¿ABDICAR O NO ABDICAR? HE AHÍ LA CUESTIÓN
Francisco TORRES
No es ningún secreto revelar la existencia de una amplia malla de personalidades del mundo político-económico-mediático que desde hace unos años están planteando e impulsando la que cada vez parece menos evitable abdicación de don Juan Carlos de Borbón y Borbón. Son los mismos que hace tiempo decidieron que había que poner fin a la censura que, desde hacía más de treinta años, se mantenía en torno a las actividades particulares del Jefe del Estado, blindando así su imagen y manteniendo las pretéritas altas cotas de popularidad de la institución.
En voz baja, con la boca pequeña, más de un gacetillero cortesano, cuando el tema era tabú, a finales de los ochenta y principios de los noventa, hablaba de las peligrosas amistades del rey. Peligrosas en todos los sentidos. Circulaban también mil y un rumores -como antaño se prodigaba el que se refería al escaso intelecto del entonces Príncipe- sobre la lista de “amigas entrañables” que se suponía rondaban a Su Majestad. Todo ello, afortunadamente para el rey, quedaba soterrado por el botafumeiro incansable y edulcorado de una prensa rosa encantada de trastocar lo que hoy se consideraría un despilfarro a costa de los españoles en la más sublime imagen del glamur. Hoy, una vez agrietado el muro de la autocensura, lo que asoma es una peligrosa carrera por sacar a la luz la trastienda de Juan Carlos de Borbón, erosionando su imagen hasta límites insospechados y dando alas a los añorantes de caducas repúblicas.
Cuentan que en su período de formación el entonces Príncipe Juan Carlos estaba obsesionado por entender las causas que llevaron a la caída de la Monarquía en 1931. Tanto las externas como las internas, pues si bien las primeras no tienen por qué reproducirse, la recuperación de los vicios bien pudieran hacer rebrotar las segundas. Se ha escrito que las razones por las que en tres ocasiones los Borbones tuvieron que salir del país estuvieron en relación directa con el hundimiento de la popularidad del monarca: Isabel II por su tendencia casquivana y sus líos de cama; Carlos IV y Fernando VII por aquel quítate tú que me pongo yo denigrante culminado con las abdicaciones ante Napoleón y Alfonso XIII, con un largo rosario de amantes e hijos a sus espaldas, por corrupto y diletante. Mézclese un poco de todo y el resultado lo puede poner usted, mi estimado lector.
Desde hace unos años, para preservar la institución, la estabilidad y la continuidad del orden constitucional, se está planteando en los círculos del poder, como salida institucional que abra la necesaria reforma constitucional que reordene el sistema político español, como revulsivo, la abdicación del rey en su hijo Felipe: lo que pondría fin al pecado original de la Monarquía -no olvidemos que Juan Carlos es el rey de Franco- y a los vicios y servidumbres que el poder genera cuando se ostenta durante décadas. Si la maniobra se ha mantenido en un perfil bajo hasta hoy ha sido precisamente por la triple crisis que lo condiciona todo: la crisis económica, la crisis político-institucional y la crisis territorial. A ello se suma ahora la crisis de la Familia Real.
La sucesión de los escándalos, en ese hilo que arranca en Urdangarín, se continúa por Corina, pasa por los elefantes, remata en la nunca aclarada fortuna real y en la herencia de don Juan -Ansón debería hacerse reparar su fervor juanista porque flaco favor ha hecho al hijo al convertir en muchimillonario el legado del conde de Barcelona poniendo algún cero de más-, y no se cierra, por más que pudiera parecerlo, con la lógica imputación de Cristina de Borbón, está poniendo a la Monarquía contra las cuerdas; porque difícilmente la figura de Juan Carlos I puede salir indemne ante tamaño desafuero Y, tal como va la cosa, temiendo la noticia con que cualquier día nos podemos desayunar, alguien debería recordar al rey que una de las razones de la caída de Alfonso XIII fue la acusación de negocios turbios, tráfico de comisiones… que entonces se hacían a nombre del “señor Gutiérrez”.
No son pocos pues los que estiman que ha llegado el momento, aprovechando que tenemos un rey desaparecido por razones de salud, de asumir que la única salida para virtualizar la monarquía es la abdicación real. Cierto es que ésta no pude hacerse de la noche a la mañana, que debe ser ordenada y natural para no provocar ningún seísmo político-económico, que Felipe y Letizia necesitan prodigarse por España para ganar simpatías emocionales -alguien ha procurado que esa campaña no se desarrolle convenientemente-, pero sí es posible ir dando los pasos adecuados en ese sentido.
La imputación de la Infanta y el debate sobre la fortuna del rey vía paterna no son hechos superficiales, tracas fallidas en noche de artificio, son avisos. En poco tiempo se va a producir un amplio relevo en las casas reales europeas y no son pocos los que exigen que éste también se produzca en España, entre otras razones porque el rey ya no tiene el poder “supletorio” que antaño le acompañaba, porque la generación de políticos que podían “temer” la intervención real está desapareciendo y porque, en estos momentos, con el problema territorial que España tiene planteado lo que menos se necesita es una imagen vetusta y cuestionada en la Jefatura del Estado. La historia reciente de los Borbones avala la salida, porque tanto don Juan como don Juan Carlos estuvieron dispuestos, por el bien de España eso sí, a no esperar.