SIGUEN LLEGANDO; SIGUEN MURIENDO
Inmaculada MOMPÓ
La noticia ha ocupado los titulares de todos los medios de comunicación españoles y ha sido repetida en buena parte de prensa extranjera: según cifras de Cruz Roja, desde el inicio de 2006 han muerto ahogados en aguas del Atlántico, entre Mauritania y las islas Canarias, más de 1.200 inmigrantes clandestinos africanos. La Guardia Civil eleva la cifra hasta los 1.700. Los pescadores que faenan en esa zona relatan a todo aquel que quiera escucharles que, con creciente frecuencia, al izar las redes descubren en su interior cadáveres humanos.
Por más veces que se haya dicho o escrito, habrá que seguir exigiendo que cese este inhumano tráfico negrero del siglo XXI. La justicia y la solidaridad que invocan hipócritamente sus responsables exigen, precisamente, comenzar a deshacer los desmanes perpetrados desde hace más de una década en materia de inmigración.
Los traficantes de mano de obra africana saben y hacen saber que de España nadie es expulsado, por más que el cruce irregular y clandestino de sus fronteras constituya una clara violación de la soberanía nacional. Los negreros de nuestra época conocen y difunden que los sucesivos gobiernos españoles, conservadores antes y socialistas ahora, proceden a regularizar periódicamente a todos aquellos que residen ilegalmente entre nosotros y, de igual manera, los propios inmigrantes alientan a sus allegados en los países de procedencia para que se sumen a este creciente aluvión. La hueca filantropía de los gobernantes disimula su satisfacción al comprobar que esta inmigración fuera de control ha sido y es el mejor instrumento para acabar con la “rigidez” del mercado de trabajo. También se oculta que la “rigideces” a las que se refieren el FMI y la eurocracia de Bruselas no son más que los derechos sociales adquiridos por los trabajadores españoles a lo largo de un siglo.
Los africanos saben y difunden que, una vez se instalen en España, jamás serán repatriados pues apenas existe algún tratado internacional sobre la materia entre sus respectivos países y España. Es más: conocen perfectamente que sus países de origen se desentienden de sus obligaciones y ejercen como expulsores de población, hasta el extremo habitual de negar que sus ciudadanos lo sean en realidad. Dicho sea de paso, este tipo de prácticas acredita fehacientemente que las supuestas repúblicas de África central y del sur no son propiamente estados y sus dirigentes ni siquiera merecen ejercer como jefes tribales.
Mientras la administración española siga confundiendo sus obligaciones para con los españoles con su falsa devoción filantrópica, seguiremos contemplando las imágenes de nuestras patrulleras desembarcando con decenas de africanos a bordo. Como hasta ahora, pocos osaremos contar que, tras un reducido periodo de albergue gratuito a cargo del Estado, son transportados a la Península y “descargados” (no; no es una errata) en las calles de nuestras ciudades. ¿Imagina el lector qué haría para sobrevivir en un país extranjero, cuyo idioma desconoce, si careciese de las mínimas formación académica y capacitación profesional? Yo sí lo imagino; es más, estoy completamente segura. Me resignaría a ser una semiesclava, explotada por un empresario desaprensivo en condiciones infamantes: cualquier cosa antes que morir de hambre. Si no lo consiguiera, como tantísimos de ellos, yo estaría dispuesta para sobrevivir a prestar mis servicios como vendedora ambulante de ropa falsificada y discos copiados ilegalmente. Y, si ni ello me resultara posible, aceptaría unirme a una de las muchas bandas de delincuencia organizada que distribuyen drogas, asaltan viviendas o saquean comercios. Cuando el Estado “descarga” a un africano en una ciudad española, le está empujando directamente hacia la marginalidad social o hacia la delincuencia en nombre de los derechos humanos.
Se sigue invocando la necesidad española de mano de obra, al tiempo que crecen vertiginosamente los inmigrantes desempleados. Se sigue repitiendo la consigna de la aportación decisiva de los inmigrantes al sistema público de seguridad social, cuando ya en junio de 2005 el Banco de España advirtió que el gasto de la Seguridad Social en atención a inmigrantes supera cumplidamente a los ingresos. Seguimos escuchando vaciedades sobre la “alianza de civilizaciones”, mientras el mundo islámico se radicaliza y mira a Europa como tierra de expansión por vía demográfica. Seguimos soportando la murga de la multiculturalidad, mientras las prisiones españolas se saturan de presos extranjeros y los ghettos son una realidad pujante en el corazón de nuestras ciudades. Mientras todo siga como hasta ahora, la clase política carecerá de legitimidad moral para lamentar cada nueva muerte en el Atlántico.
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Luis -