LA MUJER Y LA NACIÓN
Mario MENEGHINI
Con motivo del próximo segundo centenario de la Argentina, nos parece oportuno reflexionar sobre la mujer y la nación. Puesto que la mujer es el eje de la familia, y la familia es la base insustituible de la nación.
La persona humana es creada, desde el principio, como varón y mujer; la vida de la colectividad humana lleva la señal de esa dualidad originaria. De ella derivan la masculinidad o la femineidad de cada persona; esta es la primera afirmación de la igual dignidad del hombre y de la mujer: ambos son personas igualmente. El hombre y la mujer aportan su propia contribución, gracias a la cual se encuentran, en la raíz misma de la convivencia humana, el carácter de comunión y de complementariedad.
Ambos sexos están, pues, ordenados a complementarse, en una mutua coordinación que influye sobre las múltiples manifestaciones de la vida social, ya sea desde el matrimonio, ya sea a través del celibato voluntario. En las diversas realidades, pueden, hombre y mujer coordinar esfuerzos en bien de la sociedad de la que forman parte y, por extensión, a la nación.
Cuando la mujer abandona el puesto que le corresponde en la sociedad, ésta, y con ella la nación, pierden su rumbo y caen, inevitablemente, en el vacío. Teniendo igual dignidad que el hombre, la mujer posee cualidades físicas y espirituales diferentes del hombre, que se fundan en la misma naturaleza femenina, orden natural que no se puede trastocar sin que la propia naturaleza vuelva a restaurarlo. Sólo una obstinada ceguera o una ideologización utópica pueden desconocer o ignorar esta realidad.
La mujer debe, primero, ser fiel a su naturaleza y a la dignidad que correspondientes, para luego pensar en otros objetivos, sean ellos económicos, culturales, sociales o políticos. Pues la maternidad, por ejemplo, no es incompatible para una mujer con la utilización de su talento. Precisamente, en los últimos meses, varias mujeres -que son madres- han asumido la máxima magistratura de su país (Chile, Alemania, etc.). Lo antinatural, y por ende antifemenino, sería que, sin la vocación decidida, o sin aptitudes relevantes, antepusiera el ejercicio mediocre de una profesión, al silencioso, aunque heroico, gobierno del hogar y crianza y educación de sus hijos.
Es que la influencia de la mujer es insustituible. Ella es naturalmente formadora, educadora de sus hijos, dadora de vida, y ello es tan así, que aún siendo soltera ejerce en diversos medios esa capacidad que le es propia.
Dijimos que la mujer es el eje de la familia; y en la familia toda persona encuentra satisfacción a las legítimas aspiraciones y afectos propios de la vida privada. La familia da lugar al nacimiento de nuevos seres que perpetúan la sociedad y procura el mantenimiento del orden social, sin el cual no se podría vivir. En todas las razas y en el curso de cada existencia individual, la familia es el primer medio de educación: no sólo produce los renuevos que perpetúan la raza, sino que transmite a cada uno de sus miembros, poco a poco, desde su nacimiento, la práctica de la ley moral.
No solamente durante la niñez y la juventud es la familia el medio más poderoso de educación; en la edad adulta continúa ejerciendo gran influencia moral sobre la persona, a la que mantiene en la senda del deber y atrae al camino de la virtud y la dignidad a través del ejercicio del sacrificio, del trabajo y de todas las virtudes domésticas que elevan y ennoblecen. En el orden social la familia es, además, depositaria y transmisora de las tradiciones sociales y políticas del pueblo, que van pasando de generación en generación.
Históricamente, hallamos a la familia constituida, en una u otra forma, desde los tiempos más primitivos. El hombre, un ser necesariamente social que en aislamiento no podría realizar ninguno de sus fines humanos, donde quiera y como quiera se lo estudie, se ofrece al observador formando parte de esa comunidad natural y afectiva, que todas las edades conocieron y todas las civilizaciones han respetado, porque en ella descansa y se asegura la perpetuación de la especie.
