SOBRE LA CANDIDATURA TURCA A LA UNIÓN EUROPEA
Vittorio MESSORI
Una mirada a la Historia
Se discute si aceptar o no la candidatura de ingreso a la Unión Europea de Turquía. Confieso que, en general, esta nuestra Unión no me ha apasionado nunca particularmente, reservo sentimientos y emociones a otras realidades, diversas de esa mezcla de intereses económicos a menudo egoístas o corporativos de burocracias farragosas y muy pagadas, de hipocresías políticamente correctas, aquella mezcla, por lo tanto, de cartas y funcionarios que se mueve entre Bruselas y Estrasburgo. Entonces, no me acaloraré demasiado ni siquiera por las cosas turcas de las que se debate y se debatirá. Tampoco esta vez haré lo que nunca he hecho y nunca haré: firmar, a saber, manifiestos indignados, o participar en ruidosas manifestaciones de protesta.
Me limito a decirme desconcertado (por usar un eufemismo) al ver tomada en serio –y quizá, al final, aceptada– la petición de entrar en Europa por parte de aquella anti-Europa por excelencia que, históricamente, ha sido el ex-imperio otomano. Sólo por una invención geográfico-política la actual Turquía es considerada como parte del Viejo Continente, teniendo la soberanía de la región en torno a Estambul. Pero precisamente este jirón de tierra es el testigo de una de las más grandes tragedias europeas: desde 1453, Constantinopla, la Nueva Roma, la tercera ciudad santa de la cristiandad, fue conquistada por los turcos que la hicieron musulmana con la fuerza, que la hicieron, durante siglos, tanto su capital política como religiosa para todo el Islam, como sede del califato, que han transformado en mezquita (y después en museo) la venerada basílica de Santa Sofía y, con ella, centenares de otras iglesias, que las han cambiado incluso el nombre. ¿Qué se diría de nosotros, cristianos, siempre bajo acusación y siempre dispuestos a pedir perdón por aquellas incursiones defensivas que fueron las cruzadas (y Jerusalén, para nosotros, era precisamente algo distinto que Constantinopla para los musulmanes), si hubiésemos hecho, y continuásemos haciendo impunemente lo mismo en Bagdad, en Damasco o –y el parangón no es impropio– en la misma Meca?
Son aquellos mismos turcos que, durante siglos, han oprimido, desangrado, martirizado a Grecia, los Balcanes, una vasta parte de Europa oriental, y que se han retirado alrededor del Bósforo sólo a causa de una serie sangrienta de guerras y de revueltas. Son aquellos turcos que, durante siglos y siglos, impidieron la navegación y desolaron las riberas del Mediterráneo con sus incursiones piratas: una de las causas del bajo desarrollo del sur de nuestro continente fue precisamente la necesidad de abandonar las costas, en continuo peligro, retirándose al interior, sobre montañas intransitables e inhóspitas. Son aquellos turcos que, hasta casi la mitad del siglo XIX, arrancaban cada año un niño a cada familia cristiana, lo hacían musulmán fanático y le hacían un soldado del Islam en el cuerpo de élite de los Jenízaros: una de las salidas militares más perversas, porque daba a los sultanes la satisfacción de masacrar a los bautizados sirviéndose de guerreros despiadados que eran sus mismos hijos.
El genocidio armenio
Extraña organización, esta Unión Europea que discute seriamente sobre la petición de Turquía de entrar a formar parte de ella y que, también, en 1999 ha reconocido oficialmente como genocidio el asesinato, entre 1915 y 1917, de al menos un millón y medio de cristianos armenios precisamente a mano de los turcos. Mientras otros centenares de millares fueron masacrados en los años precedentes. El reconocimiento de aquella tragedia aterradora por parte de Europa y algunos Estados nacionales ha sido tardío, y fue contestado ásperamente por los Gobiernos otomanos que se han sucedido hasta hoy.
