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Bitácora PI

Crítica literaria

"TEORÍA DE CASTILLA". UN TEXTO ETERNO DE RAMÓN PERALTA

"TEORÍA DE CASTILLA". UN TEXTO ETERNO DE RAMÓN PERALTA

Juan V. OLTRA

 

   Estoy de acuerdo con ustedes. Cuando uno recomienda libros, sobre todo en épocas caniculares, lo típico, lo cómodo y hasta lo aconsejable es ceñirse a esos bestsellers que soportan estoicamente el embate del salitre y la arena. Pero ¡ah!... es que a mí me gusta lo difícil.

   Siendo sincero además, jamás podría recomendar uno de esos libros tan al gusto del común de la ciudadanía, no sé aun si para leerlo o para embellecer sus salones, por una razón muy simple: no los leo. Y no, no vean en esto ninguna “boutade”intelectual ni un sibaritismo mal entendido, sino un simple reconocimiento de mi propia mortalidad, de mis limitaciones: tengo demasiadas lecturas pendientes y acumuladas como para poder permitirme perder una sola hora en esos textos, cuya única bandera de enganche es el gusto común de las masas que, además, me hace recordar aquella frase de Ortega referida a los toros, donde el maestro indicaba que un espectáculo que gusta a tanta gente necesariamente no puede ser bueno.

 

   Con este largo preámbulo me disculpo por recomendarles fervientemente un libro que, desgraciadamente, pasará desapercibido en nuestros anaqueles en lugar de ocupar el puesto que sin duda merece: uno en cada hogar o, mejor, uno en cada mochila de cada escolar. Se trata del imprescindible “Teoría de Castilla. Para una comprensión nacional de España(*) del profesor Ramón Peralta.

   Que no les asuste el título ni la profesión del autor. Lamentablemente, estoy harto de leer ladrillos incomprensibles y aburridísimos de compañeros de profesión, hasta tal punto que he llegado a pensar que en los últimos tiempos se ha añadido a las oposiciones de profesor universitario una prueba que mida y premie la incomprensibilidad a la hora de exponer hechos o teorías nítidas como el agua de abril. Y éste, no es el caso.

   Se trata de un breve pero enjundioso ensayo, de unas 150 páginas estupendamente aprovechadas, donde sin más intención política que la de dar luz a la verdad y con un apoyo documental exquisito y pulcro, el doctor Peralta nos da luz sobre cómo Castilla hizo a España y arrumba como juguetes rotos mitos hoy populares, dogmas de la nueva fe catódica que nos hablan y mienten sobre la supuesta convivencia pacífica de cristianos, musulmanes y judíos, o sobre la opresión de una Castilla invasora creadora de una nación ficticia. Pero aun más: la estructuradísima visión de la evolución del derecho, del idioma que vertebrará a la nación con el futuro más brillante de la historia… o la propia revisión a ese héroe de frontera que fue el Cid, bien valen una inversión de su tiempo. Y, sobre todo… del de sus hijos, quienes probablemente jamás lleguen a enterarse de estas cosas por los conductos reglamentarios.

 

   Y es que leyéndolo, además, uno se siente inmerso en esa sociedad de hombres libres, de campesinos guerreros que, partiendo de un pequeño rincón en lo que aún no era ni tan siquiera Castilla, vindicando la Hispania visigótica como herencia, en rebeldía contra el invasor, supieron convertirse en restauradores de España, evitando que Europa fuera sojuzgada por el yugo del Islam y que, cuando acabó de expulsar al enemigo de su territorio, como decía Giménez Caballero, GeCé, le quedaba tanto impulso que de un salto, cruzó el charco y descubrió América.

 

   Igual que hoy, vamos.

 

  (*)  Teoría de Castilla. Para una comprensión nacional de España”. Editorial Actas. Madrid, 2006

LA MÁQUINA DEL TIEMPO DE GUILLERMO ROCAFORT: "Yo, Berenguer de Rocafort. Caudillo almogávar"

LA MÁQUINA DEL TIEMPO DE GUILLERMO ROCAFORT: "Yo, Berenguer de Rocafort. Caudillo almogávar"

Juan V. Oltra

 

  Resulta difícil de por sí hacer la crítica de un libro. Hacerla de forma objetiva, imposible, más cuando la materia tratada apasiona. Tarea de titanes si el autor es, además, amigo. Sin embargo, soy consciente de que hay que trabajar en esa dirección, buscar en nuestro subjetivo interior todos los rasgos de objetividad que encontremos y trenzarlos olvidando todo lo demás para, con esa cesta, poder empezar a recoger frutos.

  En busca de esa catarsis me embarqué yo a bordo del libro “Yo, Berenguer de Rocafort. Caudillo almogávar”, texto de mi amigo y sin embargo admirado Guillermo Rocafort.

 

  Hacía escasas horas que abusando de su amabilidad, Guillermo había dado una charla a mis alumnos, cuando empecé su lectura. Me disponía a darle una lectura combinada, invento que utilizo cuando no quiero que un libro me mediatice, cuando no quiero que el autor me termine vendiendo nada: compartir la lectura con cuatro o cinco títulos más es la mejor manera de evitar que nadie secuestre mi mente. Pero no pudo ser, fue imposible… una vez empezada la lectura me sumergí en el vórtice de la vida almogávar. Los gritos de “Desperta Ferro” mientras golpeaba con la espada el suelo al tiempo que miraba con fiereza a mis enemigos me impedían pensar. Sin saber cómo, me encontré en un barco camino de Bizancio, me vi desfilando ante Andrónico Paleólogo. Me descubrí segando cabezas de turcos. Nunca he probado el LSD ni otras sustancias con efectos estupefacientes, pero el vuelo que emprendí debía ser algo parecido, con la ventaja de ahorrarme el síndrome posterior.

  Si, debía estar preparado: había leído y oído de forma previa palabras que reputaba en exceso generosas para con la obra. Craso error; no había generosidad sino justicia. Se trata de un libro que más que leerse, se ve, se vive. Cuando el autor nos sumerge en la intrahistoria de la llamada “venganza catalana”, la sangre enemiga nos salpica, nos obliga a chapotear en ella para avanzar, no muy deprisa, pues da miedo a que el volumen concluya y el goce termine.

 

  Tengo que hacer una apostilla. He dejado claro que me cabe el orgullo de llamar amigo a Guillermo Rocafort. Pues bien, aunque no fuera sí, aunque ese libro lo hubiera escrito la persona más deleznable y malvada del mundo, mi criterio sobre su obra se mantendría. Pocos libros han tenido en mí estos últimos años el efecto de “abducirme”, como si en lugar de páginas tuviera las luces de un Objeto Volante No Identificado. Y es que, visto a posteriori, esto era absolutamente esperable. Guillermo, además de amar a este personaje, un hombre excepcional en la historia universal al que se encuentra unido genéticamente, es de por sí alguien capaz de aunar en su persona la reflexión y la acción propia de un caudillo almogávar: profesor universitario, Caballero legionario, abogado…

 

  En resumen: les invito a hacerse con este libro, publicado por Aura editores, que les hará codearse con este héroe, este soldado fiel a la Corona de Aragón, que surge de entre la neblina mezcla de mito y realidad que envuelve aquellos oscuros años. Oscuros o negros: no olvidemos que el negro, es el color de la guerra.

  Es preciso, pues, concluir estas líneas con un homenaje a los almogávares, con sus gritos de combate: ¡AUR! ¡AUR! ¡Desperta Ferro!

CÉSAR VIDAL FRENTE AL ISLAM

CÉSAR VIDAL FRENTE AL ISLAM

Jorge ÁLVAREZ

 

  César Vidal Manzanares se ha convertido en poco tiempo en uno de nuestros más prolíficos historiadores. Si digo que viene escribiendo dos o tres libros por año, seguramente me quedo corto. El señor Vidal es Doctor en Historia y, aunque alguno de sus primeros libros trataba temas relativos a su auténtica especialidad, la Historia Antigua, desde hace ya algunos años viene escribiendo sobre temas bastante más recientes, como la revolución rusa, el holocausto judío o nuestra guerra civil. También se ha abonado a la moda muy gratificante y comercial de los libritos de curiosidades históricas destinados, supuestamente, a narrar episodios poco o mal conocidos. En cualquier caso, es claramente consciente de que se gana más dinero escribiendo sobre Las checas de Madrid que sobre El paleocristianismo palestino en el siglo I. 

