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Bitácora PI

Politología y Metapolítica

LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA

LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA

Mario MENEGHINI

 

   Ante la gravedad de la crisis institucional que sufre la Argentina, parece oportuno reflexionar sobre la participación ciudadana en la vida pública. Ya Aristóteles señalaba que quien se niega a actuar en sociedad, o es un semidiós o es una bestia. Y como en toda sociedad existen personas que ejercen la autoridad y dictan las normas que regirán la misma; no es razonable desentenderse del proceso que determinará quienes sean esas personas. Puesto que, como advierte Toynbee, el mayor castigo para quienes no se interesan en la política, es que serán gobernados por personas que sí se interesan.

   Un ejemplo reciente de las consecuencias de la indiferencia en esta materia, se advierte en el resultado de las elecciones municipales italianas. Hubo un crecimiento sin precedentes del ausentismo, que demuestra el desánimo generalizado. Además, el Movimiento 5 Estrellas, fundado por el comediante Beppe Grillo, perdió la mitad de los sufragios obtenidos hace pocos meses. Recordemos que este nuevo partido “antisistema” había logrado en los comicios nacionales el 25% de los votos, obteniendo  162 diputados y senadores. Finalizada la elección, Grillo se negó a cualquier acuerdo con otras fuerzas políticas, impidiendo la formación del gobierno durante dos meses, y desalentando a sus propios votantes. Antecedente a tener en cuenta, pues no es razonable apoyar a dirigentes improvisados carentes de la formación y experiencia que requiere el manejo de la función pública; ni en Italia ni en la Argentina.

 

   No está demás recordar las manifestaciones multitudinarias en países europeos de los indignados, movimiento espontáneo que se inspiró en un opúsculo de Stéphane Hessel (“Indignaos”), que, por cierto, no produjo ningún cambio en la difícil realidad. El mismo autor publicó otra obra (“Comprometeos”), reconociendo que la indignación y la resistencia no bastan: es necesario emprender una acción. En otras palabras, es necesario apoyar a quienes tienen vocación por la política, y la desarrollan en una actividad sistemática.

 

   El aspecto más importante del funcionamiento de la sociedad política, es la selección de quienes ocuparán el gobierno del Estado. En el mundo contemporáneo, en todos los Estados democráticos, la selección mencionada se realiza a través de los partidos políticos. Éstos son agrupaciones de ciudadanos, que buscan apoyo social para competir por el poder y participar en la conducción del Estado. No podemos ignorar que el actual sistema de partidos merece fundadas críticas.  Lo más grave, en el caso argentino, es que la reforma de la Constitución Nacional, en 1994, les concedió a los partidos el monopolio de la representación política, lo que facilita la partidocracia: situación en que las decisiones estatales se subordinan a la conveniencia circunstancial de los dirigentes de los partidos más influyentes. Es preciso, entonces, perfeccionar el sistema para que sirva al bien común. Pero, dicho perfeccionamiento solo podrá ser logrado si existe una amplia y activa participación ciudadana.

   La forma de participación en la vida cívica, que compete a todos los ciudadanos, es la de votar en las elecciones para determinar quienes serán los gobernantes. Pues bien, el voto es un derecho y un deber, que obliga en conciencia, Únicamente en casos muy graves y excepcionales, puede justificarse la abstención o el voto en blanco.

   Debido a la cantidad de partidos existentes en la Argentina, es casi imposible que no se presente ningún partido, que tenga una plataforma compatible con los propios principios doctrinarios. Mucho más difícil aún es que no haya ningún candidato que reúna condiciones mínimas de capacidad y honestidad. Entonces, aunque no nos satisfaga el panorama de la política nacional, y aunque no encontremos ningún partido y ningún candidato que despierten nuestra adhesión plena, debemos practicar la antigua doctrina  del mal menor, vinculada al tópico de la tolerancia del mal. La doctrina enseña que, entre dos males, se puede elegir, o permitir, el menor.

   La tolerancia al mal, es un postulado de la prudencia política. Por eso, no está de más recordar a Santo Tomás Moro,  “Patrono de los gobernantes y de los políticos”. Precisamente, en su libro “Utopía” nos ha dejado un consejo  que resume adecuadamente la doctrina del mal menor:

    La imposibilidad de suprimir enseguida prácticas inmorales y corregir defectos inveterados no vale como razón para renunciar a la función pública. El piloto no abandona su nave en la tempestad, porque no puede dominar los vientos.

DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA Y ORDEN ECONÓMICO

DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA Y ORDEN ECONÓMICO

Mario MENEGHINI

 

   Nos corresponde reflexionar sobre la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), que es, según el Cardenal Martino, “el secreto mejor guardado de la Iglesia Católica”[1]; precisamente, Renato Martino preside el  Pontificio Consejo Justicia y Paz que redactó el  Compendio de esta rama de la teología moral.

   El Compendio dedica su capítulo séptimo a la Vida Económica, que comienza señalando las dos posturas del Antiguo Testamento frente a los bienes económicos y la riqueza[2]: la primera, considerando una bendición de Dios la disposición de los bienes materiales necesarios para la vida; la segunda, condenando los bienes económicos y la riqueza cuando hay mal uso. En consonancia con el antecedente bíblico, la DSI enseña que la economía posee una connotación moral, en lo que se diferencia sustancialmente con las teorías contemporáneas más conocidas.

   Es que, desde el Renacimiento, la ética dejó de vincularse con la economía, en un proceso que llega a expresar, con Keynes: Por tanto, después de todo, las tasas reales de ahorro y gasto totales no dependen de la precaución, la previsión, el orgullo o la avaricia. La virtud y el vicio no tienen nada que ver con ellos[3].

   En una conferencia, el entonces Cardenal Ratzinger,  criticó la perspectiva  de Adam Smith de que: “cualquier acción moral voluntaria contradice las reglas del mercado[4]. Por el contrario, las reglas sólo funcionan cuando existe un consenso moral que las sostiene. Pues si el individuo carece de una regulación moral adecuada, tiende a subordinar a sus intereses egoístas el uso de los bienes que posee. Este egoísmo -alentado por el individualismo- trae aparejada toda clase de abusos e injusticias. Quien posee tiende a imponer condiciones injustas a quienes no poseen bien alguno, con el objeto de aumentar las propias ganancias, como lo atestigua la historia.

 

   La Iglesia siempre ha defendido, con energía, que la propiedad privada de los bienes materiales es un derecho natural de la persona, cuyo respeto y protección es fundamental para la paz y la prosperidad sociales. En efecto, si el hombre es un ser racional, libre y responsable, la primera proyección de su naturaleza en el campo de los bienes económicos, de los cuales ha de servirse para vivir y alcanzar su plenitud, es precisamente la propiedad privada y personal sobre tales bienes.

   No obstante lo señalado, el derecho de propiedad es un derecho secundario o derivado. De la tendencia natural a nuestra conservación, deriva el derecho de todo hombre a la libre disposición de los bienes necesarios a dicha subsistencia; este derecho es anterior al derecho de propiedad privada sobre los mismos. Esta reflexión pone de manifiesto la gravedad del error liberal, según el cual la propiedad no admite limitación alguna so pena de verse destruida en los hechos. Por el contrario, el orden natural señala que este derecho no es un derecho absoluto sino subordinado a otro aún más fundamental y anterior (MM, 43).

 

   Si el liberalismo fue sensible al hecho de que si se traba la iniciativa privada, no habrá producción abundante de bienes económicos, las corrientes socialistas reivindicaron otra verdad parcial, a saber, que el uso de los bienes ha de ordenarse a las necesidades sociales. El error de ambos planteos, es haber desconocido que ambas afirmaciones no son excluyentes sino absolutamente complementarias.

 

   Tales situaciones parten del desconocimiento de la función social de la propiedad. Este concepto complementa y equilibra la función personal antes explicada. Siendo la propiedad un derecho derivado, su ejercicio efectivo ha de ordenarse no sólo a la satisfacción de las necesidades individuales, sino también al bien común de la sociedad política. Los bienes de los particulares deben contribuir a solventar todas aquellas actividades y servicios de utilidad común, que son indispensables a la buena marcha de la sociedad. Ello requiere una justa distribución de los ingresos, cuyo arbitraje supremo deberá ser ejercido por la autoridad política. Por eso, Juan Pablo II, en el discurso inaugural de la Conferencia Episcopal de Puebla (1979), afirmó que sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social.

 

   En el orden nacional, el Estado deberá cuidar que todos los miembros de la comunidad reciban y puedan obtener con facilidad, los bienes necesarios. Y sobre los superfluos, podrá orientarlos cuando vea que la distribución no se hace con la debida facilidad, a través de la aplicación por parte de los mismos propietarios, al fin social. Cuando el propietario descuida el compartir sus bienes o la discreción en el uso de los mismos, la sociedad tendrá derecho a intervenir en defensa de la destinación universal de los bienes. De aquí nace la función rectificadora del Estado acerca de la propiedad privada.

 

   No basta, por cierto, reconocer jurídicamente el derecho de propiedad, sino se verifica en la realidad el derecho a la propiedad (MM, 113). Hoy, más que nunca, existe la posibilidad de difundir la propiedad, pues los recursos técnicos y el mayor dominio de los recursos naturales, lo permite, si se aplica una adecuada política económica y social (MM, 115). Pues las relaciones económicas no surgen de hechos fortuitos, sino como resultado de la conducta humana. No hay fatalidad en la economía. Si bien la ciencia económica, posee sus propias leyes y métodos, la economía como actividad humana debe estar subordinada a la política y a la moral, para que sea posible un recto Orden Económico. Recordemos que ordenar es disponer las cosas a un fin; es una operación de la inteligencia, no de la voluntad.

   Desde una perspectiva doctrinaria, podemos mostrar las alternativas que puede presentar un orden económico, según el enfoque intelectual y político que se elija. Seguimos de cerca la clasificación del Prof. Palumbo[5]:

 

i) Algunos consideran que el Orden Económico surge sólo, por interacción de los factores. Es la hipótesis liberal de la “mano invisible”, que va disponiendo las cosas de tal modo que se produce un equilibrio de intereses en el mercado.

     La Iglesia rechaza esta hipótesis, que no se ha verificado nunca en la historia. Por el contrario, considera que:

   “No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción.” (GS, 65)

 

ii) Cuando el Orden Económico es diseñado por el Estado y realizado por él mismo, se cae en el estatismo. El párrafo citado anteriormente explica los motivos del rechazo de esta posición, por parte de la Iglesia. La experiencia histórica demuestra que una economía estatizada anula la libertad de los ciudadanos y de los grupos sociales, además de resultar ineficiente en el largo plazo.

 

iii) El Orden Económico diseñado por el Estado, pero realizado por los particulares, con la mayor libertad posible, es el promovido por la Iglesia.

   No corresponde al Estado “hacer” en materia económica, sino “ordenar y coordinar”. La justicia impone los límites a la libertad de los particulares en este campo, así como las cargas que puede imponer la autoridad pública. En efecto:

   “Toca a los poderes públicos escoger y ver el modo de imponer los objetivos que hay que proponerse, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas agrupadas en esta acción común. Pero han de tener cuidado de asociar a esta empresa las iniciativas privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de una colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluirá el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana.” (PP, 33)

 

   La economía es principalmente una relación del hombre con las cosas. Pero con un determinado tipo de cosas únicamente, que son las cosas escasas y útiles. Escasez y utilidad, son necesarias para que las cosas tengan valor económico. De esta relación, surge una ley fundamental de la economía que es la Ley de la oferta y la demanda.

   Una cosa, en la medida en que es más necesitada o es más escasa tiende a aumentar su valor, y tiende a disminuirlo en la medida en que es más abundante.

   Lo aberrante del liberalismo no consiste en defender esta ley natural y espontánea de las relaciones económicas, sino pretender que esa tendencia funcione fuera de todo encuadramiento y subordinación a leyes superiores. Que esta ley sea espontánea en la economía, no quiere decir que no se pueda hacer un ordenamiento inteligente de esa tendencia natural.

 

   Existe una segunda ley fundamental de la economía que es la Ley de Reciprocidad en los Cambios, que tiene por virtud ordenar las tendencias espontáneas del mercado al Bien Común, siendo por eso, al mismo tiempo, una ley política. La ley de reciprocidad en los cambios, es la condición o supuesto previo para que la ley de la oferta y la demanda funcione regularmente sin deformar y desequilibrar la economía de una sociedad.

   Esta ley fue expuesta por Aristóteles en el libro V de la Ética a Nicómaco, donde sostiene que debe haber un valor equivalente entre lo que se da y lo que se recibe. Porque si alguien “da más y recibe menos, desaparece su razón para vivir en sociedad[6].

   Por eso, las dos leyes fundamentales de la economía deben funcionar necesariamente juntas, representando: la ley de la oferta y la demanda, la espontaneidad, la vitalidad y la libertad de los intercambios económicos; y la de reciprocidad en los cambios, la armonía de la estructura económica, la justicia social, y el crecimiento sostenido de la economía, libre de dependencias y condicionamientos exteriores.

 

   La Encíclica “Centesimus Annus” considera justo rechazar un sistema económico que asegura el predominio absoluto del capital respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre, y no garantiza el bien común mediante un sólido contexto jurídico. Cuando el capitalismo asume este enfoque, se considera inaceptable.

   Promueve, por el contrario, una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa -entendida como comunidad de hombres- y en la participación. Este tipo de sociedad, acepta el mercado como un instrumento eficaz para colocar los recursos y responder a las necesidades, pero exige que sea controlado por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad. Cuando el capitalismo responde a esta descripción, se considera aceptable.

 

   La distinción, contenida en el párrafo 42 de la encíclica, no resulta ambigua, pues se encuadra en la diferencia que los especialistas han formulado, entre dos tipos de capitalismo: el anglosajón y el renano[7]. La primera parte del párrafo, señala el capitalismo anglosajón, que, en líneas generales, coincide con el concepto de neoliberalismo. La segunda parte, describe lo que se conoce como capitalismo renano.

   En otra parte de la encíclica (p. 19), el pontífice destaca el esfuerzo positivo que realizan algunos países para: “evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto de referencia de la vida social y tienden a someterlos a un control público que haga valer el principio del destino común de los bienes de la tierra.” Luego detalla los aspectos positivos:

 

► una cierta abundancia de ofertas de trabajo;

► un sólido sistema de seguridad social;

► la libertad de asociación y la acción incisiva del sindicato;

► la previsión social en casos de desempleo.

 

   Esta caracterización corresponde, precisamente, al capitalismo renano, que es el sistema económico que tiene vigencia en varios países, en especial: Alemania, Italia y Japón. La mención de este antecedente es importante para que no se tome a la enseñanza social de la Iglesia como a una “utopía” -lugar que no existe-, sino que, al menos parcialmente, coincide con experiencias concretas de la realidad.

 

   Capítulo clave de la doctrina social en materia económica, lo constituye la necesidad de la participación del Estado (CA, p. 15), que debe actuar:

   A) Indirectamente, según el principio de subsidiariedad, pues el orden económico debe estar a cargo de los particulares, salvo en situaciones excepcionales. No corresponde al Estado “hacer”, en materia económica, sino “ordenar” la actividad para que los particulares ejecuten. La acción del Estado debe consistir en: fomentar, estimular, ordenar, suplir y completar, la actividad de los particulares.

La interpretación neoliberal que atribuye al Estado poder actuar sólo por delegación de los particulares, es insuficiente. Lo correcto es que el Estado actúe siempre como gestor del bien común, orientando la economía y, en casos excepcionales, realizando directamente actividades que no pueden ser ejecutadas por los particulares.

 

   B) Directamente, según el principio de solidaridad, para:

► corregir abusos: usura - monopolio, etc., pudiendo usar el instituto jurídico de la expropiación;

► redistribuir la riqueza: aplicando la ley de reciprocidad en los cambios. Mediante, por ejemplo, la política impositiva y la seguridad social.

 

   No es suficiente reconocer el deber de intervención estatal en la economía, es necesario también limitar esa intervención. Pues la regulación estatal no debe anular o afectar gravemente la propiedad y la libertad individuales. Advierte el Papa que “se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar el Estado y el mercado.” (CA, p. 49)

 

   Por eso, la Doctrina Social de la Iglesia no acepta:

   Ni la no- intervención de la autoridad pública en materia económica

   Ni la intervención total.

