ESPÍRITU DEL 2 DE MAYO Y ESPÍRITU DE CÁDIZ
Ángel David MARTÍN RUBIO
Una consideración sobre el sentido nacional del 2 de mayo, es decir sobre las aportaciones de dicha fecha a la identidad española previamente existente, puede partir de la siguiente afirmación: la trascendencia de dicho episodio histórico no se limita a lo ocurrido en tal ocasión. El 2 de mayo pudo haber sido una gloriosa pero estéril rebeldía contra el despotismo de Napoleón a no ser porque tuvo como efecto la puesta en marcha de un doble proceso:
― Transformación política iniciada mediante la constitución de Juntas, práctica de naturaleza para nada revolucionaria que ha sido comparada con la adoptada en la España del Antiguo Régimen en otros momentos de crisis.
― Guerra de la Independencia, cuya importancia a la hora de provocar el colapso del proyecto napoleónico no es necesario encarecer aquí.
Independencia nacional y legitimidad contrarrevolucionaria
La afirmación propia frente al extranjero, la independencia nacional, con ser elemento constituyente del fenómeno, no reviste el carácter de factor decisivo.
Es cierto que una rabiosa rebeldía se apoderó de los madrileños cuando se les puso delante de los ojos de manera dramática que eran los franceses quiénes determinaban la vida política española. «Para ellos, como ha señalado acertadamente Lovett, España era el mejor país del mundo, las españolas las más guapas de las mujeres, su religión la única verdadera, y su monarca el mejor de los reyes. Un pueblo tan profundamente orgulloso y contento consigo mismo, mal podía ser dominado por una nación extranjera» (Alfonso Bullón de Mendoza, en Javier Paredes (coord.), España, siglo XIX, Madrid, Actas, 1991, pág.64).
Sin embargo, no es menos reseñable que era Francia la que venía determinando durante años la política española sin que ello despertara la menor inquietud en personas como Godoy quien valoraba así su propia política: «España, entre todas las naciones vecinas de Francia, fue la única que durante 15 años consecutivos de sacudidas violentas, mientras los imperios y los reinos, se veían trastornados, conmovidos hasta sus cimientos, mutiladas sus provincias, España, digo fue la única que se mantuvo en píe, conservando sus Príncipes legítimos, su religión, leyes, costumbres, derecho, y la completa posesión de sus vastos dominios en ambos hemisferios» (Manuel Godoy, Memorias del Príncipe de la Paz, Tomo 1, BAE, Madrid, 1956, págs.14-15). Y franceses eran también los Cien mil hijos de San Luis recibidos de manera entusiasta en 1823 para hacer frente a los revolucionarios encaramados en el poder durante el llamado Trieno Liberal.
No estamos, por lo tanto, únicamente ante una guerra contra el francés sino ante una guerra contra la etapa imperial de la Revolución Francesa, al igual que la de 1793-1795 lo había sido contra la etapa jacobina de dicha Revolución.
El bonapartismo ―que recibe su apelativo del apellido del corso― significa en la historia de cualquier proceso revolucionario la fase de institucionalización y, en ese sentido, las guerras napoleónicas no representan una simple expansión nacionalista sino la difusión a escala europea de los principios jacobinos pasados por el tamiz napoleónico.
El bonapartismo ―que recibe su apelativo del apellido del corso― significa en la historia de cualquier proceso revolucionario la fase de institucionalización y, en ese sentido, las guerras napoleónicas no representan una simple expansión nacionalista sino la difusión a escala europea de los principios jacobinos pasados por el tamiz napoleónico.
La obra reformadora de las Cortes
En la actuación de las Cortes de Cádiz constatamos:
- El carácter netamente innovador de sus decisiones, con muy pocas concesiones a la corriente tradicional.