 

  El libro que nos ocupa se debería realmente haber titulado “César Vidal frente al Islam” porque lo que en verdad se encuentra el lector en sus cerca de 400 páginas no es más que una serie de opiniones políticas personales que en los últimos años han moldeado Federico Jiménez Losantos, Gabriel Albiac y él mismo, con la colaboración ocasional de algún que otro periodista más de los que sermonean en la COPE. Esta doctrina maniquea y pueril se puede resumir más o menos así: los musulmanes son muy malos, los judíos y los americanos son muy buenos y los europeos en general, unos cobardes desagradecidos que chaqueteamos con los malos en vez de apoyar incondicionalmente a los buenos. Con el pretexto de defender la identidad española frente a las invasiones islámicas de la Edad Media, Vidal presenta una Historia de enfrentamientos entre España y el Islam desde el 711 hasta hoy interpretándola como algo parecido a una constante histórica que con algunos altibajos dura ya casi 1.300 años y que además posee una inconfundible identidad a través del tiempo. De esta forma, la trampa está servida y es repugnante; El Cid, Fernando III el Santo, los Reyes Católicos, Don Juan de Austria, Prim o Aznar, son representantes de una causa común, de una guerra de siglos en la que Covadonga, Las Navas de Tolosa, El Salado, Lepanto, o Alhucemas no son más que episodios que la jalonan en el tiempo y se unen llegando hasta Afganistán o Irak hoy en día. De esta forma, pretende Vidal hacernos creer que oponerse a la actual guerra de Irak es un acto tan antipatriótico como sería renegar de la Reconquista.  

 

  El libro es, pues, esencialmente tendencioso y no creo que ningún historiador se lo pueda tomar en serio. Es sabido que los ensayos históricos relatan hechos para, interpretándolos de una forma y relacionándolos con ciertos criterios, demostrar alguna tesis que al autor le resulta sugestiva. Esto es absolutamente lógico, aunque la tesis sea retorcida, como en este caso. Lo que es difícil de perdonar al historiador es un relato que oculte hechos, que los distorsione, que los relacione en base a criterios caprichosos, que dé un significado distinto a hechos similares según convenga a su tesis. Todo esto hace Vidal en esta obra. Parece bastante infantil que hoy en día, un historiador se empeñe en presentar el fenómeno del Islam como algo monolítico a través del tiempo y del espacio. Para Vidal la invasión de España en 711 comparte causas y motivaciones con la invasión de Kuwait en 1990; la batalla de Lepanto en 1571 se enmarca dentro del mismo fenómeno histórico que la batalla por liberar Kuwait  en 1991 y las alianzas de Francia con los musulmanes en el siglo XVI obedecen a razones similares a las que llevaron a Francia a oponerse a la actual Guerra de Irak en el siglo XXI. Para Vidal poco importa que España, a la que sitúa como principal paladín en la defensa de la cristiandad frente al Islam en los siglos XV, XVI o XVII, luchase en esa época tanto o más que contra los turcos contra cristianos flamencos, franceses, alemanes o ingleses. El hecho de que España fuese la primera potencia imperial del mundo en aquel entonces y que en consecuencia tuviese que abordar constantes desafíos a su hegemonía desde múltiples flancos, islámicos y cristianos, parece importarle poco o nada a Vidal. Resulta curiosa su defensa del carácter expansionista del Islam como una amenaza constante para la paz a través del tiempo, ignorando que durante el siglo XIX y gran parte del XX todas las naciones musulmanas del mundo habían sucumbido ante el imperialismo de las naciones europeas y eran colonias ocupadas por tropas europeas que protegían el expolio que también empresas europeas hacían de sus recursos naturales. El estado de postración y humillación en que se vio sumido el mundo islámico entre comienzos del XIX y la descolonización de mediados del XX no existe para Vidal. La voracidad saqueadora de franceses o británicos, es irrelevante para él cuando es imprescindible tomarla en consideración para poder entender fenómenos como el nacionalismo árabe laico del tipo Nasser o Baaz. El incondicional apoyo de Estados Unidos a Israel vetando en el Consejo de Seguridad de la ONU cualquier resolución contra el estado hebreo, o la gigantesca transferencia de dinero, armamento y tecnología que permanentemente fluye desde el coloso americano hacia Israel, tampoco son considerados como elementos que contribuyen  a alimentar el resentimiento de las masas árabes hacia occidente. Vidal es capaz en su libro de defender a un tiempo que los moros fueron traicioneros y malvados cuando invadieron la Península Ibérica y que también lo fueron cuando intentaron expulsar a españoles y franceses de Marruecos. Malos cuando invaden, malos cuando son invadidos. Para Vidal, existe una identidad de objetivos evidente entre Abderramán o Almanzor en la Edad Media y entre Abd el Krim, Ben Laden o Sadam Hussein en la era contemporánea. Poco le importa meter en el mismo saco al expansionismo bereber de los almorávides con el imperialismo otomano del siglo XVII; a la revolución nasserista con las acciones de Al Qaueda; al régimen sunní wahabbita con la revolución chií jomeinista. A estas alturas parece bastante ridículo interpretar las tortuosas relaciones de España con Marruecos, sacándolas de sus contextos originales para introducirlas en el contexto actual obviando, además, infinidad de acontecimientos y datos históricos que arruinan su tesis. 

 

  La influencia de la invasión musulmana de España y la posterior Reconquista han dado pie a infinidad de relatos y ensayos históricos. En España, como es lógico, este episodio había sido tradicionalmente narrado en clave favorable a los vencedores. Sin embargo, a mediados del siglo pasado, las tesis de Américo Castro empezaron a cambiar esta percepción. Hoy en día, estas tesis islamófilas y arabizantes han calado, además de entre legiones de periodistas y comunicadores, en nuestro sistema educativo. La Reconquista es interpretada como un episodio más bien sombrío que al homogeneizar los reinos españoles los privó de la riqueza que aportaban las otras culturas establecidas en España. Esta visión lleva acompañada otra, la utópica reconstrucción de un Al Ándalus mítico, pleno de tolerancia y foco irradiante de una cultura superior a la española. Esta tesis causó y causa furor entre los círculos progresistas y demás amigos de lo políticamente correcto. Escribir la historia de España en clave negativa ha supuesto de antiguo una tentación a la que la izquierda en general nunca ha podido resistirse. La razón es sencilla, mucho más de lo que parece. La Historia de España está en parte marcada por un espíritu religioso incontestable. La intelectualidad izquierdista española siempre ha odiado ese aspecto. Y como negarlo es imposible, hay que tratar de demostrar que todo lo religioso ha supuesto y supone para España, intolerancia, oscurantismo y atraso. España, según este pintoresco punto de vista, ha sido siempre un país ignorante y aislado de la modernidad por el poder inmenso que la Iglesia Católica ejerció tradicionalmente sobre nuestros gobernantes. Sólo cuando en nuestra Historia aparecen los primeros ilustrados, seguidos de los jacobinos afrancesados, los masones y finalmente los socialistas, podemos empezar a hablar de progreso, de justicia y de libertad.

 

