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SOBRE LOS MITOS DE LAS HISTORIAS POLÍTICAMENTE CORRECTAS ACTUALES. El mito de las tres culturas

SOBRE LOS MITOS DE LAS HISTORIAS POLÍTICAMENTE CORRECTAS ACTUALES. El mito de las tres culturas

Serafín FANJUL

 ¿Cuál es la verdadera identidad de España?. La pregunta casi aburre, sobre todo tras la conversión en categorías de alcance cósmico de otras identidades mucho menores, en algunas regiones del país. Durante los años del nacional catolicismo se perfiló una imagen de cartón piedra que, por necesidad había nutrirse de la tradición heredada y del hecho innegable, de que la Península desde el siglo XI - crucial en su destino- comenzó de manera inexorable su vuelta a la gran área cultural y religiosa de la latinidad. Si ello fue bueno o malo queda a la libre estimación del opinante, pertrechado cada quien con su infalible catecismo bajo el brazo.

  Sin embargo, una vez desaparecidos en los últimos años los factores de coerción ideológica, la reacción hacia el otro extremo no se hizo esperar, y si antes se siguió como modelo y patrón histórico la pretensión de lo eterno español simbolizada en ’reclamarse de los godos’ - como en la Francia del Antiguo Régimen legistas e historiadores, si no de los godos, sí ’se hacían de los francos’ - a partir de finales de los sesenta la moda vino a dar en el rechazo de todo cuanto no implique la prefabricación de exóticos hechos diferenciales que sostengan y legitimen la no siempre santa política local de esta o aquella región, al menos en el plano retórico. En Andalucía sobre todo, por lo que hace al factor árabe. Para tal efecto se acudió a obviedades como dejar bien sentado que los españoles actuales somos resultado de las distintas aportaciones de pueblos diversos, de las aculturaciones, influencias o pérdidas a que se vio sometido el país entero. Del saldo general de la historia, en suma.

 Nadie niega tal postulado, pero el conflicto empieza apenas intentamos delimitar cuáles son los elementos dominantes o mayoritarios, en nuestros gustos, comportamientos, sentires, adscripción a una u otra manera de ver el mundo, con qué y con quiénes nos identificamos o cuál es nuestro concepto sobre el grupo humano a que pertenecemos. A partir de los viajeros-escritores del Romanticismo europeo y de la corriente historiográfica, cuyo principal exponente es Américo Castro, se ha ensamblado, con piezas muy heterogéneas, otra imagen que, como mínimo, requiere una revisión y crítica, sin ensañamiento pero sin complacencias.

  Del sepulcro del Apóstol, la espada del Cid y las joyas de la Reina Católica se ha pasado en un cierraojos - y eliminando por pecaminoso todo, lo anterior- a los surtidores del Generalife, los ojos negros de las sevillanas (sin remisión, de origen árabe) y la exquisita convivencia de las tres culturas en una España medieval no menos imaginaria que la manejada por la hagiografia contraria. De unos mitos fundacionales se ha pasado a otros, sin solución de continuidad, idénticos los mecanismos acríticos utilizados con la diferencia a favor de la primera, tal vez, de la mayor solidez de los hechos en que se basa, pues a fuerza de evidentes y sabidos, se olvidan y marginan.

  Nos guste o no, la Península Ibérica es un territorio europeo, con una larga trayectoria de afirmación de tal identidad (desde ese siglo XI antes mencionado), unas abrumadoras raíces culturales y lingüísticas adscritas al mundo neolatino y un predominio secular del cristianismo. Características nunca borradas en su totalidad y dominantes en proporción absoluta desde la misma Edad Media. No se trata de la Hispania Eterna que -según dicen - propugnaba Sánchez Albornoz, sino de procurar el esbozo del problema en términos menos grandiosos y excepcionales, entendiendo que los fenómenos sociales aquí acaecidos en el fondo y en las formas no difieren mucho de los habidos en otras latitudes europeas, africanas o asiáticas, pese al cúmulo de matices que, sin duda, conforman nuestra cultura y nuestra sociedad. De modo nada paradójico, Castro y Sánchez Albornoz vienen a coincidir por vías opuestas en el carácter especialísimo de nuestra historias y nuestro país.


  La simbiosis del uno o la antibiosis del otro se dan de bruces con las evidencias de fenómenos similares en distintos lugares y momentos en regiones del globo apartadas o próximas. El esfuerzo investigador y erudito de Albornoz se ve contrapesado por las estupendas aseveraciones de Castro: «En España (en la verdadera España, no en la fraguada por los cronistas)»; «todo lo cual refuerza la sospecha de que la vida de los españoles ha sido única; para mi espléndidamente única». Por descontado que la verdadera España es la que él propone unívoca en su realidad y sus interpretaciones correspondientes: fuera de él sólo existe el error. Así medra la idea, repetida hasta la saciedad, del carácter singularísimo y paradisíaco - agregan con frecuencia- de aquel lugar sin parangón posible, cuyas tolerancia, exquisitez literaria y convivencia sin mácula sirven para adornar los discursos de los políticos profesionales o, so color de abrirse a todas las etnias, lenguas y religiones (principio irrebatible, en abstracto), ignorar la realidad cotidiana y presente, mucho más roma y menos sugestiva.

  La idea de que la España musulmana primero, y en parte la cristiana, después, fue un paraíso prolifera. Obras como La España árabe. Legado de un paraíso, de I. y A. von der Ropp, Mª Casamar y Ch. Kugel, menudean entre periodistas, ensayistas, escritores varios. Y que los hechos históricos sabidos y comprobados, con no menor asiduidad, no concuerdan con ese enfoque edulcorado no arredra a los practicantes de esta nueva religión


  Pocos son los españoles que se toman el trabajo de leer en directo las crónicas antiguas, los cancioneros poéticos, las colecciones de refranes, por no hablar de las actas notariales o los libros de repartimientos, la información de primera mano de que disponemos, tan aficionada como es nuestra gente a leer de oídos. De tal suerte, las aproximaciones más serias y objetivas quedan circunscritas al ámbito, de peso menguante sin cesar, de los especialistas, cuya mera mención provoca ronchas en los divulgadores de la Nueva, por lo general bien situados en los medios de comunicación.