Los Estados Unidos no quieren todavía oír hablar de genocidio armenio (el Presidente Clinton mismo intervino para bloquear una iniciativa del Senado), porque cuentan con Turquía como aliado fiel en Oriente Medio. Pero también porque, en los Estados Unidos, ha intervenido el potente lobby hebreo que defiende ásperamente el monopolio de la palabra genocidio que, se sostiene, debe ser reservado sólo a la persecución nazi de los hebreos. La Shoah, como la llaman, debe ser considerada única, todas las demás persecuciones no tienen el mismo significado inconmensurable y la misma intensidad de dolor. Esto no lo decimos nosotros: no nos lo permitiremos nunca. Lo dice un hebreo, hijo de un superviviente al exterminio, Norman Finkelstein, del que la editorial Rizzoli acaba de publicar ese informe escandaloso que es La industria del Holocausto, con el subtítulo La explotación del sufrimiento de los hebreos (por parte de otros hebreos). Escribe, entre otras cosas, Finkelstein:
«La defensa hebrea de la unicidad del Holocausto es indigna desde un punto de vista moral, y terminará constituyendo una especie de terrorismo intelectual; sin embargo persiste. El punto es entender el porqué. En primer lugar, un sufrimiento único confiere derechos únicos. El mal único del Holocausto pone a los hebreos en un plano diverso respecto a los demás, y les concede una reivindicación respecto a todos estos otros. Para Edward Alexander, la unicidad del Holocausto es un capital moral, y los hebreos deben reivindicar la soberanía de este patrimonio precioso. En efecto, la unicidad del Holocausto sirve a Israel como coartada…» Y así sucesivamente, en un crescendo implacable de acusaciones. Palabras duras, como se ve, que a ninguno que no fuese hebreo como este estudioso le estaría permitido hoy decir.
Finkelstein recuerda que, en Israel y, en general, en el mundo hebreo, «hacer mención de un genocidio de los armenios (o de los gitanos, o de cualquier otro grupo humano fuera de los israelitas) es tabú, es denunciando de inmediato como un intento innoble de banalizar el Holocausto». Por ejemplo, Elie Wiesel (Premio Nobel, pero para Finkelstein supremo profesional de la explotación de la Shoah con, entre otras cosas, un caché de 25.000 dólares y una limusina con conductor por cada conferencia sobre Auschwitz), y las organización hebreas más importantes, se retiraron de un congreso internacional sobre el genocidio en Tel Aviv, e hicieron presiones para que el encuentro fracasase, visto que sus organizadores, «resistiendo a las advertencias del Gobierno israelí, habían incluido algunas secciones dedicadas al caso armenio». Observa también este hebreo políticamente incorrecto que, en el gigantesco Holocaust Memorial de Washington, financiado y gestionado por el Gobierno Federal, se ha eliminado prácticamente cualquier referencia a los armenios, así como a los gitanos que, sin embargo, con más de medio millón de víctimas a mano de los nazis, tuvieron en proporción pérdidas más altas que los israelitas. «Pero –escribe siempre Finkelstein– reconocer el genocidio de los gitanos, en el mismo período y con los mismos culpables, habría implicado la caída de la exclusiva del Holocausto, con una pérdida sobresaliente de capital moral».
Así –añade el escritor–, mientras cada año, en todos los 50 Estados de la Unión norteamericana, se celebra el Día de la Memoria del Holocausto, «los del lobby hebreo del Congreso impidieron la institución de una jornada de recuerdo del genocidio armenio», amén del gitano. En un reciente, muy informado y sereno estudio de la Civiltà Cattolica precisamente sobre las resistencias que encuentra hoy el esfuerzo para no perder la memoria de la terrible masacre perpetrada por los turcos, se les califica de muy impresionados porque el ministro israelí Simon Peres, en una visita a Ankara, «ha definido sin sentido las peticiones de los armenios, que pretenden el uso de los términos holocausto y genocidio también para su millón y medio de muertos, sobre una población total, presente entonces en Turquía, de dos millones y cien mil personas». Peres, en una entrevista, ha corroborado: «La del pueblo armenio ha sido una tragedia, no un genocidio». No nos olvidemos que, al menos hasta ahora (aunque las recientes elecciones, con la victoria del partido islámico, mandan mensajes inquietantes), Turquía ha sido para Israel el único aliado en el mundo musulmán y el proveedor de mucho de lo que sirve para mantener su ejército tan preparado.