  Es en este marco sectario y de profundo complejo antiespañol en el que se inscribe la actual tesis islamófila de nuestra Reconquista. Y es cierto que Vidal defiende la tesis tradicional que entiende la Reconquista como la auténtica forja de lo Hispano. Que tritura las bobadas sobre la superioridad cultural de los invasores musulmanes y que afirma valientemente que, por más que llevasen siglos viviendo en España, su derrota y expulsión fue justa y necesaria. Sin embargo Vidal, en este terreno, no aporta nada que hace ya décadas no hubiesen aportado, por ejemplo, dos maestros como Ricardo de la Cierva en su Historia total de España, o antes que él Claudio Sánchez Albornoz en España un enigma histórico. Además, en la obra de Vidal se echa en falta alguna opinión acerca de lo que supuso para España la presencia y posterior expulsión de cientos de miles de judíos. Hay escasísimas referencias, y ninguna merece crítica, a la permanente ayuda que los judíos brindaron a los musulmanes en la conquista de la España visigoda (pp. 79 y 111). No menciona la presencia de los judíos en los campos de batalla para comprar a los moros a los cristianos derrotados y traficar con ellos como esclavos. Cuando denuncia las connivencias de los moriscos españoles con los piratas turcos, pasa por alto que los judíos exiliados y los marranos que permanecían en la Península conspiraban contra España, no sólo con el Sultán otomano, sino también con la monarquía inglesa, o la holandesa. Algo que en cambio, afronta con un valor desbordante Sánchez Albornoz cuando califica a los judíos de nuestra Edad Media como: “aquella terrible plaga pública que secaba día a día la riqueza nacional”. O cuando afirma: “Queda dicho y probado que los judíos no creaban riqueza, la secaban”. “No crearon ninguna industria, no financiaron la formación de una marina nacional, ni siquiera se arriesgaron de ordinario en el comercio marítimo, siempre expuesto a imprevisibles pérdidas. Hacían sus fortunas como usureros, como revendedores o como publicanos”. Para concluir con dos sentencias muy atinadas y hoy en día injustamente olvidadas: “Creo por todo ello –y no he de callar mi opinión aun a riesgo de escandalizar a muchos y de incurrir en la excomunión mayor de otros- que la expulsión de los judíos hispanos fue tardía. Realizada un siglo y medio antes de 1492, habría cambiado la psiquis de los españoles y la faz económica de España”. “Allí donde emigraron los judíos y los “marranos”, unos y otros fueron naturalmente, terribles enemigos del pueblo que los había odiado. El día que se examinen al por menor los daños que en todas las actividades a su alcance –desde el espionaje a la financiación de empresas militares- hicieron a España en momentos dramáticos y decisivos de su historia moderna, y se registre su persistencia en la violenta hostilidad hacia lo hispánico a través de los siglos –algo sabemos ya sobre tales daños y sobre tal hostilidad, pero es tema que merece un libro-, se comprenderá con qué razón he hablado de cuentas saldadas”.

  Conviene recordar para quien lo haya olvidado que Sánchez Albornoz era un exiliado republicano, de hecho asumió durante once años la presidencia de la República en el exilio. Sin embargo, atina en el blanco. Debiera Vidal ahondar en la línea de investigación del viejo maestro que también ha señalado en su obra El tercer templo Ricardo de la Cierva. Durante siglos, desde la derrota de los invasores musulmanes, nuestros más tenaces enemigos han sido siempre otras naciones cristianas, las más de las veces protestantes. Franceses, holandeses, pero sobre todo ingleses, se emplearon en cuerpo y alma a destruir el poderío español en todos los rincones del mundo, y fueron los norteamericanos los encargados precisamente de darle la puntilla. Y los descendientes de los judíos expulsados participaron en esta tenaz labor de acoso al Imperio español. Los medios económicos que las finanzas judías nunca pusieron al servicio de la Corona Católica en España, fluyeron a raudales hacia las naciones que saqueaban nuestros puertos y nuestros barcos colapsando nuestra economía. Cito de nuevo a Ricardo de la Cierva: “Con sus tres cabezas de puente en Ámsterdam, Londres y Nueva York, los judíos de Ámsterdam, en buena parte descendientes de los expulsados de España por los Reyes Católicos, meditaron y planificaron durante décadas su venganza contra España. Éste es un importantísimo acto del drama estratégico mundial en la Edad Moderna que no ha sido estudiado aún pese a su enorme interés...

 

  Vidal, que conoce sobradamente estas obras y a estos autores, calla deliberadamente prefiriendo inventarse una historia fantástica. Los musulmanes, a pesar de esporádicos choques con las armas españolas, a partir de finales del siglo XVI no son más que espectadores de la colosal lucha a muerte entre la España Imperial y las potencias protestantes auxiliadas y financiadas generosamente por judíos de apellidos españoles y portugueses. Otro ilustre historiador liberal, Salvador de Madariaga, analiza con rigor este fenómeno que Vidal ignora. En su celebradísimo ensayo El auge y el ocaso del imperio español en América, afirma: “Los judíos tomaron parte importante en la desintegración del Imperio Español”. “Este secreto y disimulo de hombres que se sabían siempre vigilados, esta movilidad, esta capacidad para arraigar en todas las tierras y, sin embargo, guardar contacto a través de todas las fronteras, y su superioridad sobre todos sus correligionarios amén de muchos cristianos también, hizo de los judíos españoles los enemigos más peligrosos, pertinaces e inteligentes del Imperio Español”. “Su actividad se polarizó contra España en los dos campos más importantes de la vida española: el religioso y el imperial. Fueron los judíos asiduos diseminadores de la Reforma; no tanto por sincero interés en la Reforma en sí como porque implicaba cisma y división en la fe rival”. “Desterrados o perseguidos, los judíos se disfrazaron de cristianos pero siguieron fieles a la fe de su pueblo con admirable constancia. La Reforma fue para ellos maná del cielo. La fomentaron porque al hacerlo quebrantaban la fortaleza cristiana entre cuyos muros habían padecido tanto”. “Los conversos portugueses de Amberes dieron poderoso estímulo al luteranismo desde sus primeros días”. “en 1521 tenían ya un fondo para imprimir las obras de Lutero en castellano”. “otra familia sefardita trabajaba en Flandes contra España con no menos persistencia; la de los Pérez, judíos portugueses de Amberes, luteranos primero, más tarde calvinistas, lo que les valió no poca popularidad en las provincias de los Países Bajos”. “Marco Pérez era el centro de un círculo de información y de influencia política, y puede considerársele como uno de los causantes de la guerra de los ochenta años entre los Países Bajos y España. A su impulso se debió la impresión de 30.000 ejemplares de la Institución de la Religión Cristiana de Calvino en castellano, y su introducción de contrabando en España dentro de barriles que venían también forrados con otros impresos de propaganda protestante. También fomentó la impresión de biblias, catecismos y otros libros calvinistas en castellano para la exportación, y mandó a España predicadores calvinistas. Estaba en correspondencia con William Cecil, el poderoso Ministro de la Reina Isabel, y en contacto estrecho con Thomas Gresham, el agente de Cecil en Amberes.” “Pero ellos, aun colaborando con los monarcas españoles siempre que necesitaban su protección, seguían trabajando como enemigos políticos de España tanto en Europa como en las Indias”. “Los judíos de España ayudaban a Drake en sus incursiones sobre las costas españolas. En el siglo siguiente, el judío Simón de Cáceres colaboró a la conquista de Jamaica por los ingleses...”. De este siniestro personaje habla con orgullo el periodista judeomallorquín Pere Bonnín en su libro Sangre Judía: “Simón de Cáceres, un judío español, ayudó a los ingleses en la conquista de Jamaica (...) Fue auxiliado en el asunto de Jamaica por Campoe Sabbatha y un hombre llamado Acosta. Este último era criptojudío, y se cree que Sabbatha también lo era. Cáceres sugirió formar una fuerza judía que pelearía bajo la bandera inglesa para conquistar Chile”. 

  Todo esto lo corrobora una interesante y poco conocida obra de la época, Execración contra los judíos, en la que Francisco de Quevedo escribe al rey Felipe IV: “Lo segundo, afirmo que sus socorros y letras antes son espías, contra las órdenes de V.M., a sus enemigos, que socorros. Siendo verdad infalible que todos los judíos de España consisten para los asientos en dos cosas, que son caudal pronto y crédito puntual: con el caudal trajinan y negocian, con el crédito socorren. El caudal, como siempre le tienen sus pecados temeroso del Santo Oficio y amenazado de confiscaciones, consiste en moneda y mercancías portátiles y siempre dispuestas a la fuga. El crédito le tienen en Raguza, en Salónique, en Ruán, en Ámsterdam; de manera que dependen para toda la puntualidad y aceptación de sus letras de los que son enemigos de V.M. Pues si son para Flandes, contra los herejes rebeldes, depende dellos propios la paga; si contra los turcos, depende de los propios turcos; si contra los franceses, depende de los franceses; si contra los herejes de Alemania, depende de los mismos herejes la judería de Praga; y si se encendiese guerra en Italia, dependerá de las sinagogas de Roma y Ligorna y Venecia. V.M. sabe si será necesario prevenir esto, pues si se presumiesen rumores entre las armas de V.M. y algunos potentados, podrían estos asentistas judíos ser desde Vuestra corte la mejor parte de sus ejércitos”.    

