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Y SIN EMBARGO... ¡FELIZ NAVIDAD!

Y SIN EMBARGO... ¡FELIZ NAVIDAD!

Jorge GARCÍA-CONTELL 

 

   Al ser el Registro Civil institución decimonónica se comprende que no exista certificación oficial del nacimiento de Jesús de Nazaret. No consta la fecha exacta en la que aconteció el más trascendental hecho de la historia universal pero, al mismo tiempo, la lectura del Evangelio de san Lucas permite descartar el veinticinco de diciembre como aniversario de aquel suceso. Suele explicarse este aparente lapsus de los cronistas cristianos por el empeño de la Iglesia en apropiarse de una festividad emblemática como el solsticio de invierno, para desarraigar de ella su primitivo carácter pagano. Precisamente por ello es doblemente asombroso que asistamos en nuestros días a una nueva metamorfosis – e incluso inconscientemente la protagonicemos – sin apercibirnos del alcance último de los cambios en curso.
   Tal vez se nos antoje dictamen de Perogrullo, pero es forzoso convenir en que todo cuanto resulte ajeno a la conmemoración del natalicio de Cristo igualmente deberá de ser tenido como extraño a las fiestas de Navidad y arrojado de ellas por espurio. Aunque, si así lo hacemos, poco nos quedará entre las manos de cuanto hoy se considera “navideño”. Los elementos asociados a la Navidad en los medios de comunicación, en las instancias públicas y, cada vez más, entre el pueblo llano pueden enunciarse muy brevemente: reunión familiar, opípara cena, fiesta infantil, buenos deseos, regalos y gastos extraordinarios e inevitable desajuste económico en enero.

 

   La Navidad ha venido convirtiéndose a lo largo del último medio siglo en un hipócrita carnaval de invierno en el que, a diferencia de su equivalente de primavera, se finge lo que no se siente ni se desea en realidad: paz en un mundo crecientemente convulso; buena voluntad en este reino de la perfidia; calor familiar al tiempo que se socava la familia; protagonismo infantil en una sociedad envejecida a la que estorban los niños y que no duda en asesinarlos antes de su mismo nacimiento con alevosía propia del rey Herodes. ¡Y alegría! ¡Mucha alegría! Alegría bobalicona y pusilánime. Alegría sin razón conocida. Alegría de neón y papel charol. Alegría de tarjeta de crédito y cordero asado. Alegría enigmática, en definitiva, porque si no se acepta que el Hijo de Dios viniera al mundo dos mil años atrás - o en cualquier caso el dato se considera irrelevante - entonces, ¿puede alguien explicar qué diantres celebramos con tanto colorín y jolgorio?
Nadie nos acusará de ver demonios bajo la cama si atiende serenamente a los comportamientos públicos y privados de su entorno más próximo. No se tomen por meras anécdotas costumbristas las que son manifestaciones lógicas del ánimo interior. Hoy en día las felicitaciones de Navidad, que estúpidamente se han rebautizado como “christmas”, son en su mayoría excelente expresión plástica de ramplonería pueril, y de modo significado las que invariablemente edita UNICEF. Mueve a sonrojo imaginar a qué conclusiones llegaría un no cristiano sobre el significado del veinticinco de diciembre tras el examen de una colección de estampas de muñecos de nieve, abetos nevados, rubicundos niños jugando en la nieve y grandes bolas de colores sobre fondo de paisajes nevados. ¿Y qué decir de los textos? Mal que bien habría de tolerarse el aséptico y remilgado “felices fiestas”, pero no se concibe más que la penitencia y el sayal de por vida para aquellos que continúan repitiendo el insulso deseo de un  “próspero año nuevo”.