  De lo pequeño y cercano podemos pasar a lo grande y distante; Portugal o el continente africano arrastran similares tópicos, iguales distorsiones buscadas y reiteradas, durante siglos por viajeros y editores europeos. Y, por supuesto España. Misterio, embrujo, tipismo, duende, exotismo pintoresco... se hallan, si se buscan, e inducen, v.g. a P. Mérimée, a desdeñar la mayor parte de la arquitectura española por ser «demasiado parecida a la suya», en tanto adjudica un imposible carácter árabe a la gótica Lonja de Valencia, del mismo modo que considera «auténtica belleza musulmana» a una señora vizcaína. En otras ocasiones el origen de la distorsión procede de equivocadas ideas científicas del pasado que proporcionan, desde la cómoda perspectiva actual, sabrosas mofas a críticos superficiales.

  La proyección hacia tiempos pretéritos de los conceptos, conflictos y enfoques de nuestro tiempo ha generado graves errores de apreciación, tanto en investigadores serios como en meros publicistas. Unos y otros rivalizan en la idealización de un pasado que demuestran conocer bastante mal, porque acusar al Cid, v.g. de limpieza étnica en Valencia (Pere Bonín, Diario 16, 13-9-95), con absoluto desprecio de la historia y simplificando con imágenes del presente la condena del pasado que, a su vez, se reinstrumentaliza para poner en solfa por vía nada indirecta a la Castilla de ahora, es desconocer que la repoblación con cristianos - y sin expulsión de musulmanes- en Valencia data de un siglo y medio más tarde de la muerte del Cid; y, en todo caso, fue obra de aragoneses y catalanes, no de castellanos.

  Por añadidura, tal vez no sea en balde recordar que los musulmanes de la otra orilla del Estrecho llevaban muchos siglos de antelación en la política, mediante coacciones, de, absorción cultural y religiosa de las poblaciones sojuzgadas por el islam, pues en ese contexto de represalia réplicas y enfrentamiento de civilizaciones, fe y cosmovisión estimamos debe realizarse el análisis de nuestro pasado, no ocultando los choques, si queremos entender y tratar de corregir las demasías de antaño (por ambas sociedades, claro).


  La principal fuente nutricia de este replanteamiento iconoclasta suele ser Américo Castro, y muy en especial su obra La realidad histórica de España, tomada más como nueva Biblia que como materia de discusión y contraste, confundiéndose el rechazo del trasfondo ideológico y deformador del nacional catolicismo, tantas veces hilarante, con la condena cerrada de cuantas apoyaturas históricas éste utilizó.

  Una postmodernidad gozosa, en su alienación ha rematado el resto. Así pasan por artículo de fe las luminosas enseñanzas que tanto repite J. Goytisolo - afirmaciones difíciles de mantener, debiendo ser historiadores extranjeros nada sospechosos de imperialistas filipinos (F. Braudel, H. Kamen, Joseph Pérez, Elliot Lapeyre) quienes desde la objetividad que les confiere el distanciamiento y el no hallarse implicados en nuestros complejos de inferioridad y autohumillación como vía para la purificación - exigida por el mismo Castro - ofrezcan datos, ideas y llamadas al sosiego. No es nuestro objetivo presentar un inventario de las exageraciones de don Américo, ni siquiera resumido, pero los historiadores citados, y otros españoles, han aportado documentación más que suficiente que rebate por si sola la más reiterada e insostenible de las pretensiones de Castro, condensada en una retahíla de noes: no comercio, no trabajo manual, no artesanía, no agricultura, no pensamiento, no cultura, no curiosidad intelectual... a no ser que sus cultivadores fuesen judíos o marranos. De forma campanuda concluye: «no se produjo ninguna actividad científica original y por sí sola válida».

  Cuando un ejemplo no encaja con su pretensión, como es el caso de P. Madoz por él mismo citado, despacha la contradicción calificándola de «sorprendente». Y andando. Los hechos probados, sin embargo, corren por otros rumbos: hasta en Valencia (donde más moriscos había) la agricultura de regadío, las industrias urbanas y el comercio a gran escala estaban mayoritariamente en manos de cristianos viejos, como señaló Lapeyre; las aportaciones españolas en cosmografía y geografía, por mor de los descubrimientos, fueron decisivas para el conocimiento y noción de conjunto del planeta (el mapa de Juan de la Cosa es de 1500); la enumeración exhaustiva de científicos que J. Juderías, por ejemplo detalló en las más diversas disciplinas (filosofía, medicina, botánica, lingüística, mecánica, etc.) es desdeñada olímpicamente.

  Nuestra perplejidad es grande: ¿quién construyó todo nuestro legado arquitectónico desde la Edad Media? ¿Fueron sólo alarifes moriscos? ¿Que porcentaje de mudéjares verdaderos participó, en la práctica, hasta en las construcciones de orden mudéjar? ¿Los inexistentes pintores y escultores criptomusulmanes pintaron y esculpieron lienzos y estatuas? ¿La inmensa literatura del Siglo de Oro fue en su totalidad obra de marranos? ¿De dónde se sacan los epígonos de don Américo que Cervantes era pro-árabe? ¿Qué motivos de simpatía podía albergar hacia esa sociedad tras su durísimo cautiverio en Argel? ¿No se están mezclando los vacíos, incapacidades, enquilosamientos posteriores a la mitad del XVII con las décadas y siglos anteriores en que la pujanza y vigor del país entero propició empresas de la dimensión de la exploración, conquista y colonización llevadas a cabo en América y el Pacífico? ¿No fue este gigantesco esfuerzo posterior a la expulsión de los judíos? ¿No corrió en su mayor parte el peso de tal movimiento sobre los hombros de Castilla (es decir, desde Estaca de Vares a Cartagena y de Fuenterrabía a Gibraltar)? ¿Cómo se puede olvidar que la decadencia cultural y militar y científica vino más de factores económicos que por el destierro de minoría ninguna? ¿El despoblamiento por pestes, emigración, guerras y la política de hegemonía en Europa, con su consiguiente sangría impositiva, no fueron más responsables del hundimiento económico? ¿Por qué debemos seguir aceptando, silentes y humillados, que manifestar una sola palabra favorable o respetuosa, o de mera matización, hacia otros españoles pretéritos, de actos buenos y malos (con predominio de los primeros), sea sinónimo de fascismo? ¿Cuándo la izquierda española, heredera de los complejos y tabúes de la guerra civil, será capaz de asumir nuestra historia o, al menos, de leerla? ¿No estaremos ante el caso más notorio y flagrante de lo que Julián Marías denomina la «fragilidad de la evidencia» («El hombre prefiere lo que se dice, sobre todo si se le repite con énfasis y autoridad, o con la reiteración y eficacia de los medios de comunicación, a lo que entra por los ojos o debería penetrar en la mente»)?