 

  Más testimonios que demuestran quién fue durante siglos el más tenaz enemigo de España se pueden hallar en la documentadísima y voluminosa obra Los judíos en la España Moderna y Contemporánea, del reputado antropólogo Julio Caro Baroja quien afirma sin titubeos: “Y puede decirse que de las (familias judías españolas y portuguesas) que se afincaron en Holanda, Inglaterra y otras partes, de mediados del siglo XVII a mediados del XVIII, surgió, en gran parte, el cuerpo de doctrina que en punto a la Inquisición, la monarquía española, etc, se admitió como bueno en la Europa protestante hasta nuestros días: el “marrano” tomó fuerte y justificada venganza de su país de origen en cuantas ocasiones pudo”. “Si los judíos fueron aliados de los árabes contra los visigodos, sus descendientes lo fueron contra la monarquía española, ora de los turcos, ora de los holandeses, ora de los ingleses y aun en tiempo de Richelieu, de manera más privada, de los franceses. Los hechos son conocidos y no hay que recurrir a los textos hostiles, ni a las justificaciones de los apologistas de Israel para conocerlos en toda su extensión. Ya se ha indicado antes que en ciertas combinaciones diplomáticas de los turcos contra España intervinieron judíos escapados de la Península a mediados del siglo XVI. Posteriormente, los conversos del Brasil, en relación con los judíos asentados en Ámsterdam secundaron los planes de los holandeses en sus ataques a los puertos de aquel país defendidos por portugueses y españoles. Se saben incluso los nombres de los que actuaron como espías y expertos cuando el ataque de Bahía (1623), la toma de Pernambuco, etc.”.

 

  Más datos de este conflicto del que la gran mayoría de los españoles no ha oído ni hablar, los aporta el catedrático de Historia norteamericano Philip W. Powell, Profesor Emérito de la Universidad de California, Santa Bárbara, en su interesantísimo estudio Árbol de odio, la Leyenda Negra y sus consecuencias en las relaciones entre Estados Unidos y el Mundo Hispánico: “Al salir de España, muchos judíos se fueron a Italia, los dominios musulmanes, los Países Bajos, Alemania y Francia, lugares donde iba aumentando la receptividad a la propaganda y acción antiespañola. En sus nuevos lares, los judíos hicieron afanosamente cuanto estuvo a su alcance para dañar el comercio español, y dieron ayuda a los proyectos musulmanes de desquite por la derrota de Granada. Y la erudición judía y dialéctica reconocida en materias teológicas, fueron puestas a veces al servicio de la Revolución Protestante, que proporcionó a España tanta angustia”. “Una extensión de este espionaje fue la estrecha relación entre los sefarditas holandeses y el establecimiento de su gente en Inglaterra, hacia mediados de siglo (XVII) y en vísperas de la ofensiva cromwelliana contra las Indias Occidentales españolas. Cromwell supo aprovechar, como en la época isabelina lo hiciera Cecil, los servicios de espías judíos que conocían las lenguas y tenían contactos secretos tan valiosos para hacer efectivos los ataques”. “Antes de finales del siglo XVII, la acción hebrea contra España se había proyectado a lo largo de tres líneas principales:

1. Extensa y muy influyente actividad por medio de publicaciones con fuertes características antiespañolas.

2. Acción en el comercio y en el espionaje para ayudar a los enemigos de España en la guerra y en la diplomacia.

3. Intensiva promoción de la mezcla de anti-Roma con anti-España, para hacer sinónimos ambos canales de concepto y acción. Esta última faceta no fue un monopolio judío en modo alguno, pero el sefardita tenía especiales fundamentos para ello, y la fusión del odio papista y el odio español, en la atmósfera anglo-holandesa, fue altamente atractiva para los judíos”.

 

  Que este odio antiespañol ha perdurado en el corazón de los judíos más allá de lo que podríamos imaginar resulta difícil de creer pero cierto. Todos los historiadores judíos que han escrito sobre el pueblo de Israel, han seguido cargando las tintas sistemáticamente contra España a la menor ocasión. Como ejemplo, una pincelada recogida de la obra de Werner Keller Historia del Pueblo Judío, tal vez el manual de historia judía más internacionalmente conocido: “Cuando en 1898 estalló la guerra de América contra España a causa de la isla de Cuba, muchos judíos se presentaron voluntarios. Constituyeron la mayoría de los soldados pertenecientes al regimiento de voluntarios reclutados en Nueva York, y en Filadelfia formaron una legión judía. Cuatro siglos después de que, en 1492, año de la expulsión de los judíos de España, Luis de Torres fuera el primero en pisar el suelo de las Indias Occidentales, el destino quiso que los judíos lucharan al lado de la potencia que expulsó para siempre a España del Nuevo Mundo: perdió la isla de Cuba y el resto de sus posesiones en las Indias Occidentales”.

 

  Podríamos, pues, concluir que España tuvo, efectivamente, un enfrentamiento secular con el Islam. Entre el 711 y 1492, España se forjó a sangre y fuego en una irrenunciable vocación europea que la llevó a una lucha titánica de ocho siglos para defender una identidad que no estaba dispuesta a perder. Ningún otro país de Europa se ha visto enfrentado a un desafío semejante y ninguno ha opuesto tanta y tan prolongada resistencia a un invasor islámico. Sin embargo, la España que surge de la Reconquista es ya la España Imperial. Su vocación expansiva la hará chocar, efectivamente con el Imperio otomano, que intentaba a su vez, expandirse hacia el Mediterráneo occidental. Pero esta lucha contra el turco ya es una lucha entre imperios. España se enfrentará sucesiva y a veces simultáneamente a otomanos, franceses, ingleses, holandeses... Pero si a partir del siglo XVI alguien realmente socavó el poderío español tenazmente, en una continua lucha de hostigamiento y desgaste que duró siglos, no fue el Islam, sino la alianza más o menos encubierta del mundo anglosajón protestante con el mundo judío. Vidal, no lo olvidemos, aunque español, es protestante. Siente una veneración casi patológica por el mundo anglosajón y su cultura, a la que considera muy superior a la española. Además, considera a los judíos, como es lógico en una cosmovisión tan simple, aliados y amigos de un "Occidente" que los Estados Unidos tienen el derecho y también el deber de liderar. Este libro, bajo una aparente intención patriótica, no es más que un burdo intento de subordinar nuestra historia a los intereses de la política exterior norteamericana.

  Por otra parte, el libro está escrito demasiado deprisa. El estilo es plano, repite de forma casi textual ideas y frases constantemente dando la sensación de que piensa que de otra manera los lectores no comprenderían sus argumentaciones. Utiliza latiguillos recurrentes que resultan bastante molestos, como “este tema excede del objeto del presente estudio”, “al fin y a la postre” o “a la sazón”, expresión esta última no muy común en castellano, que sin embargo se repite en el libro hasta treinta veces.

  No obstante, el libro es entretenido; aporta, en el plano positivo, una visión patriótica de la Reconquista, lo que hoy no es frecuente, sirve como resumen histórico y manual de consulta de nuestros conflictos terrestres y navales con marroquíes y otomanos y, por supuesto, hará las delicias de todos los derechistas americanófilos y judiófilos, que por cierto son muchos y andan un poco alicaídos. Este libro les ayudará a salir de la actual melancolía en la que los han sumido los acontecimientos recientes.

 

Bibliografía 

 

  España frente al Islam. De Mahoma a  Ben Laden. César Vidal. La Esfera de los Libros. 2004.

  España, un enigma histórico. Claudio Sánchez Albornoz. Edhasa. 2000.

  El auge y el ocaso del Imperio Español en América. Salvador de Madariaga. Espasa-Calpe. 1977.

  El Tercer Templo. Qué es el sionismo en la historia de Israel. Ricardo de la Cierva. Planeta. 1992.

  Los judíos en la España Moderna y Contemporánea. Julio Caro Baroja. Istmo. 1986.

  Historia del Pueblo Judío. Werner Keller. Ediciones Omega. 1987.

  Árbol de odio. La Leyenda Negra y sus consecuencias en las relaciones entre Estados Unidos y el Mundo Hispánico. Philip W. Powell. Iris de Paz. 1991.

  Execración contra los judíos. Francisco de Quevedo. Crítica. 1996.

  Sangre Judía. Pere Bonín. Flor del Viento. 1998.

  Historia total de España. Del hombre de Altamira al rey Juan Carlos. Ricardo de la Cierva. Fénix. 1997.