 

   La doctrina social parte de una actitud realista, que conoce la lucha eterna entre el bien y el mal a que está sometido el hombre, y por ello “valiéndose de todas las aportaciones de las ciencias y de la filosofía, se propone ayudar al hombre en el camino de la salvación.” (CA, p. 54). Como definió Pío XII esta doctrina está fijada definitivamente en sus principios fundamentales, pero se adapta a las situaciones variables a las que debe aplicarse (Aloc. 29-4-1945). Por ello, desde Populorum Progressio hasta la última encíclica social, Caritas in Veritate, ha hecho hincapié en el concepto de desarrollo humano. El desarrollo es algo más que simple crecimiento económico; “es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas” (PP, 20). La economía debe estar al servicio del hombre, teniendo en cuenta sus necesidades materiales y espirituales.

 

   Juan Pablo II (CA, 35) advirtió sobre la necesidad de un sistema económico apto para la realidad contemporánea, basado en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil. La solidaridad requiere que todos se sientan responsables de todos; por tanto no se la puede dejar solamente en manos del Estado. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y sociales. Es lo que Stefano Zamagni llama economía civil: “el conjunto de todas aquellas actividades en las que, ni la coerción formal ni la finalidad del beneficio, constituyen el principio formal de tales actividades. En otras palabras, mientras en los sectores estatal y del mercado privado, el principio de legitimidad de las decisiones económicas está constituido, en un caso, por el derecho de ciudadanía y, en el otro, por el poder de adquisición, en la economía civil está constituido por el principio de reciprocidad[8].

   En las relaciones económicas, “el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria[9]. Iniciativas concretas, como la denominada economía de comunión, demuestran que es posible que en el mercado actúen personas y grupos que optan por tipos de gestión alejados del mero lucro, sin perjuicio de producir valor económico (CV, 37).

 

   El ya citado Profesor Zamagni, consultor del Consejo Justicia y Paz, y uno de los redactores de Caritas in Veritate, ha cuestionado desde la perspectiva cristiana la tesis de la disminución económica, de Serge Latouche, que como solución a las injusticias del sistema económico actual, propone el decrecimiento[10]. Explica que, etimológicamente, desarrollo significa liberar los rollos, o sea los vínculos que limitan la libertad de la persona; buscar las vías del desarrollo significa amar la libertad. Tres son las dimensiones del desarrollo humano: la cuantitativo-material, la socio-relacional, y la espiritual.  Es verdad que la dimensión cuantitativo-material opaca las otras dos, pero esto no significa que, reduciendo el crecimiento económico se garantice el crecimiento de las otros dos dimensiones. El desarrollo humano exige la armonía de las tres dimensiones: procurando menos bienes materiales, más bienes relacionales y más bienes espirituales. El antídoto al actual modelo no es la disminución económica, sino la economía civil. Mientras la economía política busca el bien total, la economía civil tiene como meta el bien común.

 

   En conclusión, vivimos en una  época, signada por la globalización y enormes injusticias sociales; por eso, el desarrollo humano exige un esfuerzo enorme, al que todos estamos llamados, y obligados moralmente, por lo tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. “Aunque imperfecto y provisional, nada de lo que se puede y debe realizar mediante el esfuerzo solidario de todos y la gracia divina en un momento dado de la historia, para hacer más humana la vida de los hombres se habrá perdido ni habrá sido en vano.” (SRS, 48)

 

(*) Exposición efectuada en el III Congreso Nacional de Filosofía del Derecho, Derecho Natural, Política y Bioética; en Resistencia (Chaco), 2/4-9-2011.

 

Fuentes:

CA, encíclica Centesimus annus.

CV, encíclica Caritas in veritate.

MM, encíclica Mater et Magistra.

GS, constitución Gaudium et Spes.

PP, encíclica Populorum Progressio.

SRS, encíclica Solicitudo rei socialis.

Garda Ortiz, Ignacio. Seminario “Defensa e ilustración de la libertad económica”; Buenos Aires, Fundación Forum, s/f.

Meneghini, Mario. “Sumario de Doctrina Social”; Córdoba, Escuela de Dirigentes Santo Tomás Moro, 2009.

Sacheri, Carlos. “La Iglesia y lo social”; Bahía Blanca, La Nueva Provincia, 1972.

Widow, Juan Antonio. “El hombre, animal político”; Buenos Aires, Fundación Forum, 1984.

 


[1] Martino, Renato Raffaele Card. Conferencia en Barcelona; cit. en Catholic.net, 17-2-06.

[2] Pontifico Consejo Justicia y Paz. “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”; Buenos Aires, Conferencia Episcopal Argentina, 2005, p. 211.

[3]  “Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero” (p. 105); cit. por: Vitta, Carlos – Fior, Santos. “Ética y economía”; Buenos Aires, revista Imagen Profesional, Federación Argentina de Consejos Profesionales de Ciencias Económicas, Mayo de 2011, p. 33/34.

[4] Ratzinger, Joseph. “Economía de Mercado y Ética”; conferencia en la Universidad Urbaniana, noviembre de 1985.

[5] Palumbo, Carmelo. “Guía para un estudio sistemático de la Doctrina Social de la Iglesia”, Bs. Aires, CIES, 2004, pp. 316/323.

[6] Meinvielle, Julio. “Conceptos fundamentales de la economía”; Buenos Aires, Eudeba, 1973, p. 35.

[7] Albert, Michel: “Capitalismo contra capitalismo”, Buenos Aires, Paidós, 1992.

 [8] “Hacia uma economía civil”; Revista Criterio, Nº 2205, octubre 1997.

[9] Caritas in Veritate, nº 36.

[10] Osservatorio Internazionale Cardinale Van Thuan, Newsletter n º 344, 8-4-2011.

POR QUÉ SOY MEDIANAMENTE DEMOCRÁTICO

POR QUÉ SOY MEDIANAMENTE DEMOCRÁTICO

Vladimir VOLKOFF

 

I. Por espíritu de contradicción

Sí, lo admito. Si se tuviera a la democracia como un régimen más entre otros, si no se nos la impusiera como panacea evidente y obligatoria, si no se viera en ella más que un modo de elegir gobernantes, estaría más dispuesto a encontrarle cualidades.

Jean Dutroud afirma que la virtud comienza con el espíritu de contradicción y yo, por mi parte, agrego que ese espíritu es necesario para conservar la imparcialidad: mantiene el amor a la independencia de juicio, asegura la rebelión contra todo lo que es gregario y vulgar, y brevemente, constituye algo seguramente más simpático que la sumisión a las modas, a los esnobismos, a los conformismos de todo pelaje. Me repugnan los benditos sí-sí y los políticamente correctos, sin que esté inficionado - Dios me guarde - de la superstición de la rebeldía.

Si la balanza se inclina demasiado de un lado, mi reacción espontánea es poner un poco de peso en el otro platillo.

 

II. Porque, aun como modo de elegir gobernantes, la democracia no es todo ventajas

Como sistema de designación de gobernantes la democracia presenta ventajas evidentes que, en realidad,  se reducen a una sola, aunque sea de fuste: la aquiescencia de los gobernados. No es cuestión de negar que hay aquí una superioridad sobre los regímenes donde los gobernantes son designados de otras maneras tales como  el nacimiento, la fortuna, el azar o el mérito. Pero tampoco hay razón para no ver las desventajas prácticas de este procedimiento.

En primer lugar, los gobernantes designados por la mayoría de las voces no pueden en ningún caso sentirse igualmente responsables respecto de sus mandantes y los de otro candidato. De hecho, si buscaran el bien público en contra de los intereses de su propia facción, no estaríamos equivocados en tacharlos de ingratitud.

En segundo lugar, para ser designado por una mayoría, es necesario seducir votantes y resulta bastante dudoso que las cualidades necesarias para esto y las necesarias para gobernar - que tienen algo de antinómico - se encuentren en la misma persona. En el límite, se podría decir que el que tiene mayores posibilidades de ser elegido es el que tiene menos posibilidades de ser un buen gobernante.

En tercer lugar, el tipo de persona deseable para ser elegido no es necesariamente el que merece la mayor confianza por parte de sus electores. Aristóteles no estaba equivocado cuando señaló que el demagogo y el cortesano pertenecen a la misma especie.

 

III. Porque los climas, la gentes y las épocas difieren

Una vez le preguntaron a Solón cuál era el mejor régimen político. Retrucó: ¿Para qué pueblo?

En efecto, hace falta una considerable dosis de ingenuidad para imaginar que existe un régimen político ideal, perfectamente conveniente para todos los pueblos, para todas las épocas y para todos los países, o incluso que resulte para todos los pueblos, en todo tiempo y lugar, el menos malo de los sistemas. No se había equivocado Taine cuando aplicaba a todo acontecimiento tres coordenadas: la raza, el medio y el momento.

En modo alguno pretendo que la democracia sea siempre mala. Y de buena gana reconozco que, en ciertas circunstancias, puede resultar más conveniente que otros regímenes. Ya San Agustín tenía el mismo parecer como lo indica en su Tratado del libre albedrío, que cita Santo Tomás de Aquino: “Si un pueblo es razonable, serio, muy vigilante en la defensa del bien común, es bueno promulgar una ley que permita a ese pueblo darse a sí mismo sus propios magistrados para administrar los asuntos públicos. Con todo, si ese pueblo poco a poco se degrada, si su sufragio se convierte en algo venal, si le da el gobierno a personas escandalosas y criminales, entonces resulta conveniente quitarle la facultad de conferir honores y volver al juicio de un pequeño grupo de hombres de bien”.

Brevemente, la democracia no es una panacea ni un antídoto; no hay por qué condenarla ni canonizarla a priori.

 

IV. Porque no hay que confundir mayoría con consenso

Inocentemente o a designio, los partidarios de la democracia mantienen una permanente confusión entre las nociones de mayoría y consenso. Frases tales  como “Francia ha decidido que...”, o “Los franceses han resuelto que... “ son deliberadamente contrarias a la verdad cuando tal decisión ha sido tomada por la mayoría del  51% de los votantes. Como en toda operación de voto hay una cierta proporción de abstenciones y otra de votos en blanco, debería ser evidente que, de hecho, una mayoría del 1% no es una mayoría y, menos aún, un consenso. Esto da lugar a por los menos tres cuestiones. Que sea difícil encontrarles respuestas, no debería dispensarnos de formularlas.

En primer lugar, dado que en ciertos países que presumen de democráticos para adoptar ciertas medidas se exige una mayoría de dos tercios y no la mitad más uno, concluimos que la noción de mayoría relativa efectivamente existe; y por otra parte, toda vez que en los países totalitarios las mayorías frecuentemente eran del 99 % de las voces - lo que suscitaba de parte de los observadores algunas suspicacias legítimas sobre la libertad de voto – ¿acaso existe una proporción de votos que se puede legítimamente llamar consenso y no ya mayoría?

En segundo lugar, en la medida en que una nación es una realidad histórica, por lo menos tanto como geográfica, ¿es justo que sólo cuente la opinión de los ciudadanos que se encuentran vivos en determinada época? ¿No habría que tener en cuenta también la voluntad de los fundadores de dicha nación y los intereses de sus futuros ciudadanos? Aun cuando innegablemente hay que adaptarse a las circunstancias a medida en que se presentan, ¿acaso no hay ligereza en decir  “Francia quiere”  tal cosa, cuando sólo la quiere hoy, cuando ayer quería lo contrario y cuando mañana querrá todavía otra cosa diferente? Que se me entienda bien: aquí no propongo hacer votar a los muertos y a los niños por nacer. Simplemente pongo de manifiesto la confusión que se genera entre la voluntad de una nación milenaria y una efímera mayoría circunstancial.

En tercer lugar, ¿realmente debemos creer, como lo he oído sostener, que el alma de la democracia radica en el despliegue de buena voluntad de la minoría que se subordina a la mayoría? Que Luis XVI haya sido condenado a muerte por una mayoría de cinco votos, que la Tercera República haya sido establecida por una mayoría de un voto, que el tratado de Maastricht - equivalente a abandonar la soberanía - haya sido adoptada por Francia por el 51% de los votos expresados no me inspira mucha confianza en la validez de estos actos, incluso y sobre todo desde el punto de vista democrático. Ante decisiones de graves consecuencias, ¿no hay ligereza en preferir la teoría abstracta que define qué cosa es una mayoría a la realidad concreta que ofrece opiniones divergentes?

 

V. Por una cuestión de vocabulario

El sentido de la palabra democracia ha evolucionado con el correr del tiempo. Veamos las definiciones que dan algunos diccionarios.

Furetière, 1708: “Estado popular, forma de gobierno donde el pueblo tiene toda la autoridad y en el que la soberanía reside en el pueblo, que hace las leyes y lo decide todo; en donde el pueblo es consultado” .

Boiste, 1836: “Soberanía del pueblo; gobierno popular (en mal sentido); despotismo popular; subdivisión de la tiranía entre varios ciudadanos”.

Littré, 1974: “Gobierno en el que el pueblo ejerce la soberanía. Sociedad libre y sobre todo igualitaria en la que el elemento popular tiene influencia preponderante. Estado de sociedad que excluye toda aristocracia constituida, excepto la monarquía. Régimen político en el que se favorece o se puede favorecer los intereses de las masas. El partido democrático, la parte democrática de la nación”.

Nouveau Petit Larousse, 1917: “Doctrina política según la cual la soberanía debe pertenecer al conjunto de los ciudadanos; organización política (frecuentemente la república) en la que los ciudadanos ejercen esta soberanía”.

Petit Robert, 1971: “Doctrina política según la cual la soberanía debe pertenecer al conjunto de los ciudadanos; organización política (frecuentemente la república) en la que los ciudadanos ejercen esta soberanía”.

Se ve el deslizamiento: de una “forma de gobierno” (Furetière), se arriba primero a una “soberanía” (Boiste, Littré, Larousse), y por fin a una “doctrina”  (Robert). Los ejemplos suministrados atestiguan la misma evolución cada vez más favorable a los ideales democráticos.

 

VI. Por otra cuestión de vocabulario

La democracia es el gobierno del pueblo. Sea. Por el pueblo. Admitámoslo. Para el pueblo. Mejor. Pero no sé qué cosa es el pueblo, no sé qué diablos es el pueblo y pienso que la confusión ha sido deliberadamente mantenida por los partidarios de la democracia. La confusión parece triple.

Antes que nada es numérica. Sé lo que es una persona, lo que son dos, tres y mil personas. ¿Pero a partir de qué número esas personas pasan a ser “el pueblo”? ¿Y cómo puede asignarse un rostro colectivo a un grupo más o menos extendido? Aquí hay una operación de prestidigitación que consiste en sustituir una cantidad de personas distintas y bien reales por una sola persona perfectamente imaginaria. Esto se ve bien en inglés donde la palabra people reclama un verbo en plural y sin embargo es percibido como singular: The American people feel that..., want to..., have decided...

Luego, la confusión es social. Valéry tiene razón en destacar que “la palabra pueblo... designa tanto la indistinta totalidad que uno no encuentra en ninguna parte, cuanto la mayoría, opuesta al restringido número de individuos más afortunados o más cultivados”. El pueblo es, según convenga, la nación o la plebe, y nunca se sabe de cuál se habla. Ya Furetière había precisado en su articulo Democracia que “en este sentido la palabra ‘pueblo’ no es ‘plebe’, sino el cuerpo todo de los ciudadanos”, y de Flers y Caillvallet no estaban equivocados al anotar maliciosamente que “la democracia es el nombre que le damos al pueblo cada vez que lo necesitamos”. Estas idas y vueltas entre la idea de que “el bajo pueblo” (o, más amablemente, “el pequeño pueblo”) es distinto de las clases llamadas superiores, y la idea de que estas clases superiores forman también parte del pueblo tomado en su conjunto (cosa que no es grave considerando que son inferiores en número), estas idas y vueltas, digo, permiten también toda clase de escamoteos y sustituciones.

En fin, hay una confusión entre lo relativo y lo absoluto. Expresiones tales como “el pueblo quiere”, “el pueblo decide”, “el pueblo está a favor de”, “el pueblo está en contra de”, propiamente no significan nada. Habría que decir cada vez: “la mayoría de los ciudadanos que han expresado su parecer, se han pronunciado a favor, se han pronunciado en contra”. Pero a partir del momento en que tengo un parecer contrario al de la mayoría, siento que hay un abuso del lenguaje al decir que el pueblo (por sobreentendido que se trata de todo el pueblo, sin excepción) tiene tal o tal otro parecer y no el mío. ¡Pero yo también pertenezco al pueblo! La cosa resulta particularmente chocante cuando “el pueblo” no es más que el 51% del pueblo, tal como lo hemos visto en el capítulo sobre las mayorías y el consenso. Cuando la Declaración de los derechos del hombre de 1798 postula que “la ley es la expresión de la voluntad general”, está formulando un contrasentido. No hay, no puede haber una voluntad general: a lo sumo no hay más que voluntades mayoritarias.