 

   Al llegar la Nochebuena el número de disparates se acrecienta. En los hogares españoles se ve con frecuencia un árbol adornado que nos viene impuesto por los usos germánicos en su variante anglosajona. Lo lamentable es que estos vegetales estén expulsando y suplantando al belén. Si tuviéramos que cifrar la bondad de ambas tradiciones en las cualidades de sus respectivos precursores deberíamos de considerar que las figuras del primer nacimiento fueron instaladas por san Francisco de Asís, mientras que la autoría del primer árbol de Navidad se atribuye a otro fraile: Martín Lutero.
   Sentados a la mesa podemos constatar que, más que festejar al Hijo de Dios, parece rendirse homenaje al sobrino de Baco. Los efectos lógicos del banquete y de los caldos con los que se regó suelen hacer innecesaria, y hasta desaconsejable, la asistencia a la Misa del Gallo. Por último, cerramos el año con la fiesta de nochevieja, de la que mucho y muy penoso podría apuntarse aunque nos limitaremos a evocar la triste imagen de un grupo de pensionistas tocados con ridículos gorritos de papel en una sala de fiestas; súbitamente, tras sonar las dichosas campanadas, comienzan a bailar con furia artrítica, profieren aullidos tan potentes como sus bronquios permiten e ingieren a discreción champán barato para incordiar a la diabetes.
   “Ya vienen los Reyes”, cantábamos en el villancico. Nunca mejor usado el pretérito. Nuevamente los anglosajones dan palmas al vernos bailar hoy al son que ellos compusieron. Santa Claus, o Papá Noel, recibe su nombre por deformación de .San Nicolás, entrañable personaje que en la tradición de los países del norte y centro de Europa entregaba obsequios y golosinas a los niños. Una figura - obispo por más señas - tan clerical por definición, y además con plaza en propiedad en los altares, resultaba inaceptable en nuestro tiempo. Tanto como los Magos de oriente que figuran en el reparto de personajes del Evangelio y tuvieron la osadía de postrarse ante Dios, adorarle y ofrecerle los más preciados presentes. Así pues, en un abrir y cerrar de ojos, se les sustituye por un ancianito claramente senil, aquejado de hilaridad incontrolable (¡también él está alegre y tampoco sabe por qué!) y de obesidad alarmante. Eso sí; es laico a rabiar y su hábitat natural se ubica en las llanuras nevadas. Nieve, mucha nieve.

 

   ¿Qué nos han hecho? ¿Qué le han hecho a las fiestas de la Navidad? Los síntomas se corresponden con el mal que aqueja a la vieja Europa: simple paganismo que reclama urgente una nueva evangelización. Afortunadamente, por más necios que los hombres podamos llegar a ser, el Niño que nació en Belén nos abrió las puertas de la salvación y permanece por siempre como camino seguro, Verdad única y vida eterna. No existe mejor motivo para felicitarnos.

2 comentarios

Miguel Pons -

Ah, Jorge: Confieso que jamás se me ocurrió pensar en el Niño Jesús desde el punto de vista del registro. Pero sí en la Navidad con relación a los signos comerciales, como el Árbol, la bola de plástico, las lucecitas bailanas y PP. Noel o Santa Klaus.
Y resulta que todos hemos leído que no somos sólo nosotros los que equiparamos Navidad al jolgorio de imágenes casi de marca. He leído que los judíos -el estado de Israel- ha prohibido a los que viven en casas de acogida del estado (pisos) que pongan -dentro, o sea, de puertas adentro) "símbolos cristianos" que ofenden a los vecinos mosaicos. Y dicen cuáles: Árboles, estrellas, bolitas y Santa Klaus. Creo que también los copos de nieve esos tan gordos y geométricos.
No sé si queda algún ser vivo que haga su belén, de modo quel para compensar, no he quitado aún el mío.
Arturo.

Ignacio Tejerina Carreras -

Coincido y suscribo cada una de las palabras del excelente artículo del Jorge García Contell. Las mismas patrañas se repiten en Argentina, con el agravante de que acá también se exhibe nieve, nieve y nieve, aunque estemos en el más tórrido de los veranos.