UNIÓN EURODISNEY
Inmaculada MOMPÓ
Cada hombre es hijo de su época. Los niños castellanos del siglo XI se deleitaban escuchando a los trovadores cantar las hazañas de Rodrigo Díaz y los del XXI, en todo el mundo, se embelesan ante los largometrajes de la factoría Disney. Este detalle podría tomarse como uno de los puntos de fractura del mito optimista del progreso indefinido, aunque no es ésta la cuestión que hoy me ocupa. Soy débil ante las ilusiones de mis hijos y no me supe negar a su insistente demanda, de modo que no ha mucho visitamos la Disneylandia parisina, uno de los más acabados productos del innato talento yanqui para el espectáculo.
Franqueadas las verjas de acceso, ante los ojos del visitante se muestra sin ambages la clave de interpretación del parque en su totalidad: una plaza desde la que nace la “main street” recrea fielmente el corazón de una ciudad californiana de principios del siglo XX. Al menos, replica con fidelidad la idea que de tal escenario han forjado en nosotros los decorados del cine norteamericano. Los rótulos de los comercios y las indicaciones figuran inscritos en inglés, ese idioma al que inadecuadamente se llama “la lengua de Shakespeare” cuando debería de atribuirse su patronazgo a Theodore Roosevelt o a John Wayne. Para ser exactos, incluso han sido redactadas en inglés las indicaciones de los accesos reservados a la plantilla de la empresa: “Cast members only”. Diversos establecimientos en apenas un centenar de metros ofrecen comida – al menos, materia comestible - para llevar y, como no podía ser de otra forma, las especialidades de "fast food" satisfacen hasta la última exigencia del paladar más atrofiado y del estómago peor acostumbrado. En realidad, por más que EuroDisney se ubique geográficamente en las cercanías de París, se halla espiritualmente enclavado en Hollywood.
Más allá de las anécdotas, el descomunal parque de atracciones sorprende a quienes lo visitan por vez primera y no a todos por idénticos motivos. En mi caso, quedé fascinada por el casi perfecto trasunto que ofrece de la Unión Europea. La postiza imitación de todo cuanto evoca a los Estados Unidos, a su desquiciado y ostentoso estilo de vida, se adueña paulatinamente de este planeta. Esta vieja Europa hace ya mucho tiempo que renunció a crear, confunde la felicidad con la risa y - como cuna de la modernidad que es - asimila vorazmente cuanto de huero e inane en el mundo existe. La Europa que presenció su propio crepúsculo en el siglo XVI se engaña a sí misma al creerse renacida bajo la bandera estrellada de la Unión Europea. Porque esa Unión constitutivamente laica, campeona de la inmanencia e idólatra de la opulencia, no pasa de ser el espíritu de Gil Pato materializado en Derecho administrativo y mercantil.
La Unión Europea del siglo XXI disimula su agonía demográfica con la masiva importación de mano de obra barata y, de tal guisa, remeda el “melting pot” multicultural norteamericano, magníficamente representado en la plantilla laboral de EuroDisney. Es notable, en Europa en general y en EuroDisney muy particularmente, la correlación étnico-laboral que determina una relación inversamente proporcional entre la pigmentación epidérmica y la calidad de los puestos de trabajo.
El orden económico europeo precisa del fomento de nuevas necesidades, inducidas y falsas por igual, y del creciente consumo de todo tipo de productos esencialmente inútiles. No puede detenerse el ciclo productivo y cuando la técnica satisface cumplidamente las necesidades básicas, las necesarias y hasta las convenientes la lógica del mercado dirige a los consumidores, convencidos de ser nada menos que ciudadanos libres, hacia lo trivial, lo superfluo y lo inane. Qué se vende y por qué se compra son hoy preguntas absurdas cuya formulación está fuera de lugar. Es irrelevante plantearse por qué existe, quién fija y por qué cambia incesantemente la moda en el vestir. O por qué las grandes estrellas musicales carecen patentemente de facultades artísticas. O cuál es el motivo de que los juguetes infantiles hayan convertido a los niños europeos en apéndices y terminales tecnotrónicos. La única lógica vigente y el auténtico imperativo de nuestra época son los que impulsan en incesante expansión la espiral del consumo de materias primas, recursos técnicos y mano de obra. EuroDisney exhibe en sus galerías comerciales – en sus "shoppings" - la quintaesencia de este estilo europeo de vida tosco y vulgar, aunque allí lo denominan “merchandising”.
La Unión Europea haría bien en adoptar como himno oficial la cancioncilla que entonan Ichaboad y Mr. Toad, personajes de una de las películas Disney, lanzados a una frenética carrera:
Nos vamos a corre que corre
sin llevar ningún fin en particular.
Nos vamos a corre que corre
sin mirar si el camino es perpendicular.
No importa dónde vamos
pero hay que galopar pues hay que llegar,
llegar sin tardar, a ningún lugar.
A fin de cuentas los visitantes de EuroDisney saben que todo cuanto allí miran y tocan, todo lo que hacen y sienten, es irreal, falso y artificioso, aunque placentero. Saben bien que no es duradero y que su disfrute se prolongará sólo hasta donde su bolsillo pueda costear esa orgía de futilidad. Los europeos de la Unión también intuyen algo semejante.
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Petra -
Mercedes -