Vienen a cuento algunas palabras sobre “la opinión del pueblo” especiosamente llamada “opinión pública”. A decir verdad, propiamente no existe la opinión pública o, más bien, no debería existir la locución, toda vez que la suma de opiniones individuales no pueden conformar una opinión colectiva. Pero, ¡helás!, los fenómenos del rumor, de la moda, del mimetismo, y el uso que de ellos hacen la propaganda y la desinformación que fabrican una opinión colectiva ficticia, hacen que los individuos que presumen de tener un parecer se adhieran sin más por temor a parecer insolidarios. En particular, el procedimiento de las encuestas tiende a reforzar en “el pueblo” las opiniones que se le asignan o, mas bien, que se le alquilan, porque nada, en este mundo, es gratuito...

Brevemente dicho, la noción de pueblo no me parece suficientemente definida como para que tenga ganas de asentar sobre ella un sistema de gobierno.

 

VII. Porque la concepción de democracia descansa sobre una petición de principio

No puedo hacer nada mejor en este capítulo que citar a Jean Madiran, quien escribe en Les Deux Démocraties: “La democracia es buena porque el bien es la democracia; la democracia es justa porque el derecho es la democracia; la democracia está en la dirección del progreso porque el progreso consiste en el desarrollo de la democracia”.

Luminoso.

Imbatible.

 

VIII. Porque se querría convertirla en una religión...

La  democracia que fue, recordémoslo, un modo entre otros de designación de gobernantes, se nos presenta hoy como una suerte de religión o, incluso, una religión de religiones. Y tiene de la religión lo esencial: la pretensión de monopolizar la verdad.

En las religiones, se comprende. Sin necesariamente tener la ambición de exterminar a todos los que no son cristianos, o a todos los que no practican la religión cristiana exactamente como nosotros (por más que tampoco nos privamos demasiado de esto a lo largo de los siglos), nosotros los cristianos creemos que Dios es trino, que Jesús de Nazareth era Hijo de Dios, que eso es verdad y que, por consiguiente, todos aquellos que piensan lo contrario están equivocados. Creemos esto allí donde se supone que deberíamos creerlo: si repudiamos esta creencia, ya no somos cristianos.

Por su parte, los musulmanes creen que no hay más Dios que Dios, que nunca tuvo un hijo y que Mahoma es su profeta. Si los cristianos tienen razón los musulmanes se equivocan, y viceversa. Hay que agregar que los musulmanes tienen el deber, ellos, de pasar a degüello a los infieles mientras que nosotros habitualmente no lo hacemos sino por exceso de celo, aunque el principio es el mismo: sí, ellos presumen tener el monopolio de la verdad y nosotros... también.

Si, como lo afirman en los días que corren, todas las religiones valen por igual, es que no son religiones.

En política, esta monopolización de la verdad, justificada o no, se comprende menos. Un mínimo de esta tolerancia tan declamada por los partidarios de la democracia alcanzaría para que se admita que los distintos procedimientos para elegir gobernantes son igualmente estimables, sobre todo si se tiene en cuenta la geografía y la historia. Pero allí es donde la democracia moderna desnuda sus pretensiones de alcanzar el status de religión: ya no es más un sistema de designación de gobernantes, ahora es un cuerpo de doctrina infalible y obligatoria, y tiene su catecismo: los derechos del hombre, y fuera de los derechos del hombre, no hay salvación.

La democracia moderna tiene otras notas indispensables de cualquier religión.

Un paraíso: los países democráticamente liberales con, preferentemente, una legislación anglosajona.

Un purgatorio: las dictaduras de izquierda.

Un infierno: las dictaduras sedicentemente de derechas.

Un clero regular: los intelectuales encargados de adaptar las tesis marxistas a las sociedades liberales.

Un clero secular. los periodistas encargados de distribuir esta doctrina.

Unos oficios religiosos: los grandes programas de televisión.

Un index tácito que prohíbe tomar conocimiento de cualquier obra cuya inspiración sea reprensible. Este índice resulta admirablemente eficaz bajo la forma de la conspiración del silencio mediático, aunque a veces se lo utiliza de un modo más draconiano: si bien todavía no van a parar a la hoguera, algunos libros juzgados deficientes desde el punto de vista democrático son retirados de las bibliotecas escolares como sucedió en Saint-Ouen L’Aumone.

Una inquisición. Nadie tiene el derecho de expresarse si no está alineado con la línea recta de la religión democrática y, si a pesar de todo llega a hacerlo, pagará las consecuencias. A este respecto resulta ejemplar el linchamiento mediático al que se lo sometió en Francia a Régis Debray (al cual nadie sospecharía de no ser democrático) porque puso en duda la legitimidad de los crímenes de guerra cometidos por la NATO en 1999 en el territorio de Yugoslavia.

Una Congregación de Propaganda de la Fe: las oficinas de desinformación, autodenominada de “comunicación” o de “relaciones públicas”.

Misas dominicales: y obispos que utilizan escudos protectores tomados prestados de las diversas ONG o de la ONU.

Indulgencias varias generalmente otorgadas a viejos comunistas.

Una legislación penal y tribunales encargados de castigar a quienquiera se atreva a poner en duda la versión oficial de la historia.

E incluso tropas encargadas de evangelizar a los no-demócratas “a sangre y fuego”. Lo hemos visto claramente cuando diecinueve naciones democráticas bombardearon a un país soberano con el que no estaban en guerra.

Hoy, una frase como “en el nombre de los derechos del hombre” se va extendiendo tal como “en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” se extendió durante los siglos. Quizás estemos rescatando el sentido de lo sagrado, pero no creo que sea algo sagrado de buena ley.

 

IX ... Pero de hecho es una idolatría

A la democracia le falta un factor esencial  en cualquier religión verdadera o falsa:  la trascendencia.

Esta trascendencia puede adquirir todas las formas que uno quiera, desde la metempsicosis hasta el apocalipsis,  pero en todos los casos supone que el hombre venera alguna cosa que está más allá del hombre. ¿ Y bien?  Digan todo lo que quieran pero los derechos del hombre no pueden ir más allá del hombre. Son, por definición, antropocéntricos.

Para mi, lo admito sin ambages, la noción misma de “derechos del hombre” constituye un sinsentido, no sólo porque reposa sobre un postulado, sino porque el postulado está mal expresado.

Se comprende que un indio patagón tenga los derechos que le otorga su jefe patagón o que los franceses tienen los derechos que le son garantizados  por su republicano gobierno; o que el miembro de un club o el paciente de un hospital o el cliente de un restaurante tenga los derechos que le garantiza tal restaurante, tal hospital o tal club. Pero que el hombre tenga derechos en absoluto, que él mismo se los garantice a si mismo mediante declaraciones periodísticas, nacionales o internacionales – cosa que habitualmente de poco vale – me parece, perdón si escandalizo, una broma gigantesca.

Los chicos juegan a esta clase de juego: “juguemos a que tu serás el papá y yo la mamá” o “tu serás el marinero y yo el almirante”. Con semejante espíritu se pueden entender las juguetonas expresiones tales como “derecho a la salud”  o “derecho a la felicidad”. Ahora bien, toda vez que con semejantes declamaciones no se impide que la gente se convierta en infeliz o se enferme, no me parecen que tengan ni sombra de realidad.

Tomo la Declaración de 1789 y me cuestiono afirmaciones como las que siguen:

“El fin de la sociedad es el bienestar de todos”  ¿Qué cosa es un bienestar para todos? Que se me suministre una definición que no sea la suma de los bienestares individuales.

“Todos los hombres son iguales por naturaleza” ¿Verdaderamente?  ¿Los grandes y los pequeños, los lindos y los desgraciados?

”La ley es la expresión libre y solemne de la voluntad general”. Muy bien. ¿Y qué es, por favor, la voluntad general?

“Los delitos de los mandatarios del pueblo y de sus agentes en ningún caso deben quedar impunes. Nadie debe pretender ser más inviolable que los demás ciudadanos”. ¡Estaría bueno si se pudiera aplicar bien! ¡Si siquiera se pudiera aplicar! ¡Riámonos, oh mis contemporáneos, vosotros que no juráis sino por la inmunidad o la amnistía!

Tomo la Declaración universal de 1984 y allí leo que “todos los seres humanos... deben interactuar con espíritu de fraternidad”. Atención: ¡deben! ¿ Se trata de un derecho o de un deber?  ¿Y en nombre de quién se establece semejante deber?

“Nadie será sometido a la tortura...”. El tiempo futuro del verbo es conmovedor: me hace acordar a “Tú serás el papá y yo la mamá”.

“Nadie puede ser arbitrariamente detenido...”. ¿Pero qué quiere decir “puede”?  ¿No habría que leer allí “debe” puesto que “puede” es obviamente absurdo?

 “La voluntad del pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos”. Una vez más, ¿no será demasiado suponer que el pueblo tiene voluntad colectiva?

“La familia es la célula fundamental de la sociedad y tiene derecho a que la sociedad y el Estado la protejan” ¿Y si la sociedad favorece el concubinato de los pederastas y si el Estado remunera a los fabricantes de lesbianas...?

No niego que algunas de las ideas que sostienen esta monserga tienen cierto poder seductor, pero, para significar alguna cosa me parece que deberían, por una parte, expresarse bajo la forma de deberes concretos antes que derechos abstractos y, por otra parte, debería fundarse sobre la autoridad que está más allá de la del hombre y, por tanto, nunca sobre la humanidad que no es más que la adición de todos los hombres vivientes, que hayan vivido o llamados a vivir.

Ya lo constataba Dostoievsky: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Y si los hombres se arrogan el derecho de Dios de decir qué está bien y qué está mal, nada bueno puede resultar, por lo menos según el Génesis.

 

X. Porque se asienta sobre uno u otro de dos postulados

Admitamos, por un instante, que el vocablo “pueblo”  significa lo que algunos piensan, a saber, que cada pueblo puede ser reducido a un denominador común y que resulta perfectamente legítimo asignarle una voluntad colectiva.

– El pueblo espontáneamente quiere el Bien, y accesoriamente, su propio Bien.

– Lo que el pueblo quiere inmediatamente se convierte en el Bien.

Según el primer postulado, el Bien le es dado anticipadamente y el pueblo lo encuentra naturalmente gracias a una operación digna del Espíritu Santo pero que se realiza sin él, por el milagro de la democracia. Basta con hacer lo que quiere el pueblo para que todo ande bien, es decir, para que triunfen la virtud y la prosperidad a la vez. Es la democracia de Rousseau.

Según el segundo postulado, todo lo que quiere el pueblo es, por definición bueno. Si el pueblo quiere costumbres castas, eso es bueno; si quiere relajamiento general, eso es bueno; si quiere la paz, perfecto; si quiere la guerra, perfecto también; si quiere destruir a los demás pueblos, tiene derecho; si quiere destruirse a si mismo, que le valga; si quiere, como escribe Madiran, “decretar lo justo y lo injusto, el bien y el mal, prohibir lo lícito, obligar a lo monstruoso y retocar en ese sentido su Constitución, no hay contra esta voluntad popular ningún recurso democrático, legal, ni legítimo”. Es la democracia moderna.

En la primera hipótesis, el pueblo descubre el bien; en la segunda, lo funda. En la primera, nos embarcamos hacia Utopía; en la segunda, hemos partido hacia Sodoma. El primer postulado me parece ingenuo y el segundo odioso. Pero desgraciadamente sucede que, a fuerza de compenetrarse con el primero, se termina por aceptar el segundo.

El refrán romano Vox populi, vox Dei, del que las añoradas páginas del Larousse dan esta sabrosa interpretación: “Adagio según el cual se establece la verdad de un hecho, la justicia de una cosa sobre la base del acuerdo unánime de las opiniones del vulgo”, permite ceñir estrechamente los dos postulados que nos interesan.

Vox Dei, vox populi: basta con escuchar la voz del pueblo para oír la de Dios que habla a través de Él. Es el primer postulado.

Vox populi, vox Dei: la voz del pueblo debe ser recibida como la voz de Dios, dicho de otro modo, el pueblo es Dios. Es el segundo postulado.

El suizo Amiel escribía: “La democracia descansa sobre esa ficción legal por la cual la mayoría no sólo dispone de la fuerza sino también de la razón, que posee al mismo tiempo sabiduría y derecho”. Una “ficción legal”: no sabríamos decirlo mejor.

 

XI. Porque está preñada de totalitarismo

Está de moda oponer la democracia al totalitarismo.

Eso presupone que se pase en silencio no sólo el hecho de que Napoleón III plebiscitó al Segundo Imperio y que Adolfo Hitler fue democráticamente elevado al puesto de Canciller del Reich, sino esto otro, que es más grave: que los totalitarismos políticos, como lo recordábamos más arriba, siempre invocaron los ideales democráticos. Subrayemos que en ningún caso los regímenes monárquicos ni los regímenes aristocráticos engendraron totalitarismos: para eso siempre hizo falta pasar antes por el estadio democrático. En Francia, antes del Terror hubo un 14 de Julio y en Rusia hubo un Febrero antes de un Octubre.

Con todo, hay totalitarismos y totalitarismos.

Nos hemos preguntado muchas veces, ya que el proceso de Nüremberg tuvo lugar, haciendo jurisprudencia, y ya que se le agregó una reprobación indeleble al partido nacional-socialista alemán, por qué ningún criminal comunista fue jamás juzgado y personajes que abiertamente proclamaban la doctrina comunista y su afiliación al partido comunista eran recibidos en todas partes, tanto en los salones como en los altos sitiales de los gobiernos democráticos. Sin embargo, los respectivos crímenes del nazismo y del comunismo son numéricamente incomparables: menos de diez millones de un lado, más de cien del otro,

Este curioso fenómeno se explica, me parece, con el siguiente análisis.

El nacional-socialismo estaba fundado sobre dos ideales: uno más racista que nacionalista, el otro socialista, es decir, democrático. Estos dos ideales desembocaron, el uno y  el otro, en el totalitarismo. En la medida en que el baldón del totalitarismo podía ser atribuido al ideal nacionalista, que no es, esencialmente, democrático, a las democracias les resultaba posible condenarlo y extirparlo. A pesar de su cocina democrática, no había parentesco entre el ideal del Tercer Reich y las democracias occidentales.

El comunismo estaba fundado sobre un solo ideal: el ideal democrático. Pero también es cierto que cada vez que el comunismo desembocaba en una dictadura, invariablemente  se cayó en una tiranía y nunca en una democracia. Las estructuras comunistas con un partido formando una elite y un presidium todopoderoso más bien recordaban las estructuras aristocráticas y oligárquicas; y sin embargo el ideal permanecía siendo “popular”: testigos son los serviles regímenes vigentes en los países satélites de la U.R.S.S. que se autotitulaban "repúblicas democráticas populares” , lo que equivalía a repetir por tres  veces más o menos la misma cosa.

Siendo “ popular” , desde el punto de vista de un demócrata el comunismo no puede ser enteramente malo.

Y todavía eso no  es lo más grave.

La democracia - cuando ya no es una manera de elegir gobernantes - tiende hacia lo absoluto. Se ha denostado a las monarquías absolutistas... ¡y bien; hablemos de ellas! Racine, el historiógrafo de Luis  XIV escribía sin remilgos: “ Sólo Dios es absoluto” . Las monarquías siempre invocan principios superiores a ellas mismas: el derecho divino, la tribu, la nación. Si frecuentemente han  sido tiránicas en los hechos, nunca lo fueron en esencia. En cambio la democracia  es absolutista por definición, como lo atestigua la famosa fórmula “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” , que retoma, por ejemplo, la Constitución de la República Francesa de 1958. En materia de concepciones absolutistas, no hay cosa que pueda ir más lejos. No hay cosa que se parezca más al perpetuum mobile,  esa aberración de la Física.

En sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Burke tiene razón en insistir sobre los peligros de este absolutismo. “En una democracia - escribe - la mayoría de los ciudadanos está en condiciones de ejercer las opresiones más crueles sobre la minoría [...] y esta opresión de la minoría llegará a mucha mayor cantidad de gente y  se llevará a cabo con mucha más furia de la que se puede esperar de la dominación de un solo cetro. Bajo semejantes condiciones de persecución popular,  las víctimas individuales se encuentran en una situación mucho más deplorable que bajo ninguna otra. Bajo un príncipe cruel, la compasión de la humanidad viene a poner bálsamo sobre sus heridas; los aplausos del pueblo animan la generosa perseverancia que exhiben en sus sufrimientos; pero aquellos que son maltratados por la multitud se ven privados de toda consolación externa. Parecen abandonados de la humanidad, aplastados por un complot de toda su especie”. Proféticamente, Burke va más lejos: “ ¡Qué instrumento eficaz del despotismo se iba a encontrar en ese gran comercio de armas ofensivas, los derechos del hombre!” .