  A. Castro proclama «la básica estructura cristianomoruno-hebraica de la sociedad española», adjudicando un carácter semítico a los españoles (árabe y judío) de donde vendría, por ejemplo, nuestra intransigencia religiosa, con lo cual incurre en una peligrosa simplificación que abocaría al ineludible carácter semítico de todo el continente por la intolerancia, persecuciones y degollinas perpetradas con igual entusiasmo por protestantes y católicos a lo largo de las guerras de religión hasta la Paz de Westfalia y perpetuadas a través de una segregación de hecho en la convivencia hasta tiempos cercanos.

  Por ende, es peligroso jugar con las palabras, porque el gentilicio «semítico» es demasiado vago e inconcreto. Sobre una remota comunidad lingüística (que no racial), que se remonta a varios milenios antes de Cristo, se pretende construir una identidad de objetivos, reacciones, sentimientos, etc., en la Península Ibérica medieval, o, dicho de otro modo: ¿los musulmanes de origen árabe cierto, en los siglos XI, XII, XIII, se sentían partícipes de una comunidad espiritual y de identidad con los judíos y sus coetáneos?, ¿Cómo meter a todos en el mismo saco con tanta frivolidad? Sin embargo, Castro multiplica las afirmaciones de ese jaez: «Tan españoles los unos como los otros todavía en aquella época»; «las tres religiones, en 1300, ya españolas, conviven pacífica y humanamente»; «imposibilidad de separar lo español y lo sefardí»...


  El procedimiento de exhibir - por parte de la mitología conservadora -, para forjar un pasado nacional lo mas antiguo posible, como españoles a personajes de la historia romana (Séneca, Trajano, Marcial, etc.) e incluso prerromana (Viriato, «lusitano»), tan del gusto de Sánchez-Albornoz, es adoptado con igual fervor por su adversario, si bien éste rechaza, con buena lógica, a «pastores lusitanos», romanos y visigodos como partícipes de las connotaciones del ser español. Pero tan insostenible es considerar tal a San Isidoro como a lbn Hazm o Maimónides, pertenecientes a culturas netamente diferenciadas de la nuestra - y conscientes de serlo - y enfrentadas incluso al germen (la Hispania medieval cristiana) de lo que tras un proceso de unificación y desarrollo terminaría cristalizando en una identidad común.

  No obstante, para nuestro interés en estas páginas debemos hacer hincapié en una de las pretensiones de Castro y los castristas mas aireadas y utilizadas por alcaldes, presidentes de diputación y políticos en general cada vez que acuden al florilegio retórico de las 3 culturas. Nos referimos a la supuesta convivencia pacífica y humana de las tres lenguas, las tres culturas y las tres religiones. En los últimos años este monótono ritornelo viene siendo manejado de manera rutinaria hasta el hastío por gentes cuyo conocimiento de la Edad Media y de las sociedades árabe y judía es, al menos dudoso. La fragilidad de la evidencia de J. Marías resurge tan campante y no basta, al parecer, con que experiencias muy próximas, contemporáneas nuestras de ahora mismo, en Líbano, Turquía o Yugoslavia nos alerten acerca de la realidad de esa imaginaria convivencia fraternal y amistosa de etnias, religiones y culturas: con satanizar y culpabilizar de todos los males a una de las partes implicadas suele resolverse la contradicción patente entre los hechos y los buenos deseos.


  Ese panorama de exquisita tolerancia (la misma palabra ya subsume que uno tolera a otro, o sea, está por encima), cooperación y amistad jubilosa entre comunidades se quiebra apenas iniciamos la lectura de los textos originales y se va configurando ante nuestros ojos un sistema de aislamiento entre grupos, de contactos superficiales y recelos permanentes desde los tiempos mas remotos (el mismo siglo VIII, el de la conquista islámica) es decir, un régimen más parecido al apartheid sudafricano, mutatis mutandi, que a la idílica Arcadia inventada por Castro.

  Que los poderes dominantes - primero musulmán y luego cristiano - oprimieran concienzudamente a las minorías y poblaciones sometidas en general, es un incómodo aspecto de la cuestión, obviado mediante él mismo expediente empleado en el caso yugoslavo: una nebulosa maldad intrínseca a «los cristianos», «los castellanos» o «los almorávides» sirve para no abordar, con el esfuerzo consiguiente, las raíces del problema, la enorme dificultad de conseguir inculcar respeto hacia el otro, de evitar la automarginación y marginación simultáneas de comunidades enteras, de superar de la noche a la mañana prejuicios, tabúes y temores engendrados a lo largo de siglos por razones muy concretas (choques y abusos, mutuos) subsistentes en la conciencia y la memoria colectivas.
La ingenua declaración de A. J. Toynbee en el sentido de que árabes e islam están libres de veleidad o propensión racista alguna no soporta el más leve cotejo con la realidad. La literatura árabe es un venero inagotable de ejemplos. Y si los no musulmanes en al-Andalus eran «considerados ajenos a la sociedad en su conjunto», el jurisconsulto al-Wanxarisi niega a los musulmanes la licitud de quedar en territorio cristiano, entre otras causas, por la posibilidad de que incurran en cruces matrimoniales mixtos.