El género humano se propaga por generación. Una generación que, por naturaleza, debe obtenerse no como resultado de una relación casual de los dos sexos, sino por una unión estable del varón con la mujer. La familia es la más antigua de las instituciones sociales y si bien está subordinada -desde ciertos puntos de vista- al Estado, constituye el fundamento de la sociedad al ser la institución vital por excelencia, aquella sin la cual no existiría ninguna de las otras instituciones.
Cabe señalar que la familia inestable provoca graves inconvenientes:
- incrementa el individualismo
- amortigua el espíritu de solidaridad
- rebaja el sentimiento de respeto a la autoridad de los padres
- dificulta la conservación de las tradiciones populares y domésticas, que contribuyen a la continuidad histórica de los pueblos.
Si hay una realidad cada vez más evidente en la sociedad contemporánea es la crisis de la familia, que se manifiesta sobre todo en el rechazo de valores tradicionales como la fidelidad conyugal o la misión educadora de los padres.
Esta crisis, que en esencia es una crisis de civilización, tiende a ser vista como resultado inevitable de una evolución socio-cultural, cuando, en realidad, es provocada por la acción de quienes profesan determinadas ideologías o integran grupos de presión. Por ejemplo, los proyectos de educación sexual que se han presentado en la Legislatura de Buenos Aires y en el Congreso, han sido preparados por la Sociedad Gay-Lésbica, lo que explica las deformaciones que se pretende imponer, negando en la práctica el derecho de los padres sobre la educación de sus hijos. También existen teorías educativas que conducen a una dictadura de los niños, mediante un permisivismo que, muchas veces, diluye la primacía de los deberes de los padres. Respetar al niño no es consentir en su autodeterminación prematura, que no le corresponde ni está en condiciones psíquicas y espirituales de concretar.
La educación familiar también contribuye a la educación cívica, al transmitir el sentimiento del arraigo, el orgullo de la pertenencia a una tradición, el apego, respeto y defensa de los valores que hacen a la identidad nacional. Cicerón llamaba a la familia “principio de la ciudad y semillero de la República”, pues de ella salen los hombres que deben dirigir sus destinos.
Como sostiene el sociólogo Kliksberg, la sociedad paga costos altísimos por el debilitamiento de las familias. La familia es fundamental para la formación afectiva, espiritual y emocional de los jóvenes. No son supuestos. Se ha verificado que el 50% de su rendimiento escolar está ligado al grado de apoyo y estímulo del núcleo familiar. También es importante para difundir actitudes de salud pública preventiva.
La familia es también la más efectiva unidad preventiva del delito con que cuenta una sociedad. Si forma éticamente a los jóvenes a través del ejemplo, los apoya y controla, ello será de alta incidencia. Estudios realizados en distintos países indican que dos tercios de los delincuentes jóvenes vienen de familias desarticuladas. Asimismo, se ha comprobado que cuando los miembros de la familia comen juntos en forma regular se producen efectos favorables en los niños. Una comida cotidiana en la que se discute lo que pasa en el hogar, en el trabajo, en el país y en el mundo, y en la que los niños participan, ayuda a su futuro. Hay menos problemas de comportamiento, menos problemas internos, como depresión y ansiedad, y menos problemas externos, como agresiones y delincuencia.
Felizmente, según una reciente encuesta efectuada por la agencia Gallup en nuestro país, para el 80% de los argentinos, la familia fundada en el matrimonio es el eje sobre el cual debe organizarse la vida social. En la fidelidad a esa concepción del hogar como ámbito formativo que determina la educación y la orientación moral de las personas aparece expresado el espíritu de una sociedad firmemente decidida a conservar lo mejor de su tradición cultural y espiritual.