La historia nos muestra que estos desbordes totalitarios de la democracia son cosa corriente. En el nombre de los derechos del hombre, la Revolución Francesa terminó en el “ populicidio”  de la Vendée. Las guerras de la Revolución fueron libradas so pretexto de liberar del despotismo a los pueblos europeos. La colonización republicana de África pretendió que aportaba los beneficios de la democracia a presuntos “salvajes” . Los revolucionarios liberales rusos de febrero de 1917 tornaron posible y lógico el golpe de estado bolchevique de octubre con las consecuencias que ya se conocen.

Pero lo interesante no es tanto que el totalitarismo democrático puede, en algunos casos, convertirse en sangriento, sino que eso mismo parece estar inevitablemente inscripto en la naturaleza misma de su absolutismo democrático.

Por definición, la democracia no se reconoce límites.

Es cierto que, desde algún tiempo a esta parte, simula preferir los métodos de coerción más dulces, mas no es sino cuestión de circunstancias: el número de intervenciones armadas de los Estados Unidos en Estados soberanos sería menos inquietante si no fuera que todas ellas se realizaron en nombre de la democracia. Animal grande, gran apetito. Siempre fue así, pero si el lobo persuade al cordero de que está obligado a vapulearlo para enseñarle a vivir democráticamente, y sobre todo si el cordero le cree, entonces, en efecto, los derechos del hombre se convierten en un “ eficaz instrumento de despotismo” .

Tal vez más instructivo sea la dominación, casi total en Occidente, de una ideología difusa que se da en llamar ya el Pensamiento Único, ya lo Políticamente Correcto, ya lo Pensado-para-Usted y que, a imitación de la ideología comunista que disponía de una "lengua de madera", inventó su propio parloteo que algunos dieron en llamar "lengua de algodón".

Los espíritus autodenominados de derecha se han imaginado durante mucho tiempo que esta ideología estaba teleguiada por los servicios de propaganda, de desinformación o de influencia del comunismo. La caída del comunismo ha demostrado que no había nada de eso: esta ideología es parte inherente y fatal de la propia democracia.

Como tal, tiene ramificaciones infinitas en todos los dominios, pero todos emanan de un simple axioma: toda autoridad que no haya pasado por las horcas caudinas del sufragio universal, o que no haya sido delegada por una autoridad que haya pasado por las horcas caudinas del sufragio universal, es ilegitima, inmoral, intolerable y debe ser combatida por todos los medios, desde la supresión de la libertad de pensamiento hasta el terror.

 

XII. Porque se asienta sobre el vértigo del número

La democracia se funda sobre la cantidad de los votantes y no sobre su calidad, tanto a nivel del sufragio universal como en los diversos parlamentos. Hablando de democracia siempre, necesariamente, por definición, la cantidad es lo que vale. Esto me escandaliza.

En La crisis del mundo moderno, René Guénon escribía: “En el fondo de la idea ‘democrática’  está la idea de que un individuo cualquiera vale igual que otro porque son iguales numéricamente. Y es disparate porque nunca se puede comparar a las personas sólo desde un punto de vista numérico” . En La Commune del 18 de mayo de 1871, Georges Duchène se indignaba con más acidez: “La verdad, la ley, el derecho, la justicia, dependerán de ¡cuarenta diputados que se levantan contra veintidós que permanecen sentados!” .

No es que el número no tenga su importancia. Si varios especialistas en alguna competencia se reúnen para emitir su dictamen sobre una situación determinada, supongamos de tácticos antes de una batalla o de médicos ante un enfermo, se justifica seguir el parecer de la mayoría de los que estén de acuerdo entre ellos. Pero a partir del instante en que no se requiere ninguna competencia, sería difícil rebatirlo a Burke. “Se dice que veinticuatro millones deberían triunfar sobre doscientos mil. Es correcto si la constitución de un reino fuese un problema aritmético” . Pero no lo es. Séneca llegó a decir que “la opinión de la multitud es indicio de lo peor”  y Gandhi dijo que “multiplicar el error no lo convierte en verdad” . Lamartine admitía con ingenuidad que “el sufragio universal es la democracia misma”. Y sí, ahí está el problema.

 

XIII. Porque se asienta sobre el vértigo de la igualdad

En general se asocia la democracia con las nociones de igualdad y de libertad sin tener en cuenta que la igualdad y la libertad habitualmente son inversamente proporcionales, tal como lo subrayó Soljenitsyn en su discurso en Lucs-sur-Boulogne. En efecto, no se puede alcanzar igualdad absoluta sino suprimiendo enteramente toda libertad e, inversamente, toda libertad acordada necesariamente desemboca en crecientes desigualdades. Pero supongamos que la vocación de la democracia consiste en conciliar estos dos ideales impidiendo que uno se desarrolle en detrimento del otro. Esta sería una misión calificada y no les ha ido del todo mal a los que lo han intentado como veremos más adelante.

Desgraciadamente, el caso es raro.

Ordinariamente las democracias no tienen respecto de la libertad más que una simpatía estrechamente contingente. Basta con bautizar a un adversario como “enemigo del pueblo” o “traidor social”  para que las libertades de pensar y de expresión le sean inmediatamente cercenadas.  “Ninguna libertad para los enemigos de la libertad”  es el eslogan absolutista, característico de la mentalidad democrática y que, por otra parte, podría justificarse con el demócrata diciéndole al no-demócrata: “Si usted no quiere aplicar mis reglas, abandone el juego y, en ese caso, lo meto preso” . Ahora bien, ¿en qué eran enemigos los paisanos de la Vendée que querían continuar con sus misas celebradas por sus sacerdotes no juramentados? ¿En qué eran enemigos de la libertad los campesinos ucranianos que querían conservar sus cosechas y sus bestias? En este caso se sabe lo que les ocurrió a unos y otros, lo que se explica bastante bien si se reemplaza el eslogan enmascarado “Ninguna libertad para los enemigos de la libertad”  por el eslogan desenmascarado “Ninguna libertad para los enemigos de la igualdad” .

Hoy también, en la mayor parte de los casos, las democracias parecen favorecer sistemáticamente la igualdad, con todas las limitaciones a la libertad individual que eso supone. El número de leyes, decretos,  edictos, reglamentos administrativos que nos ligan y que asfixian al Estado y a la política es cada vez mayor. Y el hecho de que todo ciudadano europeo vive ahora bajo una doble subordinación, la nacional y la europea, multiplica las enojosas trampas con que se cercenan las libertades de los hombres y de los ciudadanos.

Para mejor se les impone la igualdad de un modo cada vez más despótico.

Flaubert, el reaccionario, escribía a la socialista George Sand: “El gran sueño de la democracia es elevar al proletario al nivel de estupidez del burgués. El sueño, en parte, se ha cumplido” .

Es cierto que al principio la broma se cumplió parcialmente en la democracia francesa, por ejemplo la de la Tercera República, que tenía por cometido elevar al proletario al nivel del burgués en lo que a prosperidad y cultura se refiere. Pero en verdad ya no es el caso. Más bien pareciera que el fin de la democracia moderna es el rebajar al burgués al nivel del proletario, nivelación sistemática hacia abajo, por ejemplo en todo lo que se refiere a la educación nacional: es bajando el nivel del bachillerato que se puede otorgar el título a un mayor número de candidatos, lo que no puede sino tener un efecto demagógico positivo, aunque en lo cultural resulte negativo, sin hablar del daño que se les causa a los propios estudiantes, sistemáticamente engañados en cuanto a su propia competencia...

No se había equivocado Montesquieu en El espíritu de las leyes cuando dijo que “El amor de la democracia es el de la igualdad” .

Así es que, siendo que la naturaleza humana se inclina más frecuentemente hacia la envidia que hacia la generosidad, generalmente las que quieren democracia son las clases menos favorecidas en la esperanza de atenuar las diferencias que las separan de las clases que se tienen por superiores mientras que éstas, no teniendo nada que perder, se esfuerzan en mantener el statu quo. Estos conflictos, que tienen más de “quítate de allí para que pueda ponerme yo”  que de lucha de clases como quería Marx, son perfectamente naturales e incluso, en la medida en que un Estado vigilante asegure su regulación, tienen un saludable efecto vital ya que no se fundan sobre la igualdad hacia donde tienden sino sobre la desigualdad de donde provienen. Por el contrario, en cuanto se cruza cierto umbral de fecunda desigualdad, la entropía igualitaria comienza a hacer de las suyas.

La progresiva clausura del abanico de salarios y, bajo la presión fiscal, de los impuestos, está hecha para seducir a la masa, pero resulta catastrófica para el arte de vivir de una nación. Uno no puede sino regocijarse de la progresiva desaparición de cierta miseria, pero ¿habrá que felicitarse igualmente del empobrecimiento de las  clases adineradas que, no hace tanto, tenían los medios de favorecer las artes, desde la ebanistería hasta la ópera?

¿No habría que inquietarse también con la formación de un lumpenproletariat típicamente contemporáneo y que se origina en una igualdad tan obligatoria como utópica? Tenemos mayor cantidad de bachilleres y más iletrados; menos pobres y más huelguistas. Por otra parte, hay abismos de distancia entre un antiguo egresado de una grande école y un universitario recientemente diplomado. No se ve qué puede haber de saludable en semejante evolución.

 

XIV. Porque  desde las “Luces”  hasta  las “Antorchas”  no hay  más que un  paso, como se vio claramente en 1789.

No todas las democracias son revolucionarias, no todas la revoluciones son democráticas, aun cuando Soljenitsyn se haya animado a decir en el mismo discurso de Lucs-sur-Boulogne que eran todas malas. Sin dudas, la confederación helvética es democrática, pero eso surgió de su independencia y no de una revolución. La sedicente revolución americana no lo era: era también la afirmación de independencia de una nación que se sentía lista para volar con sus propias alas. Que estas dos declaraciones de independencia no hayan sido sangrientas no excusa para nada el sospechoso parentesco que la democracia cultiva con el síndrome revolucionario. Quien dice “democracia”  dice “derechos del hombre” , quien dice “derechos del hombre”  dice “1789” , quien dice “1789”  dice “iluminismo”.

Sí, pero quien dice “1789”  dice también “1793” , carmañola, guillotina, ahogamientos, pueblicidios, columnas infernales, matrimonios republicanos, seiscientos mil muertos, asesinato público de Luis XVI, María Antonieta y Mme. Elizabeth, rapto y homicidio clandestino del duque de Enghien. Brevemente: “antorcha” , porque el camino es corto desde la Enciclopedia hasta el Terror, desde has luces de los sedicentes filósofos y las antorchas incendiarias abundantemente provistas por los sedicentes patriotas.

 “La Revolución es una”, decía Clemenceau.

¡Oh sí! todos los regímenes han cometido atrocidades. Desde San Bartolomé al suplicio de Damien, la vieja Francia no se ha privado de ellas y la misma religión cristiana ha pecado por el filo de la espada y las hogueras preparadas con leña resinada. Pero la democracia convertida en la religión de los derechos del hombre brilla más y más como culto de la tolerancia que va hacia la práctica generalizada de la intolerancia.

Su forma moderna es el Tribunal Penal Internacional, instituido en La Haya sin mandato de la ONU, menos para juzgar a criminales cuanto para condenar a cualquiera que tenga el honor de molestar a la seudo “comunidad”  internacional paradójicamente constituida por 19 Estados sobre un total de 185 miembros de las Naciones Unidas.

 

XV. Porque la democracia es contra-natura

No quiero otro testigo más que el mismo Juan Jacobo Rousseau que escribió en La Nueva Eloísa: “Si se toma el término con todo el rigor de su acepción, no existió nunca una verdadera democracia, ni existirá jamás. Va contra el orden natural que la mayoría gobierne y que la minoría sea gobernada” .

No está mal.

Basta con contemplar  un motín o una pueblada para advertir que sus jefes nunca son elegidos sino que se imponen por la fuerza. Anticipo las objeciones: los hombres no son animales (¡Oh!  ¡Casi nunca!) y el hombre es “un ser cuya esencia contradice el modo de existencia, un ser de naturaleza cuya esencia consiste en contradecir la naturaleza, a dominarla en  sí mismo por su voluntad y fuera de sí mismo por la técnica”  (Hubert Saget, Ontologie et Biologie). Brevemente el rol de la democracia consiste justamente en expurgar al hombre de entre las bestias - reino al que habitualmente pertenece - y enseñarle a vivir ya no como manada sino como tropa.

Muy bien.

Eso no quita que, en todas las civilizaciones, la minoría sea cual fuere la manera en que resultó elegida, aunque sea democráticamente, siempre salió de entre la mayoría y siempre la ha comandado, cosa que nunca le resultó simpática al espíritu de la democracia-derechos-del-hombre. Por más que no le guste, la aparición de una aristocracia - sea ésta del talento, del mérito, de la riqueza, de la herencia real o supuesta - es un fenómeno natural; y resulta que la aristocracia es por definición una minoría. Para impedir que funcione este fenómeno y para imponer el gobierno de la mayoría resulta necesaria una legislación fundada sobre un ideal abstracto, frecuentemente desmentido por la realidad de los hechos.

 

XVI. Por razones estéticas

Es cierto que, estéticamente, la idea de democracia, esa lúgubre planicie dónde 1=1=1=1 hasta el infinito, no me seduce. Prefiero las estructuras más jerarquizadas, más coloreadas, más arquitectónicas.

Por sobre todo quiero hablar del balance estético de las democracias comparadas con otros regímenes.

Por supuesto que sé muy bien que los más bellos templos griegos fueron construidos en un período llamado democrático, que existe una pintura suiza no enteramente desdeñable y que se puede considerar a los rascacielos norteamericanos como obras de arte. Pero no puedo dejar de pensar que el arte resulta de dos cosas: por una parte es un lujo y por otra una investigación apasionada en búsqueda de la verdad. Ahora bien, por una parte la democracia moderna reprueba puritanamente al lujo y por otra considera que hay en ella misma tanta verdad cuanto le hace falta a la humanidad para encuentrarse cómoda en el dominio de lo estético.

Véanlo en Francia, a la que el Antiguo Régimen le legó la place Vendôme y el Nuevo, Beaubourg; el Antiguo, el Palais-Royal, el Nuevo, las columnas de Buren; el Antiguo, el Louvre, el Nuevo, su pirámide. Comparen la acción de los mecenas del pasado y la de los “sponsors” privados o las administraciones públicas de hoy en día. Toda vez que el buen gusto, para parafrasear a Descartes, es la cosa peor repartida del mundo, es la menos democrática.

 

XVII. Porque la democracia nunca ha funcionado verdaderamente

Esta declaración puede parecer sorprendente en nuestra época en la que habitualmente se piensa que es el único régimen viable, pero echemos una ojeada a las grandes democracias de la historia.

La democracia ateniense estaba fundada sobre la esclavitud, cada ciudadano ateniense disponía en promedio de unos cinco esclavos. Había ciertamente igualdad entre los ciudadanos, pero no entre los habitantes ya que un sexto de la población era dueña de los otros cinco sextos.

La república romana no fue muy democrática. La fórmula Senatus populusque Romanus indica que Roma se concebía como una sociedad de dos escalones, los patricios y los plebeyos, a los que hay que agregar un tercero: los esclavos que, desde el siglo III se convirtieron en tantos que los plebeyos fueron dispensados de trabajar.

Seguramente la democracia suiza es la que más invita a la admiración, pero es una democracia directa, largamente compensada por las estructuras tradicionales de la sociedad, en particular la de sus cantones. El suizo que vota, generalmente lo hace sobre cuestiones de su incumbencia y competencia.

