operaban corsarios ingleses y otros, o en los intentos de Guillermo de Orange por organizar ofensivas conjuntas y simultáneas. Francia cedió a los turcos bases en su costa mediterránea, para el saqueo de las costas y el comercio españoles, y el tráfico de esclavos cristianos. Serían las guerras de religión en Francia las que, paradójicamente, aliviaran aquella tremenda tensión para nuestro país. Como ha recordado César Vidal, España se vio prácticamente sola en Lepanto, cuya victoria cayó como una bomba en Francia y los países protestantes, los cuales se apresuraron a animar al turco a no desmayar en la guerra "contra los idólatras españoles", como expuso el embajador inglés.

Es fácil ver por qué franceses y protestantes actuaban así: temían que una potencia capaz de vencer a los otomanos lograse un poder absolutamente dominante en Europa. Para ellos, los turcos quedaban lejos y les convenía que España se desangrase en la lucha contra ellos. Sin embargo España difícilmente podía considerarse una auténtica superpotencia. Su población no pasaba de la mitad de la vecina Francia, con una administración mucho menos centralizada, y, en época de economía fundamentalmente agraria, tenía suelos peores y mucha menos agua que Francia, Inglaterra, Países Bajos o Alemania. Se ha calculado que las rentas de Carlos I solo sumaban la mitad de las del sultán de Constantinopla. Otra peligrosa debilidad era la presencia en su territorio de una quinta columna formada por una masa de población musulmana, añorante de Al Andalus, esperanzada en el poderío turco y presta a apoyar las incursiones berberiscas. España a duras penas lograba defender su litoral contra la permanente piratería turco-berberista y la frecuente inglesa, y en 1560, cuando una gran tormenta destrozó su flota cerca de Málaga, quedó desguarnecida y a merced de un ataque general por el Mediterráneo, aunque los otomanos no llegaron a aprovechar su magnífica oportunidad, quizá por no haberse percatado de ella.

Contra enemigos tan potentes y peligrosos, tenía la baza de su imperio ultramarino, conquistado en expediciones inverosímiles: de él extraía cuantiosos recursos financieros, pero con la obligada contrapartida de dispersar por medio mundo sus no muy nutridas fuerzas, como advertiría Richelieu. Y podía reclutar tropas y medios en Alemania, Italia, Flandes y otros lugares. Pero en conjunto la tarea le desbordaba necesariamente. Como dijo Nietzsche, España quiso demasiado.

Sorprende cómo un país con tales desventajas pudo sostener durante siglo y medio una lucha agotadora, de frente y por la espalda, por así decir, infligiendo a sus enemigos más reveses que los sufridos de ellos, y marcar los límites de la expansión otomana, francesa y protestante, creando de paso una brillante cultura. Pero eso fue ciertamente lo ocurrido. En cambio perdió muy pronto la batalla de la propaganda política, que en su forma moderna nació entonces, y nació en gran medida como propaganda antiespañola, consolidada en la llamada "Leyenda negra", compuesta de algunas verdades y muchas exageraciones. Y aunque España nunca fabricó una propaganda similar contra sus adversarios, la experiencia de aquel siglo y medio motivó en ella cierto desprecio y resentimiento hacia el norte de los Pirineos.

Rara vez se ha enfocado de este modo la historia de aquella época, y sin embargo los hechos y la lógica lo imponen. Para los españoles, la lucha contra la amenaza turca era natural y en cierto modo la continuación de la Reconquista. En cambio la guerra contra Francia y los protestantes le vino impuesta como una desagradable y costosa obligación. Probablemente todo esto, más la memoria de aquel tiempo de gloria, "el siglo de oro", contribuiría luego a que la Ilustración fuese recibida en España con desconfianza, máxime cuando el movimiento de "las luces" tomó en Francia un tinte abiertamente antiespañol, como una especie de desquite histórico.