Por supuesto, la idea de la familia como célula básica de la sociedad remite, en principio, a una imagen teórica o abstracta del núcleo hogareño. Es sabido que entre ese modelo ideal y la experiencia concreta de todos los días existen, a menudo, distancias difíciles de salvar. Pero los modelos abstractos son síntesis culturales necesarias: la humanidad se vale de ellos para asegurar la conservación de ciertos valores y transmitirlos de generación en generación. La cultura opera siempre mediante visiones idealizadas de la realidad.
Por todo lo señalado, corresponde valorizar especialmente el rol que se atribuye a la familia, que se destaca hoy como un agente difícil de sustituir en la lucha contra la delincuencia y contra las desviaciones morales que llevan a los jóvenes a los abismos de la drogadicción o de la violencia. La contención familiar será siempre un aliado fundamental en el combate contra esos flagelos sociales, recurrentes y sombríos.
Debemos destacar que el Foro Ético Mundial que acaba de realizarse en Méjico, resolvió gestionar ante las Naciones Unidas la declaración de la familia como Patrimonio de la Humanidad.
¿Qué es la nación? Los símbolos que la representan: la bandera, el himno, el escudo, no expresan integralmente el concepto de nación o patria. La nación está asentada en un territorio, pero es más que eso. La nación son también los argentinos que viven en ese territorio, los argentinos que han muerto por ese territorio, y aquellos que en el futuro vivirán en él.
Por eso la nación es una familia grande. San Agustín decía: “Ama a tus padres y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu patria sólo a Dios”.
La nación esta integrada por nuestra familia y por todas las otras familias que están vinculadas entre sí, porque habitamos el mismo territorio, hablamos la misma lengua, compartimos una tradición común, tenemos una historia común, y compartimos un mismo destino. La nación es un agregado de familias.
Decíamos que la nación es algo más que el territorio, pero el territorio es para la nación, lo que es la casa para la familia. Aunque, actualmente, en este mundo moderno de los edificios de departamentos y de las torres, la casa se ha transformado en algo así como una máquina de vivir: un lugar de alojamiento transitorio donde se duerme y se come, y que no evita el sentimiento de desarraigo.
Cuando pensamos en el soporte físico de la nación, debemos pensar más bien en las casas de nuestros antepasados, donde la familia se aquerenciaba y que tenia historia en sus paredes, en sus plantas, en sus muebles; en esa casa que había sido habitada durante generaciones, en la cual se arraigaba profundamente una familia. Decía León Degrelle: “hace falta haber sido nómada de los pisos anónimos, donde uno se sienta como en un tren, para conocer la pasión y la nostalgia del primero y el mejor de los paisajes, de ese marco de nuestro corazón que es nuestra casa”.
Así también debemos pensar cuando hablamos del territorio de la nación; de la base material en la cual se sustenta esta gran familia que todos nosotros constituimos.
Y decíamos que la nación no la integramos solamente los que estamos viviendo hoy; como expresara un poeta francés: la nación son los hombres y los muertos. Por eso la componen los predecesores, que establecieron los fundamentos de esta nación. Aquellos que formaron parte de los primeros regimientos que lograron la independencia de la Argentina y ayudaron a otros países hermanos a independizarse. Aquellos que habitaron los fortines para defender las fronteras de los malones, y los que tendieron cadenas sobre el Paraná para detener las tropas anglo-francesas en la Vuelta de Obligado.
Y, más tarde, también se agregaron a la nación quienes, habiendo nacido en otras tierras, vinieron a trabajar y se arraigaron, como lo están haciendo hoy miles de extranjeros, algunos venidos desde muy lejos -China, Corea, Rusia- pudiendo aquerenciarse en poco tiempo, precisamente porque la Argentina es una nación con valores que atraen pues están desapareciendo en otros lugares: hospitalidad, tolerancia, solidaridad.
Se ha definido a la nación como: “la porción de tierra donde un alma puede respirar”.