Federico Suárez definió a los innovadores como el grupo que pretende adoptar el modelo revolucionario francés, más o menos moderado y más o menos traducido al español, pero del que resultaría necesariamente un régimen ex novo. Son los liberales (cfr. Federico Suárez, La crisis política del Antiguo Régimen en España (1808-1840), Rialp, Madrid, 1988, passim). En su obra de teatro de 1934, Cuando las Cortes de Cádiz, Pemán pone en boca del filósofo Rancio esa convicción de que los diputados liberales estaban afrancesando a esa España por cuya independencia luchaban otros al mismo tiempo:
"Y que aprenda España entera
de la pobre Piconera,
cómo van el mismo centro
royendo de su madera
los enemigos de dentro,
cuando se van los de fuera.
Mientras que el pueblo se engaña
con ese engaño marcial
de la guerra y de la hazaña,
le está royendo la entraña
una traición criminal...
¡La Lola murió del mal
de que está muriendo España!"
- La perfecta homogeneidad de su programa, impuesto con absoluta consecuencia de principio a fin.
Este hecho resulta relativamente fácil de comprender. En los comienzos, no consta que existiese ante las primeras medidas una oposición definida dentro de las Cortes, ni es inverosímil suponer que la vaguedad de las fórmulas empleadas no permitiera a muchos calibrar qué camino se llevaba exactamente. Además para los llamados renovadores eran importantes una serie de reformas que coartasen los peligros del despotismo a estilo dieciochesco. Estas circunstancias pueden explicar no sólo la falta de una oposición realista en el seno de las Cortes sino la inexistencia de grupos políticos definidos y la colaboración inicial, hasta bien entrado 1811, de renovadores e innovadores contra los conservadores. Conforme las reformas aprobadas van mostrando su parentesco con las del modelo francés, los renovadores se apartan de la vanguardia, pero no saben unirse para proponer otro camino de reformas.
En el terreno religioso los liberales se muestran continuadores de la corriente jansenista-regalista y mientras el pueblo combate por la fe y la Constitución proclama la confesionalidad del Estado y la unidad católica (artículo 12: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el exercicio de qualquiera otra») los diputados favorecen un ambiente en el que ―al amparo de la libertad de prensa y con lenguaje desvergonzado y pretendidamente chistoso― se desprestigiaba a los clérigos y a la religión desde las publicaciones periódicas.
Nadie, sin embargo, llegó a superar la fama de Bartolomé J. Gallardo que, a partir de abril de 1812, produjo un formidable escándalo con su Diccionario crítico burlesco lleno de irreverencias volterianas que estaban al borde de la blasfemia. Basta citar, la consideración que le merecen los frailes contra quienes el liberalismo descargará toda su artillería en los años venideros:
"[…] Siempre han sido la peste de la república (V. Capilla.) tanto en los
pasados como en el presente siglo; si bien, por evitar quebraderos de cabeza, nunca se han tenido por del siglo hasta el presente, como ciertas castas de gente que claman y reclaman por la españolía en cuanto á los derechos, sin hablar jamás de obligaciones. Son animales inmundos que, no sé si por estar de ordinario encenagados en vicios, despiden de sí una hedentina ó tufo que tiene un nombre particular, tomado de ellos mismos: llámase fraíluno. Sin embargo, este olor que tan inaguantable nos es á los hombres, diz que á las veces es muy apetecido del otro sexo, especialmente de las beatas, porque hace maravillas contra el mal de madre.
Un doctor conozco yo, hombre de singular talento, que tenía escrita en romance una obra clásica en su línea sobre el instinto, industria, inclinaciones y costumbres de todos los animales buenos y malos del
género frailesco que se crían en nuestro suelo. Si este libro apreciable,
distinto de la Monacología latina, se hubiera publicado años ha en España, podría haber sido de suma utilidad para la religión y buenas costumbres; mas ya cuando salga a luz, si de salir tiene, le considero inútil é impertinente, en no saliendo luego luego; porque al paso que llevan, todas estas castas de alimañas van a perecer, sin que quede piante ni mamante; por la razón sin réplica de que les van quitando el cebo, y todo animal, sea el que fuere, vive de lo que come.
Item: les van también quitando las guaridas, de suerte que se van quedando como gazapos en soto quemado. ¡Animalitos de Dios! es cosa de quebrar corazones el verlos andar arrastrando, soltando la camisa como la culebra, atortolados y sin saber donde abrigarse. -¡Oh tempora!».