La democracia inglesa pasa por haber sido fundada sobre la Carta Magna arrancada a Juan sin Tierra por los barones sublevados, allá por 1215. Sus principales artículos garantizaban los derechos de los feudos y los privilegios de las ciudades. Recién en 1679 el habeas corpus comenzó a garantizar la libertad individual. El progresivo debilitamiento del poder real estaba largamente compensado por una estructura social oficialmente de dos escalones - la cámara de los lores y la de los comunes - pero que en realidad tenía tres escalones: los lores, la gentry que muy pronto se mezcló con la alta burguesía, y el bajo pueblo. Por su parte, la clase media se fraccionaba, desde el punte de vista social, en tres escalones: upper middle class, middle middle class y lower middle class, con, arriba de todo, la upper class y, abajo de todo, las lower classes, en plural. En tanto se mantuvo esta columna vertebral, Gran Bretaña, a pesar de los limites de su territorio y de su población, permaneció como una nación grande, en la que el concepto de “gentleman” , fundado antes que nada sobre una diferencia de raza, luego de clase, luego de cultura, aseguraba así la regulación del flujo social ascendente.

En todo eso, la monarquía jugaba un papel simbólico esencial, aunque sin verdaderas responsabilidades políticas. Cuando, bajo la presión de los comunes, los reyes se pusieron a fabricar lords sin arte ni concierto, diluyendo así la calidad en la cantidad, la sociedad inglesa comenzó a vacilar con los resultados que ya se conocen. Y eso que la legislación británica permitió la conservación de algunas grandes fortunas que aseguran al país un cierto equilibrio en la continuidad.

La democracia americana fue fundada por aristócratas como Jefferson y Hamilton y poco faltó para que Washington fuera ungido rey;

Desde entonces varios factores, más sociales que políticos, han jugado un papel en atenuar los defectos de la democracia;

  • Las grandes familias: a los americanos  les parece natural que los presidentes de la República sean parientes próximos, que un presidente reclute a su hermano como ministro de Justicia o que otro confíe a su mujer la organización de la salud pública.
  • Las grandes fortunas: por ejemplo, las principales embajadas americanas son otorgadas sistemáticamente como puestos políticos a quienes han sostenido las campañas electorales con sus finanzas.
  • Las grandes universidades de Ivy League: forman una  elite tradicional cimentada por un estilo de vida común, convicciones comunes y, frecuentemente, de matrimonios del mismo medio.
  • Las  sociedades secretas salidas de las grandes universidades: sus miembros comparten una buena  parte del poder político.
  • La tradición religiosa protestante, en la que todo  éxito material es percibido como una recompensa divina.
  • El unánime respeto de la Constitución como una institución sagrada.
  • La general aceptación de los diferentes niveles de vida que consagra los éxitos profesionales más o menos notables, pudiendo llegar el salario de un patrón hasta quinientas veces el de un empleado.

Y sin embargo, es cierto que los Estados Unidos de América han hecho de la democracia un sistema absoluto que pretenden imponer al mundo - cosa que proviene a la vez de una necesidad de hegemonía natural en una gran nación, de un mesianismo heredado de los puritanos y de la justificada convicción de que la expansión de la doctrina democrática es buena para la apertura de nuevos mercados - aunque hay que notar que la versión, sin atenuantes de ninguna especie, que ellos destinan a la exportación, difiere considerablemente de la versión doméstica.

Veamos ahora la historia de la democracia francesa.

Ella fue, antes que nada, la obra exclusiva de la burguesía. Al principio, el pueblo llamado “pequeño”  no se benefició en absoluto con ella, sirviendo de carne de cañón a  los ejércitos de la República, luego del Imperio, luego nuevamente de la República. A fuer y a medida que las ideas sociales - que no son necesariamente democráticas - progresaron invenciblemente, hubo que renunciar al sufragio censatario, esa aberración de la codicia, para dar lugar al sufragio universal, esa aberración de la inteligencia. Las fuerzas propiamente populares hervían sordamente desde la Revolución Francesa que, desde su punto de vista, estaba mancada, y la burguesía no se hizo mayores problemas con aplastarlas ni bien asomaban la cabeza, como sucedió con la Revolución de los Comuneros en Paris. Se vio bien, cuando la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Argelia, que Francia no estaba reconciliada consigo misma, lo que no llama la atención cuando se piensa que es el único país del mundo que tiene una fiesta nacional y un himno nacional que celebra la división y no la unión. Mientras tanto, a lo largo de doscientos años se había modificado la Constitución dieciséis veces; con las aventuras coloniales se había violado descaradamente uno de los principios de base de la democracia, el sacrosanto “derecho de los pueblos a la autodeterminación” ; y no se había extraído de las urnas ni un solo estadista de fuste. La democracia había confirmado a algunos, como Napoleón o como de Gaulle, si así se los quiere considerar, pero ninguno había accedido al poder mediante la máquina electoral que, en Francia, no sirvió más que para destilar mediocridad cuando no supura directamente corrupción.

Lo digo abiertamente: soy “medianamente”  democrático y me presto de buena gana a deshojar la margarita de las democracias. En Suiza tal vez lo hubiese sido apasionadamente; en los Estados Unidos, un poco; en Francia, nunca.

 

XVIII ... y porque ahora ya no puede funcionar en absoluto

En la belleza de su concepción original, que no tengo por qué negarlo, la democracia - abstracción hecha de sus resonancias populistas, igualitaristas, moralizadoras - viene en definitiva a decir que es bueno que los miembros de un determinado grupo elijan a sus jefes y que es bueno que sus jefes cumplan con el mandato que les es conferido, esto es, que respeten la opinión de sus mandantes. Hasta aquí, nada que criticar, salvo que los mandantes no necesariamente tienen razón y que los mandantes de otro candidato a lo mejor no están equivocados.

Hemos visto las reservas que hice respecto de la noción de opinión colectiva. Pero llegaría incluso a reconocer que, en la medida que se la considere como la suma algebraica de las distintas opiniones individuales, se puede defender no sólo su existencia sino también su legitimidad. Aun la prensa ha jugado un papel relativamente honorable en este asunto en la medida en que hubo órganos para predicar lo contrario uno de otros. ¡Helás!, todo eso ha cambiado: los medios masivos de información contemporáneos tornan no sólo ilusorio el concepto de opinión pública, sino que ya es materia de risa. En nuestros días una cuasi-unanimidad camina automáticamente gracias a los procedimientos de manipulación de la información, a los cuales, según los expertos, sólo se resiste un 7% de la población. Pero lo que se llama opinión pública ya no puede ser un parecer sincero e independiente. La inmensa mayoría del público se impregna completamente del pensamiento único que le sirenan cotidianamente diversos órganos de información y de desinformación (que no tienen de diverso más que los nombres y que machacan al unísono más o menos la misma cosa).

Esto hay que verlo bien:

  • en un régimen autoritario debe obedecerse a la autoridad, y se puede pensar lo que se quiera;
  • en un régimen totalitario se puede, en rigor, desobedecer la autoridad, pero resulta indispensable pensar lo que el régimen piensa;
  • en un régimen de democracia absoluta ya no se puede pensar sino lo que piensa la autoridad y, por consiguiente, las nociones de obediencia o de desobediencia resultan superadas. Algo así tenía en vista George Orwell cuando mostraba cómo su héroe amaba a su torturador.

Si la democracia es asunto de opinión, los mass media democráticos han tornado imposible toda veleidad democrática.

 

XIX. Porque de todas maneras igualmente podemos elegir

La propaganda actual tiende a hacernos creer que la humanidad no tiene más elección que entre la democracia, fuente de todos los bienes, y el totalitarismo, fuente de todos los males.

Es falso. Se puede, desde luego, adherir a una teoría según la cual, en el curso de la historia, todos los pueblos han sufrido regímenes desastrosos, que por fin los Estados Unidos de América concibieron una Constitución ideal, bajo la cual los egipcios, los súmeros, los griegos del siglo de Pericles, los mandarines de China y los aborígenes de Australia hubieran sido más felices, y que ahora debe imponérsela a todas las naciones del mundo, lo quieran o no.

Se puede también mostrar más respeto y curiosidad y notar que, para elegir gobiernos, hay otros modos que no son democráticos. Que no se me cite a Churchill: “La democracia es el peor de los regímenes, excepto todos los demás” . La boutade es graciosa, pero no significa literalmente nada. No hay más que mirar la historia para ver que otros sistemas han sido satisfactorios.

La monarquía más o menos hereditaria, por un lado opuesta a la democracia, y por el otro a la “tiranía”, ha sido el régimen más extendido en el mundo durante milenios. Era tan popular que los mismos hebreos, a pesar del consejo de los ancianos, reclamaron un rey para “hacer como todas las naciones (I Samuel, VIII: 5). La importancia de la heredad ha sido frecuentemente decisiva. En el antiguo Egipto no bastaba con ser hijo del faraón para aspirar a reinar: hacía falta ser hijo del faraón y de su hermana. Los Estados Unidos de América se han esforzado considerablemente para hacerle confesar a Hiroito, el emperador 124 del Japón, que no era de raza divina. Albert Camus, poco sospechoso de reaccionario, definía a los verdaderos monárquicos como “aquellos que concilian el verdadero amor del pueblo con el disgusto por las formas democráticas”.

Precisemos: la monarquía hereditaria no era un modo de elegir gobernante sino más bien un medio de evitar el tener que elegir al gobernante. La elección primera, quedaba hecha de una  vez por  todas, sea por medio de una elección entre partes, sea por medio de un combate singular, sea como consecuencia de un azar atribuido a la divinidad. Y esa elección se perpetuaba por dos razones: una, sobre la base de que se heredarían las supuestas cualidades del jefe (“buen perro de caza, pura raza, buena sangre, no puede mentir” ); la otra procedente de una constatación elemental: la instalación de un nuevo jefe cuesta siempre mucho esfuerzo, plata y algunas veces sangre que conviene economizar.

Bajo la república, los romanos elegían dos cónsules que, en caso de necesidad, cedían su lugar a un dictador único y temporario, el que debía ser un antiguo cónsul que designaba a uno u otro de los cónsules en actividad, luego de tirar suertes entre ellos.

Julio César, patricio si los hubo,  se dejó llevar al poder por la plebe al precio de una guerra civil. Después de él, el Imperio romano recurrió al sistema de adopción, esto es, la designación del jefe por su predecesor. Este sistema funcionó más o menos hasta el momento en que fue reemplazado por la aclamación: las legiones nombran entonces a su general preferido creando así una inestabilidad que finalmente llevó al Estado a su perdición.

En Polonia, la monarquía electiva, enteramente en manos de la nobleza a tal punto que el voto desfavorable de un solo noble podía hacer fracasar la elección, con todo, ha conocido horas de gloria.

Diversos países han vivido bajo sistemas oligárquicos que cumplieron perfectamente su cometido: no  se sabe que la república de Venecia, ni la de Génova, se hayan quejado mucho de haber adoptado tal sistema.

Si el del infantazgo dio resultados deplorables en Rusia - siendo que el país se encontraba fracturado cada vez que se moría un príncipe que quería dotar equitativamente a sus descendientes - la feudalidad occidental, con sus articulaciones orgánicas de señores feudales, vasallos y valvasores, puso las bases del mundo en que vivimos.

Tanto bajo la “tiranía” como bajo la democracia, los antiguos griegos designaban cerca de un millar de sus magistrados echando suertes, lo que tenía el mérito de darle una chance de vez en cuando a la competencia y a la virtud.

En todas las civilizaciones, frecuentemente el  voto ha sido una de las maneras de elegir gobernantes, pero ordinariamente era un voto reservado a los pares, a los jefes de tribu, a los patriarcas, a los guerreros que habían demostrado su valía. Hugo Capeto fue elevado a los honores por señores que prácticamente eran sus pares y el emperador del Sacro Imperio era elegido por electores hereditarios.

El Papa es elegido por un colegio de cardenales que a su vez han sido designados por el Papa, y elegido de entre los obispos, igualmente nombrados por el Papa. Estamos lejos del sufragio universal.

Los dictadores que han arrebatado el poder después de una guerra civil, o simplemente de una guerra, o de una intriga, o de un golpe de Estado, no siempre han hecho mal trabajo, sobre todo si se los compara con Hitler, elegido de la manera más democrática que hay. Generalmente las clases dirigentes se reclutan por heredad o por cooptación muchas veces matrimonial, pero sus funcionarios difieren según los países. La aristocracia francesa originalmente estuvo ligada a la tierra, la rusa casi exclusivamente por su servicio al Zar. Un noble portugués que ya no tiene los medios de “vivir noblemente”  pierde su nobleza.

Toda autoridad supone el asentimiento de aquellos que la reconocen, aun si no  se asienta sobre una democracia. “Soy su jefe, debo seguirlos”, decía un oficial francés haciéndose eco inconscientemente de Burke: “ Aquellos que pretenden guiar, deben, en gran medida, seguir. Deben conformar sus propuestas al gusto, al talento y al carácter de aquellos sobre los que quieren mandar”. Un embajador francés se extasiaba ante la facilidad con que Catalina la Grande se hacía obedecer. Ella rió: “Averiguo qué tienen ganas de hacer y luego se los ordeno” .

Si esto es verdad, no hay autoridad que pueda ser usurpada durante mucho tiempo aunque, para que sea legítima, las gobernantes no deben depender del capricho de sus gobernados. A veces la democracia garantiza esto; pero también ocurre que no lo hace y, en cualquier caso, otros regímenes lo hacen tan bien como ella.

 

XX. Porque la democracia es raramente democrática

Una  vez más, no niego lo que puede haber de seductor en la idea democrática, pero no veo que la democracia real cumpla con sus promesas. Como medio de designar gobernantes está expuesta a todas las trampas electorales: de un lado del Atlántico se interpretan falazmente las boletas del voto; del otro, se hace votar redondamente a los muertos. No está lejos el tiempo en que, del otro lado del Mediterráneo las urnas se llenaban antes de proceder a los referéndums. Incluso cuando no se llega a tanto, el sistema de la campaña electoral subvencionada y mediatizada falsifica todos los datos. En cuanto a las promesas electorales, uno  se pregunta cómo pueden todavía hacer impresión sobre los electores: “Soy un hombre político y, en tanto que hombre político, tengo la prerrogativa de mentir cada  vez que se me da la gana”, proclamaba sin ambages Charles Peacock, el amigo de Bill Clinton.

Como ética, la democracia resulta profundamente decepcionante. No soporta ninguna teoría, ninguna otra forma de vivir que no sea la suya. Afecta tolerancia pero no se tolera más que a si misma. Cuando, en un país como Francia, el 15% de los electores tiene una actitud que ella reprueba, la democracia los exilia después de modificar la ley electoral para que no puedan tener ninguna representación. Cuando, en un país como Austria o Italia, un partido reprobado llega con métodos perfectamente democráticos a frisar el poder, ¡hay que oír los gritos quebrantahuesos que lanza! Con toda discreción ahoga la libertad de pensar distinto de ella. Y cuando necesita transgredir sus propios diktats, no lo duda.  Lo atestiguan las aventuras coloniales de Francia y de Gran Bretaña. Más recientemente, el equipo americano en Somalía o la agresión de la NATO contra Yugoslavia prueban que las democracias son perfectamente capaces de cometer crímenes de guerra en nombre de los derechos del hombre.

Como sistema de gobierno, la democracia se mofa de sí misma a cada instante. Toda manifestación en las calles que traba la circulación, todo bloqueo de las rutas, toda huelga de funcionarios que impide mi libre circulación son profundamente antidemocráticas, no sólo porque atentan contra mis derechos de ciudadano, sino porque autorizan a las minorías a molestar a la mayoría. Parecería evidente que, en una democracia digna de ese nombre, cada uno debería tener los medios de expresarse sin embromar a su vecino.

Que se le agregue a eso las distintas jugarretas de las que se valen los parlamentos para no consultar a la nación sobre cuestiones mayores (como la resignación de la soberanía, o de los valores morales tradicionales, o las agresiones armadas sin declaración de guerra, o los castigos a aplicar a los violadores o asesinos de niños) y se verá que la democracia en acto no es, frecuentemente, más que un simulacro de democracia.

 

XXI  Lo que podría convertirme en un poco más demócrata.

Recapitulemos. Soy medianamente democrático porque se machaca un poco demasiado insistentemente con el ideal democrático, pero no estoy convencido de la infalible excelencia de los métodos democráticos para la elección de gobernantes; porque no me parece verosímil que el mismo sistema tenga las mismas virtudes en cualquier tiempo y lugar; porque me preocupa la suerte de las minorías que las mayorías tienden a aplastar; porque la palabra misma “democracia” no me parece tener un sentido muy claro; porque, en nuestros días, las calidades de la democracia se declaman más que se demuestran; porque la democracia, tal como se practica en nuestra época, tiene todas las fallas de las religiones más oscurantistas y ninguna de sus virtudes; porque la democracia se funda sobre una confusión entre el bien público y los caprichos del público; porque ineluctablemente conduce a diversas formas de totalitarismo; porque prefiere el principio de la cantidad por sobre el principio de la calidad; porque predicando la igualdad es necesariamente entrópica; porque buscando imponer utopías recurre con mucho gusto al terror; porque no es una forma de vida conforme a la naturaleza; porque la encuentro deletérea en términos de cultura y de civilización; porque no funciona sino a condición de ser abundantemente regada con principios antidemocráticos; porque los mass media actuales impiden que los ciudadanos de todo tipo tengan un juicio independiente; porque es falso pretender que no hay alternativa a la democracia; porque la democracia tiende a renegar de sí misma cada  vez que tiene una oportunidad.

