TRABAJO, NO CAPITAL
Juan V. OLTRA
El trabajo siempre ha sido el eje de la vida humana. Así, el segundo texto más antiguo que nos dejaron los griegos es un poema de Hesiodoto titulado "Los trabajos y los días", que canta el trabajo del agricultor. Sin embargo, hasta Frederick Winslow Taylor, nadie se había preocupado de eso que podemos llamar "la ingeniería del trabajo".
Hoy se ve a Taylor como un defensor del capitalismo desaforado. Craso error. Taylor decía que el principal beneficiario del fruto de la productividad tenía que ser el obrero, no el patrón. Y si bien es cierto que no tenía respeto ninguno por los sindicatos de época, también se mostraba despectivo y hostil hacia los empresarios, a los que llamaba con soltura "cerdos". Su exigencia de que el estudio del trabajo se hiciera en asociación, o al menos con la consulta del obrero, provocó que lo tildaran de "perturbador" y "socialista"; algo que parecía una premonición: en los primeros momentos de la URSS, con los soviets en busca de una productividad que les sacara de un retraso milenario, se aplicaron técnicas tayloristas y fordistas, con no poco entusiasmo. Pero fue una premonición paradójica, pues fue Taylor quien mató a Marx. Veámoslo.
Las técnicas de Taylor, una vez aplicadas, incrementaron la productividad. Con este desarrollo, el incremento de la riqueza a distribuir creció. Y si bien es cierto que siempre ha habido ricos y pobres, la existencia de una clase media ha sido la almohadilla precisa para evitar fricciones. Ejemplifiquémoslo con un detalle: hasta esos momentos, las diferencias entre un pobre de China, de Arabia o de los barrios marginales de Madrid o Londres no era mucha. Baste ver que hoy, sin contar con la educación, la salud o el ocio, el resultado de medir la diferencia es desolador (según los últimos datos, el PIB per cápita en China es de 1.470 dólares. En España, de 25.300). Así, el proletario de Marx se había convertido en un burgués: esto fue el principio del fin del marxismo. Y se remató cuando se comprobó que, al intentar alcanzar una sociedad libre y sin clases, lo que se provoca es un sistema más rígido aun que el capitalista.
Claro que el bienestar económico no implica que salgamos ganando en conjunto: tradicionalmente, la familia había sido la unidad básica de producción. En el campo, en el taller, padre, madre e hijos trabajaban juntos. Cuando las industrias empiezan a aparecer surge un divorcio entre familia y trabajo. Los progenitores no se ven en todo el día, los hijos llegan a desconocer a sus propios padres...se preparaba un caldo de cultivo donde el eje que había centrado el pensamiento en Europa, el cristianismo, empezaba a dejar paso a sus hijos bastardos, y de rebote a la quiebra de la familia.
Durante casi dos mil años, con el cristianismo fundamentando la idea de Europa, la libertad y la igualdad se convirtieron en la esencia básica de ella. En la aspiración suprema de todas las ideologías que se desarrollan en lo que en tiempos fue llamada la cristiandad, se parte de la proyección de esas dos ideas a la esfera de lo intelectual. Así, el credo del capitalismo es la expresión de que el progreso económico conduce a la libertad, y el marxismo espera esa sociedad libre de la abolición de las ganancias privadas. A medio camino, en una tercera posición, aparecen el fascismo y el nazismo, como revoluciones sociales, pero no socialistas; manteniendo el sistema industrial, pero sin ser capitalistas. Hay pues una clara línea directa que sale de Rousseau y llega a Hitler, incluyendo a Marx. Ideas que son burda copia del original y que van desmoronándose una detrás de otra: el fascismo está enterrado hace décadas, el socialismo periclitado y el capitalismo intentando reinventarse, aunque más allá de cualquier renacimiento y desarrollo, no se aprecia ningún nuevo orden. Mientras tanto, el eco de la libertad y la igualdad, se vuelven piedra.
No hace falta ser un agudo observador para darse cuenta de que hoy estamos a las puertas de otro gran cambio. Con una única tendencia viva, el capitalismo, ésta aplica sus dogmas de manera inexorable, venciéndose a sí mismo, superando las rémoras que aún le sujetaban de un pasado muy presente: el estado protector, encargado de vigilar por la Justicia Social. Con Keynes prácticamente enterrado, tan necesario como fue para apuntalar al capitalismo en los últimos años 30, vemos al estado plegándose sobre si mismo, a la seguridad social en vías de extinción, al mal llamado mercado laboral cada vez más cerca de lo que es en sí un mercado, un mercado de esclavos... el trabajador como un bien de intercambio más, que puede ser arrojado a la basura como un limón exprimido cuando ha cumplido su función.
En los primeros años, la inercia provocaba que el trabajador prolongara sus lazos familiares a la empresa, algo que se puede ver aun hoy en las empresas japonesas. Apareció la figura de los "empleados para toda la vida". Tanto es así que, en una sociedad tan ordenancista como la alemana, apareció la figura de los privatebeamte (funcionarios privados), que contaban con la misma seguridad laboral que los funcionarios públicos. Pero esto murió, tal y como murieron los gremios del siglo XIII. No resultaba rentable, simplemente.
El trabajador deja de ser una persona para ser una pieza. Aparece el concepto del trabajador del conocimiento, en el que el saber es el único recurso significativo. Un trabajador cada vez más hiperespecializado, una evolución que me recuerda algún encuentro en congresos de ingenieros donde tuve oportunidad de conocer a compañeros formados en la URSS con títulos tales como "Ingeniero de rodamientos para papeleras", individuos que lo sabían casi todo de casi nada, y casi nada de casi todo. Alguien que no está preparado para rehacer su vida en tiempo de crisis. Muñecos rotos predispuestos a comulgar con ruedas de molino en todo aquello que no afecte a su especialidad.
Con estos mimbres, el sistema consigue perpetuarse, crecer cada vez más sobre el cadáver de los beneficios sociales, de los propios trabajadores: ha logrado la muerte de la mística de la revolución.
¿Hay solución?
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