"JOSÉ ANTONIO, ESE DESCONOCIDO" (Antonio Gibello)
Primo SIENA
Una de las biografías más interesantes del fundador de Falange Española, se debe a la acuciosa investigación del madrileño Antonio Gibello García que la publicó en 1985 dedicándola “a cuantos españoles, falangistas o no, creen en la dignidad del hombre, en la justicia y en la Patria”. Se trata, pues, de una biografía que ya desde el título - José Antonio, ese desconocido – está cargada de un intenso valor simbólico.
“Desconocido” – según el Diccionario español de Sinónimos y Antónimos de Federico C. Sainz de Robles – además de “ignorado” y “olvidado” significa sin embargo: “misterioso” e “incógnito”; términos que me parecen ajustarse perfectamente a la figura deslumbrante de José Antonio Primo de Rivera.
Rubén Darío consideraba “misterioso” al visionario quien sabe encontrar mayores misterios en lo común de la vida que en el reino de la fantasía, y por estar consciente que el mayor enigma está en el propio Hombre, ese misterioso visionario participa del profundo misterio humano.
En el cálculo matemático, “incógnito” es el término ignoto que debe ser descubierto y valorado.
José Antonio Primo de Rivera es desconocido en ese doble sentido: misterioso cuando capta el significado del microcosmos humano, definiendo al hombre como un conjunto de cuerpo y alma, portador de valores universales y capaz, por lo tanto, de un destino eterno; y es incógnito en cuanto término humano ignoto de una ecuación política todavía por resolver y valorar.
La ecuación política joséantoniana resultó de difícil resolución ya en su inquieto amanecer en la España invertebrada de los años treinta del Siglo Veinte. En efecto, desde un principio, José Antonio desconcertó tanto a los derechistas como a los mismos seguidores de su padre al sostener, en 1933 frente al Parlamento, que la dictadura cívico-militar del general Miguel Primo de Rivera – a pesar de sus nobles intenciones y del admirable sacrificio de quien la encarnó - “fracasó trágica y grandemente porque no supo realizar su obra revolucionaria”. Y el desconcierto abarcó los círculos del nacionalismo burgués y patriotero de entonces, cuando el jefe nacional de Falange Española negó de ser nacionalista por considerar que “el nacionalismo es el individualismo de los pueblos”: pura sandez, en su opinión, porque quiere “implantar los resortes espirituales más hondos sobre una mera circunstancia física” cual es un territorio nacional con sus pueblos, peculiaridades y tradiciones.
A ese nacionalismo romántico – hijo directo de la utopía de Rousseau sobre la bondad del hombre corrompido por la civilización – él, con la inspiración del poeta, se atrevía a contraponer la concepción clásica de la patria que clava sus puntales no en lo sensible, sino en lo intelegible.Y esa patria – “empresa común en lo universal” – tendida sin peso ni volumen “hacia el ámbito eterno donde los números cantan su canción exacta”, es la traducción moderna del providencialismo escatológico cristiano que Donoso Cortés y Menéndez y Pelayo consideraban ya en el siglo XIX la conditio sine qua non para la necesaria renovatio de España.
Por esa patria española – que fue concreta encarnación de Imperio, antes de ser la evocación poética de una ineludible integración histórica en su destino providencial – iban a caer asesinados, a los pocos meses de fundada la Falange, decenas de sus jóvenes militantes; la muerte de los cuales despertaba la reprobable ironía de encarnizados adversarios y escépticos espectadores, quienes criticaban a José Antonio porque “mandaba a morir a sus muchachos para vender las utopías de Platón en veinte centavos”. Reproche éste, que hacía referencia al hecho de que la mayoría de los jóvenes militantes ofrendaban sus vidas para divulgar en las calles la prensa del movimiento falangista.
En la España caduca de los años treinta, resultaba muy difícil entender por qué muchos jóvenes – después de haber dejado los “sembrajos” de la izquierda y de la derecha parlamentarias – habían vestido, con heroico sentido de milicia, una camisa azul bordada en rojo “exactamente encima de la diana alborotada del corazón” por un yugo y un haz de cinco flechas: simbólica insignia de la España imperial de los Reyes Católicos.
Más aun, resultaba casi incomprensible que los falangistas reclamaran el pan de la justicia para las masas españolas olvidadas en remotas tierras, declarando a la vez su firme rechazo al socialismo incapaz de restablecer la paz social, rota por el pésimo funcionamiento de los regímenes liberales y descarriándose además hacia la interpretación materialista de la vida y de la historia.
No era fácil entenderlos, porque esos jóvenes representaban aquel quid “incógnito” y “misterioso” que envolvía a la Falange y a su Jefe; quien había alcanzado la jefatura del movimiento más por una designación del destino que por aspiración personal.
En realidad José Antonio, en el momento de comprometerse en la política militante, había confesado que podía servir para todo, "menos para caudillo fascista" porque estaba convencido que "ser caudillo tiene algo de profeta, necesita una dosis de fe, de entusiasmo y de cólera"; y él si bien tenía una dosis de fe y entusiasmo pensaba no compartir nada con el profeta inspirado. Sin embargo profetizará su mismo destino en 1935, observando que al producirse la degeneración histórica de las instituciones tutelares de una nación, el único recurso que queda es una nueva simiente histórica, habiendo la antigua ya agotado toda su fecundidad. Pero al mismo tiempo se preguntará quién podría ser el sembrador de las semillas nuevas.