Anticipo la pregunta que no faltará: “¿Qué propone usted como alternativa?”  

Contestar no es el tema de este opúsculo. Por otra parte, ya he dicho cuáles son los regímenes que gozan de mi simpatía. Aquí  creo haber demostrado bastante bien que la humanidad muchas  veces encontró medios de gobernarse que en ningún sentido eran democráticos y que sin embargo han fundado grandes civilizaciones. Por lo demás no conozco ningún negocio industrial o comercial que se gobierne democráticamente. Jamás he oído decir que un director de orquesta consulta con el timbalista o siquiera con el primer violinista acerca de la interpretación de una sinfonía, ni un jefe de cocina plegarse a la opinión mayoritaria de sus ayudantes - y menos aún de la de sus dientes - sobre el modo de preparar una salsa. Y no veo tampoco por qué el destino mismo de nuestras comunidades, es decir, la nuestra, debería regirse por métodos que han demostrado en otras partes ser perfectamente ineptos.

También estoy en contra de la tendencia contemporánea a creer que uno debe ser demócrata si es cristiano, so pretexto de que los principios cristianos y los principios demócratas se confirman sobre algunos puntos. Por supuesto, coinciden en el respeto debido al hombre, pero de ningún modo sobre la estructura ideal de la sociedad. Créanme: si el buen Dios hubiese sido demócrata, nos lo habría hecho saber.

Por mi parte, estoy dispuesto a convertirme en demócrata si se adopta estrictamente el sistema de Henry Ford, quien escribe en su autobiografía: “Soy partidario de la Democracia que le da a todos las mismas chances de triunfar”  (hasta aquí todo el mundo de acuerdo) “según la capacidad de cada cual”. Y es ahí donde todas las verdaderas democracias modernas reviran porque, sin decirlo abiertamente, lo que no aceptan es que no todos tienen la misma capacidad. Y tienen razón: aceptar eso es meter el dedo en el engranaje de la jerarquía. En cuanto a aceptar que éxitos diferentes vienen a coronar capacidades diferentes es, peor todavía, reconocer que le compete a los “mejores” caminar al frente.

Pero Henry Ford va más lejos: “Estoy en contra - sigue impávido - de aquella que pretende conferirle al número la autoridad que le corresponde al mérito” .

¡El mérito opuesto al número! ¡La autoridad sancionando al mérito! Me parece, mister Ford, que allí no está hablando usted de democracia. ¿No sería más bien una definición de aristocracia la que nos está dando?

La dificultad, en nuestro sistema, consistirá, por supuesto, en reconocer el mérito al que le será conferida la autoridad . En los negocios, en el comercio, el mérito se puede medir con cierta facilidad en base a la ganancia. El mundo de la política es más complejo.

Pero, francamente, estoy cada vez más seguro que no es con la urna.

ANÁLISIS DE LA SOBERANÍA ARGENTINA

ANÁLISIS DE LA SOBERANÍA ARGENTINA

Mario MENEGHINI

 

   Acabamos de conmemorar el combate de la Vuelta de Obligado, hecho de armas que se ha tomado como símbolo de la Soberanía Nacional (20-11-1845). Es oportuna la fecha para reflexionar sobre el problema de la soberanía en la actualidad. Digamos, en primer lugar, que la soberanía es un atributo exclusivo del Estado, consistente en el poder supremo en un territorio determinado. Resulta curioso que al momento de librarse este combate, la Confederación Argentina constituía un Estado embrionario, que carecía incluso de constitución formal. Eso no impidió que ejerciera en plenitud la soberanía, al enfrentarse, exitosamente, con las dos potencias más poderosas de la época.

   Por el contrario, en la Argentina  contemporánea no existe soberanía, sencillamente pues no funciona el Estado. El Estado es el órgano de síntesis, planeamiento y conducción de una sociedad determinada, destinado a procurar el bien común de la misma. Las tres funciones señaladas son indispensables; si dejan de cumplirse, el Estado desaparece como tal, aunque conserve la formalidad constitucional. (1) Esto sucedió en nuestro país en 1970, es decir, hace 40 años.

 

   Quien primero lo advirtió fue el general Perón, al momento de asumir por tercera vez la presidencia de la Nación. En un mensaje a los gobernadores, en agosto de 1973, les explicó la situación:

"La crisis argentina comenzó por lo más grave que puede producirse, la destrucción del hombre. Ha seguido por lo más grave que pueda haber después de eso, la destrucción del Estado. Por eso, debe darse principio a la reconstrucción".

   Dicha reconstrucción no se produjo, por el fallecimiento del presidente que había advertido la necesidad de hacerlo -y tenía la experiencia para concretarlo-, y por la notoria falta de interés de sus sucesores en solucionar este grave problema.

 

   Si bien el general Rosas, debió sostener un conflicto bélico en condiciones muy difíciles, las circunstancias de la época le permitieron utilizar la diplomacia para compensar su debilidad material. Hoy sería mucho más difícil, dadas las herramientas técnicas abrumadoras de que disponen las grandes potencias. Valga mencionar el manejo de la información:

a) el sistema Carnivore, software que utiliza el FBI para controlar los servidores de Internet;

b) el sistema Echelon, creado por la alianza de países anglosajones (UKUSA), que controla todas las comunicaciones en  el mundo, a través de 120 estaciones fijas y satélites geoestacionarios, desde su central en Maryland donde trabajan cien mil personas. Esta semana se puso en órbita el último y mas grande satélite espía (NROL-32) que posee una antena de 100 metros de diámetro.

 

   Esto no significa que no haya margen de autonomía para países como el nuestro, pero es imposible actuar sin una estrategia nacional diseñada adecuadamente, lo que exige profundizar en el análisis  sobre el rol de la autoridad pública en el mundo contemporáneo.

 

   Desde 1989, con la caída del muro de Berlín, han surgido múltiples centros de poder mundial, lo que facilita que los países actúen con relativa independencia de las grandes potencias. Sin embargo, en la Argentina, a partir de la derrota en Malvinas, se desarrolló un comportamiento distinto al que había existido durante varias décadas. En política exterior, la tendencia fue neutralista y procurando independencia respecto de los bloques, pero desde 1982 los sucesivos gobiernos parecen actuar con la actitud de país vencido. Digamos que la verdadera rendición incondicional no ocurrió en Malvinas, puesto  que el general Menéndez al recibir el acta redactada por el general Moore, tachó la palabra incondicional, y luego firmó. Fue la actitud política y cultural de muchos dirigentes la que condujo a la actual situación, e incluso, se tradujo en propuestas indignas de solución. Recordemos algunas de ellas:

-Dr. Escudé: reconocer el derecho de los kelpers a la autodeterminación, con soberanía compartida sobre el mar;

-Dr. Di Tella: adoptar el modelo Hong Kong, postergando un siglo la recuperación de las Malvinas;

-Dr. Vanossi: que Malvinas sea un Estado confederado a la Argentina, con derecho a secesión.

   Para impedir que alguna de estas fórmulas pudiera concretarse, la Convención Nacional Constituyente de 1994 incorporó al texto constitucional reformado la Disposición Transitoria Primera, que ratifica la soberanía imprescriptible sobre Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur, y los espacios marítimos correspondientes.

   Agreguemos una declaración efectuada en 1990, con motivo del tratado de Madrid, mediante el cual Gran Bretaña decidió unilateralmente cancelar la zona de protección militar alrededor de las islas en disputa, pero reemplazarla por un sistema de información en un área similar. En el Congreso, el Dr. Cavallo –Canciller en ese entonces- declaró: hubo una guerra y la Argentina la perdió. Por eso Gran Bretaña avanzó en usos militares  (Página 12, 29-3-90). Ésta sí fue una rendición incondicional.

 

   Pese a todos los condicionamientos que impone la globalización, el Estado sigue siendo el mejor órgano de que dispone una sociedad para su ordenamiento interno y su defensa exterior. De allí que los gobernantes de inspiración marxista –que han abandonado muchos de sus postulados ideológicos- se aferran al Estado “para crear los instrumentos de una nueva articulación entre el país y el orden mundial, aprovechando las ventajas estratégicas(2). El ex presidente de Brasil, Dr. Cardoso, inició la adaptación a la realidad mundial que continuó el actual presidente de ese país, aceptando la vertiente socialdemócrata, que trata de “conciliar el mercado con una acción competente del Estado(3). El mismo Fidel Castro, cuando gozaba de plena lucidez, confesó que “…los éxitos impresionantes de China y Vietnam, indican con claridad lo que puede y no puede hacerse si se quiere salvar la revolución y el socialismo(4). Con anterioridad, Felipe González y Miterrand habían comprobado las ventajas de aplicar el enfoque gramsciano: que el Estado renuncie al control total de la economía, para concentrarse en el control de la cultura y, a través de ella, acentuar el dominio político hegemónico.

 

   Desde nuestra perspectiva cristiana, no deben ser motivo de preocupación los cambios de tamaño, forma y roles del Estado, mientras cumpla su finalidad esencial de gerente del bien común. De modo que conviene no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado, que sigue siendo una sociedad perfecta, por ser la única institución temporal que protege adecuadamente el bien común de cada sociedad territorialmente delimitada. Como enseña Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in veritate”: “parece más realista una renovada valoración de su papel y de su poder, que han de ser sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades de ejercerlos(5).

 

   No somos los únicos en sostener la tesis de la inexistencia actual del Estado en la Argentina (6), pero debemos ahora mostrar aunque sea en forma esquemática que no se cumplen las tres funciones básicas indicadas.

 

   1º) La función de síntesis. La superación de los antagonismos internos no surge espontáneamente; es el resultado de un esfuerzo consciente por afianzar la solidaridad sinérgica, a cargo del Estado. El poder estatal tendrá  legitimidad en la medida en que cumpla dicha función, garantizando la concordia política. Los 13 millones de pobres, los 5 millones de indigentes, y los 750 mil chicos desnutridos demuestran que no existe el bien común. Pero, además de los aspectos materiales, es evidente el  clima de crispación y de enfrentamiento, estimulados por el gobierno.

 

   2º) La función de planeamiento. El Estado centraliza la información que le llega de los grupos sociales; recopila sus problemas, necesidades y demandas. Es en el marco del Estado donde debe realizarse el planeamiento global que establezca las metas y las prioridades en el proceso de desarrollo integral de la sociedad, en procura del Bien Común.

   En la actualidad, no se puede realizar ni la primera etapa del proceso de planeamiento, que es el diagnóstico, pues ha sido destruido el sistema estadístico. El experto Bodin ha comentado que “es deplorable la situación de la estadística argentina”, opinión compartida por el Fondo Monetario Internacional (Clarín, 31-10-10).

 

   3º) La función de conducción. La esencia de la misión del Estado es el ejercicio de la autoridad pública. La facultad de tomar decisiones definitivas e inapelables, está sustentada en el monopolio del uso de la fuerza, y se condensa en el concepto de soberanía.

   Es notoria la anarquía social que se manifiesta en la ocupación frecuente de calles, rutas y puentes, por grupos de piqueteros o sindicalistas, que la policía tolera por expresas instrucciones superiores.

   El Poder Ejecutivo impide el funcionamiento independiente del Congreso y del Poder Judicial. Recientemente, la Corte Suprema no pudo lograr que se respetaran dos decisiones del máximo órgano: la reposición en la provincia de Santa Cruz del procurador Sosa, y el dictamen sobre el guerrillero chileno Apablaza, que recomendaba rechazar su pedido de asilo político.

 

   Dos hechos policiales ocurridos en este mes, merecen una atención especial. La desarticulación en España de la llamada operación Manzanas Blancas, que consistió en la exportación desde Buenos Aires de 3,4 toneladas de cocaína, y la captura de oficiales de la Policía Federal que integraban una banda con traficantes peruanos. Es apenas un indicio del mayor peligro potencial en nuestro país, el narcotráfico, que ya maneja grandes cantidades de droga proveniente de Colombia, Bolivia y Perú, especialmente.

   El presidente de México, Calderón, explicó recientemente (Clarín, 13-11-10), que debido a la guerra que están librando su país y Colombia, algunos grupos están emigrando a otros países con Estados más débiles: Perú, Guatemala y Honduras, a este fenómeno lo ha denominado efecto cucaracha.

   Lo más preocupante es que los grupos que están migrando configuran lo que se llama narcoterrorismo por sus métodos feroces y el armamento que utilizan. Una muestra de lo que implica este peligro se ha podido observar estos últimos días en Río de Janeiro, donde los delincuentes se han enfrentado con la policía militar y hasta con tanques de la marina. En México se ha constituido una banda (los Zetas) integrada por desertores de las tropas especiales de las fuerzas armadas, que combaten con tácticas de comando a sus antiguos camaradas.

 

   Al no funcionar el Estado argentino, nuestro país está indefenso ante el problema descrito. Cientos de vuelos aterrizan diariamente con droga en unas 1.500 pistas clandestinas, lo que resulta posible por la carencia de radarización y la presumible complicidad de funcionarios. También funcionan laboratorios donde se elabora el clorhidrato de cocaína, a partir de la pasta base importada, destinándose los restos al paco consumido por los más pobres.

   No puede dejar de mencionarse el fallo de la Corte Suprema de Justicia, que consideró que el consumo de marihuana no constituye delito, a lo que debe agregarse que ya existen proyectos en el Congreso para despenalizar el uso de todo tipo de drogas. Mientras tanto, se puede comprar en los quioscos la revista THC, que realiza la apología de la drogadicción, en abierta infracción a la ley 23.737.

 

   Desde hace una década los especialistas vienen alertando sobre esta cuestión, que se agrava por las normas de las leyes de Defensa Nacional (23.554) y de Seguridad Interior (24.059), que han debilitado orgánicamente a las Fuerzas Armadas al impedir que actúen en el ámbito interno, incluso en el rubro inteligencia. Sólo como excepción, previa declaración del estado de sitio, podrían intervenir, pero sin la preparación adecuada. El Instituto de Estudios Estratégicos de Buenos Aires, que dirige el general Heriberto Auel, ha advertido con crudeza lo que señala como riesgo estratégico prioritario:

   “De nada nos serviría nuestra capacidad intelectual, si somos culturalmente indiferentes a éste conflicto. Si nos planteamos legalizar la droga, o asociarnos a sus negocios financieros, es demostrativo que no poseemos la fuerza moral para sustituir a la fuerza física, que tampoco poseemos(7).

 

   Por todo lo expuesto, consideramos que debemos emular a nuestros antepasados que supieron conquistar y defender la soberanía. Vale la pena cerrar estas reflexiones recordando el responso fúnebre del P. Ezcurra al ser repatriados los restos del general Rosas:

Te rogamos Señor que le des a Don Juan Manuel de Rosas el descanso eterno y que a nosotros nos niegues el descanso, nos niegues la tranquilidad, la comodidad y la paz, hasta que con los escombros de esta Patria en ruinas sepamos edificar la Argentina grande que Juan Manuel amó, en la cual soñó y por la cual entregó su vida.

 

 

 

 

1) Sánchez Sorondo, Marcelo. “La Argentina no tiene Estado, sólo Gobiernos”; Revista Militar Nº 728, 1993, pp. 13/17.

2) La Ciudad Futura, Nº 41, Verano de 1994, Separata.

3) Ibidem.

4) En Defensa del Marxismo, Nº 5, Abril de 1996, p. 35.

5) Caritas in veritate, 2009, p. 24.

6) Algunas opiniones similares:

 - Dr. Jorge Vanossi (siendo Ministro de Justicia): “La Argentina es un Estado debilucho, que está al borde de la anomia...”(La Nación, 17/3/02).

 - Dr. Manuel Mora y Araujo: “...el Estado argentino no funciona. No cumple su papel, no brinda a la sociedad los servicios que se esperan de él...” (La Nación, 20/3/02).

  - Dr. Natalio Botana: “...podemos llegar a una conclusión provisoria muy preocupante: que tenemos una democracia en un país sin Estado y sin moneda.” (Clarín, 28/4/02).