REEDICIÓN DE "DEFENSA DE LA HISPANIDAD" (Ramiro de Maeztu)

REEDICIÓN DE "DEFENSA DE LA HISPANIDAD" (Ramiro de Maeztu)

Bitácora PI

 

  Ha sido reeditado uno de los clásicos del conocido como Pensamiento Tradicional español: "Defensa de la Hispanidad" (1934). Obra de imprescindible lectura de Ramiro de Maeztu, español de Álava asesinado en Paracuellos del Jarama (Madrid) en 1936. Su sangre bárbaramente derramada formó parte del caudaloso río vertido en nombre de los "ideales republicanos" a los que, suponemos, alude con embeleso dulzón el Presidente Rodríguez Zapatero.

 

   Discrepamos modestamente del muy habitual uso de los arquetipos como personalización de los caracteres nacionales y, concretamente, del arquetipo del caballero cristiano como personalización del tipo humano hispánico. Así y todo, es obligado reconocer el altísimo valor de esta obra, recopilatoria de artículos del autor, como magnífico alegato en pro de la cultura y el modo de ser y concebir la existencia propio de los pueblos hispánicos. Según Maeztu, el trilema que mejor define la cosmovisión genuinamente hispánica sería el de "Servicio, Jerarquía y Humanidad".

 

  La obra ha sido publicada por Bibliotheca Homo Legens, con buena presentación material y precio razonable.

http://www.homolegens.com.

"JOSÉ ANTONIO, ESE DESCONOCIDO" (Antonio Gibello)

"JOSÉ ANTONIO, ESE DESCONOCIDO" (Antonio Gibello)

Primo SIENA

 

  Una de las biografías más interesantes del fundador de Falange Española, se debe a la acuciosa investigación del madrileño Antonio Gibello García que la publicó en 1985 dedicándola “a cuantos españoles, falangistas o no, creen en la dignidad del hombre, en la justicia y en la Patria”. Se trata, pues, de una biografía que ya desde el título - José Antonio, ese desconocido – está cargada de un intenso valor simbólico.

 

  “Desconocido” – según el Diccionario español de Sinónimos y Antónimos de Federico C. Sainz de Robles – además de “ignorado” y “olvidado” significa sin embargo: “misterioso” e “incógnito”; términos que me parecen ajustarse perfectamente a la figura deslumbrante de  José Antonio Primo de Rivera.
  Rubén Darío consideraba “misterioso” al visionario quien sabe encontrar mayores misterios en lo común de la vida que en el reino de la fantasía, y por estar consciente que el mayor enigma está en el propio Hombre, ese misterioso visionario participa del profundo misterio humano.
  En el cálculo matemático, “incógnito” es el término ignoto que debe ser descubierto y valorado.
  José Antonio Primo de Rivera es desconocido en ese doble sentido: misterioso cuando capta el significado del  microcosmos humano, definiendo al hombre como un conjunto de cuerpo y alma, portador de valores universales y capaz, por lo tanto, de un destino eterno; y es incógnito en cuanto término humano ignoto de una ecuación política todavía por resolver y valorar.
  La ecuación política joséantoniana resultó de difícil resolución ya en su inquieto amanecer en la España invertebrada de los años treinta del Siglo Veinte. En efecto, desde un principio, José Antonio desconcertó tanto a los derechistas como a los mismos seguidores de su padre al sostener, en 1933 frente al Parlamento, que la dictadura cívico-militar del general Miguel Primo de Rivera – a pesar de sus nobles intenciones y del admirable sacrificio de quien la encarnó  - “fracasó trágica y grandemente porque no supo realizar su obra revolucionaria”. Y el desconcierto abarcó los círculos del nacionalismo burgués y patriotero de entonces, cuando el jefe nacional de Falange Española negó de ser nacionalista por considerar que “el nacionalismo es el individualismo de los pueblos”: pura sandez, en su opinión, porque quiere “implantar los resortes espirituales más hondos sobre una mera circunstancia física” cual es un territorio nacional con sus pueblos,  peculiaridades y tradiciones.
  A ese nacionalismo romántico – hijo directo de la utopía de Rousseau sobre la bondad del hombre corrompido por la civilización – él, con la inspiración del poeta, se atrevía a contraponer la concepción clásica de la patria que clava sus puntales no en lo sensible, sino en lo intelegible.Y esa patria – “empresa común en lo universal” – tendida sin peso ni volumen “hacia el ámbito eterno donde los números cantan su canción exacta”,  es la traducción moderna del providencialismo escatológico cristiano que Donoso Cortés y Menéndez y Pelayo consideraban ya en el siglo XIX  la conditio sine qua non para la necesaria renovatio de España.

 

  Por esa patria española – que fue concreta encarnación de Imperio, antes de ser la evocación poética de una ineludible integración histórica en su destino providencial – iban a caer asesinados, a los pocos meses de fundada la Falange, decenas de sus jóvenes militantes; la muerte de los cuales despertaba la reprobable ironía de encarnizados adversarios y escépticos espectadores, quienes criticaban a José Antonio porque  “mandaba a morir a sus muchachos para vender las utopías de Platón en veinte centavos”. Reproche éste, que hacía referencia al hecho de que la mayoría de los jóvenes militantes ofrendaban sus vidas para  divulgar en las calles la prensa del movimiento falangista.
  En la España caduca de los años treinta, resultaba muy difícil entender por qué muchos jóvenes – después de haber dejado los “sembrajos” de la izquierda y de la derecha parlamentarias – habían vestido, con heroico sentido de milicia, una camisa azul bordada en rojo “exactamente encima de la diana alborotada del corazón” por un yugo y un haz de cinco flechas: simbólica insignia de la España imperial de los Reyes Católicos.
  Más aun, resultaba casi incomprensible que los falangistas reclamaran el pan de la justicia para las masas españolas olvidadas en remotas tierras, declarando a la vez su firme rechazo al socialismo incapaz de restablecer la paz social, rota por el pésimo funcionamiento de los regímenes liberales y descarriándose  además hacia la interpretación materialista de la vida y de la historia.
No era fácil entenderlos, porque esos jóvenes representaban aquel quid  “incógnito” y  “misterioso” que envolvía a la Falange y a su Jefe; quien había alcanzado la jefatura del movimiento más por una designación del destino que por aspiración personal.

 

  En realidad José Antonio, en el momento de comprometerse en la política militante, había confesado que podía servir para todo, "menos para caudillo fascista" porque estaba convencido que "ser caudillo tiene algo de profeta, necesita una dosis de fe, de entusiasmo y de cólera"; y él si bien tenía una dosis de fe y entusiasmo pensaba no compartir nada con el profeta inspirado. Sin embargo profetizará su mismo destino en 1935, observando que al producirse la degeneración histórica de las instituciones tutelares de una nación, el único recurso que queda es una  nueva simiente histórica, habiendo la antigua ya agotado toda su fecundidad. Pero al mismo tiempo se preguntará quién podría ser el sembrador de las semillas nuevas.
  Su interrogación quedó como flotando en el aire, hasta el amanecer de un trágico  20 de noviembre de 1936, cuando el sembrador elegido por el destino fecundará la tierra exhausta de España con su propia sangre para propiciar la cosecha nueva de los tiempos futuros. En aquel amanecer, el sembrador salido desde los surcos de la historia finalmente tendrá un rostro y un nombre: José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia.
  El 20 de noviembre de 1936, el Jefe nacional de Falange enfrenta estoicamente su destino de muerte, pero no sin haber intentado alejarlo de sí, luchando con fiereza e inteligencia en contra del espíritu de venganza de un pseudo “tribunal del pueblo” (porque no es algo fácil aceptar un destino de muerte a los treinta y tres años de vida), y sin arriar un milímetro el oriflama de su dignidad personal y política.
  En esa trágica conclusión de su vida, se renueva – en otro sentido – el rito emblemático por medio del cual en tiempos protohistóricos se refrendaba con la sangre el valor trascendente del poder de los Reyes.
Según nos relata James O. Frazer en su célebre “Rama de Oro”,  los símbolos del poder recobran valor al matar ritualmente al Rey cuando declinaba su fuerza y carisma; pero en el caso de José Antonio, el sacrificio ritual se cumple matando no a un Rey agotado, sino a quien era, por su vigor juvenil,  la expresión potencial del nuevo poder del mañana.
Aquí la misteriosa vocación de José Antonio – incidiendo con el misterio del rito sangriento – nos desvela la “incógnita” de su destino: el destino del profeta que debía anunciar a España y a Europa un mensaje  que hasta ahora  por muchas razones ha quedado incumplido.
  José Antonio ha sido tal vez – especialmente en el exterior de España – considerado un “fascista”; y a mi parecer indebidamente. Digo indebidamente, y no porque él mismo,  en una conversación circunstancial, aclaró que Falange Española no era un movimiento fascista, y que – a pesar de tener con el fascismo italiano algunas coincidencias en puntos esenciales de valor universal – iba perfilándose cada día con caracteres peculiares propios.