Su interrogación quedó como flotando en el aire, hasta el amanecer de un trágico 20 de noviembre de 1936, cuando el sembrador elegido por el destino fecundará la tierra exhausta de España con su propia sangre para propiciar la cosecha nueva de los tiempos futuros. En aquel amanecer, el sembrador salido desde los surcos de la historia finalmente tendrá un rostro y un nombre: José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia.
El 20 de noviembre de 1936, el Jefe nacional de Falange enfrenta estoicamente su destino de muerte, pero no sin haber intentado alejarlo de sí, luchando con fiereza e inteligencia en contra del espíritu de venganza de un pseudo “tribunal del pueblo” (porque no es algo fácil aceptar un destino de muerte a los treinta y tres años de vida), y sin arriar un milímetro el oriflama de su dignidad personal y política.
En esa trágica conclusión de su vida, se renueva – en otro sentido – el rito emblemático por medio del cual en tiempos protohistóricos se refrendaba con la sangre el valor trascendente del poder de los Reyes.
Según nos relata James O. Frazer en su célebre “Rama de Oro”, los símbolos del poder recobran valor al matar ritualmente al Rey cuando declinaba su fuerza y carisma; pero en el caso de José Antonio, el sacrificio ritual se cumple matando no a un Rey agotado, sino a quien era, por su vigor juvenil, la expresión potencial del nuevo poder del mañana.
Aquí la misteriosa vocación de José Antonio – incidiendo con el misterio del rito sangriento – nos desvela la “incógnita” de su destino: el destino del profeta que debía anunciar a España y a Europa un mensaje que hasta ahora por muchas razones ha quedado incumplido.
José Antonio ha sido tal vez – especialmente en el exterior de España – considerado un “fascista”; y a mi parecer indebidamente. Digo indebidamente, y no porque él mismo, en una conversación circunstancial, aclaró que Falange Española no era un movimiento fascista, y que – a pesar de tener con el fascismo italiano algunas coincidencias en puntos esenciales de valor universal – iba perfilándose cada día con caracteres peculiares propios.
José Antonio no pudo ser fascista, como no lo fueron – a pesar de todo – los mismos secuaces de Mussolini en Italia; y eso por la sencilla razón - según mi opinión – que si bien existió el “mussolinismo” (en el mismo modo en que existió el “franquismo” en España), pues el fascismo italiano hasta el 1945 nunca existió por sí mismo, por paradójica y osada que pueda parecer esta afirmación.
El “mussolinismo” (esto es: el fascismo mussoliniano) fue un fenómeno “cesariano”.¡Ahora bien!, las creaciones del César moderno no tienen vida y perfil propio hasta que perdura la vida del propio César que domina y ensombrece a su propia criatura, de tal manera que su proyecto doctrinal y político puede tentar la suerte de una vida autónoma sólo después de la muerte del padre; es decir: en un contexto ajeno a la dictadura cesariana. Por lo tanto en los tiempos modernos, las doctrinas y las expresiones políticas expresadas por el cesarismo coincidieron con la voluntad del dictador, justamente en un sentido físico tal, que todo fatalmente terminó cuando se acabó la vida misma del César.
Fue así como los varios fascismos que brotaron en Europa a lo largo de la primera mitad del siglo veinte, fueron en realidad formas diferentes de “cesarismo” carismático (según la nota definición de Spengler) que intentaron con distintos matices encauzar - entre los diques autoritarios de las “dictaduras soberanas”- la crisis sociopolítica de Occidente, agotándose con la vida misma del dictador.
El caso del comunismo me parece distinto, con la sola excepción del comunismo anómalo cubano encarnado por Fidel Castro: mezcla folklórica de caudillismo tropical y de estalinismo. El comunismo ortodoxo es una empresa política colectiva y burocrática guiada por la entidad impersonal del partido – moderno Minotauro enmascarado – que domina totalitariamente individuos, sociedad y Estado. Por lo tanto la dictadura colectiva comunista logró sobrevivir en cierta medida a la muerte misma de sus fundadores, hasta acabar por la implosión del mismo sistema colectivista, erosionado por sus internas contradicciones sociopolíticas y existenciales.
¡Ahora bien! Su trágico destino evitó a José Antonio los riesgos eventuales del cesarismo; y privándolo del premio del poder, le evitó además el desgaste que la realidad del mando impone con frecuencia a la esperanza cuando vuelca su vigor imaginativo en la dureza de la experiencia. Así que no sabemos como habría podido ser el falangismo con José Antonio en el poder. Podemos sólo imaginar con los ojos esperanzados que intentan adivinar las eventualidades de la historia.
En ese aspecto, José Antonio Primo de Rivera continúa siendo “ese desconocido” que puede llenar todavía los sueños de una política restituida a la pureza del sentido heroico de la vida y por medio de los cuales quisiéramos aliviar las amarguras y decepciones de un presente algo inestable y sombrío.
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jimena -