 - La Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, al analizar el reciente conflicto con el campo (26-6-08), cuestiona en su dictamen el “grave deterioro del sistema institucional que diluye la firmeza propia de un auténtico Estado de Derecho”.

 -  “…la Argentina carece en el momento actual de las condiciones que requiere todo Estado para arrogarse su condición de tal…”. Calderón, Horacio. “Los Kirchner, el poder y el caos. ¿Semillas de un futuro Estado fallido?”,  22-11-2009.

 -  “Aquel Estado poderoso y grande fue perdiendo autonomía y libertad de iniciativa hasta que, a mediados de los años setenta, entró en crisis, enfermo y asesinado a la vez”. (…) “…mientras el Estado sea una cáscara vacía, sin normas, sin burocracia, manejada arbitrariamente por gobernantes que han logrado destruir o inutilizar sus instrumentos de control y regulación”. Romero, Luis Alberto, Clarín, 16-11-2010.

 -   “…observamos que gran parte de ese Estado, en nuestro caso, ha cesado en sus funciones operativas”. Auel, Heriberto; en: Koutoudjian-Auel-Fraga-Quellet. “Geopolítica tridimensional Argentina”; Eudeba, 1999, p. 15.

 7) Instituto de Estudios Estratégicos de Buenos Aires. “El narcoterrorismo en las Américas”; 2001, parte I.

LA REVISIÓN AUTONÓMICA

LA REVISIÓN AUTONÓMICA

José Manuel CANSINO MUÑOZ-REPISO

 

   La publicación por la Fundación Progreso y Democracia de un documento sobre el coste del sistema autonómico, coincidiendo con la firma de un manifiesto abiertamente crítico con la deriva autonómica, corrobora haberse superado en España el tiempo en el que las lecturas críticas del actual modelo de Estado resultaban un anatema.

   En el caso del manifiesto "Esto sólo lo arreglamos sin las autonomías" destaca el hecho nada irrelevante de incluir a políticos otrora defensores del Título VIII Constitucional y ahora abiertamente contrarios a la forma en la que se ha ido sustanciando en estas tres décadas.

   Añádase a lo anterior la coexistencia de dos modelos de financiación muy distintos según se trate de territorios forales o de comunidades de régimen común. Sin duda, es éste un hecho llamativo que si bien pudo tener justificación en la primera etapa posconstitucional, hoy es difícil de sostener el trato financiero tan desigual entre unos y otros.

   Los ciudadanos no parecen divorciados de una opinión crítica del modelo autonómico. Cuando el CIS pide a los encuestados que valoren a las administraciones general del Estado, autonómica y local, la segunda nunca resulta la mejor valorada. Los encuestados piensan que el personal más preparado está en la Administración General mientras que es la Local la que responde más rápido, los trata mejor y proporciona más información a los ciudadanos (Estudio nº 2762. Calidad de los servicios públicos, pregunta 7).

   A pesar de lo anterior y finalizado el periodo de cesión de competencias, asistimos a una "inflación de personal" autonómica a juzgar por las cifras del Boletín del personal al servicio de las AA.PP. que publica el Ministerio de la Presidencia.

   Pero, con ser importante el dato, no capta el efecto del galopante crecimiento de las empresas públicas subcentrales que, de utilizarse originariamente para agilizar la gestión pública, sirven para reducir artificiosamente el endeudamiento de las administraciones propietarias, que pasa de esta forma a ser endeudamiento de las empresas públicas. Un rápido vistazo al inventario de entes de la comunidad autónoma andaluza lo corrobora.

   Este endeudamiento no se computa fácilmente por la Contabilidad Nacional como endeudamiento público. Las consecuencias de unas cifras de déficit y endeudamiento objetables no es cuestión baladí, a juzgar por el caso de Grecia.

   Para mayor abundamiento, es frecuente el uso de las empresas públicas para buscar acomodo a políticos cesados en sus cargos, a los que se les procura una jubilación dorada y bien remunerada a costa del contribuyente. No son pocos los casos en los que el puesto se crea ad hoc y su asignación se realiza de manera directa.

   Este "colchón privilegiado" para quien es expulsado de la política es impensable para cualquiera de los millones de trabajadores despedidos de sus empleos.

   En la explicación de esta deriva autonómica está la falta de conciencia de contribuyente que aqueja a la sociedad española, junto a una eficaz labor de los grupos de interés que operan concentrando los beneficios presupuestarios en sólo los propios y repartiendo los costes (mayores impuestos y carga de la deuda) entre millones de contribuyentes.

   El mencionado estudio de la Fundación Progreso y Democracia estima que una revisión del reparto de competencias permitiría que los españoles nos ahorráramos hasta 24.000 millones de euros al año.

   Los efectos indirectos serían, si cabe, más importantes de analizarse el coste de la fragmentación del mercado español por la proliferación de matices y trámites administrativos distintos introducidos por las leyes económicas de rango autonómico.

   Paradójicamente, los españoles, que junto con el resto de socios comunitarios anduvimos un largo camino hasta remover los obstáculos a la libre circulación en el mercado único europeo, ahora levantamos barreras administrativas interiores que hace siglos dejamos atrás en aras de un desarrollo económico y cohesión territorial mayores.

   No exageramos al afirmar que en el seno de un mercado único europeo, España se está consolidando como un "Estado fragmentado" en la atención a sus ciudadanos y regulación económica.

   Por todo ello, revisar las competencias a asumir por cada una de las administraciones públicas no puede despacharse, sin más, como quien ve en ello una reivindicación del centralismo. Debe reconocerse que parte de los servicios públicos ganarían en calidad de gestión (y ahorro de costes) si su competencia se otorgara a los ayuntamientos o retornase a la Administración general. La configuración administrativa del Estado no obedece a una ciencia exacta que no admite impugnación de sus conclusiones.

SOBERANÍA NACIONAL: 1845 - 2009

SOBERANÍA NACIONAL: 1845 - 2009

Mario MENEGHINI

 

   Recordamos hoy el combate de la Vuelta de Obligado que se produjo el 20 de noviembre de 1845, en aguas del río Paraná, al norte de la provincia de Buenos Aires. Se enfrentaron la Confederación Argentina, liderada por el general  Rosas y las naves de la alianza anglo-francesa, cuya intervención se realizó con el pretexto de  intervenir en  las disputas entre Buenos Aires y Montevideo.

   Con el desarrollo de la navegación a vapor ocurrido en la tercera década del siglo XIX, grandes barcos podían navegar los ríos en contra de la corriente. Este avance tecnológico impulsó a los gobiernos británicos y franceses que, desde entonces, siendo las superpotencias de esa época, exigían que se les permitiera el libre tránsito de sus naves por el Plata y los ríos interiores.

   En el año 1811, poco después de la Revolución de Mayo, Hipólito Vieytes había recorrido la costa del  Paraná buscando un lugar en donde poder montar una defensa contra un hipotético ataque de naves realistas. Para este propósito consideró al recodo de la Vuelta de Obligado como el sitio ideal, por sus altas barrancas y la curva pronunciada que obligaba a las naves a recostarse para pasar por allí. Rosas estaba al tanto de sus anotaciones, y es por ello que decidió preparar las defensas en dicho sitio. Buques de combate de la escuadra anglo-francesa navegaban por el río Paraná desde los primeros días de noviembre; estos navíos poseían la tecnología más avanzada en maquinaria militar de la época, impulsados tanto a vela como con motores a vapor. Una parte de ellos estaban parcialmente blindados, y todos dotados de grandes piezas de artillería forjadas en hierro y de rápida recarga y cohetes a la Congrève, que nunca se habían utilizado en esta región.

   El general Mansilla hizo tender tres gruesas cadenas de costa a costa, sobre 24 lanchones. Después de varias horas de lucha,  los europeos consiguieron forzar el paso y continuar hacia el norte, atribuyéndose la victoria. Tras varios meses de haber partido, las naves agresoras debieron regresar a Montevideo "diezmados por el hambre, el fuego, el escorbuto y el desaliento", de modo que la victoria anglofrancesa resultó pírrica; al respecto había escrito el general San Martín  desde Francia:

"Los interventores habrían visto que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que el de abrir la boca. (...) Esta contienda es, en mi opinión, de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de España".

 

   Este combate - pese a ser una derrota táctica - dio como resultado la victoria diplomática y militar de la Confederación Argentina, la resistencia opuesta por el gobierno argentino obligó a los invasores a aceptar la soberanía argentina sobre los ríos interiores. Gran Bretaña, con el Tratado Arana-Southern, y Francia, con el Tratado Arana-Lepredour, concluyeron definitivamente este conflicto.

   En un gesto evidente del triunfo argentino, el 27 de febrero de 1850, el contraalmirante Reynolds, por orden de Su Majestad Británica, izó la bandera argentina al tope del mastil de la fragata Southampton,  y le rindió honores con 21 cañonazos.

   A pedido del historiador José María Rosa, se promulgó la ley 20.770 que declara el 20 de noviembre "Día de la Soberanía Nacional", a modo de homenaje permanente a quienes defendieron con valentía y eficiencia los derechos argentinos.

 

   Es importante reflexionar hoy sobre el tema de la soberanía, en un momento de profunda crisis en el país. Hoy existe en la Argentina, como nunca antes, un desaliento generalizado sobre su destino; cunde un clima de descontento, de protesta, una especie de atomización social. Estos síntomas evidencian que está debilitada la concordia, factor imprescindible para que exista una nación en plenitud.

 

   El primer tópico a analizar es la relación entre los conceptos de nación y estado. La nación es una forma típica de comunidad, o sea, un grupo humano que no se ha formado deliberadamente, y que surge históricamente como vínculo espiritual entre personas que poseen una serie de factores comunes. No es una persona moral, ni puede organizarse. De allí el error de definir al Estado como una nación jurídicamente organizada, metamorfosis sostenida por los teóricos de la Revolución Francesa. De esta confusión surge el Estado jacobino, que también confunde los conceptos de soberanía nacional y soberanía popular.

   En realidad, la nación es algo no político, y según la experiencia histórica puede convivir con otras dentro de un mismo Estado, así como puede extenderse más allá de las fronteras de dicho Estado. Mientras el Estado es un ente de existencia necesaria para la convivencia humana; la nación está condicionada históricamente.

 

   El segundo tópico a considerar es el peligro que creen advertir muchos de que, en esta época signada por la globalización,  el estado sufra una disminución o pérdida total de su soberanía. Para ello, debemos precisar el concepto mismo de soberanía, que es la cualidad del poder estatal que consiste en ser supremo en un territorio determinado, y no depender de otra normatividad superior. No es susceptible de grados; existe o no. Por lo tanto, carece de sentido mencionar la "disminución de soberanía" de los Estados contemporáneos.

   Lo que puede disminuirse o incrementarse es el poder propiamente dicho, es decir, la capacidad efectiva de hacer cosas, de resolver problemas e influir en la realidad. El hecho de que un Estado acepte, por ejemplo, delegar atribuciones propias en un organismo supraestatal -como el Mercosur-, no afecta su soberanía, pues, precisamente, adopta dichas decisiones en virtud de su carácter de ente soberano.

 

   Habiendo analizado los aspectos conceptuales de la cuestión, podemos ahora encararla con referencia a nuestro Estado. No cabe duda que la globalización implica un riesgo muy concreto de que disminuya en forma alarmante el grado de independencia que puede exhibir un país en vías de desarrollo. Ningún país es hoy enteramente libre para definir sus políticas, ni siquiera las de orden interno, a diferencia de otras épocas históricas en que los países podían desenvolverse con un grado considerable de independencia. Entendiendo por independencia la capacidad de un Estado de decidir y obrar por sí mismo, sin subordinación a otro Estado o actor externo; la posibilidad de dicha independencia variará según las características del país respectivo y de la capacidad y energía que demuestre su gobierno. Pues, más allá de las pretensiones de los ideólogos de la globalización, lo cierto es que el Estado continúa manteniendo su rol en nuestros días. En varios países europeos el Estado maneja más de la mitad del gasto nacional, y no es consistente, por lo tanto, afirmar que los políticos son simples agentes del mercado. Es claro que ello exige fortalecer el Estado, que sigue siendo el único instrumento de que dispone la sociedad para su ordenamiento interno y su defensa exterior.

 

   La situación internacional, vista sin anteojeras ideológicas ofrece, - en especial desde 1989- posibilidades de actuación autonómica aún a los países pequeños y medianos. Por cierto, que para poder aprovechar las circunstancias, es necesario que los gobernantes sepan distinguir los factores condicionantes de la realidad, de los llamados "factores determinantes" de la política exterior; estos son los hombres concretos que deciden en los Estados, procurando mantener su independencia.

   El economista Aldo Ferrer ha aportado un concepto interesante, el de "densidad nacional", que expresa el conjunto de circunstancias que determinan la calidad de las respuestas de cada nación a los desafíos y oportunidades de la globalización. Atribuye dicho autor a la baja densidad nacional, la causa de los problemas argentinos.

   Desde nuestra perspectiva no deben ser motivo de preocupación los cambios de tamaño, forma y funciones del Estado, mientras cumpla su finalidad esencial de gerente del Bien  Común.

 

   Resumiendo lo expresado, consideramos que el mundo contemporáneo permite conservar cuotas significativas de independencia, siempre que exista una estrategia que seleccione el método de análisis y de elaboración de planes, apto para resolver los problemas gubernamentales.

   Si es correcto el análisis, la prioridad absoluta consiste en restaurar el Estado, y procurar que actúe eficazmente al servicio del bien común.

 

   Lamentablemente, tropezamos con un generalizado abstensionismo cívico. Nos parece que, si a la política se la sigue considerando la cenicienta del espíritu -en expresión de Irazusta-, seguirá careciendo el país de suficientes políticos aptos en el servicio a la comunidad. No puede extrañar que esta actividad genere recelos, pues es la función social más susceptible a la miseria humana, la que exacerba en mayor medida las pasiones y debilidades. Pero la situación actual en nuestro país es, y desde hace mucho tiempo, verdaderamente patológica; la mayoría de los buenos ciudadanos, comenzando por los más inteligentes y preparados, abandonan deliberadamente la acción política a los menos aptos y más corruptos de la sociedad, salvo honrosas excepciones.

 

   Explica Marcelo Sánchez Sorondo que: al ocurrir la vacancia del Estado por el ilegítimo divorcio entre al Poder y los mejores, en la confusión de la juerga aprovechan para colarse al Poder los reptiles inmundos que, denuncia Platón, siempre andan por la vecindad de la política, como andan los mercaderes junto al Templo. Se ha llegado a esta situación por un progresivo y generalizado aburguesamiento de los ciudadanos, de acuerdo a la definición hegeliana del burgués, como el hombre que no quiere abandonar la esfera sin riesgos de la vida privada apolítica.

 

   Un proyecto nacional puede contribuir, a compatibilizar la inevitable integración del país con los demás países, y la preservación de la propia identidad cultural. Entonces, un proyecto nacional deberá estar basado en las raíces históricas del pueblo argentino. La definición más común de la patria, indica que es "la tierra de los padres". No es sólo un territorio, es una geografía permeada por siglos de asentamiento de una comunidad determinada. Curiosamente, todos las propuestas de proyecto nacional que se han publicado en el país, reconocen el pasado de la nación argentina, que se distingue por una cultura, una lengua y una religión. Dicha cultura tiene su origen en Grecia y Roma, y nos llegó a través de España, junto con el cristianismo.

   La fidelidad a esos valores, estaba presente en los hombres que forjaron la patria. Incluso cuando se produjo la emancipación, la ruptura política no significó renegar de la tradición, de la herencia recibida. Los argentinos de hoy no tenemos derecho a traicionar esa herencia. Pese a tantos problemas y desencantos, debemos decir, parafraseando a un poeta español: quiero a mi patria, por no me gusta como es hoy. Nuestro amor a la patria, no debe ser una complacencia sensible, no solamente un sentimentalismo de discurso escolar, sino conciencia de la realidad de esta patria y de este pueblo. De este pueblo que quiere seguir siendo fiel a la herencia que  le están arrebatando tantos aventureros y delincuentes.

 

   Quien es considerado, con justicia, el Padre de la Patria  -San Martín-, fue combatido y obligado al exilio por aquellos que renegaban del pasado de la patria. Que negaban  la tradición hispánica, pues preferían los postulados masónicos de la Revolución Francesa. Aun desde Europa, San Martín continuó hasta su muerte preocupándose por el cuerpo y el alma de la Argentina. En varias de sus cartas aboga por una mano firme que ponga orden en la patria. Cuando esa mano firme enfrenta al invasor extranjero, en la Vuelta de Obligado, San Martín redacta su testamento, disponiendo:

"El sable que me ha acompañado en la independencia de América del Sur, le será entregado al general de la República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como prueba de la satisfacción que como argentino he tenido de ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla."