 

  José Antonio no pudo ser fascista, como no lo fueron – a pesar de todo – los mismos secuaces  de  Mussolini en Italia; y eso por la sencilla razón  - según mi opinión – que si bien existió el “mussolinismo”  (en el mismo modo en que existió el “franquismo” en España), pues el fascismo italiano hasta el 1945 nunca existió por sí mismo, por paradójica  y osada que pueda parecer esta afirmación.
  El “mussolinismo” (esto es: el fascismo mussoliniano) fue un fenómeno “cesariano”.¡Ahora bien!, las creaciones del César moderno no tienen vida y perfil propio hasta que perdura la vida del propio César que domina y ensombrece a su propia criatura, de tal manera que su proyecto doctrinal y político puede tentar la suerte de una vida autónoma sólo después de la muerte del padre; es decir: en un contexto ajeno a la dictadura cesariana. Por lo tanto en los tiempos modernos, las doctrinas y las expresiones políticas expresadas por el cesarismo coincidieron con la voluntad del dictador, justamente en un sentido físico tal, que todo fatalmente terminó cuando se acabó la vida misma del César.
  Fue así como los varios fascismos que brotaron en Europa a lo largo de la primera mitad del siglo veinte, fueron en realidad formas diferentes de “cesarismo” carismático (según la nota definición de Spengler) que intentaron con distintos matices encauzar - entre  los diques autoritarios de las “dictaduras soberanas”-  la crisis sociopolítica de Occidente, agotándose con la vida misma del dictador.
  El caso del comunismo me parece distinto, con la sola excepción del comunismo anómalo cubano encarnado por Fidel Castro: mezcla folklórica de caudillismo tropical y de estalinismo. El comunismo ortodoxo es una empresa política colectiva y burocrática guiada por la entidad impersonal del partido – moderno Minotauro enmascarado – que domina totalitariamente individuos, sociedad y Estado. Por lo tanto la dictadura colectiva comunista logró sobrevivir en cierta medida a la muerte misma de sus fundadores, hasta acabar por la implosión del mismo sistema colectivista, erosionado por sus internas contradicciones sociopolíticas y existenciales.
  ¡Ahora bien! Su trágico destino evitó a José Antonio los riesgos eventuales del cesarismo; y privándolo del premio del poder, le evitó además el desgaste que la realidad del mando impone con frecuencia a la esperanza cuando vuelca su vigor imaginativo en la dureza de la experiencia. Así que no sabemos como habría podido ser el falangismo con José Antonio en el poder. Podemos sólo imaginar con los ojos esperanzados que intentan adivinar las eventualidades de la historia.
  En ese aspecto, José Antonio Primo de Rivera continúa siendo “ese desconocido” que puede llenar todavía los sueños de una política restituida a la pureza del sentido heroico de la vida y por medio de los cuales quisiéramos aliviar las amarguras y decepciones de un presente  algo inestable y sombrío.

"EL HOMBRE AL QUE KIPLING DIJO SÍ", una joya de Martín Otín

"EL HOMBRE AL QUE KIPLING DIJO SÍ", una joya de Martín Otín

Juan V. OLTRA

 

  Uno de mis géneros favoritos es el de la biografía y memorias. Extranjeros como Mao, Stalin, Jomeini, Groucho, Hergé, Woodrow Wilson; compatriotas que han sido pilares de nuestra historia (Cortés, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el César Carlos) o personajes tremendamente menores (Pedro J. Ramírez, González-Mata –Cisne-, Jesús Gil) me han acompañado, divertido, sulfurado, enardecido… despertado mil sensaciones en las ocasiones en que uno disfruta de esos maestros que no riñen y amigos y que no piden, los libros.

  De entre todas las épocas, de entre todos los personajes, la mayor población de espíritus de papel que pueblan mis estanterías, gira en torno al 36 y la España revuelta de esos días, tantas figuras que ocuparían el espacio entero de este artículo: Azaña, Franco, Pestaña, Abad de Santillán, Durruti, Queipo de Llano, Prieto, Serrano Súñer, Carrillo, Millán Astray, José Antonio…

  Sobre este último, los títulos se multiplican. Hagiografías mezcladas con panfletos injuriosos, libros cargados de amor o de odio, Ximénez de Sandoval, Pecharromán, Arce, Gibson, Aguinaga, Vidal, Almirante, Payne, Elwood, Gibello… ellos y muchos más escribieron libros con la vida de José Antonio Primo de Rivera como eje. Todos respetables (si bien hay que reconocer que unos más que otros), pero todos cojos. A bastantes les falta mucho… y a algunos les sobra algo.

  Aunque de otros centenarios (Jardiel, Edgar Neville, Franco, Prieto), debería haber adquirido la costumbre de no esperar una obra verdaderamente memorable, pasé el 2003 repasando referencias bibliográficas que me alumbraran en la búsqueda del libro sobre José Antonio que pudiera recomendar sin más, sin tener que elaborar una lista prolija e interminable para que errores y defectos se  compensen con las luces de los distintos textos.

  Inútilmente. Pasó el 2003. Pasó también el 2004 y ¡sorpresa!, llegó el 2005 con un libro bajo el brazo del incombustible Miguel Ángel Vázquez, creador de la figura del editor-mendicante, nueva orden religiosa para este siglo XXI profano.

  El texto de José Antonio Martín Otín, “El hombre al que Kipling dijo sí” (colección “El gallo de marzo”, Ed. Barbarroja 2005), siguiendo el poema de cabecera de José Antonio como eje, descubre fuentes inéditas (tantos años han tenido que pasar escondidas para que brillen más y mejor), construye una obra sólida, estupendamente redactada, dejando ver el oficio periodístico del autor, y sobre todo una sensibilidad digna de encomio.

  Éste, éste es el libro. Ya puedo apagar la linterna y volver al barril. He encontrado a José Antonio Martín Otín. Y a Miguel Ángel Vázquez, premio doble.

  Sólo me queda una duda ¿es este autor hijo del divisionario Pepe Martín, viajero en el Semíramis cuando la historia se escribía con hierro?


Addenda.

  Hace tiempo ya que mi ejemplar de “El hombre al que Kipling dijo sí” reposa en mi estantería de libros escogidos (fetichista que es uno, y ustedes disimulen) y, dado que estas líneas que acaban de leer fueron escritas en caliente, con la ilusión aún brillante por la lectura de un libro más que deslumbrante, también sobre éstas ha paseado el viejo Cronos, indomable hijo de Gaia y Urano.

  En este lapso me llegó, de manos amigas, la confirmación de algo que ya barruntaba: Martín Otín es el hijo de Pepe Martín Ventaja, guripa que ejerció durante once años de embajador en el infierno, inquilino de los campos de concentración de Stalin.

  Diez años han transcurrido ya desde que Martín Ventaja forma a las órdenes de Muñoz Grandes entre luceros. Y descansa en paz, seguro, compartiendo orgulloso con sus compañeros de formación el estupendo libro de su hijo. Y no será sólo amor de padre.

"POESÍA INFANTIL RECITABLE". Nueva sección: Crítica literaria.

"POESÍA INFANTIL RECITABLE". Nueva sección: Crítica literaria.

Juan V. OLTRA

  Lo reconozco. Resulta extraño encontrar una crítica a un libro que no es novedad editorial. Más cuando se trata de un volumen dedicado a los niños. Una rareza digna de ser catalogada si además la materia principal es la poesía; y ya si les digo que para encontrar un ejemplar hay que bucear entre toneladas de ácaros y polvo en librerías de viejo y ocasión, quizá estén pensando en localizar el teléfono del manicomio más cercano a mi domicilio. Pero créanme, merece la pena la inversión en tiempo y dinero.

  El libro en cuestión se trata de “Poesía infantil recitable”, de José Luis Sánchez Trincado, editado en vísperas del holocausto que sumergió a España en llamas en 1936. Contó, creo, con dos ediciones, la príncipe de 1935 y la que yo manejo, del 36. Después, no estaban niños ni adultos para poesías.