¿Sorprenderán las matanzas de frailes en la España liberal con una ideología mecida al arrullo de tan dulces conceptos como los vertidos desde el Cádiz de las Cortes?
Al tiempo, la asamblea gaditana se dedicaba a promover iniciativas como la expulsión del Obispo de Orense D.Pedro Quevedo, la supresión del llamado Voto de Santiago (una contribución pagada por los campesinos de algunas regiones al cabildo compostelano), la abolición de la Inquisición, la reforma de conventos, la desamortización eclesiástica, la expulsión del Nuncio Gravina…
La reacción doctrinal alcanzará especial relieve en la Pastoral del 12 de diciembre de 1812, una instrucción conjunta para orientación doctrinal de sus respectivos fieles, emitida por seis obispos que −para evitar los desmanes de los ejércitos napoleónicos y las presiones de la legalidad impuesta por José I en los territorios diocesanos sometidos a su jurisdicción− se habían refugiado en Mallorca. El texto lleva como fecha de impresión la de 1813 y sus cuatro capítulos tratan de La Iglesia ultrajada en sus ministros, La Iglesia combatida en su disciplina y su gobierno, La Iglesia atropellada en su inmunidad y La Iglesia atacada en su doctrina. En su análisis de este documento concluye Román Piña que:
«sin lugar a dudas es la primera muestra de un enfrentamiento abierto entre un Parlamento considerado depositario de la soberanía nacional, y un sector importante de la jerarquía eclesiástica del país, que ve en peligro tanto los derechos y prerrogativas de la Iglesia, como la influencia o peso social de los valores religiosos que defiende» (Román Piña Homs, "Parlamentarismo y poder eclesiástico frente a frente: la Instrucción Pastoral conjunta de 12 de diciembre de 1812", en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea. Homenaje a Federico Suárez Verdeguer, Rialp, Madrid, 1991, págs.404-405).
Algunas conclusiones
1. El secular conflicto que atraviesa la historia contemporánea española encuentra arraigo en el pasado, precisamente en el momento en que se produce el inicio del ciclo revolucionario en España. Lejos de ser algo coyuntural o resultado de problemas más o menos intrascendentes (como lo hubiera sido una simple querella dinástica), dicho conflicto tiene su origen en las divergencias acerca de la propia esencia del ser de España.
2. Desde las Cortes de Cádiz, la incapacidad del liberalismo español para articular un proceso de modernización económica y participación política deja paso a un modelo basado en los propios intereses y no en las reivindicaciones más auténticas de la nación. La tantas veces repetida libertad e igualdad, ausente como en pocos sistemas políticos de la España del siglo XIX y comienzos del XX, apenas hace necesario recurrir a la crítica filosófico-teórica para la demolición polémica del liberalismo español.
3. La estrecha relación entre ortodoxia política y religiosa, permite afirmar la imposibilidad práctica de perseverar en la segunda cuando no se es consecuente con la primera. Entendemos por “heterodoxia política” la de todos aquellos que de hecho han negado la dimensión teológica en el plano político, la de aquellos que practicando políticamente un criterio puramente mecanicista se niegan a reconocer las exigencias éticas del obrar político, consideran la religión como asunto válido para los actos de significación personal e inválido para los de dimensión social.
4. En estrecha relación con lo anterior, es significativo el retroceso que el respaldo social hacia las posiciones de ortodoxia política y religiosa ha experimentado, en contraste con su carácter mayoritario en la España del 1808. Sin olvidar deficiencias propias, en ello han sido determinantes los procesos históricos experimentados en este tiempo, con la alternancia de períodos revolucionarios y moderados pero quedando como fruto de todos ellos un balance descristianizador y diluyente de lo español.
5. La existencia ―aunque todavía minoritaria en 1812― de un episcopado y un clero afrancesado y colaboracionista; la actividad de los regalistas en las Cortes de Cádiz y, más tarde, los torpes intentos de reconciliar al liberalismo con la Iglesia, invitan a recordar la licitud y necesidad de una resistencia en el terreno cultural y político fundamentada religiosamente a pesar de la oposición de algunos eclesiásticos, por muy arriba que éstos se sitúen.
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