PENSADORES CATOLICOS POPULARES (y 2)
Alberto BUELA
Sabíamos de antemano que este espinoso asunto iba a traer cola. Y si bien la mayoría de las recepciones fueron laudatorias hubo tres o cuatro que hicieron observaciones críticas, de las cuales la más profunda fue la del jesuita Horacio Bojorge que me escribió: "Creo que no es del todo justo plantear esas tres alternativas como equidistantes o equivalentes. Creo que merecen un tratamiento diferencial porque no distan del mismo modo de lo que usted desea señalar como auténtico". Y tiene razón, el hombre. No distan de igual manera de lo que nosotros intentamos señalar como lo genuino del pensamiento católico.
Es dable aclarar que la intención de mi pequeño artículo ha sido exponer en forma esquemática, cómo todas estas corrientes se dirigen, incluso a pesar de ellas, al extrañamiento del pensamiento genuinamente católico. Con ello no pretendo alzarme "yo mismo" como juez. Simplemente intenté relatar algo que "está ahí", a la mano y a la vista. En cuanto a los autores citados, lo son por ser los públicamente más conocidos, y nada más.
Volviendo a la aguda observación que me plateara el padre Bojorge, veamos cómo podemos aclarar el asunto.
En primer lugar, si nos atenemos como fenomenólogos simplemente "a lo que aparece", la invariante del pensamiento católico clásico está más cerca del pensamiento católico popular en su aspecto doctrinario, habida cuenta que como afirma Ernst Robert Curtius: "La formación de un canon contribuye a afianzar una tradición. Y a lado de la tradición literaria de la escuela están la jurídica del Estado y la religiosa de la Iglesia, que son las tres potencias universales de la Edad Media: studium, imperium, sacerdotium". El apego a la tradición entendida como apego al canon de la Iglesia es un rasgo típico de esta corriente. Claro está, que en muchos casos esta tradición se confunde con lato conservadorismo; esto es, la valoración de las cosas por el solo hecho de ser viejas o la valoración del pasado, sólo por ser pasado. Cuando en realidad la tradición debe entenderse como transmisión de una cosa valiosa de una generación a otra. Como transmisión de bienes, que no son más que cosas que tienen insertos valores. El pensamiento católico clásico se aleja de lo popular en cuanto deudor de la segunda escolástica que despliega sus raíces a través del racionalismo wolffiano (1679-1754) y su heredera, la manualística filosófica de los siglos XIX y XX. Como agudamente me acaban de observar:"Parten de un «deber ser» formado como pre-juicio absolutamente racionalista, y como es obvio, lo que «es» no coincide con ellos, por eso nunca entienden las formas en que se expresa un pueblo".
En cuanto al pensamiento católico liberal, que en Argentina tiene en la revista Criterio su fiel representante, busca el entrelazado del mundo moderno y el mundo católico. Hay un esfuerzo constante - que si bien nace con Felicité de Lammenais y su revista L´Avenir (1830) se consolida con Marc Sanguier y su movimiento de Le Sillon a principios del siglo XX- que busca y sostiene al mismo tiempo un discurso católico y moderno, con lo cual se transforma en liberal en política y economía, mientras que lo católico queda reducido al culto privado. Se acepta, de hecho, la derrota de la contrareforma católica, al abdicar en la defensa de lo católico como culto público. De ahí, al rechazo de las formas cultuales populares no media ninguna distancia.
Tenemos finalmente, la tercera de las invariantes que recorre el pensamiento católico durante la segunda mitad del siglo XX: la socialcristiana, hoy progresista. Esta corriente que nace al calor de la liberal se revela contra ella como un hijo díscolo. Y si bien acepta su discurso moderno rechaza su falta de encarnadura popular. Este carácter bicéfalo generó por un lado la teología de la liberación de neto corte marxista (ideología también moderna como el liberalismo) y por otro, la teología de la liberación de carácter popular. Y en este último aspecto intentó penetrar los movimientos populares en la cabeza de sus dirigentes. Acción en la que fracasó. Es que en muchos casos se aceptó el discurso socialcristiano pero se fracasó rotundamente en la conversión (metanoia) de las almas de los agentes políticos y sociales. Lo que mostró una vez más que el cristianismo es, antes que nada, un saber de salvación que lleva por añadidura un mensaje social. Al invertir los términos, al poner el carro delante del caballo, se quedaron sin agentes ejecutores.
Desde el punto de vista politológico profano donde nos situamos, y no eclesial, fue una consecuencia más del concilio Vaticano (1963-1965) que se constituyó sobre el presupuesto ideológico del socialismo como potencia geográficamente activa. Hablando en criollo, la Iglesia le jugó unos porotos al socialismo. Su consecuencia natural fue el paso del proyecto de la democracia cristiana de Pio XII al socialcristianismo de Paulo VI.
Filosóficamente hablando, la Iglesia intentó llevar a cabo una contradictio in terminis, la reconstrucción del proyecto moderno pero bajo premisas no ilustradas. Heidegger diría: un hierro de madera.
Abreviando, todo esto va políticamente al traste con Juan Pablo II y la caída del Muro, aunque como invariante del pensamiento católico sigue en nuestros días pero, ahora alejada ya de los movimientos populares, se inserta en los aparatos de poder de la institución Iglesia; es por eso que Guzmán Carriquiry (uruguayo y funcionario vaticano) puede definir a la Iglesia en forma descarada e impropia en su último libro, y con la presencia convalidante del cardenal primado de Argentina, como institución del consenso.
Así, para la quintaesencia del progresismo católico, la Iglesia, signo de contradicción, palabra de vida eterna, testimonio irrecusable de la muerte de Cristo en la cruz, termina siendo con el aplauso entusiasta de casi todo el episcopado argentino, una oficina de las Naciones Unidas, siempre lista, como boy scout laico, a sentarse en la "mesa del consenso" que convocan los gobiernos de turno.
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