  Resulta un texto delicioso, no sólo por ver una selección de poesías de clásicos como Lópe de Vega, Tirso de Molina, Timoneda, Quevedo o Góngora, conviviendo con las, para la época, más recientes de Unamuno o de Ramón del Valle Inclán. No; eso lo podemos disfrutar en cientos de compilaciones semejantes, aunque sí recurriendo a los tópicos y no a una criba tan exquisita como la que nos ocupa. Es otro elemento que lo convierte en un libro único. Y, lamentablemente, con las circunstancias vividas desde entonces hasta la fecha, también irrepetible.

  En este ejemplar encontramos juntas poesías de los Machado… de los dos hermanos, algo que, con su permiso, me retrotrae a la lectura de las memorias de José Luis Sáenz de Heredia quien, cito de memoria, decía que el mejor poeta de España se había llamado Machado, pero al contrario de lo que la gente creía, su nombre de pila no era Antonio sino Manuel.

  Podemos ver juntos de igual manera los nombres de Ramón de Basterra, con fragmentos entre otros de su “Vírulo”, y de García Lorca, algo que no importó desde luego a Basterra, fallecido tiempo atrás, ni creo que a Federico, de quien a pesar de su significación política, se hizo leyenda su amistad con José Antonio Primo de Rivera, algo plausible dada la cercanía de sus tertulias en el Orkompon. Claro que eso sucedió tiempo antes de que algún crítico de ocasión y opereta catalogara a Basterra como un poeta fascista (lo que se hubiera reído don Ramón de eso, fallecido en 1928 en un hospital psiquiátrico, con su cabeza ida tiempo antes de que nadie en España supiera lo que era el fascismo).

  Pero lo más llamativo, lo que me hizo lanzarme tras este libro como un ave de presa, lo que me hizo verlo ya en los anaqueles que reservo a las obras compradas para mis hijos, lo que me hizo palpitar como cuando se contempla un amanecer, fue ver juntos a Foxá y a Alberti.

  Agustín de Foxá, una de las mentes más afiladas de la época y uno de los autores del himno falangista, el “Cara al Sol” (a mi gusto, junto con la anarquista “A las barricadas”, las dos mejores canciones de combate que jamás se han compuesto en la historia de la humanidad)  y Rafael Alberti, quien pocos meses después de la impresión de ese volumen se encontraría en pleno “tour” de agitación y propaganda comunista por la piel de toro. Rafael Alberti que pasó de saludar a la romana a Giménez Caballero en su Gaceta Literaria a conformar, junto con César Arconada y otros, el primer núcleo intelectual comunista en España.

  No, verdaderamente no sería fácil ver estas firmas juntas. Una compilación imposible de emular, tanto por la calidad de la poesía recogida como por el contraste que despertaría a cualquier editor polarizado por las tendencias que rompieron armas en el 36, que son todos. Y es que aunque los ciudadanos intenten superar viejas cicatrices, los gestores de la comunicación, los dueños de la información… no nos lo permiten.

Última obra de Gustavo Bueno: "ESPAÑA NO ES UN MITO"

Última obra de Gustavo Bueno: "ESPAÑA NO ES UN MITO"

José Manuel RODRÍGUEZ PARDO

  El nuevo trabajo de Gustavo Bueno, "España no es un mito", es un libro de contraataque frente a quienes consideran que España es un mito en la acepción cuarta del Diccionario de la Real Academia Española: «persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen» (pág. 9). De hecho, intelectuales políticamente correctos como Fernando Arrabal, Juan Goytisolo o Rafael Sánchez Ferlosio, así como la clase política, en especial la nacionalista, son víctimas constantes de la crítica feroz de Bueno. 

  Algunos dirán que este es un libro propio de la «deriva mundana» de Gustavo Bueno, lo que implicaría asumir un razonamiento idealista: el materialismo filosófico, en consecuencia, no debe prestar atención a lo que sucede en el mundo, sino sumergirse como Plotino en Platonópolis, prescindiendo de las matanzas terroristas, los problemas de España y sus amenazas, y dedicarse a la Gnoseología pura, como si ésta pudiera vivir como la Metafísica aristotélica, nutriéndose de sí misma.

  Sin embargo, la filosofía mundana también se nutre de términos académicos. Así lo constata Gustavo Bueno al inicio del libro, citando dos anécdotas sucedidas hace unos cinco años: tras una conferencia en Bilbao sobre su libro España frente a Europa y antes de otra en Noreña fue asaltado por individuos de diversa procedencia (dos periodistas y miembros del grupo independentista Andecha Astur, el mismo donde milita[ba] el agente asturianista Fernando G. R., respectivamente), para decir en ambos casos lo mismo: «España no existe, es una entelequia» (págs. 13 y 14). Como la entelequia es un término de la tradición filosófica, las cuestiones filosóficas y su vocabulario están impregnando las cuestiones sobre la existencia de España, luego hablar de una deriva mundana de la filosofía sería algo redundante. ¿De dónde sacaría su sustancia la Filosofía no meramente doxográfica sino del mundo de los fenómenos? En este caso, los fenómenos sobre unas reliquias y relatos, documentos, confrontaciones parlamentarias, estatutos de autonomía secesionistas, el terrorismo, &c., serían el punto de partida para dar cuenta de la esencia, del quid de lo que es España.

  El libro se estructura a través de siete preguntas a las que Gustavo Bueno va respondiendo. La primera, como es natural es la pregunta ¿España existe? Para quienes responden que no, que es una entelequia, podría haber dos entonaciones: apelativa o representativa. Es decir, con la voluntad innegable de separarse por los hechos, no sólo de palabra, de una España impotente, en el primer caso; la segunda, aquella que pretende representar la inexistencia de España en distintos presentes, como serían 1492 (expulsión de los judíos), 1808 (invasión napoleónica), 1898 (pérdida de los restos del Imperio) y 1936-1975 (régimen franquista), cuando en realidad estas fechas no fueron sino consolidaciones y transformaciones de la realidad española: expulsión de los judíos más fanáticos e intransigentes (la mayoría aceptó ser cristianos, como señalaba Benito Espinosa), caída del Antiguo Régimen y transformación de España en nación política o incluso consolidación de España como potencia capitalista durante el régimen de Franco, respectivamente.

  La segunda pregunta que realiza Gustavo Bueno es: ¿España amenazada? Evidentemente, que en los artículos 169 y 171 del Código Penal no se señalen las amenazas contra España, ha abierto la vía para que el terrorismo de diverso pelaje haya campado a sus anchas, siendo considerado delito contra la Humanidad, pero no contra España. Aun así, las amenazas terroristas, en tanto que encaminadas a crear un daño sin que el receptor intervenga en ello, no son las únicas; de hecho, tampoco son idénticas al peligro, que implica participación y responsabilidad del damnificado (quien se expone a un peligro de derrumbe por transitar entre montañas, por ejemplo): puede haber amenazas formales, de quien amaga pero no da (muchos de los nacionalistas, al no tener fuerza militar para imponer sus puntos de vista), o materiales (no explícitas), que en caso de ser despreciadas podrían constituir un grave peligro. Así, existe peligro de desaparición de España si se desprecia la amenaza de su inclusión en una confederación europea.

  De hecho, las amenazas más estudiadas por Bueno son las que se refieren específicamente a España, tanto exteriores como interiores. El primer caso definiría al 11-M, en tanto que amenaza no ya dada por la guerra de Iraq (versión oficial y sectaria del PSOE para intentar seguir en el poder a toda costa) sino por el deseo del islamismo radical por conseguir recuperar Al-Andalus, auténtica actualidad para los musulmanes (con posible colaboración de Francia en su intento secular, desde 1808, de acabar con España). Y en las amenazas interiores destacan por supuesto quienes, desde instituciones nacionalistas, amenazan formal y objetivamente a España, y quienes la desprecian, sobre todo personas ligadas biográficamente a la Iglesia católica, que no duda en perjudicar a los Estados para imponer su política ecuménica (ETA nació en un seminario, como bien recuerda Bueno). Y por supuesto, también las de quienes, desde su panfilismo, defienden alianzas de civilizaciones.