  Que algunos árabes al reclamarse por Qurayxíes (la tribu de Mahoma) pretendan con ello ser los mejores de los árabes y por tanto del género humano, meramente constituye una manifestación no poco acomplejada, en el más favorable de los juicios, pero - como es natural - no representa nada serio, aunque sí explica (esa pretensión de hacerse de los árabes puros, como la de hacerse de los godos entre nosotros, o de los francos en Francia) la pervivencia hasta el reino de Granada de gentes que se decían descender de los conquistadores del siglo VIII, aunque lbn Hazm en su Yamhara comprueba el reducido número de linajes árabes arraigados en la Península y lo imitados y dispersos que vivían en el siglo XI, señalando la cifra de 73. Nuestro maestro Elías Terés subió el número hasta 86, completando a Ibn Hazm con In Said (S. XIII) y al-Maqqari (s. XVII). En todo caso la aportación racial árabe fue muy exigua.


  Tampoco los judíos eran numerosos ni en la España cristiana ni en al-Andalus. Constituían comunidades muy cohesionadas y cerradas, bien situadas económicamente pero en ningún modo populosas. En el mismo siglo XI la cifra máxima, propuesta por E. Ashtor alcanza un total de 50.000, si bien Isaac Baer concluyó que su número era mucho más reducido, como veremos. Sin embargo la gran aportación ideológica de los hebreos al pensamiento racista -y muy anterior a la España mediaval - fue su concepto de «pueblo elegido», con: el correlato de que la sangre fuera determinante para la pertenencia o no al grupo y por consiguiente para los derechos que se detentan, o no, dentro de él. En el Deuteronomio se establece que bastardos, ammonitas y moabitas quedarán excluidos de la Casa de Dios, conminando a los israelitas a no entregar sus hijos e hijas en matrimonio a los hijos de otras gentes. La raza sagrada no debe contaminarse mestizándose con otras, según el Libro de Esdras.

  El concepto de pureza racial surge, pues, de la tradición bíblica. Y que, andando el tiempo, tal noción se volviera contra los mismos judíos no fue nunca obstáculo para alimentar una actitud mantenida durante milenios como la mejor garantía de la pervivencia del grupo. Por ello en la literatura hispano-hebrea menudean las muestras de hostilidad hacia cristianos y musulmanes (que pagaban con la misma moneda). Dice Yehuda Haleví (s. XII):


De Edom [los cristianos] nunca te olvides.
La carga de su yugo
¡qué amarga es de sufrir
y cuán grave es su peso...!
El hijo de mi esclava
[Ismael: los árabes]
con saña nos detesta.


  Abraham bar Hiyya en su Meguil-lat ha-Megal-lé (1129), al hablar de los signos de la redención inminente y de los acontecimientos protagonizados por cruzados y turcos en Palestina, no regatea animadversión hacia árabes y francos, si bien los cristianos cargan con la peor parte. Y ya en la España de claro predominio cristiano no faltan las polémicas, sátiras crueles y dicterios contra musulmanes por parte de hebreos, así la Disputa de Antón de Montoro (marrano) con Román Comendador (mudéjar): 

Vuestra madre no será
menos cristiana que mora.
Hamete, ¿duermes o velas?
Abre los ojos, mezquino,
albardán,
Tres libras y más de xixa
y almodrote
tengo para dar combate
a vuestra madre Golmixa
con mi garrote.
Vuestra mancilla me echáis
vos, alárabe provado
sucio y feo
vos mesmo vos motejáis …


  El islam, heredero ideológico de judaísmo y cristianismo, desde los tiempos de redacción del Corán marca bien la actitud que el buen fiel ha de asumir frente a cristianos y judíos. De ahí el carácter ilusorio de las profesiones de fe de A. Castro en la convivencia entre religiones: «la doctrina alcoránica de la tolerancia ... »; «El Alcorán, fruto del sincretismo religiosom era un monumento de tolerancia. Salvo ocasionales excepciones, la tolerancia fue practicada en todo el mundo musulmán». De Castro y de los castristas: Luce López-Baralt no titubea al afirmar con candor «la tolerancia religiosa musulmana, de estirpe coránica, que también la cree ver Castro reflejada en Alfonso X (recordemos sus equilibradísimas Siete Partidas)»: «Un primer vistazo a la Edad Media española nos permite descubrir un mundo de tolerancia asombrosa entre las castas, pese a las guerra de la Reconquista y los disturbios y persecuciones esporádícas». A la vista de estos cantos a la irrealidad podemos preguntarnos si la estudiosa puertorriqueña ha leído los capítulos dedicados a mudéjares y judíos en las Partidas, o si tiene noticia de las frecuentes y sostenidas persecuciones sangrientas, destrucción de libros heréticos y marginación constante que han sufrido en el islam los xiíes, jariyies mutazilíes, etc., por parte de los sunníes (y a veces viceversa), pero como no debemos adjudicarle tal ignorancia cabe pensar que para ella, como para Castro, tales detalles entran en el muy socorrido terreno de las utilísimas excepciones, que vienen a confirmar la regla de oro por ellos esgrimida. El problema - que eluden - estriba en que la base del islam, el mismo Corán, exhibe exhortos y mandamientos de claridad meridiana (es la palabra de Dios, increada y eterna, según dicen, y que ningún buen musulmán se atreverá a contravenir sin arrostrar el desprestigio público:


’¡Creyentes! ¡No toméis como amigos a los judíos y a los cristianos!. Son amigos unos de otros. Quienes de vosotros trabe amistad con ellos, se hace uno de ellos. Dios no guía al pueblo impío (Corán, 5-56); combatid contra quienes habiendo recibido la Escritura, no creen en Dios ni en el Ultimo Día, ni prohíben lo que Dios y Su Enviado han prohibido, ni practican la religión verdadera, hasta que, humillados paguen el tributo directamente’.