 

   Los argentinos que vivimos hoy en esta patria, la recibimos como herencia del pasado y debemos transmitirla a las generaciones futuras. Es algo que tenemos en custodia, no nos pertenece. No la podemos vender, ni mucho menos regalar.

   Nunca es más grande y fuerte un pueblo que cuando hunde sus raíces en el pasado. Cuando recuerda y honra a sus antepasados. Por eso, debemos mirar hacia ese pasado y recordar el ejemplo de los héroes nacionales, para pensar después en el presente; para pensar en el presente sin desanimarnos, a pesar de todo. Para que, aunque parezcamos una patria y un pueblo de vencidos, no seamos vencidos en nuestra alma, no seamos vencidos en nuestro espíritu, en nuestra manera de pensar, en nuestro compromiso de argentinos.

   Frente a la decadencia actual de la Argentina, la peor tentación, mucho peor que la derrota exterior, es la tentación de la derrota interior. La tentación del desaliento, la tentación de la desesperación, la tentación de pensar que no hay nada que hacer. La tentación de rendirnos.

 

   La cultura de un pueblo se mantiene vigorosa, cuando defiende sus tradiciones, sin perjuicio de una lenta maduración. La identidad nacional se deforma cuando se corrompe la cultura y se aleja de la tradición, traicionando sus raíces. La nación es una comunidad unificada por la cultura, que nos da una misma concepción del mundo, la misma escala de valores. La nacionalidad es tener:

                                     glorias comunes en el pasado;

                                     voluntad común en el presente;

                                     aspiraciones comunes para el futuro.

 

   Quienes pretenden, por ejemplo, suprimir del calendario el Día de la Raza, instituido por el Presidente Irigoyen, amenazan con dejarnos sin filiación, sin comprender que la raza, en este caso, no es un concepto biológico, sino espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y nuestro destino. Ese sentido de raza es el que nos aparta de caer en el remedo de otras comunidades, cuyas esencias son extrañas a la nuestra. Para nosotros, la raza constituye un sello personal inconfundible; es un estilo de vida.

 

   La identidad nacional, está marcada por la filiación de un pueblo. El pueblo argentino es el resultado de un mestizaje, la nación argentina no es europea ni indígena. Es el fruto de la simbiosis de la civilización grecolatina, heredada de España, con las características étnicas y geográficas del continente americano. Lo que caracteriza una cultura es la lengua, en nuestro caso el castellano. Los unitarios consideraban a este un idioma muerto, pues no era la lengua del progreso, y preferían el inglés o el francés.

   Dos siglos después, muchos argentinos manifiestan los mismos síntomas del complejo de inferioridad. Muchos jóvenes caen en la emigración ontológica; en efecto, se van a otros países, creyendo que van a poder ser en otra parte. Olvidan la expresión sanmartiniana: serás lo que debas ser, sino no serás nada.

 

   En esta hora, resulta evidente que solo podrán resistir los embates de la globalización y conservar su independencia, los Estados que se afiancen en sus propias raíces, y mantengan su identidad nacional. El ex-Presidente Avellaneda, en un discurso famoso sostuvo que: los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de sus destinos; y los que se apoyan sobre tumbas gloriosas, son los que mejor preparan el porvenir.

   Únicamente procediendo así podremos conmemorar, sin incurrir en hipocresía, La Vuelta de Obligado.

 

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Fuentes:

 

Bidart Campos, Germán José. "Doctrina del Estado Democrático"; Buenos Aires, Jurídicas Europa-América, 1961.

Ferrer. Aldo. "La densidad nacional"; Buenos Aires, Capital Intelectual, 2004.

Mahieu, Jaime María de. "El Estado Comunitario"; Buenos Aires, Arayú, 1962.

Meneghini, Mario. "Identidad nacional y el bien común argentino"; Córdoba, Centro de Estudios Cívicos, 2009.

Rosa, José María. "Historia Argentina"; Buenos Aires, Editor Juan Granda, 1965, Tomo V.

DERECHOS HUMANOS VS. DERECHOS CIUDADANOS

DERECHOS HUMANOS VS. DERECHOS CIUDADANOS

Alberto BUELA

 

   Hace ya muchos años el pensador croata Tomislav Sunic realizaba la distinción entre derechos humanos y derechos de los pueblos, tomando partido por estos últimos. No es para menos, los derechos humanos tienen un anclaje filosófico en la ideología de la ilustración de corte político liberal, mientras que los derechos de los pueblos fundan su razón de ser en el historicismo romántico de corte popular.

   Hoy ya es un lugar común - luego de la afirmación de Proudhon (1809-1965), el padre del anarquismo, "cada vez que escucho humanidad sé que quieren engañar" - cuestionar la incoherencia de la Ilustración en materia política, así como la exaltación de la razón humana como "diosa razón". Este pensamiento ilustrado sufre una metamorfosis clara que va desde sus inicios con el laicismo libertario de la Enciclopedia y el racionalismo, pasa por el socialismo democrático y desemboca en nuestros días en el llamado "progresismo" que se expresa en la ideología de la cancelación, como bien lo hace notar el muy buen pensador español Javier Esparza: " que consiste en aquella convicción según la cual la felicidad de las gentes y el progreso de las naciones exige cancelar todos los viejos obstáculos nacidos del orden tradicional"  (1).

 

   La gran bandera del pensamiento "progre" es y han sido los derechos humanos donde ya se habla de derechos de segunda y tercera generación. Esta multiplicación de derechos humanos por doquier ha logrado un entramado, una red política e ideológica que va ahogando la capacidad de pensar fuera de su marco de referencia. Así el pensamiento políticamente correcto se referencia necesariamente en los derechos humanos y éstos en aquél cerrando un círculo hermenéutico que forma una ideología incuestionable. Esta alimentación mutua se da en todas las formulaciones ideológicas que se justifican a sí mismas, como sucedió con la ideología de la tecnología en los años sesenta, donde la tecnología apoyada en la ciencia le otorgaba a la ciencia un peso moral que ésta no tenía, hasta que la tecnología llevaba a la práctica o ponía en ejecución los principios especulativos de aquélla.

   Se necesita entonces un gran quiebre, una gran eclosión, el surgimiento de una gran contradicción para poder quebrar esta mutua alimentación. Mutatis mutandi, Thomas Khun hablaba de quiebre de los paradigmas, claro que no para hablar de este tema, sino para explicar la estructura de las revoluciones científicas. Los derechos humanos tal como están planteados hoy por los gobiernos progresistas están mostrando de manera elocuente que comienzan a "hacer agua", a entrar en contradicciones serias.

   En primer lugar estos derechos humanos de segunda o tercera generación han dejado o han perdido su fundamento en la inherencia a la persona humana para ser establecidos por consenso. Consenso de los lobbies o grupos de poder que son los únicos que consensúan, pues los pueblos eligen y se manifiestan por sí o por no. Aut- Aut, Liberación o dependencia, Patria o colonia, etc. Es por eso que hoy se multiplican por cientos: derecho al aborto, al matrimonio gay, a la eutanasia, derecho a la memoria por sobre la historia, a la protección a las jaurías de perros que por los campos matan las ovejas a diestra y siniestra (en la ciudad de La Paz- Bolivia hay 60.000 perros sueltos) (2). Cientos de derechos que se sumaron a los de primera generación: a la vida, al trabajo, a la libertad de expresión, a la vivienda, al retiro digno, a la niñez inocente y feliz, etc.

   Ese amasijo de derechos multiplicados ha hecho que todo el discurso político "progre" sea inagotable. Durante horas pueden hablar Zapatero y cualquiera de su familia de ideas sin entrar en contradicciones manifiestas y, por supuesto, sin dejar de estar ubicado siempre en la vanguardia. La vanguardia es su método. Pero cuando bajamos a la realidad, a la dura realidad de la vida cotidiana de los ciudadanos de a pié de las grandes ciudades nos encontramos con la primera gran contradicción: Estos derechos humanos, proclamados hasta el hartazgo, no llegan al ciudadano. No los puede disfrutar, no nos puede ejercer.

   El ciudadano medio hoy en Buenos Aires no puede viajar en colectivo (bus) porque no tiene monedas, es esclavizado a largas colas para conseguirlas. Es sometido al robo diario y constante. Viaja en trenes desde los suburbios al centro como res, amontonado como bosta de cojudo. Las mujeres son vejadas en su dignidad por el manoseo que reciben. Los pibes de la calle y los peatones sometidos al mal humor de los automovilistas (hay 8000 muertes por año). Llevamos el record de asesinatos, alrededor de 12.000 al año. Los pobres se la rebuscan como gato entre la leña juntando cartón y viviendo en casas ocupadas en donde todo es destrucción. Quebrado el sistema sanitario la automedicación se compra, no ya en las farmacias, sino en los kioscos de cigarrillos. El paco y la droga al orden del día se lleva nuestros mejores hijos, mientras que la educación brilla por su ausencia con la falta de clases (los pibes tienen menos de 150 días al año).

 

   Siguiendo estos pocos ejemplos que pusimos nos preguntamos y preguntamos ¿Dónde están los derechos humanos a la libre circulación, a la seguridad, a la dignidad, a la vida, al trabajo, a la vivienda, a la salud, a la moralidad pública, a los 180 días de clases que fija la ley? No están ni realizados ni plasmados y  no tienen ninguna funcionalidad político social como deberían tener. Así los derechos humanos en los gobiernos progresistas son derechos "declamados" no realizados. Es que este tipo de gobiernos no gobiernan sino que simplemente administran los conflictos, no los resuelven. En este caso específico que tratamos aquí los derechos ciudadanos mínimos han sido lisa y llanamente conculcados. La dura realidad de la vida así nos lo muestra, y el que no lo quiera ver es porque simplemente mira pero no ve. La gran contradicción de lo políticamente correcto en su anclaje con los derechos humanos en su versión ideológica es que estos por su imposibilidad de aplicación han quedado reducidos a nivel de simulacro. Hoy gobernar es simular.

   Y acá surge la paradoja que en nombre de una multiplicidad infinita de derechos humanos, estos mismos derechos de segunda o tercera generación han tornado irrealizables los sanos y loables derechos humanos del 48 que tenían su fundamento en las necesidades prioritarias de la naturaleza humana. Han venido a ser como el perro del hortelano que no come ni deja comer. Todo esto tiene solo una víctima, los pueblos, las masas populares que padecen el ideologismo de los ilustrados "progres" que los gobiernan.

   Un ejemplo final lo dice todo: año1826, primer presidente argentino González Rivadavia, un afrancesado en todo menos en la jeta de mulato resentido, alumbró 14 cuadras de la aldea que era Buenos Aires, en la cuadra 15 los perros cimarrones se comían a los viandantes. Siempre el carro delante del caballo.

 


 

(1) Esparza, Javier: "Para entender al zapaterismo: entre el mesianismo y la ideología de la cancelación", Razón Española Nº 153, Madrid, enero-febrero 2009, p.10

(2) Hay quienes hablan hoy de "derechos humanos de los animales" un verdadero hierro de madera.

LA POLÍTICA DESDE EL ÁNGULO DOCTRINARIO DE LOS CATÓLICOS

LA POLÍTICA DESDE EL ÁNGULO DOCTRINARIO DE LOS CATÓLICOS

José Antonio RIESCO

 

   Antes de que finalizara el año 2008 en un acto muy concurrido, aunque de público calificado, se hizo la presentación del libro "La Política: obligación moral del cristiano", del que es autor el doctor Mario A. Meneghini, un reconocido expositor y militante de la ortodoxia católica que, a su identificación con los postulados de la Iglesia, suma una manifiesta y permanente vocación política. Egresado de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (UCC), se orientó además, con buena formación filosófica, hacia la problemática administrativa del Estado. Es presidente del Centro de Estudios Cívicos.

 

   La obra que comentamos (124 páginas, edición de El Copista- Córdoba), luego de una Introducción, se organiza en dos capítulos principales (I y II), y agrega un Anexo que suma documentos pertinentes al tema como ocurre a lo largo del texto, sobre todo los pontificios. Una bibliografía muy completa oficia de valioso soporte a cada tramo del trabajo.

    No deja de llamar la atención en el diseño de tapa, admirable, la imagen de Tomás Moro, figura consular de tiempos difíciles y que murió en el cadalso en 1535 por su tozudez y limpieza de alma. Se negó a convalidar las infamias domésticas de Enrique VIII de Inglaterra, monarca absoluto y siempre dominado por la impiedad y la lujuria. Al déspota le fue útil Tomás Cromwell, experto en intrigas y ambiciones, de ahí que sustituyó a Moro en el cargo de canciller del reino, aunque luego, al querer imponerle al rey una alemana gorda y sin gracias, para novia, provocando su enojo, también cerró su historia en el cadalso. El nuevo canciller superó en mañas políticas a Moro, pero Enrique sabía más de mujeres que él.

 

   El capítulo 1 comprende: Ideas sobre la crítica a la democracia, La política como obligación moral del cristiano, Actitud política de los católicos frente al sistema de partidos, Mal menor en las elecciones políticas. Votar : ¿Optativo o moralmente obligatorio? - En el capítulo 2: La Política, Doctrina política de la Iglesia, Contenido de la doctrina, Síntesis de la doctrina política de la Iglesia (Enc. Pacem in Terris), Temas polémicos.

 

   La tesis central del Dr. Meneghini -al menos tratándose de los cristianos que responden, con "fe y razón", al magisterio de la Iglesia Católica--  señala la obligatoriedad moral de todos y cada ciudadano de participar de los instrumentos de acción que ofrece la democracia. Se puede cuestionar y/o combatir pacíficamente los males y vicios de la política, donde y cuando ellos dominen el escenario de la participación cívica, pero la prescindencia no es una opción válida, salvo situaciones excepcionales y transitorias. Su teoría del "mal menor" tiene fuerza y se enriquece con una selección de citas de documentos pontificios y de autores de prestigio. Es una obra, la suya, de mucha responsabilidad en las referencias bibliográficas. Sin pretender compararla me hizo acordar la de dos pensadores católicos cuya amistad siempre me honró: "La persona humana" de Miguel A. Grisolía, escritor y docente universitario en Rosario, y "El orden natural" de Carlos Sacheri, este último martirizado en 1975 por el marxismo enloquecido.

 

   Este libro de Meneghini hay que leerlo y estudiarlo. Por los que creen desde la ortodoxia y también por los agnósticos que, pese a las apariencias, tienen preocupaciones religiosas. Después de todo la idea de Dios es más amplia y motivadora que la imperante en una cofradía. Ya que esto de "la política" pertenece a aquello de "este mundo", donde estamos todos, por ahora, y que Cristo dejó al costado o por debajo de "mi Reino". Nuestro autor hace referencia, precisamente, sin abandono de los deberes prácticos y espirituales del Evangelio, al campo político que "los laicos" están compelidos a no tratar con indiferencia ni abstención. Pero es preciso, aceptar, que se trata de un asunto, la acción política, que se da en un terreno resbaladizo con mayor posibilidad que el que ofrece una carretera firme y recta.

    O sea, es bueno aclarar que el deber de participar en los instrumentos de la política, en la actual sociedad compleja y dinámica, brinda oportunidades de servicio al "bien común" que no conocieron los tiempos pasados. El mapa cultural y socioeconómico de la actual vida social contiene una multiplicidad de campos de militancia cívica  que excede en mucho (cantidad y calidad) al magro producto del mero partidismo. Y ya nadie identifica esta realidad de nuestra actual "sociedad  activa" con los proyectos corporativos de otras partes y otras eras.

 

   De otro lado, no debería confundirse el deber moral (ciertamente innegable) de participar en las actividades orientadas al mejor gobierno del grupo, con una especie de martirologio psico-espiritual. Para una persona, sobre todo jóvenes, con cierto pudor en cuanto a ideas, sentimientos y conductas en ningún caso le puede ser indiferente el clima cargado de vicios, picardías, artimañas, corrupción y otras monadas que, con sus excepciones, domina en esos ámbitos. A no ser que eso sea, precisamente, lo que inconscientemente buscaba para realizarse. El dejar abierta esta dimensión polémica de la política es una contribución del libro del Dr.Meneghini. Hay que leerlo y discutirlo; por que hace pensar, un mérito poco común en esta materia. 

 política, DSI, cristianismo, participación, democracia

Buenos Aires, enero de 2009