  La tercera pregunta, ¿Desde cuándo existe España?, implicaría más que nunca tomar partido por unas determinadas coordenadas que delimiten la unidad y la identidad de España y su existencia ininterrumpida, no meramente puntual o aparente en algunos momentos, aunque tal identidad y unidad puedan variar históricamente. La unidad de España viene del Imperio Romano, de la Hispania romana, aunque formalmente no fuera España, ya que su identidad era entonces romana. Esta unidad se mantendrá tras la caída del Imperio romano y el surgimiento del reino de los visigodos, sólo que su identidad ya no será romana, sino cristiana. Con la invasión musulmana, la identidad católica sigue existiendo, pero la unidad quedó fragmentada en varias partes, quienes unidas solidariamente iniciaron un proceso de expansión imperialista para expulsar al Islam de los territorios peninsulares. En esta voluntad imperialista se encuentra el origen de España: «La unidad conformadora de España fue, según esto, desde el principio, una unidad expansionista (imperialista) En modo alguno la unidad que se circunscribe a su «membrana», para resistir a los ataques musulmanes. Los reyes de Oviedo fueron precisamente quienes conformaron este tipo de unidad expansionista (imperialista) sobre la cual se moldearían más tarde la unidad y la identidad de España: cuando el reino de Alfonso I el Católico, el de Alfonso II el Casto y el de Alfonso III el Magno fue creciendo y cuando se expandió a través de Alfonso VI y Alfonso VII el Emperador, hasta el punto de que pudo comenzar a ser percibido, desde fuera (etic), desde Provenza, como una realidad formada no por hispani, sino por españoles» (pág. 70).

  Esto supone negar las patrañas de los autonomistas y sus supuestas «nacionalidades históricas» de origen medieval, inspiradas en la teoría de los cinco reinos de Menéndez Pidal: los distintos reinos de España obedecían al proyecto imperial marcado siempre desde el mismo reino con capital itinerante según avanzase la frontera (Oviedo, León, Valladolid), y sólo se separaron de tal proyecto (como Portugal) no para declararse independientes, sino para declararse sumisos ante el Papa, para seguir siendo siervos de terceros. Este proyecto imperial español se renovará en el siglo XVI con la conquista de América y su alcance de imperio universal, que se transformará en un conjunto de repúblicas independientes durante el siglo XIX, poniendo en cuestión la propia unidad de España con el surgimiento de los nacionalismos fraccionarios.

  A la cuarta pregunta, ¿España es una Nación?, Bueno comienza señalando el hecho fundamental de las constituciones habidas desde 1812 en adelante, donde es reconocida España como nación en su sentido político, no meramente étnico (los nacidos en Asturias serían «nacionales» de esa región, sin que su nacionalidad deje de ser española). De hecho, España es nación política desde la constitución de Cádiz, de la izquierda liberal, y los intentos por negar esa nación no provienen sino de aquellos que pretenden volver a la situación de privilegios propia del Antiguo Régimen. Así, del «¡Muera la nación y vivan las cadenas!» de la ominosa década se pasa al carlismo ultramontano, inspirador del secesionismo racista vasco de Sabino Arana y del actual PNV, y también de otros partidos como ERC. Desde la pretensión de convertir en naciones políticas a las distintas autonomías, se está produciendo un intento de balcanización y de destrucción de España, pues las nuevas naciones serían incompatibles con España, que nunca sería «nación de naciones» salvo en las fabulaciones de Solé Tura y otros.

  En relación con esta última, Bueno formula la quinta pregunta: ¿España es Idea de la Derecha o de la Izquierda? La derecha absoluta, la de la monarquía hispánica (la derecha de Franco incluso), no podía concebir una Nación política española; a lo sumo una nación en su sentido histórico, de carácter étnico: el conjunto de personas que han alcanzado unas costumbres y mantienen una tradición histórica común. Sin embargo, es precisamente la segunda generación de izquierda, los liberales españoles, quienes definen a España como nación, siendo los «españoles que viven en ambos hemisferios» considerados de forma independiente de su origen social o linaje. Las demás generaciones de izquierda mantendrán una situación de mayor alejamiento respecto a España, bien porque su objetivo es negar todo Estado (anarquistas), o bien porque consideran España como un paso previo hacia otra situación superior (socialistas y comunistas), que convierte la reivindicación de España como algo subsumido a las posiciones estratégicas del partido. Por lo tanto, que el PCE pasase de la defensa de España durante la guerra civil a defender el «derecho de autodeterminación de los pueblos» durante el franquismo, no sería por traición a España, como pretende César Alonso de los Ríos, sino por exigencia de la Unión Soviética.

  La sexta pregunta es: ¿Existe, en el presente, una cultura española? Es sin duda una de las preguntas más enjundiosas. Y es que en ella están muchas de las claves de la identidad española, negada precisamente por los secesionistas, quienes se basan en distintas «señas de identidad» (el aurresku, la butifarra) para afirmar que hay cultura vasca o catalana pero no española. Sin embargo, un rasgo meramente distintivo, como el aurresku, no puede convertirse en constitutivo, en sustancia de una supuesta «cultura vasca». Además, las esferas culturales no permanecen aisladas y uniformes, sino que se desarrollan históricamente y unas engullen a otras. De hecho, la cultura española se difunde entre todas las culturas específicas de España, de tal modo que sólo los catalanes conocen La Atlántida de Verdaguer, pero el Poema de Mío Cid se entiende en Madrid, en Cataluña, Vasconia, Galicia... y en las repúblicas hispanoamericanas y parte de Estados Unidos, área de difusión distributiva de la cultura española y que define su identidad, desbordando claramente su recinto peninsular: «los más de 400 millones de personas que hablan español, y que tienen una cultura hispánica, son la mejor medida de la identidad de una cultura española que no puede en ningún modo equipararse, en orden de magnitud, con las culturas específicas que engloba y por las que se difunde: catalana, quechua, vasca, guaraní, gallega, azteca...» (pág. 193).

  La séptima y última pregunta es: ¿España es Europa? Aquí Bueno señala que el concepto de Europa es esencialmente geográfico, y sólo tras los distintos descubrimientos de América y la profundización en Asia puede hablarse del concepto de Europa definido en sus límites. Culturalmente, España es Europa mucho antes que Francia o Alemania, cuyos habitantes vivían en la barbarie mientras la romanización se consolidaba en la Península Ibérica. De hecho, Bueno realiza una taxonomía de cuatro posibles Europas: la Europa sublime, la vanguardia del Género Humano (la de Andrés Laguna o Edmundo Husserl); Occidente, como civilización al margen del resto del mundo; la Europa sin fronteras, la unión monetaria y aduanera, un invento de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial para frenar el comunismo; y la Europa política, el resultado de la división del Imperio Romano en distintos reinos enfrentados en una jungla de Estados o biocenosis, donde todos han querido siempre lo mismo, dominar al resto. La confluencia de estas distintas versiones de Europa sería la actual «Europa de papel», el Tratado Constitucional de Europa que no puede ir más allá de los firmados en Maastrich o Niza: el artículo 80 del Tratado establece que cualquier estado firmante puede retirarse del mismo cuando quiera.

  Culmina este libro de contraataque un epílogo, Don Quijote, espejo de la nación española, donde se desmiente el presunto pacifismo o armonismo cervantiano, calificando de impostores a aquellos, como el ministro José Bono, que reivindican a Don Quijote al tiempo que salen huyendo de Iraq. Cervantes no fue acogido generosamente por los musulmanes en Argel, como ha dicho recientemente la ministra ignorante y necia Carmen Calvo –de cuyo nombre Bueno no quiere acordarse–, sino que fue soldado antes que escritor, vencedor en Lepanto y prisionero en Argel. El Quijote está escrito desde la perspectiva del Imperio español entonces existente, ejerciendo el papel de revulsivo, de tábano socrático diríamos, para que los herederos de la gloriosa Historia de España no se duerman en los laureles. Esto implica exaltar, en lugar de sumergirlo entre el fárrago de las numerosas páginas de El Quijote como hacen los pacifistas, el Discurso de las armas y las letras, donde se refuta al irenista Erasmo de Rotterdam y su defensa de las letras; para El Quijote las armas están antes que las letras, pues sin las armas las letras son imposibles: sin las armas no se pue de vivir, por lo que Quijote, una vez derrotado y abandonadas las armas, muere, algo que acabaría sucediendo con España si sólo se exhiben manos blancas y buen talante frente a los burócratas que pretenden sentenciar que España no existe, que es una entelequia.