  Estas referencias explican bien el pésimo concepto popular sobre los musulmanes que acepten servicios amistad o relación con judíos y cristianos. Las memorias de Abd Allah de Granada relatan el descontento y odio suscitado contra quienes (v.g., un nieto de Almanzor) admiten ofertas de servicio bélico de los catalanes, o contra los judíos y, muy en especial, contra el visir José Ben Nagrela, finalmente asesinado por las turbas.

  Los tópicos anti judíos habituales (avaricia, sordidez, ruindad, engaño, traición) se deslizan por las páginas de Abd Allah de Granada, acusaciones al ministro de incitar a beber y participar en actos inmorales, resumido todo en la denominación corriente con que le designa («el puerco»), pues omite su nombre de manera sistemática.


  En el Tratado de lbn ’Abdun se equipara a judíos y cristianos con leprosos, crápulas y, en términos generales, con cualquiera de vida poco honrada, prescribiendo su aislamiento por el contagio que conllevaría entrar en contacto con ellos. Así los sevillanos del siglo XII sabían que: «Ningún judío debe sacrificar una res para un musulmán» «no deben venderse ropas de leproso, de judío, de cristiano, ni tampoco de libertino»; «no deberá consentirse que ningún alcabalero, judío ni cristiano, lleve atuendo de persona honorable, ni de alfaquí, ni de hombre de bien»; «no deben venderse a judíos ni cristianos libros de ciencia porque luego traducen los libros científicos y se los atribuyen a los suyos y a sus obispos, siendo así que se trata de obra de musulmanes»; «un musulmán no debe dar masaje a un judío ni a un cristiano, así como tampoco tirar sus basuras ni limpiar sus letrinas, porque el judío y el cristiano son más indicados para estas faenas, que son para gentes viles».


  Esa actitud de insistente rechazo antijudío induce a los musulmanes, incluso una vez perdido el poder, a querer salvaguardarse de cualquier preeminencia de hebreos sobre ellos, por lo cual se cuidan de incluir una cláusula en las Capitulaciones de Santa Fe entre Boabdil y los Reyes Católicos que les ponga a cubierto de tal eventualidad («Que no permitirán sus altezas que los judíos tengan facultad ni mando sobre los moros ni sean recaudadores de ninguna renta»). Porque el desprecio y discriminaciones subsiguientes asoman abundantes en la literatura árabe - aunque no podamos, por razones obvias, extendernos acumulando ejemplos -, como nos documentan Ibn Battuta o Juan León Africano, acordes sus relatos con la situación que perciben y describen autores ajenos, tales Alí Bey o Potocki en Marruecos, a fines del XVIII: prohibición de montar en mula en ciudad poblada por musulmanes (porque irían por encima de las cabezas de éstos), prohibición de entrar en la ciudad de Fez a no ser descalzos (como signo de sumisión), etc.


  El puritanismo, en uno u otro grado, es cardo que medra en casi todas las religiones, llevándolas a interferir en la vida cotidiana y hasta privada de los adeptos, pero la existencia entre nosotros - en tiempos, por fortuna, superados- de excesos y abusos de la colectividad sobre las personas, o lo que es peor, de la jerarquía (los autodesignados intérpretes o ministros de Dios) no justifica los perpetrados en otras religiones. En especial si el rigorismo sigue vivo, aplicándose sobre los fieles. A este respecto el islam contemporáneo insiste en reproducir pautas, dictámenes conceptos y castigos por suerte ya olvidados en el mundo occidental, por más que arabófilos y tercermundistas platónicos -por supuesto residentes en Europa- se obstinen en tapar el sol con un pañuelo negando las evidencias. El divertido cálculo de 3.700.000 pecados diarios cometidos en los minibuses de Teherán (en ellos montan 370.000 mujeres con un promedio de cada una, de diez roces con varones) podría no pasar de anécdota chistosa si en ello no tuviera implicado el derecho mínimo al movimiento y relación entre hombres y mujeres y si no asistiéramos en momentos y lugares muy alejados en tiempo y espacio a una actitud sostenida de vigilancia, intervención y represión hasta en los actos más personales e íntimos.


  La introducción de la vía jurídica malikí en al-Andalus en tiempos de al-Hakam I, es decir todavía en el siglo VIII contribuyó en buena medida a confígurar una sociedad cerrada en la cual alfaquíes, muftíes, y cadíes ejercían un férreo control de la población, musulmana o infiel, pese a que necesidades o conveniencias económicas y políticas, o las meras distancias y dificultad de comunicación, forzaban con frecuencia a transigir o ignorar acciones que en los centros de poder se tenían por enormidades intolerables, contrastando los hechos conocidos con la interminable letanía de los cantos a la tolerancia y afable comprensión que, supuestamente señorearon al-Andalus.

  Los textos de Ibn ’Abdun o al-Wanxarisi nos ilustran sobre la prohibición de leer y recitar poesía o macamas en el interior de las mezquitas, de interpretar música en ellas (hasta hoy día la inexistencia de una música sacra en el islam es el colofón de esta actitud) y aun los intentos de suprimirla en cualquier parte. Se exhorta a los vidrieros y alfareros a no fabricar copas para escanciar vino, aunque la realidad social y económica acaba imponiéndose y sabemos que en los lugares de mala nota y como tales tenidos se bebía (tabernas, ventas, lupanares) y que la vid se cultivaba, comercializándose el vino a escala apreciable, pese al precepto esgrimido por el inevitable Ibn ’Abdun contra los vinateros. La rica floración literaria de al-Andalus halló su triste contrapunto en las periódicas destrucciones y quemas de libros, en todas las épocas, ya fuese Almanzor, el pirómano en el siglo X, o las víctimas Ibn Hazm en el XI o Ibn al Jatib en la Granada del XIV, sin que nada tuviesen que ver en estos casos almorávides y almohades, a quienes suele colgarse el sambenito de la exclusividad en la intolerancia -excepcional, claro-, según la cómoda praxis de proyectar el problema. hacia causas y causantes exógenos que habrían venido enturbiar, tal paraíso de concordia.