En realidad, puesto que, según la misma definición de las Naciones Unidas, «genocidio es el exterminio de un grupo nacional, étnico o religioso», pocas veces el término es adecuado como en el caso de Armenia. Lo reconoció también Juan Pablo II en su visita en su visita a finales del año 2001, donde no vaciló en hablar de un pueblo mártir por su fe. El objetivo pretendido (alcanzado: no hay armenios en las provincias turcas donde eran, o mayoría, o minoría particularmente numerosa) fue la supresión total, con una masacre masiva que cancelara hasta el recuerdo de la más que bimilenaria presencia armenia en aquel territorio, que llegó a ser de los turcos otomanos, llegados como intrusos e invasores, sólo a partir del siglo XIV. Lo que los turcos se propusieron, antes y durante la Gran Guerra, fue precisamente y explícitamente una solución final.
Para un creyente, el pueblo armenio no es uno cualquiera como tantos otros: aquí nace –en 301, por lo tanto incluso antes de las leyes de tolerancia constantinianas– el primer reino cristiano de la Historia. Aquí, en tierras abruptas y de fronteras (sacudidas, entre otras cosas, de continuos terremotos), esta gente supo permanecer fiel bajo las agresiones y las dominaciones brutales de otras innumerables culturas y religiones. En particular, continuó pacientemente firme en su fe, como una piña en su Iglesia (que para muchos armenios fue la católica), también durante los siglos en los que a los turcos otomanos tuvo que pagar el duro tributo de dhimmi, sometida, y aceptando las humillaciones usuales para todos los bautizados bajo la opresión islámica. De los sultanes de Estambul obtiene, de hecho, el título de comunidad más fiel: en efecto, con tal de ser dejada en paz para vivir como cristiana, daba a aquel César con turbante lo que pretendía, sin quejarse mucho y sin buscar rebelarse.
El Gran Mal (como los armenios llaman a su holocausto) comenzó con la crisis del Imperio otomano y el surgir, por compensación, del nacionalismo turco, frente al que, por parte cristiana, se trató de reaccionar. Algunos partidos, de inspiración socialista y condenados por la Iglesia, recurrieron también al terrorismo. Así, entre 1894 y 1896, una serie de matanzas ordenadas por Estambul llevó a un primer exterminio de 300.000 armenios y a millares de conversiones forzosas al Islam. Pero el genocidio verdadero y claro será consumado por los Jóvenes Turcos, partido nacionalista y racista que pretendía proceder a una verdadera y propia limpieza étnica. En 1909, se hizo una atroz prueba general, con el exterminio de 30.000 armenios de la Cilicia, bajo la mirada indiferente de las potencias sedicentes cristianas, comprometidas en un juego político entre Turquía y Rusia. Como en casos precedentes, la Iglesia católica fue la única que levantó la voz para denunciar y protestar, con documentos, medidas diplomáticas y artículos oficiosos en la Civiltà Cattolica.
Al estallar la guerra, en 1914, Turquía, aliada de alemanes y austro-húngaros, sufrió una derrota en el frente caucásico, donde los armenios siempre han sido de casa, en absoluta mayoría. La ocasión es propicia para liberarse finalmente del problema. Mientras los soldados armenios en el ejército otomano son todos desarmados, usados como bestias de carga hasta el agotamiento de las fuerzas y después fusilados, para el millón y doscientos mil de los otros armenios en el Cáucaso llegó de Estambul la orden de deportación al remoto desierto asiático. Ocurrieron después hechos aterradores: el que no fue matado por las bayonetas, la fatiga, o por los golpes, encontró la muerte por el hambre, la sed, la postración en la meta, donde en realidad no hay más que arena. Al final de la guerra, ya no hay armenios en el Cáucaso: el exterminio, allí, terminó con más de un millón de muertos; los pocos supervivientes, o huyeron hacia Rusia, o pasaron a engrosar la ya notable diáspora. Quedan otros, además, en las zonas occidentales de la península de Anatolia: de éstos se ocupará Kemal, el héroe nacional, llamado Ataturk o padre los turcos, con nuevas matanzas y con la cancelación de la sentencia de la inmediata posguerra, con la que el Estado otomano, reconociendo la terrible matanza, había condenado a muerte a los políticos que fueron responsables de ella. Desde entonces, hablar de genocidio armenio está oficialmente prohibido en Turquía: una negación contra toda evidencia que, como hemos visto, cuenta con poderosos apoyos también en el exterior. Mientras tanto, los eurócratas discuten si aceptar o no bajo la bandera azul con doce estrellas a aquellos que ciertamente no son personalmente culpables, pero que hasta ahora no han querido reconocer todo lo que hicieron sus padres.
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