Por eso, los argentinos que hoy vivimos en este territorio, hemos recibido una herencia que debemos custodiar celosamente, para entregarla a nuestros descendientes. Esa herencia, que llamamos patria cuando miramos al pasado, pues es la tierra de los padres, y llamamos nación, cuando miramos al heredero. Hoy somos administradores de esa herencia, que no nos pertenece en propiedad, pues debemos transmitirla, sin malversarla.
Aunque en el futuro algunos argentinos, indignos de ese nombre, prefirieran renunciar a vivir en una nación con identidad propia, para obtener los beneficios económicos derivados de subordinarse a una potencia, los demás tendríamos la obligación moral de oponernos. El vínculo que nos une con la nación no es un contrato voluntario, es un sello indeleble que recibimos con el nacimiento. Así como no elegimos a los padres, tampoco elegimos la nación. Pero así como tenemos la obligación de amar a nuestros padres, también debemos amar a nuestra nación. Por encima de ese nivel, el amor al prójimo se diluye en fronteras lejanas. Mientras más se ama a la humanidad abstracta, se ama menos a los hombres en concreto. Ése es el riesgo que comienza a advertirse en la Argentina; se están aflojando los lazos que mantienen la cohesión social en un pueblo. Cuando se pierde el sentido de pertenecer a una nación, ésta se disgrega, desaparece la concordia y el sentido de la unidad.
Cuando una crisis se prolonga mucho tiempo, como ha ocurrido en nuestro país, surge la peor de las tentaciones, que es mucho peor que sufrir una derrota militar, una derrota externa: es la tentación de la derrota interna. Es la tentación del desaliento, de la desesperación, de pensar que no hay salida. La tentación de bajar los brazos y llegar a la conclusión de que no vale la pena luchar; la de rendirnos. Por eso nunca es más grande y fuerte un pueblo, que cuando conserva sus raíces que se hunden profundamente en el pasado. Un pueblo que reniega de su pasado, o lo desconoce, no tiene ningún porvenir en el futuro. Entonces, debemos mirar hacia ese pasado y al ejemplo de quienes nos precedieron, para pensar después en nuestro presente y para pensarlo sin desanimarnos, a pesar de todo y cueste lo que cueste.
Cuando Juan Pablo II era todavía Arzobispo, en Polonia -país que tuvo que padecer primero la invasión nazi y después largos años de tiranía comunista- afirmaba: “No nos desarraiguemos de nuestro pasado, no dejemos que éste nos sea arrancado del alma, es éste el contenido de nuestra identidad de hoy. No puede construirse el futuro más que sobre este fundamento. Que nadie se atreva a poner en tela de juicio nuestro amor a la patria. Que nadie se atreva”.
Para concluir, el rol de la mujer es insustituible en una nación vigorosa, que mantenga su identidad propia. Pero a su vez, cuando los integrantes de una nación renuncian a mantenerse independientes, la vida social asumirá rápidamente los criterios que estén de moda en las grandes potencias o sean difundidos por organismos internacionales. En ese caso, la mujer verá dificultado mantener el rol que le compete, según hemos detallado al comienzo. Esto significa que la nación quedará convertida en una colectividad amorfa, desgajada de sus raíces originales, y la mujer perderá la protección de una comunidad que la ayude a mantener su esencia. De allí que la relación mujer / nación es de la máxima importancia, y debería ser motivo de honda reflexión al cumplirse el segundo centenario de la Argentina.
Fuentes:
-Klisksberg, Bernardo. “La familia en peligro”; La Nación, 6-1-06.
-Editorial “Familia, fundamentos de la sociedad”; La Nación, 21-1-06.
-Barisani, Blas. “Apuntes para una historia de la familia”; Buenos Aires, Claretiana, 1998.
-Ezcurra, Alberto Ignacio P. “Sermones patrióticos”; Buenos Aires, Cruz y Fierro Editores, 1995.
-Siebert, Marta. “La mujer en la problemática actual”; Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1996.
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yemil -
José González del Solar -