  Si bien es cierto -y de ello hay copiosa bibliografías - que sobrevivieron comunidades de mozárabes en Toledo, Córdoba, Sevilla y Mérida, no lo es menos que las fugas, hacia el Norte fueron constantes y que a principios del. siglo XII se deportó en masa a Marruecos a los cristianos de Málaga y Granada, o que raramente se autorizaba la construcción de nuevas iglesias y sinagogas, o su restauración, o el repique de campanas. Sin fijar mucho nuestra atención en los momentos de persecución y exterminio directo de cristianos (v.g., en Córdoba entre el 850 y 859, cuyo hito más famoso fue el martirio de San Eulogio; o la aniquilación en Granada por Abd al-Mumin en. el siglo XII), sí nos interesa más poner el acento en la presión latente y continuada que la población sometida padecía en la vida diaria.

  La actitud de recelo, inseguridad y odio que Ibn Battuta (s. XIV) declara por derecho en tierras bizantinas («las iglesias son también sucias y no hay nada bueno en ellas») se enraizaba en un concepto de. relación con los cristianos estrictamente utilitario, soportándose a esta minoría como mal menor, cuando no se la podía absorber o exterminar, pero sin cordialidad ninguna: «El reinado de al-Nasir (Abderrahmán III) se prolongó durante cincuenta años, a lo largo de los cuales los cristianos le pagaron capitación humildemente cada cuatro meses y ninguno de ellos osó en ese tiempo montar, caballo macho ni llevar armas», reza la Descripción anónima de al-Andalus.
  No obstante, los factores económicos, unidos a la lenta y deficiente arabización de los vencidos, por resistencia o por simple imposibilidad física, debían atemperar mucho las fobias anticristianas, si no de la mayoría musulmana sí al menos de los poderes políticos.

  El interés económico hubo de ser una de las causase del odio del pueblo - achacado por la Descripción anónima contra al-Hakam I al servirse de un cristiano (el Conde al-Qumis) para la exacción de tributos; que éste agregara a su condición religiosa los desmanes propios de los recaudadores: provocó que el siguiente emir Abderramán II «ordenara ejecutar al conde cristiano, almojarife y recaudador de tasas de su padre, destruir los muros en los que se vendía vino y las casas de perdición». Ese estado de ánimo queda bien reflejado por Mármol (s. XVI) al referir cómo los sultanes africanos evitaban servirse de cristianos en sus guerras con mahometanos por temor a la reacción popular, idéntica a la que más arriba veíamos en la Granada nazarí por valerse de catalanes.


  No nos interesa tanto escarbar en truculencias como la exhumación de los cadáveres del eterno rebelde Omar ben Hafsun y de su hijo - ordenada por Abderrahman III - a fin de probar que ambos murieron en la fe cristiana y poder así exponerlos al escarnio público, como se hizo, o el martirio repetido en la Granada nazarí (la de los maravillosos alcázares de la Alhambra) de los frailes que se aventuraban a predicar la fe cristiana; nuestra vista también se dirige a la intromisión diaria, a la opresión invariable sobre la minoría aplastada, tal la prescripción al almotacén de que vigile a las madres cristianas a fin de que no influyan en sus hijos en materia de creencias, o sobre todo la humillante discriminación vestimentaria practicada con idéntico entusiasmo a uno y otro lado de la frontera, en la Europa coetánea y hasta en el norte de África del siglo XIX.


  Cuando Pedro Mártir de Anglería cumple su misión de embajador de los Reyes Católicos en Egipto en 1501-2 para interesarse por la suerte de los cristianos locales («que el grand Soldán no tornase moros por fuerza o ficiese morir con tormentos a los cristianos») no sólo estaba exhibiendo un cinismo notablemente impúdico (a la sazón se estaban produciendo las conversiones forzadas y en masa de musulmanes en Granada) al pedir; que allá no se realizase lo que se hacía por aquí, respaldado por la fuerza de una potencia militar y política como era la España de la época; también levantaba acta de una situación de marginación y aplastamiento de Ia minoría copta que duraría hasta el protectorado inglés. Y una de las vías más notorias, por obvias razones visuales era la ropa: todavía al-Yabarti en 1801 y Edward Lanez en1834 registran la obligatoriedad para los coptos de vestir de negro o marrón, en tanto los colores vivos (rojo, blanco, verde) quedaban reservados para los musulmanes.


  Los lamentables conflictos que, aún en nuestros días, asolan el Oriente Medio y convierten, de hecho la convivencia en una mera yuxtaposición de comunidades, encuentran un señero precedente en al-Andalus, donde no sólo los cristianos padecían marginación y persecuciones: los judíos de Granada en pleno siglo XI sufrieron una matanza en que pereció Ben Nagrela, pronto renovada tal política por el almorávide Yusuf ben Taxufín, que indujo a los de Lucena a pagar por librarse de la islamización, mientras otros tomaban el camino del norte cristiano, o del Oriente, a la sazón más abierto; los almohades insistieron en la misma línea y, al tomar Marrakech, Abd alMumin forzó a los judíos a convertirse so pena de muerte, persecución de inmediato reeditada en la Península nada más entrar los almohades en el decenio de 1140 (en Sevilla, Córdoba, Granada).

  Los saqueos, degollinas, cautiverios generalizados empujaron fuera de al-Andalus a la población hebrea y «Muchas familias judías, entre ellas la de Maimónides, huyeron al Oriente, pero muchas más se refugiaron en el norte de España, en territorio cristiano» (Baer). La Granada nazarí no hizo sino prolongar las mismas normas discriminatorias que venimos enumerando, quizás con un agravante: la sensación de debilidad exterior y cerco cristiano impelía a una radicalización cada vez más paranoica y acomplejado, consolidando e hipertrofiando el omnímodo poder ideológico de los rigoristas alfaquíes.


  El paulatino triunfo militar y político de los cristianos no significó cambios sustanciales en los comportamiento de fondo, tan sólo mudanzas en los papeles y actores del drama. La simbólica restitución por orden de Fernando III a Santiago de las campanas llevadas a Córdoba en 998 a hombres de cautivos cristianos, venía a resonar como aldabonazo, vanagloria de Castilla, que los escritores multiplicaban exaltando el pavor que los castellanos infundían en la morisma, ya se trate del Poema de Fernán González, del de Alfonso XI o del propio Juan de Mena:


faziendo por miedo de tanta mesnada
con toda su tierra temblar a Granada


  Pero tras el brillo guerrero las loas mas o menos fundadas aparece de modo invariable el interés económico. Interesa que los musulmanes se mantengan - como antes los cristianos- por una básica motivación económica, al menos mientras no se repueblen las nuevas tierras con suficientes norteños, proceso iniciado a mediados del siglo XIII en el valle del Guadalquivir y culminado en las Alpujarras en 1570. En palabras del profesor Vallvé «significa el establecimiento de una vida nueva sobre los campos viejos, con renovación de la propiedad, trabajadores, lengua, religión y hasta nombres de lugar». La población sometida (mudéjar), en declive demográfico y económico constante, sobrevive por un tiempo en las áreas rurales y en menor proporción dedicados a la construcción, el servicio domestico y pequeñas industrias artesanales. La emigración hacia el norte de África y el reino de Granada, espoleada tanto por los alfaquíes, que -como veíamos más arriba- no podían soportar la idea del mestizaje, como por los conquistadores, va despoblando las morerías, de suerte que en tiempos de Alfonso XI habían pasado a mejor vida las de Niebla, Carinona, Jerez, Moguer y Constantina, y las de Écija, y Sevilla se redujeron gravemente.

  Todo ello en paralelo a una afluencia masiva de norteños que castellaniza de forma profunda y radical el centro y oeste de la actual Andalucía, volviendo esta realidad histórica innegable ilusorias y de un folklorismo delirante las presentes pretensiones de quienes aseguran muy serios «descender de los moros» («hacerse de los moros», podríamos decir parafraseando la tan ridiculizada expresión de «hacerse de los godos»). Los excelentes estudios del profesor Manuel González Jiménez nos eximen de repetir aquí hechos bien aquilatados y probados en la documentación existente. Sabemos que a la muerte de Fernando II ya repoblados los reinos de Jaén y Córdoba, por el Rey Sabio -canonizado en la actualidad como gran protector de moros y judíos- concentró sus esfuerzos en: poblaciones grandes o medianas y en el eje defensivo en torno a la frontera con Granada. Pero no sólo afluyen gallegos, asturianos o leoneses: en Camas se establecen 100 ballesteros catalanes y la toponimia urbana de Sevilla nos aviva la memoria con la denominación de sus viejas calles. Los resultados que presenta R. Arié en el oriente peninsular son muy similares en Valencia, Baleares y Aragón, aunque la repoblación aragonesa en el levante fue más lenta y, por motivaciones económicas, se intentó frenar, al menos al principio, la salida de mano de obra mudéjar.


  Entre las discriminaciones visibles -como se practicaban en el lado musulmán-, por ejemplo, en 1252 Alfonso X prohíbe a los mudéjares el uso de ropas de color blanco, rojo o verde, de calzado blanco o dorado, al tiempo se ordena que las mujeres musulmanas se guarden de vestir camisas bordadas con cuellos dorados, o de plata, o de seda. Los contraventores pecharían con una multa de 30 maravedís. En 1268 las Cortes de Cádiz agravaron aún más el panorama, porque a fin de evitar «muchos yerros e cosas desaguisadas» se prescribe «que todos quantos judíos et judías vivieren en nuestro señorío, que trayan alguna señal cierta sobre las cabezas que sea atal que conoscan las gentes manifiestamente cuál es judío ó judía. Et si algun judío non llevase aquella señal, mandamos que peche cada vegada que hubiese fallado sin ella diez maravedis de oro: et si non hobiere de que los penchar, reciba diez azotes públicamente por ello» (Las Siete Partidas), disposición renovada por las Cortes de Toro (1371); y en Palencia en pleno siglo XV se sitúa a judíos y moros en el mismo grupo que marginados y prostitutas: «Este día se pregonó los juegos de dados e las armas e holgasanes e vagabundos e chocarreros e rufianes e mugeres del partido que no tengan rufianes ni gallones e judíos e moros que trayan señales... »


  Y la importancia que ambas partes otorgaban a estos signos externos nos viene bien atestiguada por él hecho de que en el ataque al Albaicín (dic. 1568), desencadenador de la guerra de las Alpujarras, Abenfárax y su gente se quitaron sombreros y monteras para cubrirse con bonetes rojos y turbantes blancos a guisa de turcos. Pero la aculturación avanzaba implacablemente desde el siglo XIII, coexistiendo resistencias y renunciase, tal vez de modo inevitable. En la Crónica de los Reyes Católicos se refleja bien la contradictoria situación de muchas de estas personas sometidas a presiones de índole familiar, social, intereses económicos, arranques sentimentales, etc. Los judíos eran considerados propiedad particular del rey -como en el resto de Europa- pues los Padres de la Iglesia habían determinado su condena a eterna servidumbre. La idea se estableció a las claras en el Fuero de Teruel (1176), luego modelo para otros repoblamientos: «los judíos son siervos del rey y pertenecen al tesoro real». Y si el monarca se ocupaba de su defensa era en tanto que propiedad de la cual se obtenían ganancias.


  Isaac Baer delinea bien el panorama: «Las ciudades de la época de la Reconquista se fundaron en su mayoría según el principio de igualdad de derechos para cristianos, judíos y musulmanes; bien entendido que la igualdad de derechos era para los miembros de las diferentes comunidades religioso-nacionales como tales miembros, y no como ciudadanos de un Estado común a todos. Las distintas comunidades eran entidades políticas separadas. Se nombraba un oficial del Estado para todo lo referente a la comunidad judía. La comunidad de los judíos es una entidad política distinta y separada de los estamentos cristianos de los burgueses y campesinos.

  El principio de la igualdad de derechos, muy realzado en estos documentos en la práctica sólo se aplicaba a las materias regidas por el derecho civil (de tipo económico etc….. la igualdad político-social en la práctica solo se hacía efectiva en casos extraordinarios, especialmente en relación con los judíos cercanos a la corte». Otras de las interesantes conclusiones de Baer es el muy exiguo número de judíos residentes en España; así, para todos los reinos de la Corona de Castilla los evalúa, según el padrón de 1290, en 3.600 judíos pecheros (cabezas de familia). Andalucía, en el momento de su reconquista estaba prácticamente vacía de hebreos por obra de las persecuciones de los tiempos anteriores, y la comunidad más numerosa del norte de España -la de Burgos- contaba con unas 120 familias; en 1390, vísperas del primer gran pogrom en Segovia vivían 55 judíos, en Soria unas 50 familias y en Avila a comienzos del siglo unas 40. En Aragón la situación difería poco; así, por ejemplo, en Barcelona, en el call o barrio judío, después de la destrucción de 1391, las familias presentes rondaban las 200. Recordar la exigüidad del número de judíos relativiza la importancia real que podían representar entre la masa de la población unos grupos tan reducidos, la escasa incidencia cultural de una minoría carente de lengua cotidiana (el hebreo era un idioma muerto siglos antes del nacimiento de Cristo y sólo se mantenía en el uso sinagogal), lo que les impelía a escribir sus obras de mayor difusión e interés general en árabe o romance y a actuar como traductores entre estas dos lenguas, verdaderas portadoras de valores universales científicos, técnicos, filosóficos, etc.

  La inexistencia de un arte judío se comprende fácilmente por la utilización de técnicas constructivas y decorativas tanto cristianas como musulmanas; y si Santa María la Blanca de Toledo es un espléndido ejemplo de arte almohade, la sinagoga del Tránsito representa bien la forma en que Castilla había asimilado los modos expresivos nazaríes. Pero el desarrollo de tales aspectos trasciende la extensión de estas páginas. Una vez más la confusión -interesada o ignorada- de religión con lengua, culturas y raza provoca la interminable invocación a la España de las «tres culturas». Si nos atenemos al criterio meramente antropológico en la definición de ’culturas’, en la España medieval -o en el Madrid de ahora mismo - los grupos culturales diferenciados no serían tres sino docenas.


  La observación de las sociedades antiguas o modernas induce a conclusiones pesimistas sobre los resultados a que se llega a la postre en la coincidencia de grupos humanos con diferencias muy marcadas sobre una misma tierra, siendo el factor religioso en especial, por encima del étnico y el cultural, el mayor elemento disgregador y generador de conflictos. No se trata de renunciar a la utopía, sino de tomar conciencias de lo largo y difícil de ese esfuerzo. Pero también florece de continuo la paradójica incongruencia de, por un lado, cantar las excelencias -en verdad maravillosas, de lograse- de convivir comunidades muy diferentes, mientras por otro esos mismos grupos, en cuanto tienen la fuerza necesaria intentan imponerse, y a ser posible borrar a los minoritarios, o -de darse la cohesión geográfica y demográfica precisas- constituir entidades políticas nuevas y diferenciadas del conglomerado anterior en el que supuestamente la coexistencia era modélica. Debería ser motivo de reflexión -pero dudamos de que lo sea- el horrendo y reciente caso de Yugoslavia despedazada tanto por los intereses de penetración alemana o hegemónicos de Estados Unidos como por la evidencia de la heterogeneidad de su composición hacían inviable su subsistencia como Estado, más allá de la artificial situación de fuerza (la dictadura de Tito) propiciadora de unos avisos de armonía esfumados al faltar la mano de hierro mantenedora del equilibrio. Turquía, Iraq, Irán, Líbano, Irlanda del Norte, Filipinas, Indonesia, la India y numerosos países africanos soportan el mismo problema que las soluciones ofrecidas desde fuera -ante la ausencia de las internas- sean otras que bombardear a una de las partes.


  La repetición periódica de encuentros, foros, simposiums, coloquios, diálogos y otros juegos florales entre religiones acaban invariablemente en un callejón sin salida: el de la convicción de todos de estar en posesión de la Verdad y no deber, por tanto, ceder un ápice. El 8 de febrero 1998 se clausuró en Córdoba el «Encuentro de grandes religiones», sin acuerdos una vez más. Leamos la noticia: «El director del Simposio Internacional sobre ’El impacto de la religión en el umbral del siglo XXI’, José Mª Martín Patino, afirmó ayer que a pesar de la falta de conclusiones y de consenso en esta reunión «no puede cundir el desánimo» ante la posibilidad de llegar a un entendimiento entre las grandes religiones monoteístas. Martín Patino dijo en la clausura del simposium que «no se ha llegado a la meta, pero esta reunión supone ‘el comienzo’ del acercamiento de posturas entre cristianismo e islam, por lo que es preciso seguir hablando».

Y así hasta la próxima. Menos mal que estas reuniones sirven para viajar.

 

Serafín Fanjul es Catedrático de Literatura Árabe en la Universidad Autónoma de Madrid, ha publicado varios estudios sobre la literatura tradicional ("Canciones populares árabes", "Literatura popular árabe" y "El mawwal egipcio"), así como traducciones de obras clásicas ("Libro de los avaros de al-Yahiz", "Macamas de al-Hamadani", "A través del islam" de Ibn Battuta y "Descripción general de África" de J. León Africano).

 

1 comentario

SPH -

Básicamente es lo defendido en sus obras por Sánchez Albornoz: España no es síntesis ni compuesto y su identidad histórica es heredera de la reconquista cristiana. Lo que pasa es que decir esto hoy casi suena a herejía. Y menos mal que Sánchez Albornoz vivió en el exilio... si no, hoy sería oficialmente racista y xenófobo.